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Regreso a los infiernos

Por Sergio Ramírez

• El Papa Juan Pablo, consciente de que los vientos contemporáneos


soplaban con tanta fuerza como para apagar las llamas del infierno, había
mandado a los diablos de vacaciones; y no sólo cerró el infierno, sino también
el purgatorio

Cuando Don Quijote y Sancho entran en los dominios de los duques, discurren entre ellos, sus
anfitriones y la servidumbre algunas pláticas sabrosas. En uno de esos coloquios, una
de las amas de la duquesa, doña Rodríguez, cuenta de un romance antiguo en el que se
canta cómo “metieron vivo al rey don Rodrigo en una tumba llena de sapos, culebras y
lagartos, y que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente
y baja:

“Ya me comen, ya me comen,

Por do más pecado había…”

No esclarece la trova qué partes comidas serían aquellas, que hay varias de ellas por las que
se peca. Pero esta manera en que unas alimañas cumplen la tarea de tomar desquite de
un cuerpo pecador recuerda las venganzas del infierno, donde semejante tarea la han
tenido de manera principal las llamas, aunque con un breve receso.

Hace ocho años el Papa Juan Pablo mandó desmantelar la dantesca escenografía del averno
tan temido, y declaró urbis et orbis que se trataba solamente de un lugar de la
conciencia donde el alma atormentada debía sufrir bajo el peso de sus pecados, y no un
antro físico poblado de legiones de demonios ocupados en torturar con la peor de las
sañas al cuerpo pecador. Pero según ha proclamado ahora el Papa Benedicto, el infierno
es otra vez real. Sus llamas eternas queman de verdad, y el castigo que uno debe
esperar en sus antros pestilentes y caldeados no es nada más metafórico.
Terrible corrección de rumbo que nos devuelve, de cabeza, no sólo a las simas horrorosas del
tormento por fuego, sino a las oscuridades de la edad media, conforme las más
lóbregas visiones de ‘La divina comedia’. Es como si otra vez mandaran a abrir
Auschwitz y los demás campos de concentración, y reinauguran el Gulag en las estepas
siberianas, los infiernos terrenales del siglo veinte.

La peor de mis pesadillas cuando niño tenía que ver con el infierno y su cohorte de diablos
armados de tridentes que buscaban empujarme hacia los insondables abismos de los
que surgían indómitas llamaradas, o hacia los calderos de aceite hirviente en los que los
supliciados debían purgar sus pecados. Aquellos diablos de pellejo colorado y cachos de
buey, que olían a azufre y cuyos ojos de lumbre despedían un fulgor maligno, eran
parte real de mis noches, como lo eran mis sudores helados al despertar, temiendo
siempre regresar al sueño. Cerraron el infierno, para alivio de tantos, pero, triste
realidad, no era más que una medida provisional.

Extraño. Nunca soñaba de niño con el cielo que me prometían en las sesiones sabatinas de
doctrina cristiana tras amenazarme con el infierno. Y esto que conocía las imágenes de
ambos. En esas sesiones del templo parroquial, los niños éramos instruidos en la fe y el
deber de la templanza a través de láminas donde el averno con sus bocas de horno de
panadería se abría en las honduras, mientras el cielo, muy distante, brillaba con
fulgores dorados y coloraciones celestes arriba de las cabezas de quienes hervían de
cuerpo entero en la sopa de azufre. Y es que las fantasmagorías nocturnas que se
encienden en la mente de un niño son atizadas por lo terrible, y nunca por la
bienaventuranza. Por la amenaza, y no por el halago. Y la felicidad prometida por el
cielo pintado en las láminas de la catequesis era demasiado abstracta, al contrario de
los tormentos infernales de las llamas eternas, tanto que uno era capaz de sentir el olor
de la chamusquina.

Y para que todo anduviera en orden y las tentaciones fueran mantenidas a raya, en otra
lámina el ojo todopoderoso de Dios vigilaba dentro de un triángulo, capaz de ver al
mismo tiempo en diversas direcciones, como el ‘big brother’ de la novela de Orwell: un
niño saltando el cercado ajeno para robarse una fruta, otro huyendo de la escuela para
pasar una tarde feliz, otro que se quedaba sin ir a misa. La idea de los catequistas era
que el gran ojo fuera reconocido en su poder de paralizar las acciones pecaminosas de
todos aquellos que sin haber llegado a adultos eran ya candidatos naturales al infierno,
para darles una última oportunidad de ser librados del castigo del fuego diabólico.

El Papa Juan Pablo, consciente de que los vientos contemporáneos soplaban con tanta fuerza
como para apagar las llamas del infierno, había mandado a los diablos de vacaciones; y
no sólo cerró el infierno, sino también el purgatorio, presente igualmente en mis
pesadillas infantiles, ese infierno provisional, calentado a la misma temperatura y
dotado de los mismos instrumentos de suplicio, pero del que se podía salir por buen
comportamiento, o gracias a las indulgencias que los deudos de los reclusos lograran
conseguir a favor de ellos gracias a gestiones terrenales, bulas, misas u oraciones.

Y lo mismo fue clausurado el limbo, ese páramo de soledad, apartado y triste, adonde debían
ir los niños a quienes sorprendía la muerte sin haber sido bautizados; lugar aún menos
benigno que el purgatorio, pues del limbo no había escapatoria posible, ni rogativas que
valieran. Deduzco que si el infierno ha sido restituido con toda su pompa flamígera,
también va a ser reabierto el purgatorio, y quién quita también, el limbo.

Masatepe, mayo 2007.


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