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Ángel Luis Pérez Villén
El juego no era mero ejercicio ni
mera diversión, era concentrado
autosentido de una disciplina del espíritu.
Herman Hesse. Juego de Abalorios
Aunque quienes hemos seguido la trayectoria de Jacinto Lara sabíamos de
la profunda transformación que su obra venía experimentando desde
finales de los años ochenta, Córdoba no manejaba dicha información,
pues su última aparición pública ‐junto a Juan Vicente Zafra‐ se produjo
hace un lustro con la exposición Figura y Entorno. No es que su proceso de
trabajo sea especialmente lento ‐su currículo demuestra todo lo contrario‐
sino que por diversas circunstancias no ha sido posible mostrar en la
ciudad las fases de esa evolución a la que nos referimos. Una oportunidad
dolorosamente desaprovechada, por cuanto nos priva no sólo del
seguimiento del paulatino recomponerse de su obra, como de la
contemplación y el disfrute de una serie, Depredadores, que sin duda
alguna se encuentra entre lo mas granado de su producción.
No se puede decir que Icaro, la serie que ahora presenta, le vaya a la zaga,
pues se trata de un trabajo que camina sobre la experiencia plástica del
anterior, además se dan cita dos colaboraciones de sendos artistas
cordobeses, Juan de Dios García Aguilera y Tete Alvarez, que presentan
desde su personal circunscripción musical y videográfica,
respectivamente, el complemento ideal a una obra que se fragua
voluntariamente abierta y por lo tanto suceptible de compartir espacio e
interferencias con otras disciplinas. De hecho la colaboración con García
Aguilera se viene produciendo de forma ininterrumpida desde 1987, lo
que demuestra el talante conciliatorio de Lara, así como la vocación
multidisciplinar de su compromiso artístico.
Como pudiera pensarse, no se trata del acompañamiento musical y del
documento videográfico que testimonia la existencia de una obra, sino de
creaciones paralelas que en un determinado momento convergen en la
figura mitológica de Icaro. La primera componiendo una obra musical que
interpreta los anhelos de superación ‐los deseos de grandeza y la
incontestable finitud y limitaciones de nuestra existencia‐ que nos
caracterizan. La segunda haciéndose eco de la versatilidad y el
desdoblamiento ‐figuras metafóricas que aluden al espacio cotidiano y
laberíntico en que se movía el protagonista de la serie antes de decidir su
liberación‐ y propiciando las múltiples lecturas que la serie pictórica
posee.
Icaro se desarrolla en once obras de las que diez son dípticos, mas una
pieza de gran formato. Aquéllos tienen la particularidad de poder
combinarse entre sí adoptando diferentes posiciones y alternarse con el
resto de las piezas que componen la serie. De esta forma se logra cerrar la
figura cíclica que toda creación en serie comporta ‐de la que
Depredadores constituye un modelo que incluso representa el
movimiento circular inherente al concepto de serie‐ posibilitando
físicamente el dialogo y el contraste de las partes, como si de un juego de
abalorios se tratase. Con todo y para su presentación al público se ha
apostado por definir una de sus múltiples representaciones, quedando al
amparo de éste y de su creatividad el resto de las configuraciones
posibles.
Resulta atractiva la cita a la novela de Hesse porque en ella se describe el
habito del juego de abalorios como una disciplina practicada por quienes
desean proyectar su vida como una entrega espiritual y desinteresada al
conocimiento del universo, pero esta dedicación requiere una férrea
disciplina que no todos están dispuestos a observar. Si repasamos las
diversas lecturas que del mito de Icaro se han realizado, encontraremos
entre las interpretaciones realizadas en la Grecia clásica e incluso en el
Renacimiento la filiación con el concepto de temeridad, asociado éste a la
excesiva autoconfianza del individuo que le conduce indefectiblemente al
fracaso. Sin embargo esta llamada al orden y a la moderación de los
impulsos no frena la aspiración del protagonista a conseguir el
conocimiento el ‐poder‐ que aún no posee.
Icaro, hijo de Dédalo ‐arquitecto del laberinto minoico‐ escapa de la
privación de libertad impuesta por el Minotauro mediante unas alas de
cera construidas por su padre, pero desoye los ruegos de éste y se eleva
hasta la morada de los dioses con la consiguiente pérdida de las alas, que
se funden por la cercanía del sol. Como consecuencia cae y perece. En su
intento queda simbolizada la eterna aspiración de la humanidad a
conseguir el conocimiento o el poder del que carece, aún a costa de su
propia vida. Icaro nos insufla la motivación para trascender los obstáculos,
pero también nos advierte de los peligros de la hazaña cuando el ímpetu
ciega la necesaria disciplina que la empresa requiere.
De esta forma coinciden en Icaro las diferentes visiones del mito,
perpetradas a la luz de la modulación que el espectador sea capaz de
articular con las piezas que componen la serie; una semblanza plástica que
nos remite al comentado juego de abalorios de Hesse, símbolo a su vez de
toda adquisición del conocimiento que lleve emparejada una disciplina
dedicación espiritual, precisamente de la que careció el protagonista
mitológico. De nuevo se prefigura ante nosotros la imagen del círculo, el
principio y el final, la tesis y la antítesis, el deseo y la realidad, la cautela y
la temeridad; posiciones encontradas que se suceden cíclicamente en una
serie pictórica que aún nos reserva otras confrontaciones significativas.
Pero no desvelemos la intimidad de este contrapunto sin antes referirnos
a la disposición que ha mantenido su autor por construir una obra
mediante el concurso de la réplica sistemática. A Jacinto Lara siempre le
ha atraído el juego dialéctico, la dualidad de un planteamiento en
apariencia irresoluble, la búsqueda de la síntesis desesperada, y su obra es
testimonio inconfundible de esta inclinación natural. Cuando a comienzos
de los años ochenta aún practicaba aquella suerte de surrealismo no se
detenía en la recreación de escenas oníricas, ambientes disparatados o
representaciones descontextualizadas, y en el caso de que éstas se dieran
cita en su obra no entorpecían el liderazgo de la secuencia narrativa, que
se decantaba por la muerte, el sexo, la agresividad y la violencia
contenidas por los roles sociales, etc.
Todo un repertorio de truculencias tratado con la distancia reflexiva y la
asepsia formal de un seguidor incondicional de Magritte.
Años mas tarde al presentar su incomunirealismo vuelve a prefigurar otra
dualidad, en este caso sin enfrentar el desmedido contenido a la parca y
contenida intervención plástica, sino reservándose a cuestiones
lingüísticas. Desarrolla un modo de expresión mas libre, menos amarrado
formalmente e incorpora elementos extraños a la pintura, objetos
desfuncionalizados y algunas referencias al universo surrealista. El
resultado sigue siendo el de una pintura con un soporte figurativo
evidente, pero cuya lectura no se produce desde la convención usual, sino
atendiendo al mestizaje de planteamientos sintácticos en cuyo rescoldo se
reflejan los matices de la nueva figuración, pero también del surrealismo,
del nuevo realismo, del neodadaismo, del pop‐art.
También se produce por estos años el contacto con la mitología como
fuente de inspiración de su obra. Es la obra gráfica ‐en la que Lara ha
demostrado su pertinaz capacidad de experimentación y buen hacer‐ la
que le permite acceder al tratamiento plástico de la literatura mitológica
dando a conocer a algunos de sus protagonistas: Leda y el Cisne,
Prometeo, Narciso, Europa y Pandora, Perseo y la Medusa e incluso Icaro.
y es el grabado el escenario que acoge los primeros ensayos de lo que será
su obra más reciente, dando cabida al trazo expresivo y la mancha
informalista en un espacio hasta el momento reservado a la configuración
geometrizante de sus personajes. Esta dicotomía entre obra gráfica y
pintura desaparece más adelante cuando el autor incorpora a esta última
los hallazgos más felices de su anterior incursión en el arte de la
estampación.
A finales de la década pasada Lara se desentiende de la servidumbre
figurativa que atenazaba su pintura anterior. La figura, que ya había
sufrido diversas experiencias entre las que cabría destacar el tratamiento
postimpresionista de una serie de desnudos femeninos que nos evocan al
último Monet, pasa a ser abstraída e inicia un proceso de depuración
formal que le conduce a integrarse como signo plástico en una pintura que
se libera de accesorios. Los Saltos suponen en su trayectoria la inflexión
cardinal que conduce a su trabajo reciente, a su vez cierran un proceso
crítico y se abren ‐con todo el riesgo que ello implica‐ a una concepción de
la actividad artística que hace caso omiso a los cantos de sirena de la
autocomplacencia y se lanza al vacío de la creación con la única
certidumbre que le brindan sus nuevos amores confesados: la obra
potentísima de Rothko y el matrimonio de figura y geometría.
La temática continúa en la línea dramática de trabajos anteriores ‐la serie
se inicia a consecuencia de presenciar el impresionante accidente de un
saltador de trampolín pero en este caso la figura se pliega a los intereses
plásticos que, por la presencia de la geometría, se prestan a enfriar la
pasión significativa de la obra. Sin embargo Los Saltos parecen aunar esa
dualidad que en el primer tercio de siglo se nos presentaba como
irreconciliable, a saber: la renuncia a construir un orden nuevo desde las
cenizas de la primera postguerra mundial y por lo tanto caer y sucumbir
en el caos de lo pasional, lo expresivo y lo temperamental como refugio
desde el que renacer; o por el contrario asumir las contradicciones como
obstáculos irresolubles y plantear un ideal cristalino que se estructura
objetivamente, borrón y cuenta nueva a partir del lenguaje emancipado
de la abstracción, y a ser posible geométrica.
Si en Los Saltos se diluye la trama argumental hasta quedar solapada por
el protagonismo de la pintura y el impulso dramático se desvanece por
completo, en Icaro, dado su origen semántico mitológico, el espectador
puede urdir de forma más convincente esa disipación del sentido
primordial de la serie. Se trata de otra caída al vacío precedida de una
arriesgada ascensión, pero en esta última puede leerse su filiación, se
puede rastrear la reconversión del sentido dramático en metáfora
autobiográfica. El autor ya no salta con excesiva temeridad, ha adquirido
cierta experiencia con las series anteriores como para sentirse seguro y
todo ello se traduce en una pintura que rezuma equilibrio y una gozosa
sensación de indulgencia hacia los excesos, a sabiendas de que éstos
terminan por aportar registros que quedaron matizados en la escena de la
representación.
Sin embargo. estas disgresiones constituyen uno de los atractivos de la
serie. Hemos mencionado la connivencia de la figura en algunos casos
mimetizada, en otros bien patente ‐en cualquier caso siempre esbozada‐
con la geometría de los planos de color adyacentes, también la duplicidad
de una escenificación que ralentiza la caída de Icaro sin muestras
expresivas evidentes del sufrimiento que ello comporta para el
protagonista, pero además están otros recursos que enriquecen la
composición y dilatan la percepción de la obra, apartándose por ello de
una lectura fácil efectuada en primera instancia. En primer lugar está la
presencia del texto que da nombre a la serie y nos introduce en la
secuencia argumental; en este sentido la pieza de gran formato que
preside la serie actúa como introducción a la misma no sólo por exhibir los
símbolos parlantes que la definen (Icaro, el laberinto minoico y la
radiación solar), sino por inscribir textualmente su credencial.
Pero en los dípticos la grafía no se presta a su lectura convencional, bien
por su disposición aleatoria en el espacio de la representación, bien por
quedar solapada parcialmente por otros elementos, lo que induce al
espectador a rastrear su huella, sin llegar a hacerse con ella en algunas
ocasiones, y determinando su condición ‐cuando está presente en el
lienzo‐ en exclusivamente plástica. Por otra parte el tratamiento
cromático es deudor de series anteriores ‐Los Saltos y Depredadores‐ en
las que las sucesivas capas de pigmentos logran conciliar la apreciación de
texturas aterciopeladas con la vibración de la pincelada que emerge desde
el fondo, además los planos de color suelen albergar gradaciones casi
imperceptibles que descomponen la primera aprehensión del espacio en
fragmentos cuadrangulares mús pequeños.
Por último, otra peculiaridad de Icaro se refiere al carácter indiscriminado
que posee el dibujo de los personajes en relación a la pintura que los
envuelve. Dicho de otra forma, lo que nos suministra información
figurativa en esta serie no es producto de la pintura, como de la ausencia
de ésta. Icaro se construye mediante su contorno lineal, que no es otro
que el que emerge desde el fondo y sobre el que no se ha intervenido
pictóricamente; sin embargo esta apreciación surge después de
comprobar cómo dicha línea pasa a primer plano por efecto de la
vibración cromática con los espacios adyacentes, lo que testimonia la
pasión de su autor por redefinir espacialmente el escenario de la
representación pictórica,‘ no sólo haciéndonos dudar entre fondo y forma,
como sucede en este caso, sino incluso admitiendo elementos extraños a
la pintura y experimentando con diferentes formatos, como queda
patente en su anterior producción.