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Hume, David (1711-1776) HIST.

Filósofo empirista escocés, figura máxima de la Ilustración inglesa y del


empirismo británico, y uno de los pensadores de mayor influencia en la filosofía
posterior. Nació en Edimburgo (Escocia), y estudió en la universidad de esta
misma ciudad, más interesado por la literatura y la historia que por la abogacía,
profesión a la que quiso dedicarle su familia. Tras un intento frustrado de
emplearse en un comercio en Bristol, a los 18 años decide marchar a Francia
para dedicarse a los estudios literarios y filosóficos, creyendo que debía dar un
cambio radical a su vida. Durante los años que pasó en Francia, primero en
Reims y luego en La Flèche (1734-1737), escribió el Tratado sobre la
naturaleza humana, publicado en dos volúmenes (1739), que pasó totalmente
inadvertido, y
que, según su misma opinión, fue una obra prematura que «salió muerta de las
prensas». En 1740 intentó publicar una recensión de este libro que acabó
siendo un Compendio del mismo, publicado con el título de Abstract. Refundió
luego la primera parte del Tratado, publicándola con el título de Investigación
sobre el entendimiento humano (1751), así como la tercera con el título de
Investigación sobre los principios de la moral (1752). Ninguna de estas obras le
dio la fama literaria que ansiaba, que sólo comenzó a llegar con la publicación
de sus Discursos políticos (1752). Nombrado bibliotecario de la facultad de
derecho de Edimburgo, comenzó a publicar una Historia de Inglaterra (1754)
que suscitó polémica y que, según su propio autor, resultó un éxito rentable.

Viajó a París (1763-1766) como secretario privado de Lord Hertford,


embajador en Francia. Regresó de Francia con su amigo Jean-Jacques
Rousseau, cuya obra Emilio le causaba problemas. Ocupó el cargo de
subsecretario de Estado (1767-1768) y se retiró finalmente a Edimburgo, donde
murió de cáncer, aceptando su enfermedad con un sentido totalmente epicúreo
de la vida. En su autobiografía, editada por su amigo Adam Smith, se definió
como hombre de disposición cordial, con sentido del humor, jovial y social, cuyo

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carácter no lograron agriar los reveses de fortuna contra su deseo de fama
literaria. Sus Diálogos sobre religión natural, obra considerada clásica en
filosofía de la religión, escritos hacia 1752, se publicaron póstumamente en
1779.Según dice en su Tratado sobre la naturaleza humana, que lleva el
subtítulo de Intento de introducir el método experimental de razonamiento en
los asuntos morales, Hume quiso llevar a cabo, en el mundo moral humano, lo
que Newton había hecho con el mundo físico (investigación basada en la
observación y experimentación). Pretendió, por tanto,
investigar la capacidad del entendimiento humano con métodos diametralmente
opuestos a los del racionalismo, y partiendo de la base de que el conocimiento
humano no se basa en verdades innatas y a priori, sino en un conjunto de
creencias básicas, o suposiciones sobre el mundo exterior, -las relaciones entre
los hechos-, que son a modo de «un instinto natural, que ningún razonamiento
o proceso de pensamiento puede producir o impedir» (ver texto ). De modo que
«no es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre»,
(ver texto ), en el bien entendido de que las creencias surgen de la costumbre.
Los materiales básicos (los «átomos» de la mente) de que se nutre el
conocimiento son percepciones de la mente. Estas percepciones son
impresiones, si son sensaciones o sentimientos (por ejemplo, oír, ver, sentir,
amar, odiar, desear, querer), y son percepciones vivaces e intensas; o son
ideas, si son recuerdos o imaginaciones de sensaciones. Las ideas son
siempre débiles y oscuras, y son copias de las impresiones, mientras que
éstas, afirma Hume, provienen de causas desconocidas. Las palabras, a su
vez, representan a las ideas, por lo que, para saber si una palabra tiene
significado, hay que averiguar cuál es la idea que representa, y se conoce la
idea averiguando la impresión de donde procede (ver texto ).

Este principio, que suele llamarse el microscopio de Hume, lo aplicará


Hume cuidadosamente al análisis de palabras tales como sustancia, causa,
libertad, y otras, que suelen considerarse palabras clave de la filosofía
tradicional. Por consiguiente, el origen de las ideas es la sensación, interna o
externa. Ahora bien, las ideas se entrelazan espontáneamente entre sí,
constituyendo un mundo ordenado. Desde Platón insisten los filósofos en que

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pensar es ordenar ideas. Las leyes por las que se asocian las ideas en la
mente son la semejanza, la contigüidad en el espacio o en el tiempo, y la
relación de causa y efecto. A esta asociación o relación, por su importancia en
la ciencia de la naturaleza, dedicará Hume un análisis especial (ver texto ).
Toda idea deriva, por tanto, de una impresión y, por lo mismo, no hay ideas
innatas. Pero sí que la mente posee cierta tendencia natural a la asociación de
ideas, cuyo resultado principal es la constitución de ideas complejas. La idea
de sustancia es, por ejemplo, una idea compuesta por asociación: no se deriva
de ninguna impresión, interna o externa; no es más que «la colección de ideas
simples unidas por la imaginación», que atribuye el conjunto de características
a algo desconocido, como si fuera su soporte permanente. ¿Mediante qué
sentido se capta la sustancia de una manzana? ¿Con los ojos, con los oídos,
con el paladar? Toda idea abstracta no es más que una idea particular, a la que
corresponde, por tanto, una impresión; asignando un nombre distinto a esta
impresión, la hacemos capaz de representar a todas las ideas que mantienen
cierta semejanza entre sí. La idea general de «hombre» es la idea particular de
«Pablo», por ejemplo, a la que, cambiándole el nombre, le damos el significado
de representar a «Julián», «María», «Ana», etc.

El hombre, además de percibir, razona, o construye frases. Así, si se considera


las diversas proposiciones con las que la mente expresa la verdad, vemos que
hay dos clases: aquellas cuya verdad consiste en relaciones de ideas y
aquellas cuya verdad es una cuestión de hecho (ver texto ). Estas dos clases
de verdades constituyen la denominada «horquilla» de Hume; toda proposición
o es necesaria o contingente (analítica o sintética, en la expresión de Kant).
Hay cosas que son verdad en virtud de las mismas ideas que pensamos y de
éstas hay verdadero conocimiento o ciencia, que se obtiene por intuición o
demostración. Es el mundo de la verdad matemática o lógica. En cambio, en
todo cuanto se refiere a la existencia de objetos, a las cuestiones de hecho, no
hay posibilidad de ningún conocimiento demostrativo: todo cuanto sabemos, lo
sabemos por observación directa, cuando nos atenemos a los hechos, o por
inferencia inductiva, cuando vamos más allá de los hechos. La inferencia que
nos lleva más allá de lo directamente observado se basa en el principio de

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causalidad, y él mismo es una cuestión de hecho que sólo llegamos a conocer
por experiencia. Todo lo que se afirma por el principio de causalidad, o por una
relación entre causa y efecto, puede no suceder, por lo tanto no es un saber
demostrativo, sino inductivo. Todo razonamiento sobre la experiencia, dice
Hume, se basa en la suposición de que la naturaleza transcurre de un modo
uniforme. Pero este supuesto no tiene ninguna base racional (no se funda en
una demostración); se funda en una mera creencia, que se debe a la
observación de una conjunción constante de los hechos en la experiencia. A la
idea de «causa», que aplicamos a hechos de los que decimos «A es causa de
B» no corresponde ninguna otra impresión sensible que la presencia contigua
en el espacio y sucesiva en el tiempo de A (causa) y B (efecto). Pero, en
realidad, a la idea de causa atribuimos otra característica que es la de conexión
constante entre A y B. Esta idea no corresponde a ninguna impresión sensible,
es sólo fruto de la asociación de ideas debida a la costumbre o hábito de
observar que «siempre que A, entonces B», o bien de que «no se produce B, si
no existe previamente A». Tenemos por costumbre asociar lo que hemos
observado que se produce repetidamente, y traducimos la asociación como
una conexión necesaria (ver texto ). A esta conexión necesaria debería
corresponder alguna impresión externa o interna: externamente, no hay nada
más que la conjunción de A y B; internamente, no hay nada más que la
inclinación, que produce la costumbre, de pasar de un hecho a otro que
normalmente le acompaña. La «necesidad» es meramente mental, no está en
las cosas, ni en la naturaleza, «pertenece por entero al alma». Si se añade que,
poniendo la confianza en el principio de causalidad, creemos que lo que ha
sucedido en el pasado sucederá igualmente en el futuro (ver texto ), entonces
es preciso que nos demos cuenta de haber argumentado dentro de un círculo
vicioso, o con un argumento circular: sólo podemos suponer, esto es. dar por
supuesto, y no probar, que el futuro será semejante al pasado (ver ejemplo); o
bien, todo lo que sabemos del futuro lo sabemos por experiencia, por
argumentos que son sólo probables y, por tanto, no demostrativos. Esta crítica
de Hume al principio de causalidad opone directamente Hume no sólo a
Descartes y a los racionalistas en general, sino al mismo Locke y a los
supuestos de la física de Newton. Por un lado, según el empirismo de Hume, el
conocimiento de la naturaleza no es demostrativamente cierto, como lo es en el

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racionalismo, pero, por el otro, sabemos que la ciencia de la naturaleza se basa
en la observación y la inferencia inductiva, la cual, por definición, sólo ofrece un
conocimiento probable. Y así nace, históricamente, el llamado problema de la
inducción, que ha de tener repercusiones directas en la teoría de la
ciencia.Cuando se dice, por ejemplo, que «los metales funden a temperaturas
determinadas», ley de la naturaleza que se expresa mediante una
generalización, no se quiere indicar que exista una relación necesaria o causal
entre determinadas temperaturas y los puntos de fusión de los diversos
metales, debidas a cosas no observables, sino que entre un fenómeno y otro,
existe una conjunción constante en la que basamos las predicciones para el
presente y el futuro, porque la naturaleza humana tiene la costumbre de
sentirse influida por la repetición de hechos y tiende a creer que lo que ha
sucedido hasta el presente continuará sucediendo en el futuro. Hume, no
obstante, mantiene que los razonamientos inductivos, si provienen de
observaciones regulares y uniformes al curso de la naturaleza, constituyen
auténticas pruebas que no permiten una duda razonable y distingue entre
demostraciones, pruebas y probabilidades; aquéllas son los razonamientos por
relaciones de ideas, mientras que la diferencia entre las dos últimas consiste en
si la conjunción que se manifiesta entre dos acontecimientos puede
considerarse constante o simplemente variable (ver texto ). Lo que sostiene
Hume definitivamente, frente a las pretensiones del racionalismo, es que el
conocimiento de la naturaleza debe fundarse exclusivamente en las
impresiones que de ella tenemos. De esta conclusión, en sentido estricto, se
deriva el fenomenismo y el escepticismo (ver texto ): el hombre no puede
conocer o saber nada del universo; sólo conoce sus propias impresiones e
ideas y las relaciones que establece entre ellas por hábito, costumbre, principio
de asociación o sentimiento de la mente (ver texto ). No hay impresión alguna
que corresponda a «cuerpo» o a «objeto material», y mucho menos a «yo»,
«mundo», «causalidad», «sustancia»; todo lo que el hombre sabe, por discurso
racional, acerca del universo se debe única y exclusivamente a la creencia, que
es una especie de sentimiento no racional.

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Los poderes de la razón son, pues, sumamente limitados. Sobre
cuestiones de hecho, no tenemos auténtico conocimiento; sólo la regularidad
de los fenómenos nos hace creer en conexiones necesarias. No obstante, las
creencias religiosas no se explican por la regularidad de los fenómenos, puesto
que varían de religión a religión; se fundamentan en muy diversas causas,
como son la ignorancia, el temor, la esperanza y hasta la manipulación de
todas estas cosas con vistas a mantener el poder. En modo alguno la creencia
religiosa se fundamenta en el razonamiento, más bien quien tiene fe
experimenta en sí mismo la determinación de creer lo más opuesto a la
costumbre y a la experiencia. Contra quienes creen que la religión es el sostén
de la moral, Hume emprende la tarea de someter a revisión las creencias
morales en su Ensayo sobre los principios de la moral, para precisar que
también ellas, igual que las leyes de la naturaleza, se sustentan en la
experiencia universal. Desarrollando ideas de Francis Hutcheson (1694-1747) y
Joseph Butler (1692-1762), Hume funda la moral en el sentimiento universal de
los hombres de hacerse la vida agradable. Los hombres desean actuar
moralmente porque la vida buena produce satisfacción y placer, mientras que la
vida deshonrosa produce insatisfacción y malestar. Éstas son cualidades de la
naturaleza humana y en todas partes los hombres se conducen con idénticos
criterios. Según Hume, son cuestiones de hecho no descubiertas por la razón
humana, sino por el sentimiento. Pero, además, el hombre no tiende sólo
individualmente a su felicidad, de una manera hedonista y egoísta, sino que,
por ser capaz de compasión (o simpatía) sintoniza con la felicidad y el malestar
de los demás, que es capaz de percibir como propios. Por eso la moral de
Hume tiene una perspectiva social muy parecida a la del utilitarismo inglés. De
esta regularidad de sentimientos morales nacen las diversas creencias
morales; aprobamos lo que es agradable y desaprobamos lo que es
desagradable: y en esto consiste el sentimiento moral y a lo primero llamamos
bien y a lo segundo mal (ver texto ). La razón no tiene aquí otra función que la
de discernir las consecuencias sociales de los actos llamados morales.

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