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El Objeto semiótico y el objeto A

BIRCH, Christian Roy. Lic. en Psicología (U.N.L.P)


GAIADA, María Griselda. Lic. en Comunicación Social (U.N.L.P.)

Jacques Lacan dijo: “¿Qué hay que sustituir en el [discurso] de Peirce para que
pegue con mi articulación del discurso analítico? Algo tan simple como decir
buenos días: para el efecto de lo que se trata en la cura analítica no hay otro
representamen que el objeto a, objeto a del cual el analista se hace
representamen, justamente él mismo en el lugar del semblante” (Lacan, 1972:
Clase 19).
Esta cita ha de servir como propedéutica para el problema que nos incumbe. Lacan
presenta al objeto a en diversos escritos y clases desde 1955 en adelante. Este
concepto, por demás complejo, adquiere diferentes funciones en la teoría
psicoanalítica. En primer lugar, lo utilizó para representar la relación
especular entre el yo del paciente y el semejante; en segundo lugar, lo
introdujo para significar al objeto de deseo; y en tercer lugar lo define como
“el remanente que deja detrás de él la introducción de lo simbólico en lo real”
(Evans, 1997: 141).
Es esta última función del objeto a sobre la cual hemos de trabajar. Cabe
destacar que Lacan ya había elaborado su conceptualización de los cuatro
discursos y exploraba aquello que resulta del dominio de lo no verbalizable. En
este sentido denomina goce a lo que para Freud era del orden de las pulsiones[1]
–parciales-, esto es, algo bien diferenciado de las representaciones psíquicas y
de lo enunciable en general.
Respecto de dicho objeto indecible afirmó: “Es en el discurso sobre la función
de la renuncia al goce donde se introduce el término del objeto a. El plus de
gozar como función de esta renuncia bajo el efecto del discurso; he allí lo que
da su lugar al objeto a en el mercado, a saber en lo que define algún objeto del
trabajo humano como mercadería, así cada objeto lleva en sí mismo algo de la
plusvalía, así el plus de gozar es lo que permite el aislamiento de la función
del objeto a.” (Lacan, 1968, clase 1). Aquí se manifiesta lo que se ha dado en
llamar la introducción de lo simbólico en lo real, puesto que lo simbólico (la
palabra) afecta a lo real del cuerpo (el goce) como el arado deja un surco en la
tierra. Es decir, lo simbólico organiza el ejercicio pulsional, sin embargo, no
todo en él es organizable. Esto significa que todo objeto psíquico tiene un
doble aspecto: uno representacional y otro pusional. Así, la palabra adquiere
sentido justamente cuando sustituye el contenido representacional del objeto
psíquico y a ella se adosa algo del costado pulsional, una soldadura de dos
elementos heterogéneos.
Por ende, lo verbal funciona como representamen, esto es, forma perceptual del
signo (ruido fónico organizado, texto escrito) de diversos objetos psíquicos
(imágenes mentales), si bien la experiencia analítica demuestra que siempre
queda un excedente innombrable. Dicho excedente es el objeto a que supone un
plus de goce. Siguiendo con la metáfora del arado, este “plus de goce” es
precisamente el terreno donde no penetraron los discos del arado; es un “plus”
pues está más allá de la pretensión de la palabra para sustituirlo. Este
concepto se inspira en la idea marxista de la plusvalía, es decir, aquella
ganancia que no se invierte en el circuito de la producción, de ahí que Lacan
destaque que el objeto de goce no tiene valor de uso. Sin embargo, puede
afirmarse que tal remanente tiene un valor de cambio, de tal forma que el sujeto
elabora diferentes signos para dar sentido a esa cosa amorfa, que intenta ser
sustituida al modo de una transacción: el dinero vale por una docena de
manzanas, la palabra vale por aquello insustituible que se pretende nombrar[2].
Al igual que el propietario de una fábrica obtiene un plusvalor, es decir, el
rédito que no emplea en el aparato de la producción de mercancías (salarios,
materias primas, maquinaria), si bien puede cambiarlo por diferentes bienes en
el mercado; el sujeto de la enunciación obtiene un saldo, o sea, el excedente
que no puede invertir en el mecanismo de producción de palabras (límite del
lenguaje), aunque ha de trocarlo en el orden de representaciones alternativas
que apenas si bordean al objeto.
Y estamos aquí en el punto de conjunción de la teoría lacaniana con la de
Charles Sanders Peirce. Mientras que para Lacan el objeto a es el límite de
todos los significantes que pretenden sustituirlo y solamente queda como un
resto, una singularidad insustituible; para la semiótica de Peirce el objeto de
sustitución es siempre inagotable puesto que el representamen “capta” algún
aspecto del mismo, pero jamás lo representa por completo. La propuesta
lacaniana, entonces, constituiría un coto a la cadena de semiosis infinita de
Peirce.
En virtud de esta afirmación, se hace necesario definir a la tríada peirceana:
“un signo, o representamen, es algo que está para alguien, por algo, en algún
aspecto o disposición” (PEIRCE, 1986: 22). Juan Magariños destaca sobre esta
definición: “es un enunciado que Jacobson calificaría de afásico, ya que los
lugares sintácticos que deberían estar ocupados por conceptos sustanciales,
están meramente señalados por esos pronombres: ´algo´, ´alguien´ y, de nuevo
´algo´, así como por el adjetivo tan propenso a pronominalizarse ´algún` “
(MAGARIÑOS DE MORENTIN, 1983: 82).
Pese a la supuesta indeterminación conceptual, hallamos que esta forma de
definir al signo es de una riqueza incalculable, que se ha de comprender una vez
que procedamos a explicarla. Algo que está en alguna relación: alude a la
categoría de la primeridad, es decir, a la forma singular del signo (sea la
tinta sobre el papel, en el caso de lo verbal escrito; la forma o accidentes de
una existencia concreta, en el caso de lo indicial; una mácula en la hoja de un
cuaderno, en el caso de lo cualitativo), susceptible de ser aprehendida por vía
sensible, en tanto primer contacto con una sintaxis determinada.
Algo que está por algo: se refiere a la categoría de la segundidad y da cuenta
de la sustitución o semantización del objeto semiótico, en la medida en que se
ponen en juego dos sintaxis, anteriormente captadas. Así, un algo está en lugar
de otro algo y Peirce entiende que “estar en lugar de otro es estar en tal
relación con otro que, para ciertos propósitos, sea tratado por ciertas mentes
como si fuera ese otro” (PEIRCE, 1986: 43). Es lo que Magariños ha denominado el
“dilema semiótico”, es decir, “es necesario que una semiosis sustituyente deje
de ser lo que es “en sí” (el juicio perceptual: un fenómeno de lengua) para que
otra semiosis sustituida sea, no lo que es “en sí” (la percepción, un fenómeno
sensorial), sino aquello en lo que la primera la constituye (el referente: un
fenómeno semiótico y, en cuanto tal, significativo)” (MAGARIÑOS, 1996: 26).
Algo que está para alguien: da cuenta de la tercera categoría y supone que un
signo siempre está dirigido a un interpretante, entendido como el hábito lógico
que hace inteligible la asociación entre un representamen y su objeto,
sustitución que ya cobró forma o se hizo presente en la anterior categoría. Con
respecto a esto Peirce escribe: “(=un signo o representamen) se dirige a
alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal
vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el
interpretante del primer signo” (PEIRCE, 1986: 22).
Y es justamente en el enlace de estas tres categorías donde aparece el análisis
del objeto a. Peirce entiende que todo objeto ya ha sido sustituido en alguna
disposición, de ahí su propiedad de signo y la consecuente cadena de
interpretantes que dan sentido a la relación de sustitución. De este modo, el
conocimiento sobre determinado objeto siempre refiere a otro conocimiento sobre
el mismo y “nunca a la realidad en su pretendida pureza de no modificada todavía
por el pensamiento” (Magariños, 1983: 86). En consecuencia, el objeto es
necesariamente objeto semiótico. En este sentido, Magariños explica: “de aquí,
por ejemplo, surge la posibilidad de afirmar que el signo único es incognocible
como límite a las pretensiones, multivariadas y más o menos implícitas, de las
formas actuales de sustancialismo y nominalismo (ya que ninguno de los tres
componentes del signo, ni el fundamento, ni el representamen, ni el
interpretante, tienen sentido por sí solos)” (Magariños, 1983: 86).
Tanto Lacan como Peirce entienden que existe algo del orden de lo no sustituido:
el objeto a según el psicoanalista francés, o la realidad según el lógico
norteamericano. Sin embargo, en la teoría lacaniana el objeto a constituye la
piedra angular del análisis discursivo, en tanto es su causa. En cambio, en la
teoría peirceana la realidad es una gran interrogación, en la medida en que sólo
importan los fenómenos semióticos capaces de producir significados.
La experiencia psicoanalítica muestra una regularidad en la ligazón entre el
psicoanalista y el analizante: la llamada transferencia. El concepto
psicoanalítico de transferencia en relación con la dirección de la cura
presenta, según lo señalado por Freud, un doble cariz: por un lado, es obstáculo
en tanto se pone al servicio de la resistencia, al no permitir la elaboración y
al organizar una vinculación en torno a la repetición del pasado olvidado (en
detrimento del recuerdo del mismo). Por otro lado, es motor de la cura, es
decir, su mayor instrumento. La puesta en funcionamiento de este segundo aspecto
es efecto de las maniobras de quien dirige la cura, que ha de interpretar
poniendo en juego el deseo del analista, permitiendo así que el sujeto alcance
algo de la verdad acerca su deseo.
Sigmund Freud introduce este concepto en el texto “Sobre la dinámica de la
transferencia” (1912), cuando indica que la misma aparece necesariamente en todo
tratamiento psicoanalítico y que cumple una función. Señala que las condiciones
eróticas del individuo se han constituido a lo largo de su historia. El paciente
es consciente de algunas de esas condiciones, otras en cambio han sido
rechazadas y permanecen en el nivel de la fantasía o bien inconscientes. Tales
condiciones operan como un estereotipo, un cliché que organiza el modo de la
relación amorosa, y la figura del psicoanalista no quedará por fuera de este.
La paradoja de la transferencia (por un lado, simplemente detiene el curso de la
asociación libre o fija las ideas del paciente a la persona del médico y, por
otro lado, es la palanca más poderosa del éxito del tratamiento) resulta zanjada
por Freud cuando procede a desdoblarla en: 1) transferencia positiva y 2)
transferencia negativa (que opera francamente en contra del tratamiento).
A su vez, el médico austríaco discrimina en el primer tipo de transferencia el
conjunto de sentimientos tiernos o amistosos (de meta sexual inhibida), de
aquellos que son eróticos.
Cuando la transferencia es positiva, el paciente asocia libremente haciendo uso
de la palabra, motor de la cura. Al presentarse el fenómeno de la llamada
transferencia negativa, cesan las asociaciones del paciente y aparece el
silencio, lo que detiene la cura. Entonces, cuando el analizante se queda sin
palabras puede deberse a: 1) que sus ocurrencias están centradas en la persona
del analista, por lo que el silencio es efecto de la represión secundaria; 2) o
que ha llegado al límite de la rememoración, se ha topado con algo imposible de
decir.
Ante el mutismo, Lacan se interroga por el límite, sus características y sus
efectos. El paciente habla hasta que llega a la imposibilidad del decir, esto
es, cuanto más se aliena en la palabra, más se refugia en las fantasías que
exceden la posibilidad de enunciación. Emerge la angustia frente al agotamiento
de todos los signos sustituyentes que orillan al objeto a. Demás está aclarar
que son conocidos los efectos pacificadores de la palabra y, cuando el arado que
se introduce en lo real se detiene, el paciente queda a merced de una
experiencia intolerable.
Lacan concibe que no todo en el ser humano es lenguaje, ¿Cómo localizar eso que
hace tope al discurso? Lo imposible de decir, que tiene efectos y en torno a lo
cual las asociaciones del paciente se organizan sesión tras sesión, a lo largo
de un tiempo que no cuenta por el reloj sino por la lógica de su despliegue. El
psicoanalista francés entiende que el sujeto parte de los numerosos
significantes, que lo constituyen en modalidad enunciativa y que conforman los
eslabones de una cadena regresiva hacia ese objeto innombrable que antecede todo
discurso.
Según la teoría peirceana, todo signo sustituyente representa en algún sentido a
su objeto, aunque esto sólo es posible en la medida en que existe un hábito de
vinculación entre ambos, provisto por el interpretante dinámico. Es decir, toda
sustitución suscita una concatenación interminable de interpretantes que
refieren a un objeto, el cual es y no es el mismo, a partir de la superación[3]
que introduce cada una de las nuevas interpretaciones.
Vemos que Peirce establece la posibilidad de una cadena progresiva de
interpretantes lógicos que se alejan del primer objeto representado, si bien
cada sustitución origina un juego de alteridades que lo hace ser otro y en algún
punto aquel objeto semiótico. Esto sucede porque el representamen nunca está en
lugar de su objeto en toda su vastedad, sino respecto de algún tipo de
posibilidad sustitutiva, llamada “fundamento” o “ground”. Peirce escribe: “el
signo está en lugar de ese objeto, no en todos los aspectos, sino con referencia
a una suerte de idea, que a veces he llamado el fundamento del representamen.
´Idea´ debe entenderse aquí en cierto sentido platónico, muy familiar en el
habla cotidiana; quiero decir, en el mismo sentido en que decimos que un hombre
capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda lo
que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el
hombre continúa pensando en algo, aún cuando sea por un décimo de segundo, en la
medida en que el pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea,
continúa teniendo un contenido similar, es la ´misma idea´, y no es, en cada
instante del intervalo, una nueva idea” (PEIRCE, 1986: 22).
Ahora bien, este ejemplo arroja luz acerca de dicha “idea”, la cual capta algo
del objeto, no inherente a este; sino como modo del pensamiento capaz de
seleccionar cierta parte en una proposición, toda vez que el acto de intelección
tiende más allá de sí a un mundo significado.
Queda claro, entonces, que mientras Peirce se preocupa por la presencia de los
significantes que son capaces de representar algo en ausencia, Lacan se centra
justamente en la ausencia de significantes que no son capaces de traer nada a la
presencia, esto es, el dominio de lo no representable, de lo no sustituible, de
lo no verbalizable, llamado objeto a.
De ahí la importancia de la cita que encabeza este trabajo, puesto que es
justamente el psicoanalista el que se propone, en un artificio clínico, como
representamen ante la falta de palabras del paciente. En este sentido, la
relación sustitutiva entre /representamen – objeto/ se homologa a la de
/analista - objeto a/, pero siempre como semblante o apariencia. O sea, quien
dirige la cura se ofrece como posibilidad representativa del objeto a, como
soporte mediante un dispositivo ficcional de aquello que está por fuera del
discurso.
El analista sabe que no puede sustituir lo insustituible, aunque debe generar
este mecanismo de apariencia para promover modificaciones en la posición
subjetiva del analizante. El interrogante que surge, pues, es el siguiente:
¿cómo hace quien dirige la cura para semblantear al objeto a? Primero debe estar
presente en cuerpo y, si realmente se lo puede considerar un psicoanalista,
tiene que abstenerse de inducir al paciente, reservándose sus juicios y valores
más íntimos. Así se da lugar a la aparición de los significantes propios de la
singularidad más radical del analizante.
A modo de cierre, hemos de concluir que tanto el lógico norteamericano como el
psicoanalista francés se abocan al análisis de la sustitución. El primero
adentrándose en un mundo semiotizado que en las sucesivas representaciones
encuentra su propia historicidad, es decir, "la historia de sus precedentes
estados como otro referente distinto del actual, siendo sobre estos otros
referentes (o sobre el último) sobre los que recae la interpretación
modificadora" (MAGARIÑOS, 1996: 19). De esta manera, todo objeto del mundo es
objeto semiótico, pues ya ha sido referido de algún modo y está seguramente
siéndolo de algún otro. Peirce concede una dinámica propia al signo,
independiente de cada uno de los sujetos que se valen de los significantes
sociales para entrar en el juego de las significaciones. Recordemos que el
interpretante no es anclable en ningún sujeto particular, sino que es parte de
la tríada y a la vez signo, con autonomía respecto de cada mente particular que
procede a anudar significados. Por el contrario, Lacan explora los significantes
sociales que constituyen la subjetividad, de modo tal que su análisis recala en
las significaciones individuales que, a modo de capas arqueológicas, van dejando
al descubierto algo. A saber, no se trata de ningún objeto semiótico, pues no se
ofrece como material disponible para la sustitución, si bien tiene efectos
semióticos cada vez que se impone como causa de un discurso incapaz de tomarlo
en tanto referente.
Como envite final, diremos que tan sólo hemos querido problematizar ciertos
puntos concomitantes y diferentes de dos enfoques particulares, uno de la
semiótica y otro del psicoanálisis, con el propósito de poner en juego el
conglomerado de signos privativos de cada una de tales disciplinas. Si esto está
en función de algún bosquejo de superación interdisciplinaria, sólo podrán
evaluarlo los intérpretes de este trabajo.
bibliografía

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Escritos, Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis (1953).
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Escritos, La dirección de la cura y los principios de su poder (1958).. Siglo
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Seminario I. Los escritos técnicos de Freud 1953 – 1954.
Seminario XVI. De otro al Otro 1968 – 1969.
Seminario XIX. ... O peor 1971 – 1972.
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[1] El concepto de pulsión fue desarrollado por S. Freud, a lo largo de su obra,


para resolver ciertas dificultades teóricas y explicar diferentes
manifestaciones de la clínica psicoanalítica. Se trata de un montaje específico
de las formas de relación con el objeto (representante psíquico) y de la
búsqueda de la satisfacción. Según Freud, constituye un concepto límite entre lo
psíquico y lo somático, bien diferenciable de lo que se entiende por instinto,
esto es, una tendencia de los animales que implica la puesta en acto de una
serie de conductas (la misma para todos los de su especie) y que se agota una
vez alcanzado el objeto específico de la necesidad. En los seres humanos el
objeto pulsional no es ningún objeto del mundo, sino una representación
psíquica, por lo que la satisfacción total se torna imposible. El funcionamiento
pulsional (empuje) perdura independientemente de la orientación (objeto no
específico) y de la meta (satisfacción).

[2] Marx entiende que en la sociedad capitalista importa más el valor de cambio
que el valor de uso de determinado bien. Esto significa que no interesa
demasiado la utilidad del producto, sino ante todo la posibilidad de que pueda
ser vendido o trocado en el mercado. Por lo tanto, la plusvalía o ganancia
(aquello que el capitalista le quita en salario a las horas laboradas por el
trabajador) se mide en términos de valor de cambio. (Cfr. MARX, 1997: 131 y ss.)
[3] “Superación” en tanto historicidad del objeto semiótico (Cfr. MAGARINOS,
1996: 31).

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