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Murray Leinster
Editorial Labor
Antología de cuentos de ficción científica 1965
escaneado por diaspar
- ¡Pues claro que estoy loco! ¡No puede ser de otro modo!
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En francés en el original. - N. del T.
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Coghlan levantó hacia ellos sus párpados enrojecidos. El teniente de la policía
turca se encogió de hombros y repuso impasible:
-Se trata -observó Ghalil- de uno II los ejemplares más antiguos y valiosos ti libro
llamado Alexiada, debido a la princesa Ana Commeno, que vivió en el tilo 'cm, que
antes he mencionado , tiene usted la amabilidad de ojear el libro, sr. Coglilan?
Abrió el pesado volumen con exquisito cuidado y lo puso en las manos del
interpelado. Las gruesas páginas, amarilleadas r. cl tiempo, se hallaban cubiertas
de esos caracteres desgarbados, que utilizaban los griegos en su escritura - sin
letras mayúsculas, sin separación entre las palabras y u signo de puntuación
alguno -, y que instituían el texto de los libros al dejar de escribirse sobre largas
bandas de pergamino que se enrollaban en una barra de Idem. Coghlan lo miró
con curiosidad. ¿Conoce usted, por casualidad, el griego bizantino? - inquirió el
turco esperanzado. Pero Coghlan sacudió su cabeza en un So negativo. El
teniente de policía parea consternado. Comenzó a pasar páginas, jaibas Coghlan
sostenía el libro. La primera página estaba tiesa, endurecida. Era color pardo, y en
su borde quedaban 'LOS ya secos de alguna sustancia adhesiva, muestra
evidente de que, en alguna ocasión, debió de estar pegada a la cubierta, 'Hasta
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que, más tarde, se la dejó suelta o se ¿té por sí misma. La mitad superior de parte
de la hoja, que estuvo primitivamentes oculta, se hallaba ahora cubierta por a
membrete del departamento de policía Istambul, sujeto a la hoja por medio de
modernas pinzas metálicas de las que se utilizan en las oficinas. La mitad inferior
la misma parte de la página contenía cinco> huellas más oscuras que el resto,
cuyo aspecto y disposición eran muy familiares. Cuatro de ellas estaban alineadas
y la última, que era la mayor de todas, aparecía a poco más abajo. El teniente
Ghalil ofreció una lupa de bolsillo.
-Interesantísimo...
En lo que pensaba era que ya debía haber salido para cumplir su compromiso de
ir a cenar con Laurie y su padre.
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Duval, que seguía paseando nerviosamente, arriba y abajo, por la habitación,
produjo una exclamación ahogada, deteniéndose al lado de la mesa de despacho
de Coghlan. Jugaba febrilmente con una especie de daga curda con mango de
madera que aquél utilizaba como abrecartas, mientras en sus ojos aparecía una
expresión extraña.
- Esas huellas no son tan notables, señor Coghlan, sino imposibles. ¡Yo le aseguro
a usted que, teniendo en cuenta su edad solamente, resultan quiméricas,
irrealizables...! ¡Y esa imposibilidad es tan trivial, tan poco importante, en
comparación con todo lo demás! ¡Porque, vea usted, señor Coghlan, esas huellas
digitales son suyas!
El aludido, sentado en su butaca, se quedó de una pieza, con sus ojos perdidos en
una inexistente lejanía, sin mirar a ningún punto determinado. Mientras, el teniente
de la policía turca traía un tampón de los utilizados hasta la fecha en todos los
departamentos de policía. No hay necesidad de tinta alguna: se van apoyando las
yemas de los dedos sucesivamente en la pequeña almohadilla, cubierta por una
hoja grasa especial, y se obtiene rápidamente la huella de cada uno de ellos.
- Si usted me permite...
Coghlan entregó sus dedos al policía, el cual fue apoyando uno a uno en la
almohadilla, cubierta por una hoja grasa especial muy brillante, haciéndolos girar
ligeramente a uno y otro lado para obtener la huella completa de la yema del dedo.
Era un proceso de lo más familiar y el propio Coghlan había impreso sus dedos en
el pasaporte cuando tuvo que venir a Turquía, registrándoselas nuevamente en el
departamento de policía como extranjero residente en el país. El turco le ofreció
de nuevo su lupa de bolsillo. Coglilan estudió detenidamente la huella del dedo
pulgar que acababan de obtener de él. Después de un momento de vacilación, la
comparó con la del libro, impresa en el pergamino. Se sobresaltó visiblemente.
Comparó una a una las otras huellas, con creciente cuidado e incredulidad.
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Duval murmuró algo entre dientes. Luego, volvió a dejar en su sitio el cuchillo
curdo y reemprendió sus nerviosos paseos por la habitación. Ghalil, por su parte,
volvió a encogerse de hombros.
- Monsiour Duval estudió las huellas -explicó- hace unos tres meses... las huellas y
la escritura. Se tomó suficiente tiempo para convencerse a si mismo de que el
asunto no era una patraña. Escribió a la policía de Istambul rogándole que le
dijese si se encontraba registrado en sus archivos un tal Thomas Coghlan,
residente en el número 750 de la calle de Fátima. ¡De eso hace dos meses!
- Ya lo sabrá - respondió el turco -. ¡ Por el momento, le repito que 'eso fue hace
dos meses! Contesté que, efectivamente, le teníamos registrado, pero que
ignorábamos su dirección. Escribió de nuevo, enviándonos una fotografía de esa
parte de la hoja de pergamino y rogándonos que le contestásemos con toda
urgencia si esas huellas coincidían con las suyas. Le contesté que así era, en
efecto, salvo la cicatriz del dedo pulgar. Y agregué, con viva curiosidad, que dos
días antes usted se había mudado al 750 de la calle de Fátima..., la dirección que
monsieur Duval mencionaba en su carta de un mes antes...
- ¿Pretende usted - objetó Coglilan -que alguien podía tener información sobre ese
asunto tres semanas antes de que ocurriera en el tiempo, tres semanas antes de
que sucediera...?
- ¡Es una locura! - exclamó Duval -. ¡Es lunatismo! Ce n'est pas ¡logique! . ¡Tenga
usted la amabilidad, señor Coglilan, de mirar el resto de la página!
Coghlan quitó las pinzas que sujetaban el membrete del departamento de policía a
la parte superior de la página de pergamino y pensó si estaría llegando al final de
todo lo que sería capaz de resistir. Había escritas unas palabras con una tinta
increíblemente antigua, pero en inglés moderno. La escritura era tan familiar a
Coghlan como la suya propia...
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Y aquella escritura decía:
Duval había cesado en sus nerviosos paros por la habitación y estaba ahora
tranquilo. Ghalil miraba a Coglilan y permanecía silencioso. Y Cohglan
contemplaba pensativo la hoja de viejo pergamino.
Era lo que se decía Coghlan a si mismo siempre que pensaba en Laurie. Si no era
más que un simple instructor de Física. Y, como tal, no seria discreto pedirle a
Lauríe que se casase con él. Con el tiempo, Podría llegar a profesor. Pero, ni aun
entonces seria atinado pensar que la hija de un multimillonario se aviniese a ser su
esposa. Más adelante, hasta podría llegar a ser director del colegio, aunque las
probabilidades que tenía de alcanzar ese grado óptimo de su carrera eran tan
problemáticas que podía considerarse como algo casual, inopinado. Sin embargo,
podía ocurrir. Y luego..., ¿qué? Conservaría ese elevado cargo hasta que un
claustro de profesores decidiese que cualquier otro sería mejor para ocupar su
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puesto... Un débil programa para justificar su insistencia en solicitar que Laurie se
casase con él..., un simple instructor, con una cátedra de profesor como aspiración
máxima de su carrera, y una dirección del colegio como al utópico e inimaginable.
Por eso, al acordarse de Laurie, Coghlan se dijo con pesadumbre a sí mismo: «
Profesor, director del colegio u otro cargo por el estilo». Y recordó que no debía
dejarse vencer por inclinación romántica alguna.
Pero no tenía que reír aquella frase a nadie en el mundo. El era el único ser
humano para quien tenía algún significado. Era la prueba absoluta de que él,
Thomas Coghlan, había escrito aquellas palabras, Pero no lo había hecho.
-Esas palabras -dijo, como resumen de cuanto había estado pensando hasta
aquel momento - parecen indudablemente escritas por mí. Es mi letra y hasta en
los rasgos más simples obedecen en todo a mí modo de escribir... ¡Tengo que
suponer que fui yo quien las escribió! Y, sin embargo, no tengo la menor idea de
haberlo hecho. Por eso, les quedaría muy reconocido si me explicaran todo este
lío.
- ¡Pues eso es, precisamente, lo que hemos venido a pedirle a usted, señor
Cogifian! ¡Me he considerado siempre un hombre cuerdo, en mis cabales! ¡He
estudiado a fondo el Imperio bizantino y toda su historia! ¡Puede decirse que soy
una autoridad en ello! ¡Pero este... inglés moderno, escrito cuando no existía el
inglés moderno!... ¡Números árabes cuando los números árabes eran totalmente
desconocidos! ¡Números de casas inexistentes, en calles cuyos nombres no
podían ni predecirse en aquellos tiempos, situadas en la ciudad de Istambul,
cuando no había ciudad alguna sobre la Tierra que llevara ese nombre! ¡No puedo
concebirlo! Señor Coglilan, se lo ruego..., ¿cuál es el significado de todo esto?
Recogió los vasos y salió de la habitación, sin lograr que su mente se aclarase lo
más mínimo. Deseó vivamente que Duval y Ghalil no hubiesen nacido jamás, ya
que con su existencia habían complicado su propia vida, planteándole un
problema que parecía irresoluble. Sí no había escrito aquel dichoso mensaje...
pero ningún otro podía tampoco haberlo hecho. Y, sin embargo, allí estaba, escrito
con los propios caracteres de su grafología y hasta firmado por sus propias huellas
dactilares...
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Y no tenía la menor idea de lo que quería significar aquel mensaje ni de qué podía
hacerse con él.
Regresó al salón con los vasos llenos. Duval continuaba sentado con la cabeza
entre las manos. Galil había encendido otro cigarrillo y miraba hacia su ceniza con
una expresión de agudo desconsuelo. Coghlan dejó en la mesa las bebidas.
- No creo que ningún otro, aparte de mí, haya podido escribir eso mensaje -
observó -, pero tampoco recuerdo haberlo escrito yo, ni tengo la menor idea de lo
que pueda significar. Como ustedes lo han traído, seguramente sabrán algo más
que yo...
- Como oficial de policía, 10 que más me interesa de ese curioso mensaje es que
en él se hace mención de que van a asesinar a alguien; es decir, que puede ser
asesinado... Esto entra dentro de mis atribuciones. ¡Y más como estudiante de
Filosofía...! Tanto como policía como filósofo, es a veces necesario partir de un
absurdo para llegar a una solución razonable. Y eso es lo que propongo hacen.. o,
por lo menos, intentar...
- Ahora bien, si usted llega a tener, casualmente, esa cicatriz en el dedo pulgar -
observó Ghalil -, quiere decir que esas huellas dactilares del pergamino
pertenecen a una época futura, en la cual, probablemente usted conocerá
asimísmo la existencia del peligro que acecha al señor Mannard y la del «artilugio»
ese en el numero 80 de la calle Hosain... Esto...
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- SI, es lógico - repuso Ghalil con calma -, aunque no es de sentido común...
Lógicamente, pues..., se deduce que, en una época futura, ignorada por nosotros,
el señor Coghlan conocerá todas esas cosas y desearía informarse ahora de lo
que sabrá entonces. Para que me comprendan mejor, el señor Coglilan desearía
conocer hoy mismo algo que ocurrirá en el futuro - quizá la semana próxima -: la
existencia del peligro que se cierne sobre el señor Mannard y que hay algo de
suma importancia en el número 80 de la calle Hosain, en el segundo piso, interin
Pues bien, esa información puede proporcionársela ese memorándum escrito en
la hoja suelta de este antiquísimos libro.
- No admito que lo crea - replicó Ghalil con una sonrisa imperceptible en sus labios
-, pero estimo que sería muy acertado hacer una visita a ese número 80 de la calle
Hosain. ¡No creo que podamos hacer otra cosa!
- ¿Y por qué no decirle a Mannard lo que ocurre? -inquirió Coglilan con aspereza.
- Me tomaría por loco - repuso el turco con la misma aspereza que su interlocutor-.
Y con razón. Yo mismo sospecho que lo estoy...
- Pues se lo diré yo - concluyó Coghlan-, porque creo que debo hacerlo. Voy a
cenar con él y con su hija esta noche y así será más fácil... - Miró el reloj -. Ya
debía haber salido...
- Dígame, monsieur Duval, cuando usted encontró ese libro, ¿qué fue lo que le
impulsó a despegar esa hoja...?
Duval extendió sus manos. Ghalil abrió la cubierta del libro y mostró la primera
página que había sido despegada por el francés. En la que había sido cara visible
de la misma, había una nota, una glosa, de cinco o seis líneas. Estaba escrita en
una especie de griego primitivo, incomprensible para Coglilan. Pero, a juzgar por
su situación, debía ser un memorándum escrito por alguno de los anteriores
propietarios del manuscrito y no una nota inserta por el copista.
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Coghlan dijo atribulado:
II
Todos los taxis de Istambul están conducidos por maníacos evadidos, a los
cuales, inexplicablemente, la policía turca los deja campar por sus respetos. El taxi
en que Cogillan se dirigió al hotel Petra estaba conducido por un hombre de piel
muy oscura y dientes blanquisimos, el cual estaba profundamente convencido de
que el destino de todos y cada uno de los peatones estaba en las manos de Alá y
que él nada podía hacer para modificarlo. Estaba equipado con una bocina
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desusadamente escandalosa, cuyo sonido, afortunadamente, parecía agradarle
mucho a su conductor. El coche alquilado por Coghlan corría, pues,
desenfrenadamente por estrechas callejuelas, en las que los peatones parecían
huir constantemente horrorizados de aquella bocina infernal ante el terror de verse
despachurrados por el taxi.
Éste pasaba como alma que lleva el diablo por callejuelas inverosimilmente
estrechas, doblaba las esquinas poniéndose en dos ruedas que chirriaban
terriblemente como si se quejasen, doloridas de su incómoda postura, sorteaba o
arremetía contra los peatones que encontraba ante sí, los cuales se disolvían con
increíble agilidad antes que se aproximase el vehículo enloquecido y lograse
alcanzarlos con sus guardabarros, se metía a aquella velocidad endiablada, por
avenidas que parecían túneles y desembocaba en calles más anchas, ya
pertenecientes a la parte moderna de la ciudad, seguido siempre por los
punzantes insultos y amenazas que salían de las bocas de los peatones turcos,
cubriéndolo como una guirnalda...
El taxi corría alocado, ululando con su bocina infernal, recorriendo la gran ciudad.
M fin, se precipitó en la Grande Rue de Petra. Dio una vuelta en forma de U.
Culebreó entre un elegante y lujoso coche particular y un feroz «jeep » del ejército
turco, dispersó un grupo familiar que, sin saber por qué, se había detenido en
plena calzada, rozó ligeramente un descapotable que estaba estacionado allí
cerca, dio un frenazo que hizo chirriar de nuevo las ruedas dejando su huella en el
pavimento y se detuvo precisamente ante la marquesina del hotel Petra. El
conductor le reclamó a Coghlan, exactamente, seis veces la tarifa legal de la
carrera.
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Coghlan se quedó perplejo. Pero conocía perfectamente a los habitantes de
Istambul y sabía de qué pie cojeaban. Llamó por señas al commissionaire del
hotel, puso en sus manos exactamente dos veces la tarifa que debía pagar y le
dijo: «Páguele y quédese con la vuelta ». Luego, entró en el hotel. Su modo de
comportarse era una especie de eficacia americana. Ahorraba dinero y
argumentos. La discusión alcanzaba ya limites insospechados cuando Coghlan
entraba en el impresionante vestíbulo del hotel.
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- Estaba pensando si ya no me querrías, Tommy - repuso, mimosa -. Y trataba de
ensayar un gesto de desesperación por si llegaba el caso...
Coghlan la miró a los ojos y trató de endurecer su corazón para hacerlo insensible'
a los encantos de la muchacha. En dos ocasiones anteriores había roto
resueltamente su decisión al ver a Laurie, porque le gustaba tanto que no lo podía
remedian Pero tenia miedo que volviese a ocurrir ahora. Por eso, enfocó la
conversación por otros derroteros.
- ¡Buen día he tenido hoy...! - dijo en voz baja-. Mis visitantes me han dejado
verdaderamente aturdido. Es algo increi1)le y le voy a pedir a Apolonio que me
explique cómo han podido realizar algo tan fantástico e inverosímil. Yo creo que,
más o menos, entra dentro de su especialidad.
El maitre se inclinó ante el grupo y los condujo hasta la mesa. Estaban sólo los
cuatro en el comedor y, al verlos entrar, una orquesta de cuerda inició
valientemente los compases de Rapsodia en azul, tratando de interpretar el «
swing» americano en su versión del cercano Oriente. Había destellos de plata y
cristal y se oía un murmullo de voces.
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tomen en serio. La cosa era que, en no sé qué parte de Arabia, habla un grupo de
pequeñas y oscuras aldeas, en el cual las doctrinas del neoplatonismo sobrevivían
como una religión. Estaban mantenidas por una casta de filósofos que los tenían
embobados por medio de la magia, y Apolonio presumía de haber sido una de las
jerarquías y de tener asombrada a media Europa con todas las artimañas que
constituían el fundamento de su culto. Aquello sonaba como una campaña
publicitaria, ideada por un agente de prensa de imaginación calenturienta. Una
tradición secular del desarrollo y culto de la treta no era demasiado verosímil. Y
ahora, según parecía, Apolonio aseguraba haber sobornado a algún gobierno
árabe y haber obtenido dinero para asegurar la salvación de los aldeanos
revelándoles la existencia de aquella excéntrica religión.
- Yo también he tenido hoy dos visitantes que parecían haber empleado su propia
magia neoplatónica - dijo Coghlan. Luego, se volvió hacia Mannard -. A propósito,
señor, me dijeron que, probablemente, yo voy a asesinarle a usted...
Mannard río entre dientes una o dos veces cuando Coghlan refería su historia.
Laurle intervino::
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- Creo que Tommy se ha visto metido en un asunto muy desagradable, aunque me
parece que no ha dicho todo lo que sabe... Le conozco desde hace mucho tiempo,
y creo que hay algo que le preocupa.
Apolonio suspiró.
- ¡Ah, cuántas veces he leído los pensamientos ajenos por ocultos que estos sean!
Todo el mundo cree que sus pensamientos son únicos... Pero, insisto una vez
más, esto no me gusta nada.
- Les voy a Iniciar en el principio de la magia -dijo, gravemente-. Aquí tienen una
copa, llena de agua solamente. ¡Ya ven que no contiene otra cosa!
El taxi corría alocado, ululando con su bocina infernal, recorriendo la gran ciudad.
Al fin, se precipitó en la Grande Rue de Petra. Dio una vuelta en forma de U.
Culebreó entre un elegante y lujoso coche particular y un feroz « jeep» del ejército
turco, dispersó un grupo familiar que, sin saber por qué, se había detenido en
plena calzada, rozó ligeramente un descapotable que estaba estacionado allí
cerca, dio un frenazo que hizo chirriar de nuevo las ruedas dejando su huella en el
pavimento y se detuvo precisamente ante la marquesina del hotel Petra. El
conductor le reclamó a Coghlan, exactamente, seis veces la tarifa legal de la
carrera.
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dijo: «Páguele y quédese con la vuelta». Luego, entró en el hotel. Su modo de
comportarse era una especie de eficacia americana. Ahorraba dinero y
argumentos. La discusión alcanzaba ya Imites insospechados cuando Coghlan
entraba en el impresionante vestíbulo del hotel.
« Profesor, director y otro cargo por el estilo », al estrechar sus manos. Era muy
difícil evitar el hecho de estar enamorado de Laude, aunque él hacía todo lo
posible por conseguirlo.
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- Estaba pensando si ya no me querrías, Tommy - repuso, mimosa -. Y trataba de
ensayar un gesto de desesperación por si llegaba el caso...
Coghlan la miró a los ojos y trató de endurecer su corazón para hacerlo insensible
a los encantos de la muchacha. En dos ocasiones anteriores había roto
resueltamente su decisión al ver a Laurie, porque le gustaba tanto que no lo podía
remedian Pero tenia miedo que volviese a ocurrir ahora. Por eso, enfocó la
conversación por otros derroteros.
- ¡Buen día he tenido hoy...! - dijo en voz baja-. Mis visitantes me han dejado
verdaderamente aturdido. Es algo increíble y le voy a pedir a Apolonio que me
explique cómo han podido realizar algo tan fantástico e inverosímil. Yo creo que,
más o menos, entra dentro de su especialidad.
El maitre se inclinó ante el grupo y los condujo hasta la mesa. Estaban sólo los
cuatro en el comedor y, al verlos entrar, una orquesta de cuerda Inició
valientemente los compases de Rapsodia en azul, tratando de interpretar el «
swing » americano en su versión del cercano Oriente. Había destellos de plata y
cristal y se oía un murmullo de voces.
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tomen en serio. La cosa era que, en no sé qué parte de Arabia, habla un grupo de
pequeñas y oscuras aldeas, en el cual las doctrinas del neoplatonismo sobrevivían
como una religión. Estaban mantenidas por una casta de filósofos que los tenían
embobados por medio de la magia, y Apolonio presumía de haber sido una de las
jerarquías y de tener asombrada a media Europa con todas las artimañas que
constituían el fundamento de su culto. Aquello sonaba como una campaña
publicitaria, ideada por un agente de prensa de imaginación calenturienta. Una
tradición secular del desarrollo y culto de la treta no era demasiado verosímil. Y
ahora, según parecía, Apolonio aseguraba haber sobornado a algún gobierno
árabe y haber obtenido dinero para asegurar la salvación de los aldeanos
revelándoles la existencia de aquella excéntrica religión.
- Yo también he tenido hoy dos visitantes que parecían haber empleado su propia
magia neoplatónica - dijo Coghlan. Luego, se volvió hacia Mannard -. A propósito,
señor, me dijeron que, probablemente, yo voy a asesinarle a usted...
Mannard escuchaba. Llegaron los entre meses. La sopa. Coghlan refirió la historia
con todo detalle, y su preocupación llegó al límite cuando trató de explicar que era
imposible que todo aquello fuese una patraña. Sin embargo, no hizo mención de la
línea que más le habla preocupado.
Mannard rió entre dientes una o dos veces cuando Coghlan refería su historia.
Laurie intervino:
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- Creo que Tommy se ha visto metido en un asunto muy desagradable, aunque me
parece que no ha dicho todo lo que sabe... Le conozco desde hace mucho tiempo,
y creo que hay algo que le preocupa.
Apolonio suspiró.
- ¡Ah, cuántas veces he leído los pensamientos ajenos por ocultos que estos sean!
Todo el mundo cree que sus pensamientos son únicos... Pero, insisto una vez
más, esto no me gusta nada.
- Les voy a Iniciar en el principio de la magia -dijo, gravemente-. Aquí tienen una
copa, llena de agua solamente. ¡Ya ven que no contiene otra cosa!
-¡Vean! Ahora, señor, Coghlan, encierre la copa dentro de sus manos. Enciérrela
bien. ¡Ustedes, por lo menos, no se han puesto de acuerdo! Ahora...
Coghlan dejó la copa sobre la mesa y re tiró las manos. En el interior de la copa
había una moneda de oro. Era una moneda muy antigua, una pieza de diez
dirhem del antiguo Imperio turco.
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- No podía confiar en la ilusión - dijo Apolonio -, pero, aunque ustedes no se hayan
dado cuenta, les he engañado con un truco muy simple...
- Es muy fácil. Colocando la copa al nivel de los ojos, ustedes no pueden ver la
moneda que se halla en su fondo, cuando aquélla está llena de agua, a causa de
la refracción. Antes de que ustedes se dieran cuenta de ello, yo ya habla dejado
caer la moneda en su interior, elevando luego la copa a la altura de los ojos.
Mientras la copa está elevada, parece vacía. Eso es todo.
-~... Creo que debo poner este hecho en conocimiento de la policía - dijo Mannard
-. Porque... yo corro un peligro, indudablemente. Todo eso es demasiado
complicado para que se trate de una broma... y ahí se habla de alguien que va a
ser asesinado. Y hasta se da mi nombre... No, no es cosa de tomarlo a broma.
Conozco a algunos funcionarios turcos de alta graduación... ¿No tendrás
inconveniente de hablarles de lo ocurrido?
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- ¿No dijiste algo acerca de un «artilugio», Tommy, en... el número 80 de la calle
Hosain?
Coghlan asintió.
- Sí. Duval y el teniente Ghalil dijeron que iban a averiguar de qué se trata.
- No esta mal pensado - dijo Mannard -. Hace una noche muy agradable. Iremos.
- ¡Iré bajando las escaleras! - anunció Apolonio, haciendo un gesto con su mano
gordezuela -. Me siento grande y dignificado ahora que alguien me ha dado dinero
para mi pueblo, y no creo que nadie pueda sentirse dignificado dentro de un
ascensor...
Mannard asintió con un gruñido. Todos salieron, dirigiéndose hacia las escaleras
detrás de Apolonio.
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la meseta superior y la parte donde aquéllas iniciaban la curva, pronunciando un
juramento. Un momento antes, estaba arriba.
- ¡Que alguien trató de tirarme por las escaleras! - gruñó Mannard con furia-. Me
echaron la zancadilla y me empujaron... ¡Si no llego a agarrarme a la barandilla,
me rompo la cabeza!
Seguía mirando en derredor. Pero a su alrededor sólo se veían los tres amigos y
su hija. Mannard recorrió todos los pasillos del hotel tratando de descubrir quién
había sido. Estaba encolerizado. Pero no encontró a nadie que pudiera haberlo
hecho.
- Es extraño, ¿verdad?
- Sí; muy extraño - repuso Coghlan -. Si recuerdas, yo dije que me habían dicho
que lo asesinaría yo.
- No tan cerca como para no poder haberlo hecho - replicó el aludido -. Desearla
que no hubiese ocurrido jamás...
- Usted habló algo acerca de una profecía en la cual se afirmaba que iba a
asesinar a Mannard, ¿no es verdad, Coghlan? ¡Tenga cuidado, amigo, tenga
cuidado!
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Hizo un guiño a los dos que le seguían y prosiguió su marcha triunfal hacia el
coche que les esperaba ante la puerta del hotel.
El interior del coche estaba oscuro. Lauríe se sentó al lado de Coghlan. Éste se
daba cuenta de su proximidad, pero se sentía inquieto a medida que el automóvil
avanzaba hacia su destino. Su propia escritura sobre la hoja de perganúno del
viejo libro advertía desde tiempos remotos: «¡Cuidado con Mannard! Va a ser
asesinado ». Y Mannard acababa de estar a punto de sufrir un grave accidente...
Coghlan comprendió, desconcertado, que algo muy significativo acababa de
ocurrir y él debería haberlo previsto.
Pero, se convenció a si mismo de que todo aquello no podía ser más que una
coincidencia.
III
Se bebió el café y se quedó, triste y pensativo, mirando hacia el patio que había
bajo sus ventanas. Hallábase su departamento en una de las viejas casas del
barrio de Galata, modernizada para adaptarla a los nuevos tiempos. Aquel patio
había sido, probablemente, el jardín de un harén; pero en la actualidad estaba
enlosado con piedras y rodeado de pequeños arbustos recortados, y los ruidos de
la gran ciudad llegaban hasta él amortiguados.
-¡Buenos días!
-- Una parte de él creo que ha sido aclarada dijo Ghalil -. Me parece que mis ideas
no están ya tan enmarañadas como antes.
Sin esperar respuesta, cogió otra taza y la llenó del liquido aromático. Le pareció
que Ghalil le miraba con un nuevo sentimiento de amistad.
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Tengo una carta para usted - Dijo el turco alegremente.
- ¡Y yo que creía que era usted la persona sospechosa!... - dijo Ghalil -. Pero usted
hizo seguramente lo primero que un sospechoso no haría jamás: llamar
inmediatamente a la policía. ¡Porque usted creyó que yo era sospechoso! - Rió
socarronamente -. Ahora bien, si tiene usted dudas todavía, puedo informar que
desea conferenciar con una persona de rango más elevado. ¡Pero no creo que
sea fácil encontrar a alguien que tome este asunto en serio! O de una manera tan
amistosa, con órdenes o no, en vista de la amenaza al señor Mannard y de mi
relativa seguridad de que usted es inocente... hasta ahora... - se rió entre dientes -
de toda responsabilidad en esa amenaza...
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Coghlan se encogió de hombros. Los cuatro - Mannard, Laurie, Apolonio el
Grande y él, Coghlan - habían penetrado, efectivamente, en el barrio de Galata,
metidos en el coche alquilado por el millonario, y habían llegado hasta el número
80 de la calle Hosain. Era una edificación increíblemente antigua e
insospechadamente sucia y arruinada, vacía de toda vida, y situada en una
callejuela apartada, solitaria, estrecha y silenciosa. Cuando el coche llegó hasta
ella, algunos curiosos vagaban por sus alrededores observando los movimientos
de la policía estacionada en el exterior de la misteriosa casa. El mismo Ghalil se
acercó a preguntarles a los ocupantes del coche qué era lo que les había llevado
hasta allí. Luego, toda la partida penetró en el desierto edificio, en el que
retumbaban siniestramente los ecos de las pisadas, y subió hasta el segundo piso,
interior, que se hallaba desocupado, como el resto del edificio.
El piso interior de la segunda planta, que era el que daba a la parte posterior de la
casa, estaba vacío de todo menos de la mugre del tiempo. Había caído casi todo
el yeso que en otro tiempo había cubierto las paredes, dejando al descubierto el
enlucido de épocas anteriores, con rastros de color, como si las paredes hubiesen
estado pintadas con figuras que nunca más Podrían descubrirse. Y había un lugar,
en la pared occidental, en el que el yeso estaba todavía húmedo. Era un cuadrado
de unos cuarenta y cinco centímetros de lado, situado a un metro,
aproximadamente, del suelo, que rezumaba humedad.
- En aquel piso no habla nada. Estaba vacío. No había «artefacto» alguno como
decía el libro de Duval...
- El libro era del siglo XIII. ¿Esperaba usted encontrar algo en ese piso después de
tanto tiempo, después de tantos saqueos, después del paso de veinte
generaciones?
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- Yo me guiaba solamente por el libro de Duval - dijo Coghlan con cierto tono de
ironía.
- Quizá sea ése el artefacto - observó Ghalil con acento suave -· Cuando ustedes
se marcharon, yo subí al piso. Observé lo mismo que usted: aquel sitio estaba frío,
muy frío. Creí que se me iba a congelar la mano cuando la tuve apoyada en aquel
lugar durante un rato. ¡Y no me equivocaba, porque más tarde cubrí aquel
cuadrado que rezumaba humedad con una manta y debajo de ella apareció
escarcha!
- Es muy peculiar... He sabido que esa parte de la pared se conserva siempre fría
y húmeda. Se creyó que era cosa de magia, 10 cual le dio a la casa muy mala
fama, siendo ésta la causa de que esté siempre vacía. Parece que esa leyenda
tiene unos sesenta años de antigüedad y los pequeños aparatos refrigeradores no
se conocían entonces... ¿Será esa frialdad otra imposibilidad de este asunto?
Coghlan repuso:
- ¿'>odia ser la refrigeración una de las artes perdidas de los antiguos? - preguntó,
con una débil sonrisa -. Y, si es así, ¿qué tiene eso que ver con usted, con el
señor Mannard y con ese... Apolonio?
- No hay artes perdidas - replicó Coghlan-. En los tiempos pasados, la gente hacía
cosas que ellos consideraban como de magia y a veces obtenían resultados
maravillosos. Razonando de esta manera, emplearon la digital para el corazón.
Luego, vieron que daba buenos resultados, y continuaron empleándola.
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Considerándolo, también, como cosa de magia, martillaron el cobre, golpeándolo
fuertemente hasta conseguir endurecerlo, creyendo que lo habían templado. Hay
objetos galvanizados que han sobrevivido más de mil años. Los griegos
construyeron una turbina de vapor en la era clásica. Y es más que probable que
hicieron también la linterna mágica. Pero no puede haber ciencia sin idea
científica. Obtenían resultados positivos por casualidad, por azar, pero no sabían
ni lo que estaban haciendo ni lo que hablan hecho. No Podían pensar
técnicamente... y así no hay artes perdidas, sino redefiniciones. Nosotros
podemos hacer todo lo que hacían los antiguos.
- Entonces, ¿puede usted hacer que un lugar se conserve frío durante sesenta
años... después de haber permanecido solitario más de setecientos?
- Eso es ilusionismo puro - respondió Coghlan -. ¡O~ al menos, así debe ser!
Pregúntele a Apolonio, verá cómo él le explica cómo se hace. Está dentro de su
especialidad.
- Me gustaría mucho que examinase usted de nuevo ese sitio frío de la pared de la
casa del número 80 de la calle Hosain - dijo Ghalil, con acento triste y preocupado
-. ¡Si es una ilusión, es singularmente impenetrable!
-- Una casa de campo para los niños... explicó Coghlan con reserva -. Ya sabe
usted que Mannard es millonario. Está dando su dinero a manos llenas al colegio
Americano y le han sugerido que construya en el campo, a orillas del mar de
Mármara, una residencia infantil para niños pobres. Se propone hacer algo
semejante a lo existente en los Estados Unidos y quiere ir a buscar un sitio
apropiado. Sí dará el dinero necesario y la residencia será administrada por
personal turco, y él correrá, asimismo, con los gastos de entretenimiento. Si, como
esperamos, la cosa tiene éxito, el Gobierno turco o las sociedades de caridad
prívadas pueden encargarse de la residencia y construir otras semejantes en
diversos puntos del país.
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- Pero... vaya y examine ese aparato refrigerador de la antigüedad, ¡por favor!
Después de todo, es mencionado indudablemente en un memorándum escrito con
su propia letra ¡hace la friolera de setecientos años! Pero..., señor Coghlan, ¡tenga
muchísimo cuidado!
- ¿Con qué?
- Una de ellas es, por supuesto, el asesinato del señor Mannard. Pero ¿cuál es la
otra?
- Descuide usted que procuraré que no me ocurra nada semejante... ¡No lo creo
probable!
-Bien..., pero, por favor, vaya cuanto antes a Hosain, número 80, en cuanto usted
pueda... Estoy haciendo examinar microscópicamente todo el piso... y estoy
procediendo a su limpieza. Además, he establecido una vigilancia permanente
para evitar toda preparación de un truco de ilusionismo.
Una hora más tarde, Coghlan se reunía con los Mannard, que le esperaban para
realizar la excursión, con objeto de inspeccionar el lugar que habían propuesto
para construir una residencia infantil a la orilla del mar. Un pequeño yate,
impresionante por la pureza de sus líneas y por el derroche de lujo de todos y
cada uno de sus detalles, esperaba fondeado, amarrado al muelle, en el puerto del
Cuerno de Oro. Había en el puerto una gran confusión de lenguas, de razas, que
producían una verdadera algarabía. Y fondeadas en las tranquilas aguas de la
rada o atracadas al muelle, toda clase de embarcaciones, desde los buques de
carga italianos hasta los lujosos buques de recreo, pasando por las sucias
barcazas remolcables, los faluchos con vela latina, las bateas y los pequeños
botes de remos de dos o tres pasajeros... Todos los tipos de embarcaciones
concebibles, desde las más pequeñas hasta las de mayor tonelaje, se movían en
aquel puerto o estaban fondeadas o atracadas en él. El yate había sido prestado,
en un gesto magnifico, por su propietario, en correspondencia al magnánimo
donativo de Mannard para los niños pobres turcos.
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Laurie pareció aliviar cuando Coghlan apareció en el muelle, y agitó la mano sobre
su cabeza en señal de cariñosa bienvenida cuando aquél subió a bordo.
- ¡Hay noticias, Tommy! ¡Tu amigo Duval me telefoneó esta mañana muy
temprano!
- ¿Y qué te dijo?
-¿Han visto? - dijo al llegar a la cubierta del yate -. ¡No puedo resistir la tentación
de gastar estas bromas! Sí había puesto su gorra implorante ante sí, y yo miré
hacia su interior fingiendo sorpresa... Cuando él miró, había en ella ¡un puñado de
joyas! Eran todas baratijas y piedras falsas... pero agregué una moneda de plata
para que, cuando descubriese que todo aquello no valía nada, le sirviese de
consuelo.
29
americanos habrían sido suficientes para manejarlo sobradamente. Los marineros
parecían afanarse a más y mejor para preparar el barco para salir a la mar.
Los invitados no eran muchos. Había un profesor del colegio, un político local, el
propietario del terreno propuesto, un abogado; el propietario del yate resplandecía
de gozo visiblemente cuando llegaron a bordo, en el último minuto, las cestas
repletas de exquisitos manjares...
Coghlan y Laurie se sentaron en la misma popa del yate cuando al fin largó
amarras y salió del Cuerno de Oro. No podían estar muy a solas a causa de la
superabundancia de hombres en la dotación. Coghlan estaba más a gusto así y no
trató de aumentar su aislamiento. Observó el panorama de la ciudad que había
sido centro de la civilización durante más de mil años... y ahora no era más que
una conejera de estrechas callejuelas y dudosas ocupaciones. Laurie, a su lado,
contemplaba los típicos minaretes y cúpulas que se recortaban en el cielo como
soldados de un ejército mitológico con sus lanzas enhiestas apuntando hacia el
cenit, y el enorme y blanquisimo palacio que había sido serrallo, y la inmensa mole
de Santa Sofía, y toda la belleza de este lugar, notoria desde hacía casi dos mil
años. El sol brillaba intensamente, y su luz rutilante añadía belleza a la natural del
maravilloso paisaje urbano de Istambul al reflejarse sus rayos en las tranquilas
aguas. Todo aquello parecía extender un encanto, una fascinación especial, sobre
lo existente, haciéndolo irreal, transformándolo en un ensueño, hechizándolo de tal
manera que era imposible huir de su magia. Pero Laurie se abstrajo para mirar a
Coghlan.
- Tommy - dijo -, ¿quieres decirme qué decía aquel misterioso mensaje del que no
nos quisiste hablar anoche? Dijiste que se refería a mi...
- No era nada importante - contestó Coghlan -. ¿Vamos a la caseta del piloto para
ver cómo gobiernan el barco?
- ¿No se te ha ocurrido nunca pensar, Tommy, que hace muchos años que te
conozco, que te he estudiado muy a fondo y... que puedo leer perfectamente tus
más recónditos pensamientos?
- Cuando tenía diez años - agregó Laurie -, me dijiste muy generosamente que,
cuando fueras mayor, te casarías conmigo. ¡Pero insistías siempre con gran
interés en que debía guardar el secreto más absoluto sin decírselo a nadie!
30
- Tienes que recordar también que, cuando ibas a recibir el grado en la
universidad, quisiste que yo asistiese a la ceremonia, para lo cual mi padre tuvo
que salir de Bogotá dos meses antes para que yo tuviese tiempo de recibir tu
invitación. Y fuiste el primer hombre que yo besé... - añadió mimosamente -, y
hasta... ¡bueno!... hasta hace poco, me escribías cartas muy... cariñosas. Toda la
vida puede decirse que hemos estado unidos, ¡Tommy! ¡Nuestras vidas han sido
como una sola!
- ¿Un cigarrillo?
-Es inútil hablar de eso... -repuso el hombre con tristeza -. Vamos a reunirnos con
los demás, es mejor...
- ¡Tú sabes muy bien, demonio, que estoy enamorado de ti! ¡Pero eso es todo! No
puedo evitarlo, y más vale que no hablemos más del asunto. ¡No hay nadie que
esté tan loco por otra persona como yo por ti, pero no por eso voy a consentir que
me zarandees a tu gusto! ¿Comprendes?
31
Luego sonrió. El gruño algo ente dientes y se marchó de allí con cajas
destempladas. Al volver la espalda, la sonrisa de la muchacha se heló en sus
labios. Y cuando, unos instantes más tarde, se volvió para mirarla, Laurie
contemplaba tristemente el agua del mar con su espalda vuelta hacia el resto de
los tripulantes del yate. Tenia las manos cruzadas en un gesto de terrible
desesperación.
Verdaderamente, aquél no era un día alegre para él. Por todos los medios, trataría
de no volver a Laurie. Le habla costado mucho tomar la decisión que había
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tomado, pero la mantendría a pesar suyo. Era inútil volver a hablarle del asunto. Si
lo hiciera, sería un miserable. Trató de apartar de ella sus pensamientos,
fijándolos en el asunto del numero 80 de la calle Hosain y tratando de imaginarse
algún artefacto especial por medio del cual fuesen capaces los antiguos de
producir frío. En Babilonia, se sabía que dejando durante una noche a la
intemperie una cubeta plana, de muy poco fondo, colocada sobre una manta, se
conseguía obtener, a la mañana siguiente, una ligera capa de hielo en una noche
con el viento en calma y sin nubes. El calor irradiado por la cubeta se iba a la
atmósfera, impidiendo la manta que, por conducción, pasase al suelo... Pero
Istambul no tenia jamás un cielo despejado, sin nubes. Que era condición
indispensable para conseguirlo. Aunque los antiguos no habrían sabido explicar el
porqué. Desechó la idea.
El yate se iba aproximando cada vez más a la costa a medida que penetraba en el
mar de Mármara, después de haber salido del Bósforo. Poco después, puso proa
a un desvencijado muelle de madera que servía de desembarcadero, mientras un
número incontable de marineros se aprestaba a realizar la faena de atraque.
Mannard saltó a tierra, seguido de un grupo de hombres, para inspeccionar el sitio
propuesto para edificar la residencia para niños pobres. Otros marineros se
dedicaban a preparar mesas y sillas plegables para servir una espléndida comida
al aire libre. Coghlan fumaba, paseando nerviosamente por la cubierta del yate
con gesto hosco.
Laurie saltó también a tierra y se sentó, tranquila, sintiéndose tan ridícula como un
niño enfurruñado. Luego, desembarcó también Coghlan y se puso a pasear
nerviosamente por el muelle, de un lado para otro, sin rumbo fijo, mientras los
marineros disponían la comida. Cuando la partida de exploradores regresó al
muelle, Coghlan accedió a sentarse al lado de Laurie... La muchacha parecía
haber olvidado por completo su reciente discusión y charlaba alegremente.
Coghlan parecia, por el contrario, abatido por una profunda tristeza.
El asunto del terreno propuesto para edificar la residencia para niños pobres fue
discutido, por lo menos en tres idiomas, en toda su amplitud. Entretanto, la comida
progresaba, con los marineros haciendo de camareros trayendo sabrosas viandas
de la cocina del yate. El propietario del terreno se levantó y pronunció un florido y
sudoroso discurso en el que aseguró que se desharía de aquella parcela a un
precio irrisorio, si era preciso, en beneficio de aquellos niños desamparados. El
profesor del colegio Americano habló calurosamente de Mannard, al que dirigió
una o dos indirectas referentes a' aprovechamiento de ciertos fondos del colegio.
Coghlan comprendió claramente que todos y cada uno de los allí presentes sólo
trataban de sacarle dinero a Mannard de una u otra forma, y volvió a prometerse a
51 mismo no tomar parte en aquella indignante rebatiña, reiterándose su propia
resolución de no intentar de ningún modo casarse con Laurie.
Los marineros trajeron café. Coghlan bebió el suyo mientras continuaban los
discursos. Mannard hablaba absorto con el abogado y con el propietario del
33
terreno. La residencia infantil parecía estar ya definitivamente asegurada, lo cual
fue, para Coghlan, como un rayo de luz en un día triste y aciago.
Un marinero volvió con otra taza de café para Mannard. La tocó, como hacía
siempre, para comprobar su temperatura, y luego la elevó hasta sus labios.
Mannard miraba estupefacto a la taza de café que tenía en la mano. Estaba rota.
Habla sido pulverizada por una bala. El café lo había salpicado todo, y Mannard,
absurdamente, tenía todavía el asa de la taza en su mano, en la que, hacía sólo
unos instantes, había pretendido beber su café...
Coghlan vio de pronto ante sus ojos, claramente escrita con su propia letra,
aquella terrorífica y misteriosa frase de la página de pergamino amarilleada por el
tiempo:
IV
Era absurdo. Mannard estaba allí, de pie, furibundo, con el asa de la taza de café
todavía en su mano. Parecía no haberse dado cuenta de que, al ponerse en pie,
presentaba mucho mejor blanco. Hubo un momento de confusión en todos los
presentes, que se quedaron inmóviles, excepto Coghlan. Éste, sin pensarlo
siquiera, se precipitó ciegamente en dirección al sitio en que se encontraba
Mannard, atropellando mesas y sillas y derribando a su paso vajilla, cubiertos y
cristalería, con una espantosa algarabía de vidrios rotos y de porcelana hecha
añicos, y gritando fuera de sí:
- ¡Agáchese!
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poner en pie, estupefacto, sin saber qué había ocurrido. Las verdes colinas que
rodeaban el lugar estaban, asimismo, silenciosas y tranquilas, a no ser por los
ruidos estridentes que emitían algunos insectos. La mar permanecía también
tranquila, inmutable. Y algunos marineros comenzaban a desembarcar
apresuradamente del yate por si su presencia en tierra fuera necesaria.
Laurie era la única que parecía obedecerle. Estaba tremendamente pálida, como
el resto de los presentes, pero pudo decir:
- ¡Tú no, maldita sea! ¡Alguien disparó contra tu padre! ¡Si todos nos agrupamos a
su alrededor y lo cubrimos con nuestros cuerpos, podemos acompañarlo así hasta
el yate y no podrán volver a disparar contra él! ¡Métete tú también dentro del
grupo!...
A los marineros que sólo hablaban turco, les ordenó que le obedecieran por
señas, por gestos violentos más bien, y lo consiguió gracias a su ademán
autoritario. Entre él, Laurie y los marineros se llevaron a la fuerza al farfullante y
colérico Mannard, mientras los otros miembros que constituían la partida les
siguieron, reembarcando en el yate uno tras otro. El abogado fue el primero de
todos en pretender saltar a bordo. Pero, en el camino, se le anticipó el propietario
del terreno. Sólo Apolonio seguía sentado en el mismo sido en que su silla había
sido derribada, con un gesto de estupor en su semblante. El profesor del Colegio
Americano saltó a bordo y desapareció rápidamente. Coghlan volvió a tierra y
recogió a Apolonio. El rollizo griego, a trompicones, atravesó el desvencijado
muelle y subió a bordo.
- ¡Uno que sepa hablar turco - vociferó Coghlan - que tenga la bondad de decirles
a los marineros que me ayuden a buscar por los alrededores a ver si encontramos
al que hizo el disparo! ¡Ha podido tener una oportunidad de escaparse, pero de
todas maneras yo creo que aún podemos encontrarlo!
35
totalmente inútil. Entonces, Laurie llegó corriendo adonde estaban Coghlan y sus
hombres.
-¡Tommy! ¡Es inútil! ¡Se ha ido! ¡Lo que tenemos que hacer es regresar a Istambul
y decírselo a la policía!
El yate, que ya les esperaba preparado, largó amarras y se hizo a la mar con una
prisa inusitada, Mannard estaba sentado en cubierta, todavía iracundo, con los
ojos inyectados en sangre por la cólera, y se dirigió a Coghlan en estos términos:
Coghlan asintió.
Mannard asintió.
36
Laurie apoyó su brazo en el de Coghlan.
- Nada hay tan hermoso como el valor, Tommy, y yo sé apreciar el tuyo; pero otra
cosa muy diferente es la temeridad. Tú estás exponiéndote por nosotros, Tommy.
Has expuesto tu vida cuando penetraste en la jungla al frente de los marineros
para buscar al que había disparado contra mi padre..., y yo no quisiera que te
matasen a ti...
-Pues... ¡secuestrándote, por ejemplo! - repuso Coghlan, fuera de sí-. ¡Por eso, te
lo suplico!.., ten mucho cuidado, ¿oyes? No vayas a ninguna parte si te llaman por
teléfono, por medio de una nota o... como sea.
Se puso a pasear impacientemente, arriba y abajo, por la cubierta del yate hasta
que éste atracó de nuevo.
37
pero, a cuanto fuese posible, se pondrían en contacto con él para ponerle al
corriente del atentado...
- ¡Ghalil está metido de lleno en este asunto y no podemos mover un dedo sin
encontrarnos con él! -dijo, con un ceño amenazador -. Podía estar cumpliendo
ordenes o en cualquier otra parte...
La casa que ocupaba el número 80 de era todavía menos apetecible a la luz del
día de lo que había parecido de noche. La calle era estrecha e increíblemente
tortuosa. ataba pavimentada con guijarros desiguales y desigualmente
desgastados que presentaban un pronunciando desnivel hacia el centro o eje de la
callejuela, con la vana esperanza de que la lluvia arrastrase por el canal así
formado los desperdicios que se arrojaban en ella con insistente perseverancia. A
causa de la tortuosidad de la calle, era imposible ver más de quince metros hacía
delante. Cuando al fin apareció el edificio que buscaban, había ante él un coche
de la policía y un agente uniformado montaba la guardia en la puerta de la casa.
La expresiva limpieza del agente contrastaba fuertemente con la suciedad y
abandono de la casa y sus alrededores..., pero, a pesar de ello, aquel lugar podía
haber pertenecido a uno de los barrios más aristocráticos del Imperio bizantino.
38
- Esperaba que vendría usted después de la excursión marítima - dijo
cordialmente -. Monsieur Duval y yo continuamos intercambiando mutuas
seguridades sobre nuestro lunatismo.
- ¡Pues no le vi a usted!...
- Estaba oculto bajo cubierta - repuso Ghalil -, pero la mayoría de los marineros
eran policías. ¿No se dio usted cuenta de que no eran marinos avezados?
- Pero...
- Esa bala no representaba un peligro para él... - aseguró Ghalil con aplomo. Yo
estaba preocupado por la comida. En Istambul, cuando nos enfrentamos con un
presunto crimen, no pensamos solamente en cuchillos y armas, sino también en
veneno. Tomé todas las precauciones posibles para que Mannard no fuese
envenenado. Obligaba al cocinero del yate a probar todos los alimentos antes de
servirlos, y ese cocinero tenía la facultad de descubrir, con sólo tocar la vianda con
la punta de la lengua, la más ligera traza del más corriente de los venenos. Una
maravillosa facultad, ¿no cree?
-Pero Mannard no fue envenenado, sino que alguien disparó contra él...
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-Soy un excelente tirador -dijo con fingida modestia-. Vigilaba. En el último instante
se descubrió - y me avergüenzo decir que fue por casualidad - que su café estaba
envenenado.
- ¡Así que fue usted el que disparó sobre la taza...! ¿Y quién trató de envenenarle?
- Esto - observó - cayó de su bolsillo cuando usted penetró en la selva para buscar
al presunto asesino del señor Mannard, que realmente estaba a bordo del yate.
Uno de mis hombres lo vio caer y me lo trajo. Contenía veneno...
- Las huellas digitales, en cambio, no parecen coincidir con las suyas - repuso
Ghalil -. Ya sabe usted que estoy completamente familiarizado con ellas. Y esas
no son las de usted. Seguramente, alguien dejó caer ese frasco dentro de su
bolsillo..., es decir, debió pretender dejarlo caer en su interior..., pero cayó fuera.
No, no será usted arrestado.
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- ¡Gracias! - dijo Coghlan con ironía. Con su pie empujó uno de los libros del
montón que había en el suelo al lado de Duval. Eran libros de todos los tamaños y
grosores, y todos ellos modernos. Algunos tenían el aspecto de libros técnicos
alemanes, y uno o dos eran franceses. Pero la mayor parte de ellos estaban
escritos en griego moderno.
- Si de todo ello usted es capaz de hacer alguna conjetura - repuso Coghlan con
gesto adusto -, puede decir que vale más que yo. ¡Para mi no tiene sentido
alguno!
Ghalil miraba a Coghlan con gesto expectante. Coghlan anduvo unos pasos hasta
el sitio húmedo de la pared. Era una mancha de forma cuadrada, alrededor de la
cual no había la menor traza de humedad. Algunas gotas escurrían de la pared
deformando algo la forma rectangular de la mancha. Coghlan tocó la pared sobre
la mancha y en sus inmediaciones. Sólo en aquel sitio estaba fría, alrededor
conservaba la temperatura normal. La modificación de temperatura se producía
exactamente como si hubiera un aparato refrigerador metido en la pared del
tamaño de la mancha. La cual estaba cubierta de moho y podredumbre como
consecuencia de la humedad. Coghlan extrajo de su bolsillo una navaja y hurgó en
la mancha tratando de investigar con todo cuidado la naturaleza del hecho
misterioso.
- ¿Qué conexión racional puede esto tener con ese mensaje de hace setecientos
años? ¿Y qué tiene que ver con ese presunto asesino del señor Mannard? -
preguntó mientras trabajaba.
- Ninguna conexión racional - adrnitió Ghalil -. Pero sí una conexión lógica. En los
trabajos policíacos empleamos siempre la razón, pero no esperamos jamás
encontrarla en los casos que tratamos.
41
- ¡Hielo! - dijo bruscamente -. Debe haber algún artefacto oculto...
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Retiró su pañuelo de la navaja y frotó con una de sus esquinas la pared hasta que
quedó humedecida. Luego, introdujo esta esquina en el agujero de la pared,
dejándolo allí unos instantes, y extrayéndolo de nuevo. Al estirar el pañuelo,
comprobó que en su tela húmeda había una línea de hielo perfectamente recta.
¡Jamás había visto una cosa como ésta! - dijo Coghlan, con un gesto de extrañeza
-. ¡Es algo realmente nuevo!
¡Por lo menos, nosotros, los científicos, no sabemos hacerlo con los medios de
que disponemos.. .! ¡Y puedo decirle que si nosotros no sabemos hacerlo,
tampoco lo sabrían los antiguos! ¡Ese fenómeno sólo podría realizarse por medio
de un campo de fuerzas de naturaleza desconocida, y no hay ningún campo de
fuerzas conocido que absorba energía..! ¡Puede decirse, incluso, que su
existencia es tan imposible como improbable! ¡Científicamente, un absurdo!
¿Cómo va a poder generarse un campo de fuerzas en una superficie plana?
- Pero ¿qué tiene que ver esa pared con la historia del Imperio bizantino, y con las
huellas dactilares, y con el señor Mannard...?
-¿Qué ha ocurrido?
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-Me gustaría ver... -dijo, curioso.
- Si no es nada... - repuso Coghlan. Para él como si hubiese dicho que dos y dos
son cuatro, o que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, o que...
Apretó los dos bordes de la herida firmemente para que hicieran contacto, cerró el
puño sobre el dedo e introdujo la mano en el bolsillo.
- Fuera hay un coche de la policía. Le diré al conductor que le lleve y que le vuelva
a traer.
Volvió a su terna: dos y dos son cuatro, sin excepción. Cinco y cinco son diez.
Seis y seis son doce... No hay nada como unas huellas digitales en las que
aparece una cicatriz que no existe, y luego se hace esa cicatriz...
Transcurrieron más de diez minutos mientras el coche corría por las tortuosas
callejuelas del barrio de Galata, sorteando obstáculos y metiéndose por algunas
que servían solamente para el tránsito de borriquillos. Al conductor sólo le
preocupaba la dirección de su coche. Coghlan iba abstraído, pensativo. Dos y
dos...
Volvió a guardar su mano herida en el bolsillo y, sin darse cuenta, dijo en voz alta:
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Evidentemente, el conductor aquel tenía órdenes de esperar. Cuando Coghlan
salió del coche, sonrió cortésmente, metió el freno de mano y paró el motor.
Coghlan, en silencio, penetró en el patio que caía bajo sus ventanas. Sentía un
ansia peculiar que él no sabría definir.
- Me alegro de que haya sido así. Pero he venido sólo a un recado: estaré apenas
unos minutos...
El griego le siguió. Su aspecto era ya casi normal, hasta el punto de que su rostro
se había iluminado con una ancha sonrisa, como si una mano invisible,
accionando un conmutador, hubiese modificado su talante. Pero cuando Coghlan
le abrió la puerta de su departamento, su aspecto se había modificado de nuevo,
desapareciendo la sonrisa de su rostro, como si la misma mano invisible,
accionando el mismo conmutador, la hubiese borrado de nuevo. Coghlan tuvo
entonces la evidencia de que aquel hombre era peligroso.
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Apolonio le miraba fijamente, con una fuerza expresiva no habitual en él.
Coghlan asintió.
- Soy un ilusionista profesional - dijo Apolonio, con una extraña inflexión en su voz-
. Mi profesión - siguió - consiste en engañar a las gentes... sólo con el fin de
divertirlas. Mi fama es considerable.
Echó una ojeada por el cuarto, como buscando una indicación de algo que él sólo
pudiera ver. Luego, extendió el brazo y señaló con su índice una mesita que se
hallaba al otro lado de la habitación, cerca de las ventanas abiertas. Al retraerse la
manga por la postura forzada del brazo, apareció, reluciente, el ostentoso reloj de
pulsera en su muñeca carnosa. Pronunció una serie de frases cabalísticas en voz
grave y sonora...
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- Anoche nos explicó usted el principio de la magia: usted había hecho algo
previamente, que nosotros ignorábamos, y luego obtuvo el resultado apetecido,
fruto de mera preparación inadvertida. Supongo que ahora habrá hecho otro tanto,
¿no es eso? Cuando llegué a casa, le encontré a usted bajando las escaleras algo
decepcionado...
- ¡Oh! - exclamó Coghlan -, ¿cree usted que estoy conspirando con Duval y el
teniente Ghalil para sacarle a Mannard algún dinero?
- ¡De manera que usted lo sabe todo! ¿Y qué es lo que sabe, Apolonio? Si me
explica usted cómo se produce esa refrigeración en una zona de la pared del
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cuarto posterior, yo le explicaré a usted todo lo demás..., ¿qué le parece? Ya sabe
usted a qué me refiero: a ese asunto de la refrigeración de la mancha cuadrada de
la pared del piso del número 80 de la calle Hosain... ¡Ande, explíquemelo! ¡Le diré
todo lo que se.
- ¡No crea usted que me dejo atrapar tan fácilmente! - Coghlan esperaba
pacientemente -. ¡Se trata de una pregunta estúpida!
- ¡Pues trate de contestarla! ¿No puede o... no sabe? ¡Mi querido Apolonio! ¡Nl
siquiera sabe de qué estoy hablando! ¡Es usted un embaucador, un falsario...,
tratando de sacar partido de una fanfarronada! ¡Pongamos las cartas sobre la
mesa!
- ¡He tomado mis precauciones! ¡Si algo me ocurriese... tendría usted que
lamentarlo! ¡Aténgase a las consecuencias!
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- ¡No sé qué le ocurre a nuestro buen amigo Apolonio, Tornmy...! No parece él
mismo. ¿Qué le has hecho?
- Voy a acompañar a Laurie a casa. Creo que tenías razón: ella puede ser el
objetivo principal en este asunto. Por eso, me parece que lo más prudente es
llevármela a casa y tenerla allí, a buen recaudo, hasta que todo esto se solucione
de una manera o de otra. ¿Qué tal si te vinieses con nosotros?... Puedes escoger
algunos equipos de investigación para el laboratorio de Física del colegio. Creo
que son muy necesarios y yo los pagaré de muy buen grado...
- Si quiere usted hacer un donativo al laboratorio, yo le daré una lista del material
necesario... - repuso Coghlan -. Pero en el número 80 de la calle Hosain hay un «
artilugio» misterioso y yo me he propuesto descubrirlo. Produce una finísima capa
de hielo en el aire. Yo creo que ese «artilugio» es un campo de fuerzas de
cualquier especie, ¡pero es una superficie plana! Me he propuesto averiguar qué
es lo que produce ese fenómeno y cómo lo realiza. ¡Es algo nuevo en Física!
Coghlan abrió la boca como si fuese a hablar, pero volvió a cerrarla sin decir
palabra alguna. No sería prudente decirle a Mannard quién había disparado contra
la taza de café que tenía en la mano. Si se enteraba de ello antes de conocer la
historia completa, seguramente su indignación llegaría al limite. Y además, era
Ghalil el que debería ponerle al tanto de aquel asunto. Por eso, después de
meditarlo prudentemente, dijo:
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- Tengo que volver a la calle de Hosain. Si usted quiere, puede venirse en el coche
conmigo y hablar con Ohalil directamente:
- Dicen que ese libro fue escrito en el siglo XIII... y tus huellas dactilares están en
él... Y ese «artilugio » de que me hablas... ¿podría llevarte de nuevo al siglo XIII,
Tommy?
-¡Yo no quiero que te vayas al siglo 'XIII! dijo Laurie con su rostro cada vez más
pálido. Luego, añadió -: Creo que es ridículo... ¡porque es una cosa tan imposible
que puede considerarse irrealizable! ¡Pero no quiero que vuelvas allí! No quiero
pensar en ti como... si hubieras muerto hace varios siglos y estuvieras enterrado
en alguna vieja cnpta..., como... si fueras un esqueleto...
- Quisiera que las cosas hubieran sucedido de otro modo... - repuso él, desolado.
En aquel momento, el padre de Laurie volvía del otro coche y todos subieron al de
la policía, que arrancó inmediatamente, emprendiendo la marcha hacia el número
80 de la calle Hosaln.
50
Al llegar al segundo piso de la casa el piso de la mancha misteriosa-, Ghalil se
hallaba hurgando concienzudamente en el yeso de las otras paredes. No habla
tocado para nada a la primera pared, que seguía como Coghlan la había dejado.
Pero, en las otras, había asimismo algunos sitios de los que Ghalil había
desprendido también pequeñas partículas de enlucido, y en cada uno de los
huecos, formados por el desprendimiento del yeso, se velan coloridos diferentes.
La cosa parecía irse aclarando para Ghalil, a cuyo juicio la pared original debía de
haber estado profusamente decorada con colores al encausto o, más
probablemente todavía, con colores a la cera depositados sobre la pared y
fundidos sobre el yeso. Ghalil había descubierto ya un gran trozo de lo que
debería de haber sido un mural de gran valor artístico y parecían ser su tema
principal las ninfas y los sátiros. Duval examinaba agitadamente cada nueva
porción de la escena que se ponía al descubierto. Pero Ghalil interrumpió su
trabajo cuando Coghlan y sus acompañantes llegaron al cuarto.
- ¡He estado tratando de encontrarle a usted para decirle que han intentado
asesinarme esta mañana! En la comisaría me dijeron que también habían estado
tratando de encontrarle a usted. Por lo visto, todos mis asuntos están en sus
manos...
- Sus asuntos han estado en mi mente hasta ahora..., ¿no le explicó el señor
Coghlan las medidas que tomé con respecto a usted?
- ¿Qué? ¿Que fue usted el que disparó contra la taza que tenía en la mano?
51
mancha húmeda de la pared. Ni sobre ella. Ni debajo o a los lados. Tampoco
había hilo conductor alguno que llegase hasta aquel lugar que había permanecido
frío « desde siempre ». No había, pues, metal alguno en toda la pared. Coghlan
comenzó a sudar: no podía haber ningún aparato de refrigeración - por lo menos,
de los conocidos hasta la fecha - sin parte alguna metálica...
- ¿Y cómo podrá producirse una temperatura tan baja sin aparato alguno y
mantenerse así durante siete siglos, Tommy?
- Esto no tiene sentido - dijo, todavía absorto -, pero si hay un campo de fuerzas...
Volvió de nuevo a la pared y al agujero que había hecho en ella, y colocó en sus
inmediaciones el potente imán. Entonces, pareció como si el agujero se nublase,
adquiriendo un brillo argentino que le daba un aspecto metálico al aproxlmarse a
él el imán. Coghlan lo retiró de nuevo. El aspecto metálico del orificio se
desvaneció. Volvió a aproximarlo y volvió la apariencia argentina...
52
volumen con los medallones de marfil, artísticamente grabados, en su cubierta... y
las huellas dactilares de Coghlan, de setecientos años de antigüedad, en la
primera página.
- ¡Tommy! - dijo Mannard en tono desabrido -; ¡no puedo creer esto!... ¡Pon una de
tus huellas al lado de éstas, rnaldita sea!
Cogió la mano de Coghlan, apenas sin que éste se diese cuenta. Hizo una pausa,
y luego, deliberadamente, le quitó la venda del dedo pulgar que se había herido.
Oprimió el dedo del instructor del Colegio Americano contra el hollín de la
herramienta. Mannard, curioso e inquieto, preparó el libro. Ghalil apretó contra él
el dedo ennegrecido. Coghlan, al parecer, seguía inconsciente todo aquel manejo.
Ghalil llevó el libro hasta la ventana. Lo miró. Mannard miraba también, junto a él,
por encima del hombro. En silencio Ghalil colocó sobre las huellas su lupa de
bolsillo. Mannard miraba exhaustivamente...
Coghlan repuso:
53
- Esa apariencia argentina - explicó Coghlan, desconsolado - aparecerá bajo el
yeso siempre que esté frío. Dudo de que este imán solo pueda platear todo el
espacio de una vez, a pesar de ser veinte veces más fuerte que un imán corriente
de acero... Evidentemente, es necesario un campo magnético potentisimo para
materializar este fenómeno.
- Entonces - dijo Ghalll suavemente -, ¿qué es lo que ocurre? ¿Se trata de lo que
podríamos llaman.. un « artilugio »?
- No - dijo descorazonadamente
VI
54
Después de un prolongado silencio, habló Mannard, dirigiéndose a Coghlan, para
decirle, todavía escéptico:
- Estabas diciendo que esa pared tiene una especie de «duende» que mantiene
vivo ese «artilugio» desde hace siete siglos...
Duval intervino:
55
cuchilleros que emplean actualmente ese procedimiento, sumergen la hoja de
acero calentada al blanco candente en agua salada, conteniendo raspaduras de
cuero en maceración. Técnicamente, puede decirse que este método es
exactamente el mismo que el de introducir la espada al blanco candente en el
cuerpo de un esclavo... y siempre resulta más económico. Pero a los antiguos no
se les ocurrió eso de utilizar las raspaduras de cuero en maceración en agua
salada: les daba sorprendentes resultados el método ya anticuado del temple
mágico, por cuyo nombre ellos lo conocían.
Se retiró un poco hacia atrás y sacudió algunas briznas de yeso que habían
quedado adheridas a sus dedos.
- Esto es todo lo que podemos hacer sin utilizar otros aparatos. Ahora...
- Es cierto que todos los alquimistas de la Edad Media, según dejaron escrito ellos
mismos, trabajaron denodadamente para obtener esos espejos mágicos de que
usted habla.
56
haber penetrado en su interior cuando Ghalil tomó su huella digital para
mostrársela a Mannard. En el último análisis, se había cortado el dedo
investigando aquella pared para tratar de descubrir el «duende de un artilugio»,
porque ahora tenía que escribir un memorándum para entregarlo ayer, el cual
memorándum sería la causa del descubrimiento del duende de un...
- Efectivamente - repuso Ghalil -, y por eso debemos ser muy precavidos y actuar
con mucha cautela. Mis antepasados mahometanos tenían un adagio que decía
que «cada hombre lleva escrito su sino en su frente». Espero, señor Mannard, que
su sino no esté escrito en esa página de pergamino que le enseñé hace un
momento...
- Pero ¿qué significa todo este lío? - preguntó el interpelado -. ¿Qué hay detrás de
todo eso? ¿Quién se esconde detrás de ello?
Él, Laurie y Coghlan se sentaron en la parte posterior del coche, mientras que el
teniente Ghalil se sentó en el asiento delantero, al lado del conductor. El motor
rugió al ponerse en marcha.
- Su mensaje, cuando usted lo escribió, señor Coghlan - dijo Ghalil, hablando por
encima del hombro, al ponerse el coche en movimiento por la tortuosa callejuela -,
es voluntariamente enigmático. Es como si, usted supiera que un mensaje claro
iba a evitar lo que usted deseaba que ocurriese. Parece, efectivamente, que
escribió dicho mensaje para que ocurriese exactamente lo que ya ha ocurrido y
continuará ocurriendo hasta el momento de escribirlo...
57
A continuación le dirigió al conductor una explosiva palabra turca; el conductor se
precipitó a los frenos y el coche se detuvo bruscamente, produciendo un
prolongado chirrido.
Salió del coche. Miró algo que alumbraban los focos del coche. Lo tocó
precavidamente. Fue a la parte posterior del coche y desde allí dio un estridente
silbido. De la casa que acababan de abandonar, llegaron algunos hombres
corriendo. Ghalil les habló hoscamente en turco. Entonces, se inclinaron sobre el
objeto que Ghalil les señalaba y lo iluminaron con sus lámparas de mano, pero
esto parecía insuficiente también y comenzaron a encender cerillas. Ghalil y un
policía recogieron aquel objeto que yacía sobre los desiguales adoquines de la
callejuela, llevándolo con exquisito cuitado hasta el extremo lateral de la calzada,
apoyándolo en la pared. Entonces, Ghalil se arrodilló y volvió a examinar el objeto,
iluminado por las luces de las lámparas de mano y de unas cuantas cerillas.
Luego, se sacudió las manos y volvió al coche. Habló en turco con el conductor y
el coche se movió de nuevo, más lentamente. Al llegar a la curva, parecía
arrastrarse.
Éste llegó a una calle algo más ancha y entonces comenzó a marchar más de
prisa. Ghalil continuó:
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- Ya les he dicho que estoy tomando todas las precauciones razonables -
respondió Ghalil, cansadamente -. Entre ellas, una le concierne a usted muy
directamente: voy a rogarle que permanezca esta noche en el hotel Petra, con mis
hombres custodiándole a usted, así como al señor y a la señorita Mannard...
- ¡Si hay algún riesgo para ella, desde luego me quedo! - gruñó Coghlan.
El coche entró en una calle más ancha todavía, con más tránsito rodado y más
transeúntes. Además, en esta zona de la ciudad todas las luces eran eléctricas.
Habla cines y teatros, muchos coches y gente vestida a la europea, en lugar de
aquellos disfraces, mezcla de Oriente y Occidente, que suelen verse en los barrios
más pobres. El hotel Petra aparecía profusa e impresionantemente iluminado.
- Está en la casa de la calle Hosain - dijo Ghalil con acento despreocupado ¡Pobre
hombre! Está apegado a la lógica y al amor por el pasado que le empujan hasta el
crimen pasional... Pero he dejado a mis hombres vigilándole.
- Es uno de mis hombres... - explicó éste -. Lo tengo todo vigilado. Hay otros
repartidos por el resto del hotel.
- Voy a pedir que traigan algo de comer - le dijo a Ghalil -. Son casi las diez y
todos nos olvidamos de cenar. ¡Pero es que vamos a enloquecer todos! Quisiera
saber si es verdad que alguien ha dejado una bomba en la calle... y si los «
artilugios» pueden tener «duendes»...
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Se hallaba en un estado mental que no le permitía coordinar sus pensamientos.
Los cuales, por otra parte, eran demasiado inexplicables, demasiado
incomprensibles, aun para una persona en sus cabales. Desde la imposibilidad de
aquel cuento de que Coghlan había escrito su mensaje en aquel endemoniado
libro - que Mannard acababa de ver hacía apenas unos minutos hasta aquel
absurdo disparo que pulverizó su taza de café para evitar que bebiera una poción
increíblemente envenenada y aquel fenómeno - también increíble - de la
refrigeración de una parte de la pared, con su aspecto argentino, totalmente
inexplicable...
Mannard era ingeniero. Era astuto y testarudo. Estaba preparado para enfrentarse
con cualesquiera fenómenos por complicados que fuesen. Pero no era capaz de
concebir tantos hechos simultáneos, al parecer perfectamente hilvanados entre sí,
y, sin embargo, tan disparatadamente contradictorios que se oponían unos a otros
en esencia y en teoría hasta parecer poco menos que inexistentes. Mannard
estaba a la vez irritado, perplejo y hasta un poco espantado de todo aquel mare
mágnum.
- ¡Cuando pienso en todo esto que está ocurriendo, apenas si puedo creer en lo
que me dicen ni siquiera en lo que yo mismo veo! - dijo, con un acento de
desesperación -. ¡Ocurren hechos en los que no tengo más remedio que creer,
porque su existencia es innegable, pero luego se esfuman y de ellos no queda ni
la huella más sutil...!
-Sí; eso es todo. ¿Qué? Sí; está en..., ¿quién la llama? ¿Quién? ¡Ah! Dígale que
suba...
Regresó al departamento.
Sonó el zumbador de la puerta del departamento. Coghlan fue a ver quién era.
Apolonio el Grande se quedó perplejo al ver ante él al instructor del colegio
Americano, pero dijo con gran dignidad:
60
- Tenía una nota para la señorita Mannard. Me rogó que la protegiese en este
desagradable asunto...
Se oyó un ruido extraño que parecía tener su origen en los dientes de Apolonio el
Grande. Éste se apoyó contra la puerta y dijo:
Extrajo solamente un sobre. Un sobre del hotel Petra. Y de él, con mano
temblorosa extrajo Apolonio una hoja de papel y se la entregó al señor Mannard.
Éste la leyó, enrojeciendo de ira, y, sin pronunciar palabra, se la entregó a Ghalil.
61
- ¡Pero si esta carta está fechada mañana!
Y se volvió hacia aquella figura temblorosa, inquieta, nerviosa del pequeño mago
que se llamaba a si mismo Apolonio el Grande.
«Mi querido señor Apolonio: Usted es la única persona que conozco en Istambul a
quien pueda rogarle que me ayude en las trágicas circunstancias de la muerte de
mi padre. ¿Quiere usted ayudarme, por favor?
Laurie Mannard.»
- ¿13e dónde sacó eso, Apolonio? ¡Es una patraña, por supuesto, porque yo no
estoy muerto todavía!
-Está fechada mañana -volvió a señalar Ghalil -. Lo cual puede ser también un
error de fechas o... una confusión. Pero no lo creo. Ciertamente, señor Mannard,
esto parece indicar que usted va a morir esta misma noche, o.. mañana por la
mañana. Pero, por otra parte, el señor Coghlan no escribió con certidumbre la
fecha de su muerte en ese famoso libro... De manera que aún nos queda la
esperanza...
62
- Ni yo tampoco tengo intención de prever semejante suceso - agregó el teniente
Ghalil -. Pero no hay más remedio que tomar las precauciones oportunas en este
caso...
Apolonio se estremeció.
-- Creo... creo que debo hablarles... hizo una pausa para humedecerse los labios -
de mi entrevista de hoy con... el señor Coghlan... en su domicilio. Yo... yo... le
acusé de mixtificación. Si... admitió que había una conspiración. Y... me ofreció
admitirme para tomar parte... en ella. ¡Por eso quiero acusar ahora al señor
Coghlan... de intentar asesinar al señor Mannard!
VII
Se oyó el frenético chirrido que producía una llave maestra al pretender abrir la
cerradura de la puerta del departamento. Al fin, se abrió la puerta, y los haces
luminosos de varias lámparas de mano se entrecruzaron en el hueco de la
entrada. Varios hombres se precipitaron en el interior de la estancia, mientras sus
luces se concentraban sobre los cuernos caídos en el suelo. Mannard, en pie,
protegía a Laurie, dispuesto a luchar contra todo y contra todos.
Los hombres portadores de lámparas de mano pasaron ante ellos sin detenerse y
se precipitaron sobre los cuerpos que luchaban todavía en el suelo.
63
Cuando las luces se encendieron de nuevo, tan inopinada e inexplicablemente
como se habían apagado, se vio que los hombres tenían agarrado a Apolonio el
Grande, que luchaba por desasirse.
-¿Suyo?
- Si..., lo uso como abrecartas y suelo tenerlo sobre la mesa de despacho. ¿Cómo
habrá llegado hasta aquí?
- Cuando monsieur Duval me trajo aquel libro fantástico, comencé a efectuar las
investigaciones policíacas normales en estos casos sobre todos aquellos que
pudieran estar complicados en el asunto: usted..., señor Mannard, y el señor
Coghlan. Sin olvidar tampoco a monsieur Duval... ni a Apolonio el Grande. La
última información acerca de este último todavía la recibí hoy. Parece ser que en
Roma en Madrid y en París ha sido amigo íntimo de tres hombres muy ricos, uno
de los cuales falleció en accidente de automóvil; otro, al parecer, de un ataque
cardíaco, y el tercero, se dice que se suicidó... No es una coincidencia, me
imagino, que cada uno de ellos haya dado a Apolonio un cheque para sus
supuestos compatriotas sólo unos días antes de su muerte. Creo que ésa es la
respuesta señor Mannard...
64
- protestó Mannard, sorprendido -. ti ha dicho que obtuvo una cierta cantidad de
dinero, es cierto, pero... - repentinamente, enmudeció -. ¡Maldición!... ¡Habrá
depositado un cheque falso en la Cámara de Compensación mientras yo estoy
vivo... y tendré que morir antes de que sea descubierta la superchería! Estando
muerto, no podría ser rechazado... ni yo interrogado...
- Suponga - intervino Mannard - que usted le explica lo del libro misterioso que
usted y Duval están tratando de poner en claro...
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- No puedo explicárselo - repuso Ghalil, suavemente - porque ni yo mismo lo
entiendo. Pero creo que el señor Coghlan procede admirablemente...
Mannard gruñó:
- ¿Pero qué demonio es todo eso de las huellas digitales de Tommy en ese
maldito libro y ese misterio de la pared? ¿Forma todo ello parte del mismo asunto?
- ¿Quiere usted decir - intervino Mannard, haciendo caso omiso de su hija -que
ese libro y todo lo demás no es una patraña? ¿Quiere usted hacerme creer que
hay, efectivamente, un « artilugio» con... un « duende »? ¿Cree usted en
fantasmas, señor Ghalil? ¿Pretende usted insinuar que Coghlan puso sus huellas
digitales debajo de un memorándum en el que se afirma que voy a ser asesinado?
¿Y que el mismo Tommy fue el que escribió eso?
- ¡Es demasiado extraño! ¡Casi como un milagro! ¿Confusión de fechas, con siglos
de diferencia, para salvarme la vida? ¡Disparate! Las leyes de la Naturaleza no
pueden ser violadas...
66
Coghlan repuso, pensativamente:
- Estoy pensando que ese campo de fuerzas no es una superficie plana sino que
tiene forma de tubo... Un tubo por el que puede expelerse una burbuja... ¿No se le
ocurre a usted pensar en lo que hace un campo magnético con la luz
polarizada...?
Coghlan asintió. Estaba seguro. Había visto claro al fin. Se había figurado algo de
lo que ocurría. Ahora podía hacer lo que los originales constructores del « artilugio
»no podían. Y no era algo sin precedentes, por supuesto. Un fabricante de gafas
en Holanda tuvo la ocurrencia de poner dos lentes juntas y consiguió construir el
primer telescopio, el cual ampliaba considerablemente los objetos lejanos, pero
éstos se veían al revés... Y a una distancia de medio continente, en Italia, un tal
Galileo Galilei oyó el rumor de aquel hecho portentoso, pero imperfecto, se pasó
toda la noche pensando... y a la mañana siguiente construyó un telescopio mucho
más perfecto que el del holandés, tanto que todos los gemelos de campo se
construyen hoy día según los diseños del descubridor italiano.
Miró a su hija. Su cara estaba pálida, pero sus ojos brillaban. Sonrió a la mirada de
su padre. Y él le devolvió la sonrisa.
- Tommy.. si puedes hacer eso... ¡oh!, ¿no te das cuenta? 1Ven conmigo al otro
cuarto; necesito hablarte .!
67
- ¡Eso es magnifico...! ¡Refrigeración que produce energía! ¡Potencia de los
trópicos! ¡Factorías que toman su energía del calor de la corriente del golfo...!
- Pero - dijo Ghalil, con acento preocupado -, ¿no resulta un contrasentido eso de
que un « artilugio » tenga un « duende »?
Ghalil corrió al teléfono. Entró en la estancia sin darse cuenta apenas del nuevo
aspecto, confiado y dueño de si, que presentaba Coghlan, ni de la radiante
expresión del rostro de Laurie. Habló, en turco. Luego, colgó el auricular.
68
Mannard gruñó:
- ¿Qué es lo que ocurre en esa casa adonde vamos? ¿Qué clase de cambios se
han producido en ella? -Luego añadió, suspicaz -: ¿No habrá algo oculto en todo
ello?...
Coghlan exclamó:
69
- ¡Maldita sea...!
Se inclinó sobre los objetos que estaban en el suelo. Había un estilo de marfil, una
tosca pluma de caña, un tintero - cuya tinta estaba a punto de solidificarse,
convirtiéndose en hielo - y una hoja de pergamino en la que había una escritura
reciente, con la misma letra cursiva que habían sido escritas las palabras « frígido
más allá », «adeptos» y «Apolonio » en el antiquísimo libro que contenía las
huellas digitales de Coghlan. Había una correa de cuero con una hebilla
primorosamente trabajada. Había una daga con mango de marfil. Habla tres libros,
todos ellos completamente nuevos, aunque no de reciente impresión: eran
manuscritos, escritos en ese griego antiguo con caracteres desgarbados, sin
espacios entre las palabras, sin signos de puntuación ni letras capitulares. En lo
que atañe a su encuadernación y aspecto exterior, eran exactamente iguales a la
Alexiada de hacía siete siglos. Solamente... estaban prodigiosamente nuevos.
Coghlan tomó en sus manos uno de ellos. Era la Alexiada. Una copia exacta del
libro que contenía sus huellas dactilares, hasta el más mínimo detalle, con los
medallones de marfil grabados en la lujosa cubierta de cuero. Podía decirse que
era el mismo volumen...
Duval estaba más que dormido. Estaba inconsciente. En opinión del médico, habla
estado tan cerca de la locura que no habla habido más remedio que calmarlo. Y
ahora estaba calmado. Definitivamente.
Coghlan cogió el imán del alnico. Avanzó hacia la pared y colocó el imán cerca del
hueco practicado en ella. La apariencia argentina volvió a formarse de nuevo,
como si tomase vida propia ante la presencia del imán. Coghlan lo movió,
acercándolo y alejándolo de la pared. Y luego, dijo:
-¿No podría el doctor despertar a Duval? Así podría escribir algo para mí en griego
bizantino...
70
Laurie le dio la lámpara de mano del teniente Ghalil. Coghlan la encendió -
alumbraba débilmente - y la oprimió contra la superficie argentina. El extremo de la
lámpara desapareció. Continuó apretando la lámpara contra la película argentina,
introduciéndola en lo que debería ser yeso y piedra. Pero la lámpara desapareció.
Entonces, Coghlan retiró rápidamente la mano y la frotó fuertemente en su
pantalón, porque sus dedos estaban congelados: la lámpara de mano era
metálica, muy buena conductora del calor y, por consiguiente, de la refrigeración...
- Precisa mucho calmante para estar tranquilo y por eso no puede despertarle -
tradujo a su vez Ghalil para que Coghlan comprendiese la respuesta del médico.
Pero, de todas maneras, aunque fuese Posible, tardaría varías horas en
despertarse; se le ha administrado una dosis de calmante tan fuerte que hacerlo
de otra manera sería poner su vida en peligro...
- Para conseguir ese «artilugio » al que Duval llamó un «espejo mágico» debieron
utilizar polvo de diamante o estiércol de asno o pestañas de ballena... ¡Uno de
esos ingredientes debe producir el efecto deseado! ¡Alguien debe haber
conseguido accidentalmente crear ese « artilugio », y es muy difícil que el
accidente se repita!
71
- Una fantasía muy convincente - repuso Ghalil con un gesto de admiración en sus
ojos-. ¡Y del mismo modo que se puede descubrir el hilo que une dos aparatos
telefónicos entre sí..
- ...se puede descubrir también el lugar donde están conectados dos « artilugios»
en diferentes horas! La conexión, en este caso, es el frío, que condensa la
humedad. ¡Al calentarse ese lugar, la humedad desaparece! ¡Y sé - agregó
coghlan, con gesto de desafío - que estoy diciendo un disparate! ¡Pero sé también
cómo se realiza la conexión que creará la refrigeración, aunque carezco del «
duende » - ¡maldito sea! - o de la idea necesaria para construir los instrumentos
que es preciso conectar! ¡Y tanto va de construir la conexión a construir los «
artilugios », como de disponer de un alambre de cobre a conseguir un intercambio
telefónico! ¡Todo lo que sé es 9ue un imán de alnico puede actuar como
instrumento para que la conexión pueda existir!
- Mañana - prosiguió Coghlan, con una calma desesperante - nos dirá que oyó
voces indistintas al través de la película argentina cuando jugaba con el imán. Nos
dirá también que esas voces hablaban en griego bizantino. Y que intentó golpear
la superficie argentina, que parecía sólida, para atraer la atención de aquellas
voces. ¡Y siempre que golpeaba, las voces se iban! ¡Dirá, asimismo, que oyó
cómo las voces se excitaban y que él les dijo quién era; quizá les preguntase si
estaban trabajando con Apolonio, porque éste era mencionado en la hoja suelta
del misterioso libro; y que les ofreció libros con información de los tiempos
modernos a cambio de que ellas le hablasen de los pretéritos! Jurará que,
efectivamente, las atascó de libros, la mayoría históricos, en griego y en francés, y
ellas le entregaron a él otras cosas en correspondencia: ¡sus manos congeladas
son la prueba evidente de lo que acabo de 'decir! ¡Cuando algo va o viene de esa
película argentina, se congela! ¡Es el «frígido Más Allá»! Nos dirá también que el
«duende» del «artilugio» comenzó a encogerse, a empequeñecerse, al efectuar
aquel intercambio, ¡como si se desgastase terriblemente con el uso!, y que
entonces él se puso frenético, porque quería saber todo lo que pudiese y veía que
aquello se acababa inevitablemente, hasta que llegaron sus policías y se
abalanzaron sobre él, reduciéndolo por la fuerza, lo cual le puso más frenético
todavía porque no podía hacerles comprender lo que él creía en parte solamente...
¡Luego, llegó el doctor y todo se estropeó!
- Lo sé demasiado bien - repuso Coghlan, con firmeza -¡y no les habrá preguntado
qué hacían con el espejo para que funcionase! Y la superficie útil se va
empequeñeciendo cada vez más, de minuto en minuto, de segundo en segundo, y
no puedo deslizarles una nota escrita para reanudar el proceso porque Duval es el
único capaz de entenderse con ellas y está profundamente dormido.
72
Crispó sus manos en un gesto de desesperación. Laurie tomó en las suyas el
voluminoso libro que tanto había hecho estremecer a Coghlan, mientras que su
padre seguía allí de pie con un gesto de incredulidad en su rostro. Ghalil tenía la
mirada perdida, como si mirase a un objeto lejano, con los ojos muy abiertos,
rumiando un pensamiento que explicaba mucho de lo que le había tenido perplejo
hasta aquel momento.
- ¡Un hombre honrado! - dijo-. Yo puedo contestarle, señor Mannard. Duval tenía
aquí sus libros de historia. Algunos de ellos en griego moderno, otros en francés.
Y silo absurdo es verdad, y el señor Coghlan ha descrito el hecho tal y como ha
ocurrido, entonces el hombre que hizo que este... este «duende» regresase al
siglo XIII fue un alquimista y un erudito que creía implícitamente en la magia.
Cuando Duval ofreció esos libros a que se refería el señor Coghlan, ¿no lo hizo
así, precisamente, porque creía en la magia? ¡No tenía la menor duda! Duval
podía leer el griego antiguo con la misma facilidad « quizá »que una persona
conocedora del inglés moderno puede leer a Chaucer. No claramente, pero
adivinando vagamente el significado. ¡Y este antiguo alquimista creía lo que leía!
Le parecía pura profecía. ¡Y eso era magnifico!
¡Consideremos el caso! ¡Duval tenía en sus manos no solo la historia pasada sino
la historia futura! ¡Y podría utilizar toda la información! ¡Sus profecías resultarían
verídicas! ¿Y qué ocurre cuando unos hombres supersticiosos ven que lo que dice
un adivino es siempre cierto? ¡Se dejan guiar por él! ¡Y él se hace cada vez más
rico! ¡Y más poderoso! ¡Sus hijos serán nobles y heredarán de él el secreto
conocimiento del futuro! ¡Siempre podrían saber lo que iba a ocurrir después por
medio de la historia de Bizancio o... quizá por medio de cualquier otra! ¡Y los
hombres, conociendo su rectitud, se dejarían guiar por ellos porque sus profecías
resultaban invariablemente ciertas! ¡Quizá Nostradamus aprendió sus rimas en un
viejo libro de papel - ¡no había papel en Bizancio ni más tarde en la misma
Europa! - y quizás al leer los hechos narrados en un libro, nuestro amigo Duval se
sintió transportado al antiguo Istambul! Ghalil se sentó a los pies del camastro
73
- El conocimiento del futuro - siguió -en una época supersticiosa, es fundamental.
Este acontecimiento, señor Mannard, no se ha producido para salvar su vida, sino
para dirigir la historia del mundo por los siglos de la superstición y la ignorancia
hasta la llegada del «hoy». ¡Y eso es suficiente mente significativo para justificar lo
ocurrido!
- Dice usted - repuso - que si Tommy no hubiese escrito lo que usted me enseñó,
todo esto pudo no ocurrir, porque entonces Duval no habría encontrado dicho
escrito. Y si él no hubiera encontrado el escrito, los libros no habrían vuelto al
pasado. Toda la historia sería diferente. Mí bisabuelo y el suyo, quizá, nunca
habrían nacido y nosotros no estaríamos ahora aquí... ¡No! ¡Eso es una
insensatez!
Coghlan miró el libro que Laurie tenía en sus manos. Lo tomó en las suyas, y dijo:
Se hizo el silencio. Coghlan miró hacia el suelo. Cogió la tosca pluma de caña y
dijo, inconscientemente:
-Todavía no lo creo...
Pero mojó la pluma en la tinta deshelada del tintero. Laurie sostenía el libro en sus
manos para que él pudiera escribir. Y Coghlan escribió:
- Habla algo que me había dicho yo a mi mismo... escrito debajo de eso: fue lo que
me hizo creer lo suficiente para seguir este asunto hasta el final.
Escribió a continuación:
74
Profesor, director u otro cargo por el estilo.
Y Coghlan escribió:
Coghlan dej6 hacer, y Ghalil le untó cuidadosamente los cinco dedos de la mano
derecha, imprimiendo las huellas digitales debajo de lo que había escrito, las de
los cuatro dedos principales de la mano, arriba, la del pulgar debajo. Luego, dijo
tranquilamente:
- Es un caso único...: ¡imprimir unas huellas digitales que veré de nuevo cuando
tenga siete siglos de antigüedad! ¿Y ahora, qué?
Coghlan recogió el imán. Era mucho más brillante que los de acero por la aleación
de aluminio, pero era mucho más pesado. Lo presentó ante la mancha húmeda de
la pared, la cual se volvió de nuevo de un aspecto argentino, como si fuera de
plata. Coghlan acercó el libro a aquella zona de la pared, precisamente en el sitio
que se había formado la película argentina. La tocó. Penetró con él en la misma. Y
se desvaneció. Coghlan, entonces, retiró el imán. Aquel lugar aparecía ahora
como si hubiera estado seco permanentemente. Duval respiraba fatigosamente,
en extertor, tendido sobre el camastro de lona.
75
Ghalil hizo un gesto peculiar. Luego, se limpió los dedos.
- Indudablemente - dijo, con acento sosegado - monsieur Duval fue el que lo urdió
todo... insistiendo en que había sido uno de nosotros el autor de la artimaña. Y así
resulta que todos sospechábamos unos de otros sin saber en quién recaería al fin
la culpa... De todo ello, sólo queda un discreto informe de los archivos de la
comisaría de Policía de Istambul, en el cual se alude a la mixtificación cometida
por monsieur Duval o por Apolonio el Grande... a consecuencia de la cual ha ido
este último, por lo menos, a la cárcel. Es un misteno singular, ¿no les parece?
Sonrió.
Una semana más tarde Laurie le indicaba a Coghlan la última prueba que
demostraba palpablemente que todo aquel asunto no había sido más que humo
de pajas... un contrasentido desde el principio hasta el fin: la cortadura que se
había hecho en el dedo pulgar se había curado sin dejar cicatriz alguna...
76