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ÍNDICE

Popol Vuh · 1 · Diarios y cartas de Colón · 7 · Fernández de Oviedo · 12 · Díaz del


Castillo · 18 · Juan Montalvo · 20 · Juan Rulfo · 23 · Angélica Gorodischer · 38

1. POPOL VUH (fragmentos)

[La creación de los animales y los hombres]

En seguida hicieron fecundos a los animales de la montaña, que son los guardianes de
los bosques; los seres que pueblan los montes, los venados, los pájaros, los leones, los
tigres, las víboras y el cantil, guardianes de los bejucos.
Luego habló El que Engendra, El que da el Ser:
–¿Es para quedar en silencio, para estar sin movimiento, como la sombra de los
bosques y de los bejucos? Por ello, es bueno que haya seres que los cuiden.
Así fue como hablaron ellos, mientras provocaban la fecundación de las cosas; e
inmediatamente existieron los venados y los pájaros. Entonces, pues, dieron moradas
a los venados y a los pájaros.
–Tú, venado, dormirás en las riberas de los arroyos y en las barrancas. Allí perma-
necerás entre las malezas, en la hierba; en los bosques te multiplicarás; marcharás en
cuatro pies y en cuatro pies vivirás. Así como se dijo, así fue hecho.
Luego fueron también repartidas las moradas de los grandes pájaros y de los pe-
queños pájaros.
El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

–Vosotros, pájaros, os alojaréis en lo alto de los bosques, en lo alto de los bejucos.


Allí hallaréis vuestros nidos y allí os multiplicaréis; creceréis en las ramas de los árbo-
les y en los bejucos.
Así fue dicho a los venados y los pájaros, mientras hacían lo que debían; y todos
entraron en sus moradas o en sus nidos. Así fue como dio viviendas a los animales de
la tierra El que Engendra, El que da el Ser.
Siendo, pues, creados los venados y los pájaros, les fue dicho por El Creador y El
Formador, El que Engendra, El que da el Ser:
–Gritad, gorjead ahora, puesto que se os ha dado el poder de gritar y de gorjear.
Haced oír vuestro lenguaje, cada uno de acuerdo con su especie; cada uno según su
género. Así fue dicho a los venados, a los pájaros, a los leones, a los tigres y a las ser-
pientes.
–Decid, pues, nuestro nombre, alabadnos, a nosotros, vuestra madre, vuestro pa-
dre. Invocad, pues, a Hurakán, El Surco del Relámpago, El Rayo que Golpea, El Cora-
zón del Cielo, El Corazón de la Tierra, El Creador, El Formador, El que Engendra, El
que da el Ser. Hablad, llamadnos y saludadnos, les fue dicho.
Pero les fue imposible hablar como el hombre. No hicieron sino gritar, cacarear,
graznar, sin que se manifestara forma de lenguaje, gritando cada uno de diferente
manera.
Cuando el Creador y El Formador vieron que no podían hablar, dijéronse otra vez
uno a otro:
–No han podido decir nuestro nombre, aunque seamos sus creadores y formado-
res. Ello no está bien, repitió El que Engendra, El que da el Ser.
Y así fue dicho a los animales:
–Vosotros seréis cambiados, porque os ha sido imposible hablar. Hemos cambiado,
pues, de parecer: tendréis vuestro alimento y vuestro pasto, vuestros nidos y vuestros
cubiles en las barrancas y en los bosques, pues nuestra gloria no será perfecta, si
vosotros no nos invocáis.
–Todavía hay seres, y los hay, sin duda, que puedan saludarnos. Los haremos capa-
ces de obedecer. Ahora, haced vuestro deber. En cuanto a vuestra carne, será triturada
entre los dientes. ¡Así sea! He ahí, pues, vuestro destino.
[...]

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Quisieron probar fortuna nuevamente. Quisieron hacer otra tentativa y probar de


nuevo a que los adoraran. Pero no pudieron entender su lenguaje. Nada lograron y
nada pudieron hacer.
Así pues, su carne fue humillada, y todos los animales que moran sobre la faz de la
tierra, condenados a ser muertos y comidos.
Así fue como El Creador y El Formador, El que Engendra, El que da el Ser, hicie-
ron un nuevo intento para crear la criatura humana.
–Que se ensaye de nuevo. Ya se acerca el tiempo de las siembras. He ahí la aurora
que va a aparecer. Hagamos a los que deben ser nuestros sostenedores y nuestros
mantenedores, dijeron.
–¿Cómo haremos para ser invocados y conmemorados sobre la faz de la tierra?
Hemos ensayado nuestra primera obra y nuestras primeras criaturas; pero no ha sido
posible ser saludados ni honrados por ellas. Probaremos, pues, hacer hombres obe-
dientes y respetuosos, que sean nuestros sostenedores y nuestros mantenedores. Así
dijeron. Entonces crearon y formaron al hombre. De barro hicieron su carne.
Pero vieron que no estaba bien, pues no tenía consistencia. Sin movimientos, sin
fuerza, el hombre era inepto y aguado. No movía la cabeza. La cara no se volvía sino a
un lado. Tenía la vista velada y no podía ver hacia atrás. Fue dotado del don del habla,
aunque no tenía inteligencia, e inmediatamente se consumió en el agua, sin poder
estar erguido.
Ahora bien, El Creador y El Formador exclamaron otra vez:
–Mientras más trabaja uno en ello, más incapaz es él de caminar y multiplicarse.
¡Que se haga, pues, un ser inteligente!, dijeron.
Luego deshicieron y destruyeron una vez más su obra y su creación. En seguida
dijeron:
–¿Cómo haremos para que puedan nacer seres que nos adoren y nos invoquen?.
Dijeron entonces, mientras se consultaban de nuevo:
–Digamos a Xpiyacoc y a Xmucané, al Tirador de Cerbatana, al Tacuacín, al Tira-
dor de Cerbatana al Coyote, probad suerte de nuevo. Ensayad a formarlos de nuevo.
Así se dijeron entre ellos El Creador y El Formador, y hablaron entonces a Xpiya-
coc y a Xmucané.
En seguida consultaron a esos adivinos, el Abuelo del Sol, la Abuela de la Luz, co-
mo son llamados por el Creador y El Formador, y son ésos los nombres de Xpiyacoc y
de Xmucané.

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Y los de Hurakán hablaron con Tepeu y Gucumatz. Entonces dijeron al del Sol, al
de la formación, que son los adivinos:
–Es tiempo de ponerse de acuerdo de nuevo sobre los rasgos del hombre que
hemos formado, para que sea una vez más nuestro mantenedor, a fin de que seamos
invocados y recordados.
–Tomad, pues, la palabra, ¡oh, Tú que engendras y pares, nuestra Abuela y nues-
tro Abuelo, Xpiyacoc y Xmucané; haced que la germinación se haga, que el alba ilu-
mine, que seamos invocados, que seamos adorados, que seamos recordados por el
hombre formado, por el hombre creado, por el hombre erguido, por el hombre mol-
deado. Haced que así sea.
–¡Manifestad vuestro nombre, oh, Tirador de Cerbatana al Tacuacín, oh Tirador de
Cerbatana al Coyote, dos veces engendrador, dos veces procreador, Gran Jabalí, Gran
Picador de Espinas, El de la Esmeralda, El Joyero, El Cincelador, El Arquitecto, El del
Planisferio Verde, El de la Superficie Azulada, El Dueño de la Resina, El Jefe de Tol-
tecat, Abuelo del Sol, Abuela del Día, porque así seréis llamados por vuestras obras y
vuestras criaturas!
–Echad suertes con vuestro maíz, con vuestro tzité, para saber si se hará y resulta-
rá, que labremos y tallaremos su boca, y su rostro en madera. Así fue dicho a los adi-
vinos.
Llegó el momento de echar suertes y de saludar el rito del encantamiento con maí-
ces y tzité.
–¡Suerte, criaturas!, les dijeron entonces una vieja y un viejo.
Ahora bien, ese viejo era el maestro de las suertes con tzité: Xpiyacoc se llamaba;
pero la vieja era la adivina, La Formadora, cuyo nombre era Chirakán Xmucané.
Así, pues, ellos hablaron de esta manera cuando el sol se detenía en el meridiano:
–Es tiempo de ponerse de acuerdo. Habla; que nosotros escuchemos; que nosotros
hablemos y digamos si es preciso que la madera sea labrada y esculpida por El Forma-
dor y El Creador, y si éste será el sostenedor y el mantenedor, cuando la germinación
se haga y nazca el día.
–¡Oh, maíz, oh, tzité, oh, sol, criatura, uníos, ayuntaos! Así fue dicho al maíz, al
tzité, al sol y a la criatura.
–Y tú, oh Corazón del Cielo, sonrójate; ¡no humilles a Tepeu ni a Gucumatz!
Luego hablaron y dijeron la verdad:

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–Así está bien que se hagan vuestros muñecos, labrados en madera; que hablen y
razonen a su gusto sobre la tierra.
–Así sea, respondieron ellos cuando hablaron:
En el mismo instante fueron hechos de madera los muñecos. Se formaron los
hombres. Los hombres razonaron y éstas son las gentes que habitan la superficie de la
tierra.
Existieron y se multiplicaron; engendraron hijas e hijos, muñecos labrados en ma-
dera; pero no tenían corazón, ni inteligencia, ni recuerdo de su Formador, de su Crea-
dor. Llevaban una existencia inútil y vivían como animales.
No se recordaban ya del corazón del Cielo, y por ello cayeron en desgracia. No fue,
pues, sino un ensayo, un intento de hacer hombres, que hablaron al principio, pero
cuyo rostro se enjutó.
Sus pies y sus manos no tenían consistencia. No tenían sangre ni sustancia, ni
humedad, ni grasa. Las mejillas secas era todo lo que ofrecían sus caras. Aridos eran
sus pies y sus manos; fláccida su carne.
Por esa razón no pensaban en hacer reverencias ante El Formador y El Creador, su
padre y providencia.
Ahora bien, estos fueron los primeros hombres que existieron en gran número
aquí sobre la faz de la tierra.

[...]

En seguida llegó el fin de esos hombres; la ruina y destrucción de tales muñecos la-
brados en madera, que fueron igualmente condenados a muerte.
Entonces las aguas se precipitaron por voluntad de El Corazón del Cielo y se pro-
dujo una gran inundación, que cubrió los muñecos; esos seres hechos de madera.
De tzité se hizo la carne del hombre; pero cuando la mujer fue labrada por El For-
mador y El Creador, el zibak entró en la carne de la mujer. Debió entrar en su consti-
tución por orden de El Formador y de El Creador.
Pero los nuevos seres no pensaban ni hablaban delante de su Formador y de su
Creador, del que los hizo, del que los había hecho nacer.
Y así fueron destruidos; fueron inundados, al mismo tiempo que una espesa resina
bajó del cielo. El pájaro llamado Xecotcovach les sacó los ojos; el Camalotz les decapi-
tó; el Cotzbalam devoró sus carnes; el Tucumbalam quebró y trituró sus huesos y sus

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cartílagos. Y sus cuerpos fueron reducidos a polvo y dispersados, como castigo a sus
personas.
Fueron castigados por que no habían pensado en su madre ni en su padre, el que es
El corazón del Cielo, cuyo nombre es Hurakán.
Así es como a causa de ellos se oscureció la superficie de la tierra y una tenebrosa
lluvia comenzó a caer, lluvia de día, lluvia de noche.
Llegaron entonces todos los animales, grandes y pequeños y los hombres fueron
golpeados en sus propias caras por los palos y las piedras. Todos los que les habían
servido hablaron: sus comales, sus platos, sus ollas, sus perros, sus gallinas, todos los
golpearon en sus propias caras.
–Nos habéis tratado mal; nos mordíais; por ello seréis ahora castigados, dijeron sus
perros y sus gallinas.
Y he aquí que los metates les dijeron a su vez:
–Nosotros fuimos atormentados todos los días por vosotros; de día y de noche,
siempre holi, holi, huqui, huqui, hacían nuestras caras por vuestra causa. Todo ello lo
hemos sufrido de vosotros; pero ahora que habéis cesado de ser hombres, vais a sentir
nuestra fuerza, pues moleremos y reduciremos a polvo vuestras carnes. Así hablaron
los metates.
Y he aquí que los perros tomaron a su vez la palabra y dijeron:
–¿Por qué no nos dábais de comer? Apenas se nos veía, y ya éramos echados y per-
seguidos. El palo para pegarnos estaba siempre listo, mientras comíais.
–Así nos tratábais y éramos incapaces de hablar. Sin ello, no os habríamos (dado)
la muerte ahora. ¿Cómo, pues, no razonábais; cómo no pensábais, pues, en vosotros
mismos?
–Os destruiremos. Ahora probaréis los dientes que hay en nuestra boca; os devora-
remos, les decían los perros, destrozándoles la cara.
Sus comales y sus ollas les hablaron a su vez:
–Vosotros nos causabais mal y daños, tiznando con el humo nuestras bocas y
nuestras caras; siempre nos teníais al fuego quemándonos, aunque nosotros nada sin-
tiésemos. Vosotros lo sentiréis a su vez. Os quemaremos, exclamaron las ollas, insul-
tándoles ante todos. Lo mismo hicieron los tenamastes pidiendo que el fuego quema-
ra con violencia sus cabezas, por el mal que les habían hecho.
Entonces se vio a los hombres correr, empujándose unos a otros, llenos de desespe-
ración. Querían subirse sobre las casas, pero las casas, desmoronándose, les hacían

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caer al suelo. Intentaban subir a los árboles, y los árboles los lanzaban lejos; corrían a
esconderse en las cavernas, y las cavernas se cerraban ante ellos.
Así se cumplió la ruina de esas criaturas humanas, destinadas a ser confundidas y
destruidas. En esa forma fueron entregadas a la destrucción y al desprecio.
Se dice que su descendencia se ve aún en esos monitos que viven actualmente en
los bosques. Esa fue la señal que quedó de ellos, porque sólo de madera fue hecha su
carne por El Formador y El Creador.
Y por tal razón el mono se parece al hombre. Es la muestra de una generación de
seres humanos que no eran sino muñecos, hombres hechos de madera.

2. CRISTÓBAL COLÓN (fragmentos)

CARTA A LUIS DE SANTÁNGEL (1493)

[...] La gente de esta isla y de todas las otras que he hallado y he habido noticia, andan
todos desnudos, hombres y mujeres, así como sus madres los paren, aunque algunas
mujeres se cobijan un solo lugar con una hoja de hierba o una cofia de algodón que
para ellos hacen. Ellos no tienen hierro, ni acero, ni armas, ni son para ello, no porque
no sea gente bien dispuesta y de hermosa estatura, salvo que son muy temerosos a
maravilla. No tienen otras armas salvo las armas de las cañas, cuando están con la
simiente, a la cual ponen al cabo un palillo agudo, y no osan usar de aquellas, que
muchas veces me ha acaecido enviar a tierra dos o tres hombres a alguna villa, para
haber habla [‘intérprete’], y salir a ellos de ellos sin número; y después que los veían
llegar, huían a no aguardar padre a hijo; y esto no porque a ninguno se haya hecho
mal, antes a todo cabo adonde yo haya estado y podido haber fabla, les he dado de
todo lo que tenía, así paño como otras cosas muchas, sin recibir por ello cosa alguna;
mas son así temerosos sin remedio.

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Verdad es que, después que se aseguran y pierden este miedo, ellos son tanto sin
engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de
cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen de no; antes, convidan la persona con ello,
y muestran tanto amor que darían los corazones, y, quien sea cosa de valor, quien sea
de poco precio, luego por cualquiera cosica, de cualquiera manera que sea que se le dé,
por ello se van contentos. Yo defendí [‘prohibí’] que no se les diesen cosas tan civiles
[‘viles’] como pedazos de escudillas rotas y pedazos de vidrio roto y cabos de agujetas,
aunque, cuando ellos esto podían llegar [‘conseguir’], les parecía haber la mejor joya
del mundo; que se acertó haber un marinero, por una agujeta, de oro peso de dos
castellanos y medio; y otros, de otras cosas que muy menos valían, mucho más. Ya
por blancas nuevas daban por ellas todo cuanto tenían, aunque fuesen dos ni tres
castellanos de oro, o una arroba o dos de algodón filado. Hasta los pedazos de los
arcos rotos, de las pipas tomaban, y daban lo que tenían como bestias; así que me
pareció mal, y yo lo defendí, y daba yo graciosas [‘gratis’] mil cosas buenas que yo
llevaba, por que [‘para que’] tomen amor, y allende de esto se hagan cristianos y se
inclinen al amor y servicio de Sus Altezas y de toda la nación castellana, y procuren
de ayuntar y nos dar de las cosas que tienen en abundancia, que nos son necesarias. Y
no conocían ninguna seta ni idolatría, salvo que todos creen que las fuerzas y el bien
es en el cielo, y creían muy firme que yo con estos navíos y gente venía del cielo, y en
tal catamiento me recibían en todo cabo después de haber perdido el miedo. Y esto no
procede porque sean ignorantes, y salvo de muy sutil ingenio y hombres que navegan
todas aquellas mares, que es maravilla la buena cuenta que ellos dan que de todo;
salvo porque nunca vieron gente vestida ni semejantes navíos. [...]

PRIMER DIARIO, JORNADA DEL 11 DE OCTUBRE DE 1492

[...] Yo, porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor
se libraría y convertiría a Nuestra Santa Fe con Amor que no por fuerza, les di a al-
gunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pes-
cuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que tuvieron mucho placer, y quedaron
tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos
a donde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos

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y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nós les dába-
mos, como cuenticillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aque-
llo que tenían de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo.
Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y tanbién las mujeres, aunque
no vide más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que nin-
guno vide de edad de más de 30 años, muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y
muy buenas caras; los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballos, y cortos.
Los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos,
que jamás cortan. De ellos [‘algunos’] se pintan de prieto, y ellos son de la color de los
canarios, ni negros ni blancos, y de ellos se pintan de blanco, y de ellos de colorado, y
de ellos de lo que fallan [‘hallan’], y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo,
y de ellos solos los ojos, y de ellos solo la nariz. Ellos no traen armas ni las conocen,
porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No
tienen algún hierro. Sus azagayas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas tienen
al cabo un diente de pece [‘pez’], y otras de otras cosas. Ellos todos a una mano son de
buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vi algunos que tenían
señales de heridas en sus cuerpos, y les hize señas qué era aquello, y ellos me mostra-
ron cómo allí venían gentes de otras islas que estaban cerca y los querían tomar y se
defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos.
Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio [‘inteligentes’], que veo que
muy presto dicen todo lo que les decía. Y creo que ligeramente [‘fácilmente’] se harí-
an cristianos, que me pareció que ninguna secta [‘religión’] tenían. Yo, placiendo a
Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestra Alteza para que
aprendan a hablar. Ninguna bestia de ninguna manera vi, salvo papagayos en esta
isla. [...]

PRIMER DIARIO, JORNADA DEL 21 DE OCTUBRE DE 1492

A las diez horas llegué aquí a este cabo del isleo [‘islote’] y surgí [‘eché el ancla’], y
asimismo las carabelas. Y después de haber comido, fui en tierra, adonde aquí no ha-
bía otra población que una casa, en la cual no fallé a nadie, que creo con temor se ha-
bían fugido, porque en ella estaban todos sus aderezos de casa. Yo no les dejé tocar
nada, salvo que me salí con estos capitanes y gente a ver la isla; que si las otras ya

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vistas son muy fermosas y verdes y fértiles, ésta es mucho más y de grandes arbole-
dos y muy verdes. Aquí es unas grandes lagunas, y sobre ellas y a la rueda [‘en tor-
no’] es el arboledo en maravilla, y aquí en toda la isla son todos verdes y los hierbas
como en el abril en el Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre
nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol;
y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas [‘distintas’] de las nuestras que es
maravilla; y después ha árboles de mil maneras y todos de su manera fruto, y todos
huelen que es maravilla, que yo estoy el más penado del mundo de no los cognoscer
[‘catar’], porque soy bien cierto que todos son cosa de valía, y de ellos [‘de algunos’]
traigo la demuestra [‘una muestra’], y asimismo de las hierbas. [...]

PRIMER DIARIO, JORNADA DEL 29 DE OCTUBRE DE 1492


(EXTRACTADO POR BARTOLOMÉ DE LAS CASAS)

[...] Vido otro río muy más grande que los otros, y así se lo dijeron por señas los indi-
os, y cerca de él vido buenas poblaciones de casas: llamó al río el río de Mares. Envió
dos barcas a una población por haber lengua [‘intérprete’], y a una de ellas un indio
de los que traía, porque ya los entendían algo y mostraban estar contentos con los
cristianos, de las cuales [‘ante las barcas’] todos los hombres y mujeres y criaturas
huyeron, desamparando las casas con todo lo que tenían; y mandó el Almirante que
no se tocase en cosa. Las casas diz [‘dice Colón’] que eran ya más hermosas que las
que habían visto, y creía que cuanto más se allegase a la tierra firme serían mejores.
Eran hechas a manera de alfaneques [‘tiendas de campaña’], muy grandes, y parecían
tiendas en real [‘campamento’], sin concierto de calles, sino una acá y otra acullá, y
dentro muy barridas y limpias y sus aderezos muy compuestos. Todas son de ramas
de palma muy hermosas. Hallaron muchas estatuas en figura de mujeres y muchas
cabezas en manera de carantona [‘cabezudos’] muy bien labradas. No sé si esto tienen
por hermosura o adoran en [‘a’] ellas. Había perros que jamás ladraron; había avecitas
salvajes mansas por sus casas; había maravillosos aderezos de redes y anzuelos y arti-
ficios de pescar. No le tocaron en cosa de ello. Creyó que todos los de la costa debían
de ser pescadores que llevan el pescado la tierra dentro, porque aquella isla es muy
grande y tan hermosa que no se hartaba de decir bien de ella. Dice que halló árboles y
frutas de muy maravilloso sabor; y dice que debe haber vacas en ella y otros ganados,

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porque vido cabezas en hueso que le parecieron de vaca. Aves y pajaritos y el cantar
de los grillos en toda la noche con que se holgaban todos: los aires sabrosos y dulces
de toda la noche, ni frío ni caliente. [...]

CARTA DEL TERCER VIAJE (1498)

Yo no tomo [‘acepto’] que el Paraíso Terrenal sea en forma de montaña áspera como
el escrebir de ellos nos amuestra, salvo que él sea en el colmo [‘extremo, cúspide’], allí
donde dije la figura del pezón de la pera, y que poco a poco, andando hacia allí, desde
muy lejos se va subiendo a él. Y creo que nadie no podría llegar al colmo como yo
dije, y creo que pueda salir de allí esa agua, bien que sea [‘aunque esté’] lejos y venga
a parar allí donde yo vengo, y faga este lago. Grandes indicios son éstos del Paraíso
Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos e sanos teólogos, y
asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí no oí que tanta cantidad
de agua dulce fuese así dentro e vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la sua-
vísima temperancia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, por-
que no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo.
Después que yo salí de la Boca del Dragón, que es la una de las dos aquellas del
Septentrión, a la cual así puse nombre, el día siguiente, que fue día de Nuestra Señora
de Agosto, fallé que corría tanto la mar al Poniente que después de hora de misa, que
entré en camino, anduve fasta hora de completas [‘final del día’] sesenta y cinco le-
guas de cuatro millas cada una, y el viento no era demasiado, salvo [‘sino’] muy sua-
ve. Y esto ayuda el cognocimiento que de allí yendo al Austro se va más alto, y an-
dando hacia el Septentrión, como entonces, se va descendiendo.
Muy conoscido tengo que las aguas de la mar llevan su curso de Oriente a Occi-
dente con los cielos, y que allí, en esta comarca, cuando pasan llevan más veloz cami-
no, y por esto han comido tanta parte de la tierra. Porque por eso son acá tantas islas,
y ellas mismas hacen de esto testimonio, porque todas a una mano son largas de Po-
niente a Levante y Norueste a Sudeste, que es un poco más alto e bajo, y angostas de
Norte a Sur y Nordeste Sudueste, que son en contrario de los otros dichos vientos, y
aquí en ellas todas nacen cosas preciosas, por la suave temperancia que les procede del
cielo, por estar hacia el más alto del mundo. Verdad es que parece en algunos lugares
que las aguas no hagan este curso; mas esto no es, salvo particularmente en algunos

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lugares donde alguna tierra le está al encuentro y hace parecer que andan diversos
caminos.

3. GONZALO FERNÁNDEZ DE OVIEDO,


Sumario de la natural historia de las Indias (1526)

CAPÍTULO VI. De los mantenimientos de los indios, allende del pan que es dicho

Pues se ha dicho del pan de los indios, dígase de los otros mantenimientos [‘alimen-
tos’] que en la dicha isla usaban, con que se sostenían, demás de las frutas y pescados;
que esto está remitido adelante, por ser común en todas las Indias. Pero allende de
aquello, comían los indios aquellos coríes y hutías de que atrás se hizo mención, y las
hutías son casi como ratones, o tienen con ellos algún deudo o proximidad; y los corí-
es son como conejos o gazapos chicos, y no hacen mal, y son muy lindos, y haylos
blancos del todo, y algunos blancos y bermejos y de otras colores. Comían asimismo
una manera de sierpes que en la vista son muy fieras y espantables, pero no hacen
mal, ni está averiguado si son animal o pescado, porque ellas andan en el agua y en
los árboles y por tierra, y tienen cuatro pies, y son mayores que conejos, y tienen la
cola como lagarto, y la piel toda pintada, y de aquella manera de pellejo, aunque di-
verso y apartado [‘distinto’] en la pintura, y por el cerro o espinazo unas espinas le-
vantadas, y agudos dientes y colmillos, y un papo muy largo y ancho, que le cuelga
desde la barba al pecho, de la misma tez o suerte del otro cuero, y callada, que ni gime
ni grita ni suena, y estase atada a un pie de un arca, o donde quiera que la aten, sin
hacer mal alguno ni ruido, diez y quince y veinte días sin comer ni beber cosa alguna;
pero también les dan de comer algún poco cazabe [‘torta de mandioca’] o de otra cosa
semejante, y lo comen, y es de cuatro pies, y tienen las manos largas, y cumplidos
[‘largos’] los dedos, y uñas largas como de ave, pero flacas, y no de presa, y es muy
mejor de comer que de ver; porque pocos hombres habrá que la osen comer si la ven
viva, excepto aquellos que ya en aquella tierra son usados [‘acostumbrados’] a pasar
por ese temor y otros mayores en efecto [‘de verdad’]; que aqueste no lo es sino en la
apariencia. La carne de ella es tan buena o mejor que la del conejo, y es sana, pero no

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para los que han tenido el mal de las búas [‘enfermedad venérea’], porque aquellos
que han sido tocados de esta enfermedad (aunque haya mucho tiempo que están sa-
nos) les hace daño, y se quejan de este pasto los que lo han probado, según a muchos
que en sus personas lo podían con verdad experimentar lo he yo muchas veces oído.

CAPÍTULO VII. De las aves de la isla Española

De las aves que en esta isla hay no he hablado, pero digo que he andado más de o-
chenta leguas por la tierra que hay desde la villa de la Yaguana a la ciudad de Santo
Domingo, y he hecho este camino más de una vez, y en ninguna parte vi menos aves
que en aquella isla. Pero porque todas las que en ella vi las hay en Tierra Firme, yo
diré en su lugar adelante más largamente lo que en este artículo o parte se debe espe-
cificar; solamente digo que gallinas de las de España hay muchas, y muy buenos ca-
pones. E tampoco en lo que toca a las frutas naturales de la tierra y a otras plantas y
yerbas, y a los pescados de mar y de agua dulce, no curaré de ponerlo aquí en esta
relación de la Española [‘Santo Domingo’], porque todo lo hay en la Tierra Firme más
copiosamente, y otras muchas cosas que adelante en su lugar se dirán.

CAPÍTULO VIII. De la isla de Cuba y otras

De la isla de Cuba y de otras, que son San Juan y Jamaica, todas estas cosas que se
han dicho de la gente y otras particularidades de la isla Española, se pueden decir,
aunque no tan copiosamente, porque son menores; pero en todas ellas hay lo mismo,
así en mineros [‘minas’] de oro y cobre, y ganados y árboles y plantas, y pescados y
todo lo que es dicho. Pero tampoco en ninguna de estas otras islas había animal de
cuatro pies, como en la Española, hasta que los cristianos los llevaron a ellas, y al pre-
sente en cada una hay mucha cantidad, y asimismo mucho azúcar y cañafístola [‘ár-
bol con pulpa’], y todo lo demás que es dicho; pero hay en la dicha isla de Cuba una
manera de perdices que son pequeñas, y son casi de especie de tórtolas en la pluma,
pero muy mejores en el sabor, y tómanse en grandísimo número; y traídas vivas a
casa y bravas, en tres o cuatro días andan tan domésticas como si en casa nacieran, y
engordan en mucha manera; y sin duda es un manjar muy delicado en el sabor, y que

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

yo le tengo por mejor que las perdices de España, porque no son de tan recia diges-
tión. Pero dejado aparte todo lo que es dicho, dos cosas admirables hay en la dicha isla
de Cuba que a mi parecer jamás se oyeron ni escribieron. La una es que hay un valle
que tura [‘dura, se extiende’] dos o tres leguas entre dos sierras o montes, el cual está
lleno de pelotas de lombardas guijeñas [‘balas de cañón duras’], y de género de piedra
muy fuerte; y redondísimas, en tanta manera que con ningún artificio se podrían ha-
cer más iguales o redondas cada una en el ser que tienen. Y hay de ellas desde tan
pequeñas como pelotas de escopeta, y de ahí adelante de más en más grosor creciendo;
las hay tan gruesas como las quisieran para cualquier artillería, aunque sea para tiros
que las demanden de un quintal [‘cincuenta quilos’], y de dos y más cantidad, y gro-
seza cual la quisieren. E hallan estas piedras en todo aquel valle, como minero de e-
llas, y cavando las sacan según que las quieren o han menester. La otra cosa es que en
la dicha isla, y no muy desviado de la mar, sale de una montaña un licor o betún a
manera de pez o brea [‘resina para aislar la madera de los barcos’], y muy suficiente
y tal cual conviene para brear los navíos; de la cual materia, entrada en la mar conti-
nuamente mucha copia [‘cantidad’] de ella, se andan sobre el agua grandes balsas o
manchas, o cantidades encima de las ondas, de unas partes o otras, según las mueven
los vientos, o como se menean y corren las aguas de la mar de aquella costa donde
este betún o materia que es dicha anda.
Quinto Curcio, en su libro quinto [Historia de Alejandro Magno], dice que Ale-
jandro allegó a la ciudad de Memi, donde hay una gran caverna o cueva, en la cual
está una fuente que mirábilmente [‘maravillosamente’] desparce gran copia de betún;
de manera que fácil cosa es creer que los muros de Babilonia pudiesen ser murados
[‘recubiertos’] de betún, porque otro tal hay en la Nueva España [‘México’], que ha
muy poco que se halló en la provincia que llaman Pánuco; el cual betún es muy mejor
que el de Cuba, como se ha visto por experiencia, breando [‘calafateando’] algunos
navíos. Pero dejado aquesto aparte, y siguiendo el fin [‘objetivo’] que me movió a
escribir este repertorio, por reducir a la memoria algunas cosas notables de aquellas
partes y representarlas a Vuestra Majestad aunque no se me acordase de ellas por la
orden, y tan copiosamente como las tengo escritas; antes que pase a hablar en Tierra
Firme, quiero decir aquí una manera de pescar que los indios de Cuba y Jamaica usan
en la mar, y otra manera de caza y pesquería que también en estas dos islas los dichos
indios de ellas hacen cuando cazan y pescan las ánsares bravas [‘patos salvajes’], y es
de esta manera: hay unos pescados tan grandes como un palmo, o algo más, que se

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

llama Pexe reverso [‘rémora’], feo al parecer [‘por su aspecto’], pero de grandísimo
ánimo y entendimiento [‘valiente e inteligente’]; el cual acaece que algunas veces,
entre otros pescados, los toman en redes (de los cuales yo he comido muchos). E los
indios, cuando quieren guardar y criar algunos de éstos, tiénenlo en agua de la mar, y
allí danle a comer, y cuando quieren pescar con él, llévanle a la mar en su canoa o
barca, y tiénenlo allí en agua, y átanle una cuerda delgada, pero recia, y cuando ven
algún pescado grande, así como tortuga o sábalo, que los hay grandes en aquellas ma-
res, o otro cualquier que sea, que acaece andar sobre aguados o de manera que se pue-
den ver, el indio toma en la mano este pescado reverso y halágalo con la otra, dicién-
dole en su lengua que sea animoso y de buen corazón y diligente, y otras palabras
exhortatorias a esfuerzo, y que mire que sea osado y aferre con el pescado mayor y
mejor que allí viere. Y cuando le parece, le suelta y lanza hacia donde los pescados
andan, y el dicho reverso va como una saeta, y aferra por un costado con una tortuga,
o en el vientre o donde puede, y pégase con ella o con otro pescado grande, o con el
que quiere. El cual, como siente estar asido de aquel pequeño pescado, huye por la
mar a una parte y a otra, y en tanto el indio no hace sino dar y alargar la cuerda de
todo punto, la cual es de muchas brazas, y en el fin de ella va atado un corcho o un
palo, o cosa ligera, por señal que esté sobre el agua, y en poco proceso de tiempo el
pescado o tortuga grande con quien el dicho reverso se aferró, cansado, viene hacia la
costa de tierra, y el indio comienza a tirar con tiento poco a poco, y tirar guiando el
reverso y el pescado con quien está asido, hasta que se lleguen a la tierra, y como está
a medio estado o uno, las ondas mismas de la mar lo echan para fuera, y el indio asi-
mismo le aferra y saca hasta lo poner en seco. Y cuando ya está fuera del agua el pes-
cado preso, con mucho tiento, poco a poco, y dando por muchas palabras las gracias al
reverso de lo que ha hecho y trabajado, lo despega del otro pescado grande que así
tomó, y viene tan apretado y fijo con él, que si con fuerza lo despegase, lo rompería o
despedazaría el dicho reverso. Y es una tortuga de estas tan grande de las que así se
toman, que dos indios y aun seis tienen harto que hacer en la llevar a cuestas hasta el
pueblo, o otro pescado que tamaño [‘tan grande’] o mayor sea, de los cuales el dicho
reverso es verdugo o hurón [‘policía’] para los tomar por la forma que es dicha. Este
pescado reverso tiene unas escamas hechas a manera de gradas, o como es el paladar o
mandíbula alta por de dentro de la boca del hombre o de un caballo, y por allí unas
espinicas delgadísimas y ásperas y recias, con que se aferra con los pescados que él
quiere, y estas escamas de espinicas tiene en la mayor parte del cuerpo por de fuera.

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Pasando a lo segundo, que de suso se tocó [‘de que se habló arriba’] en el tomar de las
ánsares bravas, sabrá Vuestra Majestad que al tiempo del paso de estas aves, pasan
por aquellas islas muy grandes bandas de ellas, y son muy hermosas, porque son to-
das negras y los pechos y vientre blanco, y alrededor de los ojos unas berrugas redon-
das muy coloradas, que parecen muy verdaderos y finos corales, las cuales se juntan
en el lagrimal y asimismo en el cabo del ojo, hacia el cuello, y de allí descienden por
medio del pescuezo, por una línea o en derecho, unas de otras estas berrugas, hasta en
número de seis o siete de ellas, o pocas más. Estas ánsares en mucha cantidad se asi-
entan a par de [‘junto a’] unas grandes lagunas que en aquellas islas hay, y los indios
que por allí cerca viven echan allí unas grandes calabazas vacías y redondas, que se
andan por encima del agua, y el viento las lleva de unas partes a otras, y las trae hasta
las orillas, y las ánsares al principio se escandalizan y levantan, y se apartan de allí,
mirando las calabazas; pero como ven que no les hacen mal, poco a poco piérdenles el
miedo, y de día en día, domesticándose con las calabazas, descuídanse tanto que se
atreven a subir muchas de las dichas ánsares encima de ellas, y así se andan a una
parte y a otra, según el aire las mueve; de forma que cuando ya el indio conoce que
las dichas ánsares están muy aseguradas [‘confiadas’] y domésticas de la vista y mo-
vimiento y uso de las calabazas, pónese una de ellas en la cabeza hasta los hombros, y
todo lo demás ya debajo del agua, y por un agujero pequeño mira adonde están las
ánsares, y pónese junto a ellas, y luego alguna salta encima, y como él lo siente, apár-
tase muy paso [‘despacio’], si quiere, nadando sin ser entendido ni sentido de la que
lleva sobre sí ni de otra. [...]
E pasemos a lo que de Tierra Firme puede colegir o acordarse mi memoria; pero
primero me ocurre [‘me acuerdo de’] una plaga que hay en la Española y en otras
islas que están pobladas de cristianos, la cual ya no es tan ordinaria como fue en los
principios que aquellas islas se conquistaron. Y es que a los hombres se les hace en los
pies entre cuero y carne, por industria de una pulga, o cosa mucho menor que la más
pequeña pulga, que allí se entra, una bolsilla tan grande como un garbanzo, y se hin-
che de liendres, que es labor que aquella cosa hace, y cuando no se saca con tiempo,
labra de manera y auméntase aquella generación de niguas (porque así se llama, ni-
gua, este animalito), de forma que se pierden los hombres, de tullidos, y quedan man-
cos de los pies para siempre; que no es provecho de ellos.

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CAPÍTULO XXIII. Perico ligero

Perico ligero es un animal el más torpe que se puede ver en el mundo, y tan pesadí-
simo y tan espacioso [‘lento’] en su movimiento, que para andar el espacio que toma-
rán cincuenta pasos, ha menester un día entero. Los primeros cristianos que este a-
nimal vieron, acordándose que en España suelen llamar al negro Juan Blanco porque
[‘para que’] se entienda al revés, así como toparon este animal le pusieron el nombre
al revés de su ser, pues siendo espaciosísimo le llamaron ligero. Éste es un animal de
los extraños, y que es mucho de ver en Tierra Firme por la desconformidad que tiene
con todos los otros animales. Será tan luengo como dos palmos cuando ha crecido
todo lo que ha de crecer, y muy poco más de esta mesura será si algo fuere mayor;
menores muchos se hallan, porque serán nuevos [‘jóvenes’]. Tienen de ancho poco
menos que de luengo, y tienen cuatro pies, y delgados, y en cada mano y pie cuatro
uñas largas como de ave, y juntas; pero ni las uñas ni manos no son de manera que se
pueda sostener sobre ellas, y de esta causa, y por la delgadez de los brazos y piernas y
pesadumbre del cuerpo, trae la barriga casi arrastrando por tierra. El cuello de él es
alto y derecho, y todo igual como una mano de almirez [‘mano de mortero’], que sea
de una igualdad hasta el cabo, sin hacer en la cabeza proporción o diferencia alguna
fuera del pescuezo. Y al cabo de aquel cuello tiene una cara casi redonda, semejante
mucho a la de la lechuza, y el pelo propio hace un perfil de sí mismo como rostro en
circuito, poco más prolongado que ancho, y los ojos son pequeños y redondos y la
nariz como de un monico, y la boca muy chiquita, y mueve aquel su pescuezo a una
parte y a otra, como atontado. Y su intención o lo que parece que más procura y ape-
tece es asirse de árbol o de cosa por donde se pueda subir en alto; y así, las más veces
que los hallan a estos animales, los toman en los árboles, por los cuales, trepando
muy espaciosamente, se andan colgando y asiendo con aquellas luengas uñas. El pelo
de él es entre pardo y blanco, casi de la propia color y pelo del tejón, y no tiene cola.
Su voz es muy diferente de todas las de todos los animales del mundo, porque de no-
che solamente suena [‘sólo emite sonidos de noche’], y toda ella en continuado canto,
de rato en rato, cantando seis puntos [‘tonos musicales’], uno más alto que otro, si-
empre bajando, así que el más alto punto es el primero, y de aquél baja disminuyendo
la voz, o menos sonando, como quien dijese la, sol, fa, mi, re, ut; así este animal dice
ah, ah, ah, ah, ah, ah. Sin duda me parece que así como dije en el capítulo de los en-

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cubertados, que semejantes animales pudieran ser el origen o aviso para hacer las cu-
biertas a los caballos, así oyendo a aqueste animal el primero inventor de la música
pudiera mejor fundarse para le dar principio, que por causa [‘por otra cosa’] del mun-
do; porque el dicho Perico Ligero nos enseña por sus puntos lo mismo que por la, sol,
fa, mi, re, ut se puede entender.
Tornando a la historia, digo que después que este animal ha cantado, desde a muy
poco de intervalo o espacio torna a cantar lo mismo. Esto hace de noche, y jamás se
oye cantar de día; y así por esto como porque es de poca vista, me parece que es ani-
mal nocturno y amigo de oscuridad y tinieblas. Algunas veces que los cristianos to-
man este animal y lo traen a casa, se anda por ahí de su espacio, y por amenaza o gol-
pe o aguijón no se mueve con más presteza de lo que sin fatigarle él acostumbra mo-
verse; y si topa árbol, luego [‘al instante’] se va a él y se sube a la cumbre más alta de
las ramas, y se está en el árbol ocho y diez y veinte días, y no se puede saber ni en-
tender lo que come. Yo le he tenido en mi casa, y lo que supe comprender de este a-
nimal es que se debe mantener del aire; y de esta opinión mía hallé muchos en aque-
lla tierra, porque nunca se le vido comer cosa alguna, sino volver continuamente la
cabeza o boca hacia la parte que el viento viene, más a menudo que a otra parte algu-
na, por donde se conoce que el aire le es muy grato. No muerde, ni puede, según tiene
pequeñísima la boca, ni es ponzoñoso, ni he visto hasta ahora animal tan feo ni que
parezca ser más inútil que aqueste.

4. BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO,


Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (h. 1545)

CAPÍTULO LXXXVII

[...] Otro día [‘al día siguiente’] por la mañana llegamos a la calzada ancha, íbamos
camino de Iztapalapa; y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua,
y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha por nivel
como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y

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encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes
[‘templos’] y edificios que tenían dentro en el agua, y todas de cal y canto; y aun al-
gunos de nuestros soldados decían que si aquello que aquí vían si era entre sueños. Y
no es de maravillar que yo aquí lo escriba desta manera, porque hay que ponderar
[‘enfatizar’] mucho en ello, que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas ni vistas
y aun soñadas, como vimos.
Pues desque llegamos cerca de Iztapalapa, ver la grandeza de otros caciques que
nos salieron a recibir, que fue el señor del pueblo, que se decía Coadlauaca, y el señor
de Cuyoacan, que entrambos eran deudos muy cercanos del Montezuma; y de cuando
entramos en aquella villa de Iztapalapa de la manera de los palacios en que nos apo-
sentaron, de cuán grandes y bien labrados [‘construidos’] eran, de cantería muy pri-
ma, y la madera de cedros y de otros buenos árboles olorosos, con grandes patios e
cuartos, cosas muy de ver, y entoldados con paramentos de algodón. Después de bien
visto todo aquello, fuimos a la huerta y jardín, que fue cosa muy admirable verlo y
pasarlo, que no me hartaba de mirarlo y ver la diversidad de árboles y los olores que
cada uno tenía, y andenes [‘corredores’] llenos de rosas y flores, y muchos frutales y
rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce; y otras cosas de ver, que podrían
entrar en el verjel grandes canoas desde la laguna por una abertura que tenía hecha,
sin saltar en tierra, y todo muy encalado y lucido de muchas maneras de piedras, y
pinturas en ellas, que había harto que ponderar, y de las aves de muchas raleas y di-
versidades que entraban en el estanque.
Digo otra vez que lo estuve mirando, y no creí que en el mundo hubiese otras tier-
ras descubiertas como éstas; porque en aquel tiempo no había Perú ni memoria de él.
Ahora toda esta villa está por el suelo perdida, que no hay cosa en pie. Pasemos ade-
lante, y diré cómo trajeron un presente de oro los caciques de aquella ciudad y los de
Cuyoacan, que valía sobre dos mil pesos, y Cortés les dio muchas gracias por ello y
les mostró grande amor, y se les dijo con nuestras lenguas [‘intérpretres’] las cosas
tocantes a nuestra santa fe, y se les declaró el gran poder de nuestro señor el Empera-
dor. E porque hubo otras muchas pláticas, lo dejaré de decir, y diré que en aquella
sazón era muy gran pueblo, y que estaba poblada la mitad de las casas en tierra y la
otra mitad en el agua; ahora en esta sazón está todo seco, y siembran donde solía ser
laguna, y está de otra manera mudado, que si no lo hubiera de antes visto, dijera que
no era posible que aquello que estaba lleno de agua esté ahora sembrado de maizales.
[...]

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5. JUAN MONTALVO, Gaspar Blondín, 1858

Atravesaba yo los Alpes en una noche tempestuosa, y me acogí a un tambo o posada


del camino: silbaba el viento, lurtes inmensos rodaban al abismo, produciendo un
ruido funesto en la oscuridad; y en medio de esta naturaleza amenazadora, reunidos
los pasajeros, el dueño de casa refirió lo que sigue:

«No ha mucho tiempo llegó aquí un desconocido con el más extraño y pavoroso sem-
blante: mis hijos le temieron al verle, y me rogaron no recibirle en casa. ¿Qué secreto
enlobreguecía a ese hombre?, ¿qué horrible crimen pesaba sobre él? No sé. Le designé
un cuarto, no muy firme de ánimo yo mismo, suplicándole se recogiese en él, atento
que era tarde, si bien a ello me inducía el deseo de librarme de tal huésped. Húbose
apenas retirado, cuando los hombres armados se presentaron en el mesón, inquirien-
do por un malandrín, cuyas señas dieron: eran dos gendarmes que le seguían la pista.
Mas cualquiera que fuese su calidad, nunca habría yo faltado a las costumbres hospi-
talarias que aprendí de mis padres, quienes me enseñaron a socorrer aun a los crimi-
nales, cuando se viesen perseguidos. Dije, pues, a los alguaciles que no habíamos visto
a ninguna persona de tal gesto como nos la describían. No me lo creyeron, sabuesos
de fino olfato como eran, y en derechura se dirigieron al aposento de aquel hombre.
Placióme el verlos entrar allí, pues, al no intervenir denuncio de mi parte, nada dese-
aba yo más que verme desocupado de semejante amigo.
Mas cuáles no fueron mi sorpresa y mi disgusto cuando vi salir a los gendarmes
exclamando: «¡Ah, don tambero!, ¿en dónde le ha ocultado usted?».
Escaparse no pudo el fugitivo; vile entrar en su cuarto que no tiene salida si no es
la puerta, de la cual no había apartado yo los ojos. ¿Qué ente extraordinario era ése?
Amenazáronme los ministriles con volver dentro de poco, provistos de mejores
órdenes, y no dejé de conturbarme. Aún no bien habían salido al camino, cuando
oímos un horroroso estrépito en tugurio del huésped misterioso; vile en seguida
aparecer en el dintel de su puerta, salir precipitado y venir a caer a mis pies echando
espuma por la boca, todo desarrapado y contorcido. Los gendarmes volvieron, le
prendieron, le amarraron, y en volandas le llevaron, a pesar de la profunda oscuridad

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amarraron, y en volandas le llevaron, a pesar de la profunda oscuridad y de la lluvia


que caía a torrentes.
Al otro día supe en el pueblo vecino que ese hombre perturbaba todos los alrede-
dores hacía algunos meses: oculto de día, rondaba de noche. Decíase de él cosas muy
inverosímiles, y muy de temer, si verdaderas; pero su único crimen conocido y pro-
bado era la muerte de su esposa.
Su querida, por cuyo amor había obrado esa acción abominable, se volvió por su
influencia personaje tan raro y peligroso como él: temíanle los niños sin motivo, las
mujeres evitaban su encuentro, y cuando la veían mal grado suyo, menudeaban las
cruces en el pecho. Y aún dicen que sobrepujó a su amante en las negras acciones,
metiéndose tan adentro en el comercio de los espíritus malignos que le fue funesta a
él mismo.
Un día citó a su hombre a un caserón botado, tristes ruinas por las cuales nadie se
atrevía a pasar de noche; era fama que un fantasma se había apoderado de ellas, y que
en las horas de silencio acudía allá una legión de brujas y demonios a consumar los
más pavorosos misterios, en medio de carcajadas, aullidos y lamentos capaces de traer
el cielo abajo.
Suenan las doce, viene el amante: llama a la puerta, llama… Nada; responde sólo el
eco. ¿Duerme la bella? ¿Faltó a la cita? Un leve aleteo se deja oír sobre un viejo sauce
del camino; luego un suspiro largo y profundo: luego estas palabras en quejumbroso
acento: «¡Mucho has tardado, amigo mío!». Y como al volverse nada vio el descono-
cido, con voz siniestra prorrumpió: «¡Casta maldita!, en vano procuras engañarme:
acuérdate que la fosa humea todavía, y que… Ah, tú me la pagarás». «¿Qué tienes,
Gaspar?», dijo su querida, arrojándose de súbito en sus brazos; «¿De qué te quejas?
… ¡Duro, duro!, estréchame contra tu corazón». Y como el diablo de hombre fuese
acometido por un arranque de amor irresistible, abrazóla como para matarla: «¡Angé-
lica!», exclamaba, «¡Angélica de mi alma!, las estrellas no son sino asquerosos insec-
tos que roen la bóveda celeste». Mas luego echó de ver que apretaba en vano, que a
nadie tenía entre sus brazos. Horrorizado él mismo, huyóse dando un grito espantoso
en las tinieblas.
Al otro día un hombre del campo vino a quejarse al teniente del pueblo de que su
hijita había desaparecido impensadamente de la casa. Dijo el triste, con lágrimas que a
lo largo rodaban por su rostro, que abrigaba sospechas vehementes contra un tal Gas-
par Blondín, hombre de tenebrosas costumbres, que ocultaba su vida envuelto en el

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misterio. Habíasele visto la tarde anterior rondando por los alrededores de la casa, y
aun entró en ella sin objeto conocido; y como la niña jugaba en el patio, acaricióla, y
dirigiéndose a su padre le dijo: «Bella niña, bella niña, mi querido Cornifiche; ¿la ven-
den ustes?». Los perros se lanzaron sobre él, y desapareció por la quebrada.
Pasó la noche, amaneció Dios, y la cama de la muchacha se encontró vacía. Blondín
no apareció en ninguna parte, a pesar de que todos los parientes y amigos del campe-
sino se echaron a buscarle. El pobre paisano lloraba tanto más cuanto que, decía, en su
vida se había llamado Cornifiche.
La tarde del mismo día que tuvo lugar esta demanda, Blondín acudió a buscar a su
querida en los escombros conocidos: «¡Todo se ha perdido!», exclamó ésta así como le
vio, «el monstruo ha dado a luz a tres ángeles. ¡Mira, Gaspar!, en vano, en vano te
amo… Pero has hecho bien en traerme a mi chiquilla. ¡Aureliana, Aureliana!», decía
rompiendo la cara a besos a la niña que Blondín acababa de prestarle; el gato maúlla,
el mono grita, la olla hierve… «¡Ven, ven, Gaspar!», añadió, y arrastró a su amante
al interior de un cuarto hundido y sin culata, en donde largo tiempo había que murci-
élagos tenían sus hogares.
Blondín encontró la cama fría como nieve: guardaba silencio su querida, y a la luz
de un mechero que alumbraba la estancia turbiamente, echó de ver que lo que tenía
en sus brazos era el cadáver sangriento de su esposa. Volvió a correr horrorizado, y
desde entonces ni más se ha vuelto a ver al tal Blondín”.

—¿Cómo le hubieran visto? dijo a esta sazón uno de los oyentes, el cual, habiendo
entrado mientras el tambero recitaba su tragedia, se dejó estar a la sombra en un rin-
cón del comedor. ¿Cómo le hubieran visto?; le ahorcaron en Turín hace dos meses.
—¡Yo lo sé muy bien! repuso el tambero medio enojado Capo di Dio!, ¿por qué
no me deja usted concluir la relación de mi historia? Huéspedes hay muy indiscretos.
—No tenga usted cuidado, señor alojero replicó el desconocido , va usted a conclu-
irla en términos mejores.
Y levantándose de su rincón se acercó a nosotros, al mismo tiempo que se alzaba
su gran sombrero auberniano de ancha ala. Miróle el tambero con ojos azorados,
palideció, y gritó cayendo para atrás: «¡Blondín!… él es».

París, agosto 6 de 1858.

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6. JUAN RULFO, Pedro Páramo, 1955 (fragmentos)

[Secuencia 1]

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi
madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le
apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un
plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de
este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Entonces no
pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí di-
ciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muer-
tas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y
nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de
sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo
alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi
madre. Por eso vine a Comala.

[Secuencia 2]

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por
el olor podrido de la saponarias.
El camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va,
sube; para él que viene, baja.”
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?

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—Son los tiempos, señor.


Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia,
entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno;
pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró es-
tas cosas, porque me dio sus ojos para ver: “Hay allí, pasando el puerto de Los Coli-
motes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz madu-
ro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la
noche.” Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi ma-
dre.
—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre contesté.
—¡Ah! —dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos
reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
—Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se
pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
—Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en
vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas.
Y todavía más adelante, la más remota lejanía.
—¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
—No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
—¡Ah!, vaya.
—Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el “¡ah!” del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me
estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
—¿A dónde va usted? —le pregunté.
—Voy para abajo, señor.
—¿Conoce un lugar llamado Comala?
—Para allá mismo voy.

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse
cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos
tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
—Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire
caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía
estar como en espera de algo.
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte
cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca
del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno
regresan por su cobija.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho
más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el
corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes;
pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la coci-
na, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas
de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de
retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el
suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno
muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi
padre me reconociera.
—Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose—¿Ve aquella loma que parece ve-
jiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve
la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que
casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo.
Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos
hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted
debe haber pasado lo mismo, ¿no?
—No me acuerdo.
—¡Váyase mucho al carajo!
—¿Qué dice usted?
—Que ya estamos llegando, señor.
—Sí, ya lo veo. ¿Qué paso por aquí?
—Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
—No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abando-
nado. Parece que no lo habitara nadie.
—No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
—¿Y Pedro Páramo ?
—Pedro Páramo murió hace muchos años.

[Secuencia 3]

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus
gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto
también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si
se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los
niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras
redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su
sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas
desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta
yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para
invadir las casas. Así las verá usted.»
Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como
si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomán-

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dose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó
frente a mí.
—¡Buenas noches! —me dijo.
La seguí con la mirada. Le grité:
—¿Dónde vive doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
—Allá. La casa que está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dien-
tes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como to-
dos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas,
ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silen-
cio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza ve-
nía llena de ruidos y de voces.
De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de
uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: «Allá me oirás mejor.
Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi
muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre... la viva.
Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal
dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?”. A un pueblo solitario.
Buscando a alguien que no existe.»
Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pe-
ro en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mu-
jer estaba allí. Me dijo:
—Pase usted.
Y entré.

[Secuencia 4]

Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía


antes de despedirse:

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

—Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si us-
ted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga.
Y me quedé. A eso venía.
—¿Dónde podré encontrar alojamiento? —le pregunté ya casi a gritos.
—Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
—¿Y cómo se llama usted?
—Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.

[Secuencia 5]

—Soy Eduviges Dyada. Pase usted.


Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo ha-
ciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que
nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de
un angosto pasillo abierto entre bultos.
—¿Qué es lo que hay aquí? —pregunté.
—Tiliches —me dijo ella —. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para
guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto
que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene.
¿De modo que usted es hijo de ella?
—¿De quién? —respondí.
—De Doloritas.
—Sí, ¿pero cómo lo sabe?
—Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
—¿Quién? ¿Mi madre?
—Sí. Ella.
Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
—Éste es su cuarto —me dijo.
No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela
y lo vi vacío.
—Aquí no hay dónde acostarse —le dije.

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

—No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen
colchón para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es
fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la ma-
dre de usted no me avisó sino hasta ahora.
—Mi madre —dije—, mi madre ya murió.
—Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera teni-
do que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo.
¿Y cuánto hace que murió?
—Hace ya siete días.
—Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de
morir juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si
se necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy amigas.
¿Nunca le habló de mí?
—No, nunca.
—Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas
recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan
tierna, que daba gusto quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la se-
guridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros;
pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuan-
do uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes
de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo.
Sí, muchas veces dije: «El hijo de Dolores debió haber sido mío.» Después te diré por
qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los
caminos de la eternidad.
Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un
mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante
todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de tra-
po.
—Estoy cansado —le dije.
—Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
—Iré. Iré después.

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[Secuencia 11]

—¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges?


Ella sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
—Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por el camino de la Media Luna.
—¿Entonces vive alguien en la Media Luna?
—No, allí no vive nadie.
—¿Entonces?
—Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas
partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su
remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un cri-
men, no?
—No entiendo. Ni he oído ningún ruido de ningún caballo.
—¿No?
—No.
—Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don que Dios me dio; o tal vez sea una
maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a causa de esto.
Guardó silencio un rato y luego añadió:
—Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche
que murió. Estaba yo acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna.
Me extrañó porque nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada.
Iba a platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía tem-
prano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó... ¿Lo oyes ahora? Está claro
que se oye. Viene de regreso.
—No oigo nada.
—Entonces es cosa mía. Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es
un puro decir. No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por
la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver
quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que
se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa mucha-
cha que le sorbió los sesos.
“—¿Que pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?
“—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar
con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé

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que Contla no existe. Fui más allá según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a
contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían
que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
“—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese ca-
ballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer
locuras y eso ya es otra cosa.
“—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice
que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer
ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero,
como te digo, no había más que humo y humo y humo.
“—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y
descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
“Y cerré la ventana. Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a
decir:
—El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compa-
ñía.
“—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?
“—Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
“—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?
“—No hace ni media hora. De ser antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según
el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colo-
rado volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo
se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don
Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que
sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro.
“—No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas.
“Y el mozo de la Media Luna se fue.
“—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto?” —me preguntó a mí.
—No, doña Eduviges.
—Más te vale.

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[Secuencia 17]

—Más te vale, hijo. Más te vale —me dijo Eduviges Dyada.


Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer;
luego parpadeó y terminó apagándose. Sentí que la mujer se levantaba y pensé que
iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejos. Me quedé esperando.
Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pa-
sos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en
el suelo a esperar el sueño.
Dormí a pausas.
En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado, como el ala-
rido de algún borracho: “¡Ay vida, no me mereces!”.
Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la ca-
lle; pero yo lo oí aquí untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en
silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.
No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como
si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del
latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando ter-
minó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un
largo rato: “¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!”.
Entonces abrieron de par en par la puerta.
—¿Es usted, doña Eduviges? —pregunté—. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tu-
vo usted miedo?
—No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte.
Quiero invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás donde descansar.
—¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?
—Allá vivo. Por eso he tardado en venir.
—Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací. ¿De
modo que usted...?
—Sí, yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.
—Iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba
pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?
—Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Tori-
bio Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara;

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

para que su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no
existe llave para abrir esta puerta.
—Fue doña Eduviges quien abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía
disponible.
—¿Eduviges Dyada?
—Ella.
—Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía.

[Secuencia 24]

—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de
las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los
pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces
ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos soni-
dos se apaguen.
Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.
—Hubo un tiempo en el que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de
una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote
aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como
ahora.
Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello
terminara.
—Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no
me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al
viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los
hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?
“Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de
alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, aho-
ra que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un Padrenuestro. En esto estaba,
cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:
“—¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, ¡Damiana!
“Soltó el rebozo y reconocí la cara de mi hermana Sixtina.
“—¿Qué andas haciendo aquí? —le pregunté.

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

“Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.


“Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía doce años. Era la
mayor. Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo
que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así que no te
asustes si oyes ecos más recientes, Juan Preciado”.
—¿También a usted le avisó a mi padre que yo vendría? —le pregunté.
—No. Y a propósito, ¿qué es de tu madre?
—Murió —dije.
—¿Ya murió? ¿Y de qué?
—No supe de qué. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho.
—Eso es lo malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace.
¿De modo que murió?
—Sí. Quizá usted debió saberlo.
—¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.
—Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?
—...
— ¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!
Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas
abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapela-
das que mostraban sus adobes revenidos.
—¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!
Me contestó el eco: “¡...ana... neros! ¡...ana... neros!”

[Secuencia 35]

El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella


mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera
derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba
de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer
dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de
mí.

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula
de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo
con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se
hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolinos
sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón.
Fue lo último que vi.

[Secuencia 36]

—¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la


plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te
estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya
bien tirante, acalambrado, como mueren los que mueren muertos de miedo. De no
haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las
fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
—Tienes razón, Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?
—Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.
—Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.
“Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaqu-
ecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como
una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisi-
era vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre
los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí donde el aire cambia el color de las
cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro
murmullo de la vida...”
—Sí. Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se
me había venido juntando hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré
con los murmullos se me reventaron las cuerdas.
“Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí
que de verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales, recuerdo que me vine apo-

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yando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían desti-
lar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo
los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmu-
raran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y
seguí por la mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante
o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío.
Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te de-
cía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme
yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se enchinó el pellejo. Quise retro-
ceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar;
pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces
reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza. ¿De modo que siem-
pre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver.”
—Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo
pregunté.
—Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no
había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mer-
cado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas
de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el
murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba
vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a
distinguir unas palabras casi vacías de ruido: “Ruega a Dios por nosotros.” Eso oí que
me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron
muerto.
—Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
—Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece
fue mi padre. Me trajo la ilusión.
—¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con
eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más;
porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para
pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa
vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre mira-
ron de reojo como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera
escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de

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ellos lo llamo el “bendito” y al otro el “maldito”. El primero fue el que me hizo soñar
que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; por-
que lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante
mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar
de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a
dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dije-
ron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre,
pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me
asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras
eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos
se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si
la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una
cáscara de nuez: “Esto prueba lo que te demuestra.”
“Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que
aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero
otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida:
‘Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purga-
torio sea menos largo.’
“Ése fue el sueño ‘maldito’ que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca
había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había acha-
parrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía
caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para
otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a es-
perar la muerte. Después de que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a
quedarse quietos. ‘Nadie me hará caso’, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya
ves, ni siquiera le robé espacio a la tierra. Me enterraron en la misma sepultura y cu-
pe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora.
Sólo se me ocurre ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá afuera está llovi-
endo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?”
—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas a-
gradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.

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ANGÉLICA GORODISCHER

DE NAVEGANTES

A las diez menos cuarto sonó el timbre. Era un jueves de una de esas primaveras
insidiosas que nos caen encima a los rosarinos: el lunes había sido invierno, el martes
verano, el miércoles se había puesto oscuro por el sur y caliente por el norte y ahora
hacía frío y todo estaba gris. Fui a atender y era Trafalgar Medrano.
—Sonamos —le dije—, no tengo café.
—Ah, no —me contestó—, a mí no me vas a correr con la vaina. Voy a comprar.
Al rato volvió con un paquete de un kilo. Entró y se sentó a la mesa de la cocina
mientras yo calentaba el agua. Dijo que iba a llover y yo dije que era una suerte que
hubiéramos hecho podar las ligustrinas la semana anterior. Vino la gata y se le refre-
gó contra las piernas.
—Qué haces —le dijo Trafalgar; y a mí—: No sé cómo hay gente que puede vivir
sin gatos. En la corte de los reyes católicos, por ejemplo, no había gatos.
Le serví el café:
—Qué sabrás vos de la corte de los reyes católicos.
—Vengo de allá —me contestó, y se tomó media taza.
—Déjame de embromar. Qué tal está el café.
—Asqueroso —me contestó.
No me extrañó. Un poco porque a Trafalgar, como no sea el café que hace él mis-
mo o Marcos en el Burgundy o dos o tres elegidos más en el mundo, todos los cafés le
parecen asquerosos; y otro poco porque yo hago algunas cosas medianamente bien,
pero el café no va incluido en la lista. La gata se le subió a las rodillas y entrecerró los
ojos pensando si valía o no la pena quedarse.
—Paciencia, tómatelo lo mismo —y le serví otra taza mientras dejaba que el mío
se enfriara—. ¿Cómo hiciste para viajar al siglo quince?
—No veo para qué voy a viajar al siglo quince. Además el viaje por el tiempo es
imposible.

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

—Si viniste a sacudirme la estantería ya te podés ir yendo y me dejás el café como


tributo. Yo amo el viaje por el tiempo, y mientras yo piense que se puede, se puede.
La gata había decidido quedarse.
—El café es un regalo —dijo Trafalgar—. Te voy a explicar por qué no se puede
viajar por el tiempo.
—No. No quiero saberlo. Pero no me digas que si venís de la corte de los reyes ca-
tólicos no viajaste por el tiempo.
—Qué poca imaginación tenés.
Eso tampoco me sorprendió.
—Está bien —le dije—, contá.
Y puse la cafetera sobre la mesa.
—Tal vez el universo sea infinito —dijo.
—Espero que sí. Pero hay quienes andan diciendo que no.
—Te lo digo porque esta vez anduve por unos lugares bastante raros.
Eso sí me sorprendió. Si hay algo que a Trafalgar, acostumbrado a viajar por las es-
trellas, le resulta raro, es que es raro de veras.
—Con decirte —siguió y se sirvió más café—. ¿No tenés una taza más grande?
Gracias. Con decirte que ni los príncipes mercaderes andan por ahí.
—Y ésos quienes son.
—Yo les digo los príncipes mercaderes, te imaginarás por qué. Ellos se llaman a sí
mismos los Caadis de Caá. Son como los fenicios pero más sofisticados. Sé que no
andan por ahí porque la última vez que estuve con uno de ellos, creo que fue en Blu-
tedorn, descubrí, intercambiando itinerarios, que no tienen nada marcado en ese sec-
tor.
—¿Qué pasa? ¿Es peligroso, siniestro, todo el que entra se pierde o se vuelve loco o
no aparece más?
Me desilusionó.
—Queda demasiado lejos. Los príncipes mercaderes no son idiotas: mucho gasto
para ganancias problemáticas. Yo tampoco soy idiota pero soy curioso y me sobraba
la plata. Venía de vender tractores en Eiquen. ¿Te conté alguna vez de Eiquen? ¿Un
mundo chiquito, todo verde, que se mueve muy despacio alrededor de dos soles
gemelos?
—Déjame de Eiquen. ¿Cómo fuiste a parar a la corte de Isabel y Fernando?

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

—Es que a lo mejor Eiquen es una encrucijada, o una bisagra. Decime, ¿y si el uni-
verso fuera simétrico?
Me gustó la idea. A la gata también.
—Ahora vas a ver por qué —dijo Trafalgar—. Dejé los tractores en Eiquen, cobré
más de lo que te podes imaginar, y en vez de venirme de vuelta, seguí viaje. No te
olvides que soy curioso. Quería saber lo que había más adelante, es un decir, y de
paso ver si podía comprar algo, porque para vender ya no me quedaba nada. Y tenía
guita, y estaba cansado. Fue un viaje largo. Dormí, comí, me aburrí, y no encontré
nada interesante. Ya estaba por volverme cuando vi un mundo que podía estar pobla-
do y decidí bajar —miró con tristeza lo que quedaba del café—. De una cosa estoy
seguro: si esa vez no me falló el de la zurda, no me falla más.
—¿Por qué? ¿Qué te pasó?
—Hacé más café. Pero ponele menos agua. Y que no hierva. Y mojá el café antes
con unas gotas de agua tibia.
—Me gustaría escribir mis memorias —le dije—, pero no me animo. Algún día
voy a escribir las tuyas y entonces me voy a vengar —me puse a preparar más café.
La gata le debe haber echado una de sus miradas porque siguió contando:
—Era un mundo azul, gris, verde. Me acerqué más y a medida que iba bajando
empezaba a ver Europa, África, el Atlántico, y por menos de un segundo se me llegó a
ocurrir que estaba de vuelta. No sé si te das cuenta de lo perturbador de la situación,
para decirlo suavemente. Un montón de cosas fuleras me pasaron por la cabeza y has-
ta llegué a pensar que me había muerto en algún momento, entre Eiquen y la Tierra.
Me tranquilicé como pude y fui a controlar y me encontré con que era el tercer plane-
ta de un sistema de nueve. Dije estoy loco y pedí más datos y por suerte no estaba
loco ni me había muerto: el espectro no era totalmente el mismo. Entonces me puse a
mirar con más calma y había pequeñas cosas, algunos detalles que no coincidían. Era
un mundo muy parecido a éste, casi idéntico, pero no era éste. No me digas que la
cosa no se ponía tentadora. Yo por lo menos, pasé del julepe a la tentación. Di la vuel-
ta y me vine para acá, quiero decir enfilé para la parte de ese mundo que se parecía a
ésta si la había. Porque si en ese mundo existían otra Europa, otro Mediterráneo, otra
África, tenían que existir otra América del Sur, otra Argentina, otra Rosario. Acerté a
medias. Existía el continente, pero estaba vacío como faltriquera de pobre, o por lo
menos eso me pareció. Hasta bajé al lado del Paraná, del otro Paraná, entendeme. No
le faltaba nada para ser una pesadilla: yo sabía dónde estaba pero nada era como ten-

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El continente ficticio · 30 de junio · Dossier de lecturas

dría que haber sido. No había nadie, no había nada. Me asustó una víbora, oí un par
de rugidos, hacía frío, así que levanté vuelo de nuevo. Me daba pena: un mundo como
el nuestro y desperdiciado. Pero me volví a equivocar. Sobrevolé Europa y estaba po-
blada. Bajé en España. En Castilla. Era verano. Este café está un poco mejor que el
otro. No digo que esté bien —me atajó—, está un poco menos intomable.
—Cretino —le dije—, podrías ser más amable con la futura autora de tus memori-
as.
No hizo más que sonreírse apenas y seguir tomando el café que según él para
mucho no servía.
—Bueno, ¿y?
—¿Y qué?
—¿Ahí fue donde Isabel y Fernando salieron a recibirte?
—No. Se armó un lío espantoso, eso sí. Imaginate, en Castilla en mil cuatrocientos
noventa y dos, una máquina que baja del cielo.
—Esperate un momento. Me querés decir de veras que...
—¿No ves que no tenés imaginación? Un mundo casi igual a éste, ¿entendés? Casi
igual. El contorno de África, por ejemplo, era distinto. Había unas penínsulas y unos
archipiélagos bastante grandes, que acá no existen. Y en historia tenían el reloj atra-
sado cinco siglos. Detalles. Había otros, ya vas a ver. Si no me seguís interrumpiendo,
claro. Se armó un lío, como te digo. Tuve que esperar casi toda la mañana hasta que
llegara algún tipo con autoridad, mientras los que se habían reunido decidían si me
linchaban o si me canonizaban. Finalmente vino la soldadesca, que no contribuyó a
apaciguar las cosas. Yo seguí encerrado a ver qué pasaba. Cuando vi aparecer a antor-
chados, empurpurados, endamascados y enmedallados, abrí y bajé. Di explicaciones.
El asunto me divertía así que inventé un cuento según el cual yo era un viajero de
alguna vaga región del este, había estado en Catay, y allí el emperador me había rega-
lado la máquina que volaba. Al principio no tuve mucho éxito, pero me puse místico
y terminamos todos de rodillas, no sabes cómo me quedó la ropa entre la tierra y el
calor, dando gracias al Altísimo y a toda la corte celestial. Cerré el cacharro y puse a
andar los mecanismos de seguridad: si alguien se acercaba demasiado iba a recibir un
patadón como para tumbar un camello. La próxima parada quedaba en la corte, me
anunciaron. Ni te cuento lo que fue el viaje, con el calor, la sed, el caballo que me die-
ron y del que se tuvo que bajar un militarote mal engestado y ya sabés que yo muy
deportivo no soy, pero al fin llegamos. Esa misma tarde aparecí en la corte.

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—¿Vestido así, con uno de tus trajes grises formales, camisa y corbata?
—Pero no. Lo que llevaba puesto en el viaje podía pasar por un traje de ceremonia
en Catay, pero en palacio me endosaron un disfraz azul labrado, con encajes, que no
se prendía con botones sino con tiritas y que me ajustaba por todos lados. A todo esto
sin poder darme un baño, cosa que no me extrañó después de haber olido a los em-
purpurados y endamascados —suspiró—, y sin poder fumar y sin poder tomar café.
Cuando me acuerdo me pregunto cómo no me volví loco de veras.
La gata dormía o hacía como que dormía y el café bajaba peligrosamente.
—Me venía bien ser extranjero, ¿sabés? Yo era muy extranjero, ellos no sabían
cuánto, pero creían que lo suficiente como para perdonarme las metidas de pata. Me
dieron un curso acelerado de protocolo. No entendí nada pero salí a flote.
—¿Cómo te gustaría que se llamara ese capítulo? ¿”Mis indiscreciones en la cor-
te”?
—A mis indiscreciones vos disculparás pero las voy a pasar por alto y vamos por
partes. La ciudad no valía nada: era un laberinto de callecitas angostas y sucias, algu-
nas empedradas, la mayoría no. Cuando pasamos los suburbios empecé a ver casas
importantes, con rejas y balcones y estatuas de santos pero todas cerradas como pan-
teones y las calles seguían siendo una mugre y estrechas hasta que se abrían en algu-
nas más anchas. Ni un árbol, ni una planta, ni un yuyo. Burros, caballos, perros, va-
cas, gallinas, pero ni un gato. Un ruido infernal, eso sí. Parecía que todo el mundo
gritaba, que todos discutían y se peleaban. Supongo que hubiera tenido que sentirme
importante pero me sentía ridículo y ya no estaba divertido, nada divertido. Adelante
iban los soldadotes espantando a los curiosos, que se apartaban pero volvían como
moscas y más de uno recibía un planazo en la jeta. Con todo eso avanzábamos tan
despacio que creí que no íbamos a llegar nunca. Y en eso llegamos. El palacio estaba
casi tan sucio como las calles, pero con más lujo. Vi algunas cosas que me reconcilia-
ron con las molestias que me estaba tomando a causa de mi curiosidad: tapices, mesas
labradas, cuadros, rejas, y una belleza de ojos negros que más de quince años no podía
tener, vestida con un traje enorme, entre anaranjado y marrón y con un cuello rígido
de encaje.
La gata se desperezó, bostezó, se paró sobre las rodillas huesudas de Trafalgar, y se
volvió a acostar con la cabeza para el otro lado. Trafalgar esperó a que terminara el
proceso y le acarició la cabeza detrás de las orejas.
—Doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte.

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—Ranchita para los íntimos —comenté—. Entre los que terminaste por contarte,
apuesto cualquier cosa.
—Salí. Estaba casada con un señorón de la corte. Un viejo hediondo de esos que
parecen gordos pero lo que pasa es que son flacos con panza, chueco, tartajeante, con
no más de dos o tres dientes podridos en la boca, lleno de arrugas, de mocos, y de pe-
los en las partes menos indicadas. Y ella, desgraciadamente, tenía nomás quince años.
—¿Por qué desgraciadamente? ¿Qué más querías vos?
—Para ella, digo. ¿Sabés que casi me la traigo? Debo estar loco yo.
—Siempre he sostenido algo parecido.
—Apenas alcancé a verla esa tarde de refilón y porque ella se asomó a mirar. Tené
en cuenta que yo era la figurita del día. Y del mes y del año, sin exagerar. Pero me
miró a su gusto y yo sabía que ella me estaba mirando y ella sabía que yo sabía. Los
otros me metieron en un salón, más tapices, más muebles negros labrados, más cua-
dros, cruces, reclinatorios y mugre, y me ofrecieron un sillón incómodo, una obra de
arte pero incómodo, y un bols con agua y una servilleta. Me mojé las puntas de los
dedos tratando de imaginarme que me estaba dando una ducha, pero lamento infor-
marte que no estoy muy fuerte en autosugestión. Me quedé sentado y en eso todos se
apartaron un poco y ahí empezó el baile.
—¿Te recibieron con un baile?
—Pero no seas gansa. Hablo metafóricamente. Y vos deberías saber que en la corte
de los reyes católicos no había lugar para esas frivolidades. Tené en cuenta que esta-
ban ocupadísimos echando a los moros, echando a los judíos, descubriendo América y
todo eso.
—Párate, párate, cómo América.
Trafalgar tiene una paciencia infinita. Cuando quiere.
—Qué año te dije.
—Dijiste cinco siglos de atraso.
—Para ser exactos te dije mil cuatrocientos noventa y dos.
—A la flauta.
—Eso.
Y sin que me lo pidiera puse a calentar más agua. La gata ronroneaba en sordina,
no como doña Francisca María Juana no sé qué sino en sordina, como ella suele hacer
las cosas.

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—Empezó metafóricamente el baile. Lo que quiere decir que entraron unos tipos
vestidos de negro y con cara de vinagre que me tomaron examen. Había también un
frailecito de morondanga al que no le di importancia y te digo desde ya que hice mal.
No sé cómo no me llamó la atención que al lado de tanto personajón dejaran entrar a
un curita común y corriente, metido en un hábito viejo y que miraba siempre para
otro lado como si no entendiera nada. Pero tené en cuenta que yo estaba trabucado.
No, la cosa ya no me parecía divertida pero era emocionante. Ahí pensé que el uni-
verso es infinito y simétrico y no me digas que no puede ser porque puede. Y también
pensé que me había encontrado con un buen sustituto del viaje por el tiempo. Lástima
que lo arruiné.
—Ya sé. Les dijiste la verdad y no te creyeron y te entregaron a la Inquisición y
doña María Francisca te salvó y el marido se enteró y...
—Pero vos sos loca, cómo les voy a decir la verdad. Y se llamaba doña Francisca
María Juana de Soler y Torrelles Abramonte, para que sepas. No, no les dije la ver-
dad. Ellos sabían mucho protocolo y mucho catecismo, pero yo algo de historia y geo-
grafía he leído y les llevaba quinientos años de ventaja. No será mucho pero me bas-
tó. Cuando los vi estuve a punto de pararme y saludar y hasta pensé en hacer una
reverencia, mirá vos, no muy profunda pero adecuadamente cortesana. Y ahí nomás
lo pensé y dije que se mueran, éstos lo que quieren es joderme, seguro, y lo mejor va
a ser que los matones de entrada. Puse mi mejor cara volteriana.
—Vos no te parecés a Voltaire, vos te parecés a Edmundo Rivero pero en buen
mozo.
—Se agradece. Los miré sobrador y canchero entonces y ellos saludaron y yo ni
contesté: entrecerré los ojos, incliné apenas la cabeza y esperé. No se anduvieron con
vueltas. Querían saber, y si yo no se lo decía o les mentía ya iban a averiguar la ver-
dad por los medios que creyeran conveniente, primero, si yo era un enviado del Ma-
ligno; segundo, si era cierto que venía de Catay; tercero, si podían previos exorcismo,
bendición, misas y otras macanas, visitar la carroza volante; cuarto, qué mierda que-
ría; quinto, si pensaba quedarme a vivir en Castilla; y sexto y último, cómo me lla-
maba.
—Bastante completa la encuesta. Qué les dijiste.
—Les largué un espiche que duró como media hora y con el que quedaron impre-
sionados todos menos el frailecito de morondanga. Para empezar me acordé de Suli
Sul O Suldi, la hija de un granjero de Eiquen, bendita sea su alma por varias razones

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y bendito sea su cuerpo por varias otras razones, que me había regalado un adorno
que yo llevaba colgado del cuello. Era de un metal parecido al oro pero más pesado y
duro, muy trabajado y de un tamaño digamos respetable, algún día te lo voy a mos-
trar, estoy seguro que te va a gustar. Lo importante es que tiene forma de cruz. Lo
saqué, cambié la cara de canchero por otra de infinita lástima con un toque de autori-
dad de directora de escuela y les pregunté si ellos podían creer que un enviado del
Maligno llevaría eso sobre su corazón. Primer tanto a mi favor. En cuanto a Catay,
mezclé las nociones de geografía de tercer año con los viajes de Marco Polo y me ano-
té el segundo tanto. Y podían visitar mi carroza volante y lo de los exorcismos no
necesitaba mi autorización sino que era un pedido, una exigencia, dije, de mi parte,
porque como era un regalo de infieles yo estaba algo preocupado. Tres para mí. Y así
por el estilo: no quería nada, no aspiraba a los bienes de este mundo, pero me gustaría
rendir homenaje a sus majestades. Posiblemente me quedara a vivir en Castilla, tierra
de la que habían salido mis antepasados, pero como era un viajero impenitente, a ve-
ces me iría a recorrer mundo sin olvidar nunca de traer parte de las maravillas que
encontrara, para donar a las órdenes religiosas más ilustres del país. A esa altura de
las cosas los tipos se meaban y el frailecito seguía mirando para cualquier lado con un
rosario de madera entre los dedos y yo pensaba qué tipo boludo y resulta que el bolu-
do era yo.
—¿Y cómo les dijiste que te llamabas?
—Les dije mi nombre, qué querés que les dijera. Total, Trafalgar no iba a significar
nada para ellos hasta trescientos años después, si es que iba a haber una batalla de
Trafalgar y un almirante Nelson. Lo adorné un poco, eso sí: le puse un de antes del
Medrano, agregué dos nombres y el apellido materno de mi vieja castellanizado.
Quedó que ni mandado hacer. La prueba está en que las caras de vinagre se dulcifica-
ron, y como yo ya sabía que me los había metido en el bolsillo me levanté y condes-
cendí a charlar mano a mano con todos ellos. Al rato me comunicaron que me iban a
alojar en palacio, lo cual era un honor y yo lo lamenté porque estaba seguro que no
había baños, como que no había, y me consolé pensando que en ese momento no ha-
bía no digo baños sino ni un inodoro y ni una mísera cámara aséptica en toda Castilla,
así que puse cara de emoción.
—Al final resulta que no sos un caradura como yo creía sino un cara de goma.

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—Depende. Cuando me dejaron solo que quiere decir que me dejaron con tres sir-
vientes que corrían por todos lados y para mí que no hacían nada, me tiré en una ca-
ma que tenía un montón de cortinas pero era comodísima, y me dormí.
—Cómo podés dormir en medio de las cosas que te pasan, es algo que no me expli-
co.
—Si no pudiera quedarme dormido cuando hace falta, hace rato que hubieran de-
jado de pasarme cosas.
—¿Hago más café?
—Estaba por preguntarte qué estás esperando. Como a las dos horas vinieron a
despertarme con mucho aparato y me trajeron la ropa esa que te dije, todo encima de
un almohadón. Hasta un sombrero había, mi Dios. Y una espada. Los zapatos eran los
dos para el mismo pie y casi pegué el grito pero me di cuenta a tiempo que faltaba
una punta de años para que los hicieran distintos. Me puse todo y así entré a la sala
del trono o lo que fuera.
—Contá, contá cómo fue.
—Un aburrimiento, lleno de anuncios, marchas, contramarchas, golpes de bastón
y yo qué sé. Y todos tenían un olor a chivo que volteaba. Y hacía calor. Y yo ya me
estaba pudriendo de la monarquía española.
—Castilla y Aragón.
—Lo que sea. Del protocolo ni me acuerdo, pero ¿querés que te diga una cosa? Isa-
bel era bastante linda, no tan linda como doña Francisca María Juana de Soler y Tor-
relles Abramonte y más jovata pero linda. De cara por lo menos, de lo demás ni idea
con todo ese traperío infecto. Fernando tenía un tic y abría y cerraba los ojos cada
cinco segundos. De haber sido uno de los muchachos del café, le hubieran puesto le-
trero luminoso, seguro. Y adivina quién estaba al costado del trono.
—El curita de morondanga.
—Justo.
Se oyó un siseo en el jardín y sonó un trueno, pero la gata no se inmutó.
—Llueve —dijo Trafalgar—, ¿no te decía yo? La combinación de lluvia y café me
hacer recordar a la festividad de los rayos en Trudu. ¿Sabes lo que es Trudu?
—No, pero supongo que será algo donde siempre llueve y donde en vez de agua,
de las canillas sale café.
—¿Trudu? No. Para empezar no hay canillas y para seguir llueve una vez cada
diez años.

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—Regio para cultivar arroz.


—Aunque te parezca mentira cultivan arroz, claro que no el que vos conocés. Y
además la lluvia.
—¡No me interesa! —le pegué el alarido tan fuerte que la gata abrió los ojos y
hasta hizo un comentario por lo bajo—. Quédate con Trudu, te lo regalo, pero seguí
con tu presentación en la corte y con el curita y con Isabel y con Fernando.
—A Fernando lo podés ir archivando sin remordimientos de conciencia. Ahora, I-
sabel —volvió a sonreírse y dos sonrisas de Trafalgar en una sola mañana son un re-
cord— era bastante linda, sí, pero todo un macho con los huevos muy bien puestos.
Se le veía en los ojos y en que aunque tenía una boca más que pasable, la podía afinar
hasta que parecía una cuchillada. Y los hombros bien echados para atrás, el cuello
largo y las manos fuertes. Yo dije esta mina me va a dar un disgusto.
—¿Y el curita?
—Ahí tenés, fue el curita el que me dio el disgusto aunque por el momento la iba
de mosquita muerta. Esa vez sí ya me llamó la atención que apareciera siempre en las
reuniones importantes, que estuviera tan cerca del trono y que nadie pareciera darle
bola. Alcancé a pensar que seguramente no era lo que parecía pero con tanto cuidado
como tenía que tener con lo que decía y hacía, lo dejé para después. No te olvides en
lo que estaba metido. Tuve que volver a contar mis aventuras, invocando para mis
adentros a Marco Polo, a Edgar Rice Burroughs, a Ítalo Calvino y a los anales de geo-
grafía. Me salió muy bien: estaban todos pendientes de lo que yo decía, se asustaban
cuando había que asustarse y se reían cuando había que reírse. La volví a ver a doña
Francisca María Juana.
—De Abramonte Soler y Torrelles.
—De Soler y Torrelles Abramonte, vos harías peor papel que yo en la corte, y al
vejete que babeaba y bufaba alternativamente. Fernando cerraba y abría los ojos cada
vez más seguido y movía la nariz y posiblemente las orejas. Isabel en cambio llegó a
ablandar la boca y sonreírme y parece que eso era flor de privilegio. Y hablando de
privilegios, hasta comí esa noche con sus majestades, lo que no es poco decir.
—Qué tal la comida.
—Pobrona. Frugal, que queda más elegante. Y de los modales de sus majestades en
la mesa mejor no hablemos. De los míos tampoco porque sin tenedores no es mucho
lo que se puede hacer en materia de gestos finolis. El curita no estaba, menos mal.
Pero fue ahí donde me hablaron de Colón. Para entonces yo ya me estaba empezando

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a acostumbrar y me sentía como una figurita en un compendio de historia, pero eso


ya era demasiado. Y más cuando pregunté si podía conocerlo y me dijeron que al día
siguiente lo esperaban en la corte donde los iba a poner al tanto de cómo iban los pre-
parativos para la expedición. No sé si fue la comida que además de escasa era un ma-
zacote o la perspectiva de conocerlo personalmente aunque no fuera el verdadero, que
en realidad sí era, pero tenía como un peso en el estómago. Suerte que no duró
mucho la cena porque según parece había que acostarse temprano. Cosa que hice.
Temprano y acompañado.
Otro trueno, más siseos, más café.
—Como yo ya me lo maliciaba, o a lo mejor eran nomás las ganas que tenía, des-
paché a los sirvientes, me saqué el traje ridículo ése, me comí las uñas pensando en
café, cigarrillos, un libro de Chandler, Jackaroe, televisión, cualquier cosa, y esperé.
Vino como a la medianoche cuando yo ya había apagado las velas pero todavía no
quería darme por vencido y dormirme. Me enteré que el viejo tenía un cargo que lo
obligaba a ir de inspección a los cuarteles, a los mercados o no me acuerdo adónde,
antes que amaneciera, y para eso se acostaba a las seis de la tarde, y se levantaba a las
once y media, la encerraba con llave y se iba.
—Y cómo hizo para salir.
—¿Vos te crees que se ha inventado la llave que sirva para tener encerrada a una
mujer? Haceme el favor. Y tenía cómplices, claro. Dejó de guardia a una vieja que al
lado del marido parecía miss mundo, y se me vino derecho a la cama.
Se quedó callado.
—Trafalgar, no te me pongas discreto.
—Por esta vez lo siento pero sí, voy a ser discreto.
—¿Y yo cómo hago para escribir tus memorias?
—A lo mejor algún día te cuento. Lo único que te digo es que yo no fui el primero
en ponerle cuernos al viejo. Eso en vez de enojarme, vos sabés que yo soy un liberti-
no confeso y por lo tanto me gustan castas y pudorosas, me alegró, porque no había
derecho a que la chica no se vengara de los manoseos de semejante marido. Sabía
vengarse, te aseguro. Cuando amaneció, la vieja golpeó la puerta y ella se fue toda
apurada. Digo yo, ¿te pensás que estás en Castilla en el siglo quince que no hacés más
café?
—Te va a quitar el apetito tanto café.
—Guita a que no. Te invito a almorzar.

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—No, te invito yo.


—Vamos a ver.
—Qué vamos a ver ni qué cuernos. Te quedas y listo. Y hablando de cuernos, se-
guí.
—Pasé la mañana de bacán, cada vez más desesperado por fumar y tomar café, pe-
ro de bacán. Rodeado de señoronas y señorones, contando mis aventuras, paseando
por el palacio, y por los jardines que no valían nada. Después de almorzar me entre-
visté de nuevo con Isabel que me mandó llamar y ahí estaba otra vez el curita. Como
siempre, solo y con cara de infeliz pero bien ubicado. Me había olvidado de él, calcula,
con la noche que había pasado, pero ya empezó a preocuparme y tal vez fue por eso
que no me agarró sin perros o que por lo menos si perdí, perdí sin hacer papelones.
Tuvimos con Isabel una larga conversación sobre filosofía, religión, política y, agárra-
te, matemáticas. Me defendí como un león. ¿Te acordarás lo que te dije de ella? Con
todo, la había subestimado. Inteligente, pero muy inteligente. Y además informada
sobre todo lo que había para saber en ese momento. Y sobre todo dura como corazón
de usurero. No sé si me anoté tantos a favor pero que empatamos, empatamos.
—Usté porque es culto, don Medrano.
—No me vino mal saber algunas cosas porque para algo estaba ahí el curita.
—Ya sé. Era de la Inquisición.
—Peor. Con esos cinco siglos de ventaja pude desenvolverme bien y estuve de a-
cuerdo con ella en todo haciendo como que daba mis propias razones aunque las tri-
pas se me retorcieran con las barbaridades que estaba diciendo. Cuando justificába-
mos acaloradamente la reconquista, anunciaron a Colón. Aia. Qué te pasa.
—Estoy emocionada.
—Yo también estaba.
—Cómo era, qué te dijo, qué hizo.
—Estaba loco. Se me cortó la respiración, pero después lo pensé mejor.
—Claro —dije—, todos ellos estaban locos.
—Todos ellos quiénes.
—Tipos como Colón. Como Héctor, como Gagarin, como Magallanes, Bosch, Gali-
leo, Durero, Leonardo, Einstein, Villon, Poe, Cortés, Cyrano, Moisés, Beethoven,
Freud, Shakespeare.
—Para, para qué vas a volver loca a toda la humanidad.
—Ojalá. Vos ya sabés lo que yo pienso de la cordura.

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—A veces estoy de acuerdo con vos. Pero te digo que estaba loco: iba a hacer cual-
quier cosa, cualquiera, engañar, matar, arrastrarse, sobornar, estafar, lo que fuera,
con tal de meterse en el mar con sus tres barquitos. Que allá eran cuatro: la Santa
María, la Pinta, la Niña y la Alondra.
—Anda, ¿en serio?
—En serio. Había detalles, ya te dije. Y ahí, pensando en los barquitos y en lo que
iban a tener que pasar esos pobres desgraciados, se me ocurrió la gran idea, pucha que
soy otario.
—¿Qué idea? Ay, Trafalgar, ¿qué hiciste?
—Cambié el curso de la historia, nada más que eso. No me di cuenta en ese mo-
mento: solamente le tuve lástima. Lo admiraba, le tenía un poco de miedo no por des-
confianza como al curita sino por lo heroico, por lo agónico que había en el hombre,
pero por sobre todo eso sentí compasión. Peligrosa la compasión. Pensé pobres tipos,
¿para qué van a sufrir meses en el mar, muriéndose de hambre, de superstición y de
escorbuto, si yo los puedo llevar a América en media hora?
—Qué bárbaro. Pero claro, ¿cómo no ibas a pensar en eso?
—Sí. Claro que no lo podía decir directamente, o mejor, sospeché que como estaba
el curita delante, lo más hábil era no decirlo directamente Así que pedí permiso para
conocer los barcos y me fue graciosamente concedido por su majestad. Abrevio: pasé
dos días más de bacán y dos noches más de amante de doña Francisca María Juana de
Soler y Torrelles Abramonte, y al tercer día nos fuimos a Palos de Moguer. Como el
curita vivía más o menos pegado a la pretina de Isabel, no vino con nosotros, para mi
tranquilidad.
—Los barcos, ¿cómo eran los barcos?
—Si eran así los que descubrieron América acá, no me explico cómo llegaron. Me
llevó a verlos todos por fuera y por dentro el Almirante. Ya era Almirante. Y Visor-
rey y Gobernador General de las tierras que iba a descubrir y le tocaba un décimo de
las riquezas que iba a encontrar. Como te digo, me daba lástima y por eso estaba más
convencido que nunca que los tenía que llevar yo. Se lo propuse frente a un botellón
de vino, no te imaginas qué buen vino, pero yo extrañaba el café, y aunque sabía ya
todo de mí y de mi carroza volante del Catay, no quería encarar el brete. No tenía
mucho entusiasmo por el tema, y se largó a hablar de Ptolomeo y de Plinio y del I-
mago Mundi, de astronomía, de cosmografía y de cómo llegar a Cipango por el oeste.
El Preste Juan andaba mezclado con los cuadrantes, Eneas Silvio con las tablas de na-

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vegación de Kordesius. Me habló bien de Garci Fernández y mal de Fray Juan Pérez y
bien y mal del rey de Portugal y bien de Isabel. Yo seguía insistiendo en llevarlo a
América, quiero decir a Cipango en mi carroza volante, y él no decía que sí. Entonces
volvimos a la corte y allí expuse mis intenciones y el curita no me miró ni una sola
vez. A Isabel le hicieron falta tres segundos para darse cuenta de las ventajas de una
expedición fulminante. Fernando no sé porque no hablaba. Y el curita ni mu. El Al-
mirante seguía sin convencerse: puso mil inconvenientes y se los rebatí uno a uno.
Pensé que no quería que yo le robara la gloria del viaje pero no era eso, si él no sabía
si iba a haber gloria o no. Yo sabía, pero él no. Y lo que quería por sobre todo no sé si
sería la gloria, lo que quería era demostrar que tenía razón. Terminé poniéndome a
sus órdenes y me autodesigné piloto de la carroza. Pero mis fintas mucha importancia
no tenían desde que Isabel había decidido que sí.
—Entonces América no se descubrió el doce de octubre de mil cuatrocientos no-
venta y dos.
—Claro que no, allá no. La descubrimos el veintinueve de julio de mil cuatrocien-
tos noventa y dos. Pero antes tuvimos que pasar por las ordalías inquisitoriales, con
inspección, cánticos, incienso y misas. Y no te imaginas lo que fue la despedida de
doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte que se creía que me iban
a devorar los monstruos de finis terras, la pobre, tenía una cabecita muy despierta
pero era muy ignorante, qué querés.
Soñó un rato con doña Francisca María y demás y yo me fui a vaciar el cenicero
esperando que reaccionara.
—Metimos a las tripulaciones de los cuatro barquitos en el cacharro.
—¿Cabían?
—¿No te dije que había vendido quinientos tractores en Eiquen? Quinientos dieci-
nueve. Sobraba lugar. Los tipos estaban muertos de miedo y rezaban o se hacían los
valentones pero pálidos se habían puesto. Y todo alrededor, aguantándose el calor del
mediodía porque yo quería llegar a América de mañana, los reyes, la corte, el clero, el
ejército y el pueblo. Yo les había explicado que muy cerca no convenía estar, pero fue
una lucha para conseguir que se alejaran, hasta que cuando vi que la curiosidad podía
más que los soldados, prendí los motores y recularon como ovejas. Adentro, un silen-
cio de muerte. Claro que cuando levantamos empezaron los gritos. Menos mal que
había un tipo macanudo, Vicente Yáñez, el capitán de uno de los barquitos, y dos o
tres matones demasiado brutos o demasiado de avería como para tener miedo, de esos

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que más vale no encontrarse de nochecita por Ayolas o Convención, que los amena-
zaron a todos con despedazarlos si no se dejaban de armar lío. Volé bajito, sobre el
mar, con todas las mirillas en transparencia para que no se perdieran nada. Pero yo
del viaje ni me acuerdo. Con el pretexto de manejar me encerré a tomar café y fumar,
por fin. Lo único que me faltaba era el diario. Ahí si me ven los caras de vinagre sí
que me entregan a la Inquisición.
Pensé en una América descubierta por cien atorrantes barbudos y analfabetos, un
loco y un hombre de otro mundo a bordo de una nave interestelar: la locura es una
gran cordura, como dice Bernard Goorden.
—Pusimos cuarenta y cinco minutos porque fui despacio —dijo Trafalgar—. A las
nueve menos diez de la mañana desembarcamos en San Salvador porque yo me hacía
ilusiones de respetar la historia como si con ese pedacito de verosimilitud pudiera
arreglar lo que había hecho. El Almirante y Yáñez casi no podían creer que ya está-
bamos al otro lado del mundo y entre los tres nos dio un trabajo bárbaro hacérselo
comprender a los otros y eso que habían visto las costas y el océano. Bajamos, toma-
mos posesión, hubo discursos y rezos y mientras el Almirante lloraba y escribía in-
formes, Yáñez y yo recorríamos el lugar y nos metíamos en el mar. Cazamos, pesca-
mos, comimos y a la tarde los llevé a recorrer el mar de las Antillas que también Ca-
ribe llaman. Estuvimos dos en Cuba y tres en Haití. Como no había restos de barcos,
no construimos fuertes. Al quinto día arreamos a todos entre Yánez y yo porque el
Almirante no servía para mucho obsesionado con sus demostraciones de Cipango por
el oeste, y me lo llevé a dar la vuelta al mundo.
—Pobre Magallanes.
—Ni me hablés, esa es una de mis preocupaciones menores. Aunque supongo que
cuando vine el rompecabezas que dejé habrá tendido a recomponerse solo. Fulero el
rompecabezas. No solo di la vuelta al mundo lo más pegado al suelo o al agua que
podía, sino que subí y subí hasta mostrarles a todos que sí, que su mundo era redon-
do, y de paso que era una joya que nadie se merecía y de paso también que eso a don-
de habíamos estado no era Cipango sino América aunque yo no dije América. Ya ha-
brían dejado de tener miedo y los trastornos eran ahora de otro tipo. Sanitarios, para
decir la verdad. Pero volvimos a Castilla por el este y nos recibieron en palacio y hubo
festejos que sumados a los cuernos que entre Doña Francisca María Juana de Soler y
Torrelles Abramonte y yo le poníamos al marido, me dejaban hecho bosta.
—¿Y el curita?

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—Por ahí andaba como siempre, pero yo empecé a vigilarlo y me enteré sin pre-
guntar, porque el instinto me decía que no convenía hacer averiguaciones y yo por el
instinto tengo un respeto bárbaro como que me ha sacado de más de una, me enteré
de quién era el curita.
—Disculparás pero no estoy muy fuerte en Historia.
—Te presto una biografía de Doña Isabel y vas a ver. Pero bueno, se hace tarde y
tenemos que resolver lo del almuerzo.
Debía ser cierto que era tarde porque la gata estaba bien despierta.
—Para seguir enquilombando la historia hicimos cinco viajes más: llevamos colo-
nos; no conquistadores, fíjate bien, colonos. Llevamos animales, arados, muebles, bar-
cos, maestros, médicos, cronistas, albañiles, herreros, ebanistas, de todo. Eso sí, solda-
dos, los menos posibles. Curas tuve que llevar muchos, más de los que hubieran sido
necesarios y convenientes.
—Entonces, allá, ¿en eso se transformó la conquista?
—No sé en qué se transformó porque tuve que salir rajando. Lo único que sé es
que deslicé gloria y honores para el lado del Almirante, aunque algo me cayó encima
a pesar mío, y que sugerí el asiento de ciudades a fundar y hasta dibujé los planos con
lo que me acordaba de cada una de ellas. Tal vez allá si ya empezaron a existir y si van
a seguir existiendo, Buenos Aires, Lima, La Habana, Santiago, Nueva York, Quito,
son obra mía, indirectamente pero mía. Brasil y toda América del Norte, de eso estoy
seguro, ya están a medio colonizar por Castilla y Aragón. ¿Te das cuenta de lo que
hice?
—¿Estás arrepentido?
—No.
—¡Cómo que no!
—Y no, te digo que no. Un poco inquieto, pero no arrepentido. Inquieto porque no
sé quién va a inventar el teléfono y quién va a ganar la segunda guerra mundial, y
porque no sé para qué lado van a agarrar otros factores que, si lo pensás, no son nada
desdeñables, mayas, aztecas, incas por un lado, para no acordarnos más que de los
más importantes. Portugal, Inglaterra, Francia por el otro. Inglaterra sobre todo.
¿Qué te parece que hará en su momento la homónima de mi reina?
—Te hubieras quedado y hubieras seguido enredando las cosas por lo menos para
asegurarte de que todo iba a ser completamente distinto.

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—¿Te parece? No, a mí no. En primer lugar, aunque hubiera querido quedarme,
que no quería, hubiera necesitado media vida por lo menos, y tampoco hubiera podi-
do.
—Gracias al curita.
—Imaginación no tenés pero lo disimulas. Gracias al curita. Y en segundo lugar,
enredando demasiado las cosas no hubiera conseguido nada como no fuera terminar
con la esperanza de que dentro de quinientos años haya allá otro Trafalgar Medrano
que a lo mejor es curioso y llega hasta acá y mete la pata y cambia el curso de la his-
toria, que tal como va hasta ahora un cambio no vendría nada mal.
A mí también estuvo a punto de fallarme el de la zurda. Una mujer que se llamara
como yo, ¿tendría una gata de albañal con aires de princesa? ¿Se iba a sentar dentro
de cinco siglos en su cocina a escuchar el relato de un viaje que había hecho un hom-
bre que se llamara Trafalgar Medrano a un mundo verde y azul en un sistema de
nueve alrededor de una estrella del otro lado de un universo infinito, simétrico y a-
terrador?
—Voy a tomar un poco de café yo también —dije.
La gata saltó al suelo. ¿Y esa mujer se preguntaría si cinco siglos antes había habi-
do una mujer que...?
—Dale de comer que tiene hambre —dijo Trafalgar.
—Callate —le contesté—. Dejame pensar.
—Ya vas a tener tiempo de pensar. Dame café a mí también y te cuento cómo
terminó todo.
Le di carne picada a la gata y le di su café a Trafalgar y me tomé yo el mío que es-
taba demasiado caliente.
—Dos meses estuve allá —dijo—. Tiempo suficiente para que entre mi carroza vo-
lante y yo empezáramos a colonizar un continente entero. Ya llegaba el otoño a Cas-
tilla y Aragón y acá era primavera, quiero decir allá, ya me comprendes, cuando una
mañana un poco como ésta pero más desconsolada, al salir de mis habitaciones me
encontré con el curita. Me di cuenta que me había estado esperando y me olió mal.
No el curita sino lo que se me venía encima. El curita era uno de los pocos tipos pul-
cros que andaban por la corte. El hábito o la sotana o como se llame eso, estaba muy
usado y brillante en los codos y hasta remendado, pero no te volteaba con el olor. No
tenía olor. Doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte tampoco: y

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como ella había algunos que no olían. No es que se lavaran; cuestión de glándulas
sería, me supongo.
—Bueno, pero ¿y el curita?
—Ya te dije que no olía.
—No te me hagas el difícil. Qué quería.
—Que me fuera, qué iba a querer. El curita tenía sus aspiraciones. Había favoreci-
do los planes del Almirante no porque creyera que se podía llegar a Cipango por el
oeste, y ni qué decir que ni se soñaba que en el oeste hubiera otro continente, sino
por si acaso. Un buen jugador de sintu a la combativa podría llegar a ser el coso ése.
Lo que él quería era el poder, y el poder oculto, que es tan satisfactorio como el otro y
mucho menos peligroso.
—Pero si ya lo tenía ¿por qué no se quedó tranquilo?
—El poder, no sólo en Castilla y Aragón sino en todos los mundos posibles. A-
prendé humildad y desinterés vos. Y para eso yo le molestaba. Porque él se había li-
mitado a bordar intrigas pero yo había hecho cosas importantes y visibles. Yo no sólo
había favorecido la expansión del reino, y qué cacho de expansión, sino que había
actuado con eficiencia sobrenatural y las almitas mezquinas y no convencidas como la
suya, se sienten muy mal cuando tienen que mirar de frente a lo sobrenatural.
—Nunca entenderé la sed de poder.
—Sos medio sonsa vos, no hay nada que hacer. Allí en el corredor me habló por
primera vez. Tenía una vocecita igual a la sotana: vieja y remendada. Me dio los bue-
nos días aunque ya no era hora como para buenos días, y me preguntó si no creía yo
que la verdadera sabiduría consistía en servirse de las fuerzas del adversario en pro-
vecho propio. Yo no estaba para mesas redondas a esa hora, sin desayunar y después
de una noche más bien agitada, pero tenía que saber lo que se traía entre manos y le
dije que sí, que en ciertos casos podía ser una actitud acertada. Se sonrió y me dijo
que observando mis manejos, así me dijo, observando mis manejos, él había hecho
precisamente eso. Yo empecé a caminar para donde sabía que había algo de comer, y
él al lado mío. Y entonces me dijo que tenía que advertirme que ya no me necesitaba.
Como yo no le contesté, me largó esto: “Ha llegado el momento de que se vuelva por
donde vino, señor de Medrano.” Ahí me paré y le dije que eso lo decidía yo. “Ah, no,
no, no”, me dijo, y me explicó que si yo no me iba inmediatamente, él denunciaba
como adúltera a doña Francisca María Juana de Soler y Torrelles Abramonte, como
adúltera de mantener relaciones carnales con un súbdito de Satanás. Me di cuenta que

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el tipo tenía todos los ases en la mano y que yo estaba frito, porque si él podía demos-
trar eso, y podía, todo lo que habíamos hecho se venía en banda, pero alcancé a pelear
un poco más. Inútil. El curita tendría el hábito remendado pero para mí que tenía gui-
ta escondida en el colchón: había comprado a mis sirvientes y a algunos de los que
habían embarcado conmigo en los viajes. Yo no sólo me acostaba con una mujer casa-
da sino que bebía extraños brebajes negros y echaba fuego por la boca y la nariz cu-
ando estaba solo. Con esos testigos, y algunos otros que siempre se podía conseguir
con poca plata o con mucho miedo al infierno, la Inquisición se iba a dar por satis-
fecha. Me rendí y le pregunté qué quería. Quería que me fuera, eso era todo. Si yo
me volvía ese mismo día a los avernos de donde había salido, él no iba a mover un
dedo para perderme ni tampoco para echar abajo la conquista, digo, la colonización,
porque no le convenía eso. ¿Y ella?, le pregunté. Ella le importaba tres pitos. Como te
dije, no era la primera vez que retozaba con otro, y al curita, que lo sabía, la moral y
las buenas costumbres le interesaban mucho menos que mover los hilos del trono.
Así que me fui.
—Una lástima.
—No sé. Era un buen momento para desaparecer. El Almirante ya no iba a morir
pobre y abandonado sino cubierto de gloria y honores y oro. Nadie iba a matar y ha-
cerse matar buscando El Dorado, y toda América iba a hablar español algún día.
—¿Estás seguro?
—No, claro que no, pero puedo darme el lujo de presumirlo. De modo que inventé
a toda máquina una expedición a Australia para ver qué se podía hacer por aquel lado,
pensé seriamente en meter de contrabando en el cacharro a doña Francisca María
Juana de Soler y Torrelles Abramonte y decidí que no, dije hasta luego a todo el
mundo y espérenme para la hora del té y chau piba y me fui. El que quería a toda
costa ir conmigo a Australia era Yáñez, pero como estaba a cargo de una gobernación
en el nuevo mundo, le hice ver que lo de él era más importante y se quedó. Y ella
habrá llorado hasta encontrarme un sustituto y yo habré pasado a la leyenda como el
héroe tragado por lo desconocido y el curita se sentará secretamente en el trono que
gobierna todo un continente.
Nos quedamos callados, Trafalgar y yo. Después fui a ver si seguía lloviendo, y sí,
seguía lloviendo, pero estaba empezando a aclarar por el sur. La gata salió al jardín,
inspeccionó la cuestión clima y volvió a entrar con las patitas mojadas y yo protesté.
Trafalgar seguía sentado a la mesa de la cocina frente a una taza vacía.

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—En el viaje tuve tiempo de pensar muchas macanas —dijo mientras yo registraba
la heladera—. Espero que el curita haya conseguido lo que quería y no se meta con
ella. Y que el viejo se haya muerto de peste negra. Y que Yáñez sea Visorrey de Amé-
rica del Norte. Y que algún día, bueno, vos sabés.
—Aja —le dije—. ¿Qué preferís? ¿Riñoncitos al vino blanco con arroz o fideos a la
manteca negra y un bife de hígado con perejil?
Una decisión para dentro de quinientos años no es broma:
—Riñoncitos —dijo.

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