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CAPITULO VII
F. Charmot S.J.
LAS ANOTACIONES
1
Suponemos que el lector tiene este libro a la vista o recuerda su texto.
rencias, pone su ingenio en el camino de la invención, sin enunciar explícitamente lo
que los niños habrían podido descubrir por sí mismos 2 .
Tercera Anotación. Así como los ejercicios espirituales son, con frecuencia, asuntos de
corazón y de voluntad más que de entendimiento, el trabajo intelectual pide, en ciertos
casos, más sensibilidad, imaginación y tenacidad que inteligencia pura. El corazón y no
la razón es el que siente a Dios, decía Pascal.
Cuarta Anotación. Programas y planes fijos son cosas secundarias. Porque los alumnos
no son relojes. Sus capacidades difieren y su aplicación no es constante. Será
necesario, pues, que el niño no fuerce la marcha, él mismo marcará el paso. El adulto
no deberá empujarle.
Sexta Anotación. La diligencia en el trabajo debe rendir sus frutos, atractivos, alegría,
admiración, inspiraciones, deseos, facilidades, placeres, o, a las veces, desganas,
tristeza, inhibiciones, lentitud, desaliento, etc... Por ahí entenderá el maestro los
defectos y cualidades del alumno. Toda la formación quedaría comprometida si el
ánimo del alumno quedara indiferente.
2
No quiere esto decir que su ingenio sea la medida de lo verdadero, como ni tampoco que la meditación
invente el dogma. Sólo se trata aquí de método de asimilación.
3
Las Anotaciones que omitimos, la 8 por ejemplo, atañen más en particular al maestro. Sólo hablamos
aquí de los consejos que directa y explícitamente miran a la actividad del alumno.
San Ignacio dirá además en sus Máximas; «Nadie hace más que el que hace una sola
cosa.» (35. Nemo plus agit quam qui unum agit).
Decimotercera Anotación. Los alumnos son propensos a abreviar los ejercicios difíciles
o a dejar inacabada una obra que podría corregirse y enmendarse. Pues, por el
contrario, hay que entregarse de lleno a las tareas arduas. Acostumbrémonos a hacer
más de lo que debemos.
Decimoquinta Anotación. Las anotaciones siguientes, 16, 16, 17, 18" 19, tiene por fin
dirigir antes al maestro que al discípulo. Pongamos, sin embargo, de relieve el principio,
afirmado aquí muchas veces de la desaparición progresiva del educador. Lejos de
hacerse cada vez más necesario, el maestro debe poner al alumno en condiciones de
poder prescindir de él. Enseñanza; libros y método no han de ocupar el lugar del
contacto directo con las obras maestras, con la naturaleza, con las manifestaciones de
lo verdadero y de lo hermoso (deje inmediatamente obrar al Creador...).
LAS ADICIONES
Las Adiciones son unos consejos sobre la manera de concentrar el ánimo. Porque, para
San Ignacio, nada parece tan funesto como la disipación, la ligereza, la agitación, el
derramamiento y la inconstancia del espíritu. Meditar, trabajar, pensar, reflexionar y
querer se reducen casi únicamente a un acto de concentración intelectual.
Semejante acto será tanto más fácil, cuanto por una parte más se alejen del trabajo
todas las causas de distracción; y más esfuerzo se ponga por otra, en que converjan
todos los recursos y las fuerzas hacia el fin propuesto. Así, pues, privación y
conspiración.
En primer lugar, privación de todos los placeres que pudieran impedir que el alumno se
dé por entero al trabajo. Aun de los más honestos, por ejemplo, el exceso en la comida,
el sueño, la comodidad; despidamos los ensueños placenteros, los recuerdos tristes o
alegres, las sobreexcitaciones nerviosas, las preocupaciones ajenas, todo lo que pueda
ser obstáculo a la atención.
Es sabido con qué rigor hay que luchar en los colegios contra la multiplicidad de las
distracciones. Visitas, lecturas, acontecimientos, vacaciones repetidas, fiestas, juegos,
concursos, ocasiones de todas clases asedian la soledad y la paz, absolutamente
necesarias al esfuerzo intelectual. No hay que ceder. Las Adiciones de San Ignacio nos
prescriben sustraernos y hacer penitencia, sin lo cual sólo podremos trabajar a medias.
Pero también nos encomiendan la conspiración de todas las potencias. Ante todo,
prever y fijar los fines, y en cada trabajo un fin muy preciso. Prever también el lugar y la
hora en que habrá que entregarse del todo a la tarea, tener a mano los instrumentos
útiles y los materiales necesarias. Prepararse al ataque con esta pregunta: ¿Adónde,
voy y a qué? Acabado el trabajo, fiscalizar el método para evitar las pérdidas de tiempo
y de fuerzas que habrán podido introducir en el trabajo nuestra improvisación o malos
hábitos anteriores. Tomar la resolución de suprimir para la próxima ocasión las causas
de distracción, de flojedad o de error.
He aquí ciertamente una serie de reglas cuya fiel observancia du-plicaría la actividad
intelectual de los alumnos.
1.° El esfuerzo intelectual comprende tres tiempos. El ánimo debe, ante todo, después
de la preparación remota en las Adiciones, prepararse de una manera más próxima con
la invocación del auxilio divino y la concentración de las fuerzas sobre un punto 4 .
Después viene el esfuerzo por el cual nos perdemos en el objeto, el ánimo observa y
contempla, es decir, se olvida, se entrega, procura identificarse con la verdad o la
belleza propuesta a su estudio. Luego, por un tercer movimiento en sentido contrario, se
recoge en sí mis-mo; reflexiona, asimila, se nutre con los frutos de su observación.
Reflictiendo, sacar algún provecho.
Aquí vemos esbozadas las Reglas 4ª y 5ª de los Escolares, que les prescriben prever
diligentemente las clases (in eis praevidendis diligentes), oírlas y después de reflexión y
discusión, sacarles el mayor jugo (quae digna erunt... maiori cum ordine digesta).
4
Véase la Oración preparatoria y los Preámbulos.
espiritual; porque hay manera de conocer más a fondo una verdad encarnándola, por
decirlo así, aprisionándola a través de las imágenes y símbolos.
4.° A la observación premeditada debe añadirse el hábito de sacar una lección de todos
los encuentros con la vida. El mismo San Ignacio compuso los Ejercicios con las notas
tomadas de sus propias experiencias. Sabemos, sobre todo por el Memorial del P.
Cámara, que las Reglas para discernir espíritus salieron directamente de las mociones
de su alma, durante sus ejercicios. Notaba, comparaba, juzgaba, revisaba, hacía
algunos tanteos y sacaba las conclusiones. Con frecuencia aconseja en los Ejercicios
que se mire con múltiples iniciativas, cuál es la medida que ha de guardar cada uno, y
dónde están la justa medida, el equilibrio, la voluntad de Dios (por ejemplo, la
Penitencia, décima Adición, 3.a N ata). Debemos, según él, atenernos a lo que enseña
la experiencia de la vida.
6.° San Ignacio tiene buen cuidado de advertir que no hay que «repetir» los asuntos a la
ventura. Quiere que volvamos sobre los trozos en que hayamos tenido más vivos
sentimientos, o en que hayamos experimentado dificultad. Porque en ambos casos hay
un tesoro oculto bajo las palabras 6 .
7.° Los «tres modos de orar» nos sugieren también un excelente «Arte de leer». Hemos
de adquirir el hábito de disociar el pensamiento y el lenguaje y de confrontar uno con
5
Directorio, cap. XV.
6
Véanse las Notas de San Ignacio a los tres modos de orar.
otro. Para esto, resistamos a la pereza y pasividad de los lectores de novelas, pesemos
las palabras y \as frases. Podríamos distinguir tres modos de leer, como de orar: una,
que sería leer inteligentemente, es decir, entendiendo el sentido del texto; el segundo,
leer reflexivamente, esto es, notando las ideas y juicios personales que los
pensamientos del autor sugieren a lo largo de sus páginas; el tercero, leer no como un
discípulo que se instruye, sino como un maestro que quiere crear, y, por consiguiente,
para despertar en sí la potencia creadora personal.
Podríamos proseguir este análisis más por menudo. El parentesco entre la Ratio y los
Ejercicios aparecería estrecho y constante. No sin razón se han buscado las fuentes de
la Ratio en las pedagogías de la Antigüedad y del Pre-Renacimiento. Pero sean
cualesquiera los elementos materiales que de allí se hayan tomado, sigue siendo
verdad que el alma de la Ratio, su fuente espiritual, lo que la distingue de cualquier otro
tratado del mismo género, es el método mismo de los Ejercicios. Los Jesuítas, que
llevaban en la sangre y en la medula la manera ignaciana de guiar las almas, necesaria
y casi biológicamente la habían de transfundir en su pedagogía intelectual; habrían sido
incapaces de seguir direcciones divergentes.