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“Para que no me busque a mí cuando te busco y no sea egoísta mi oración, pon tu Cuerpo,
Señor, y tu Palabra en el desierto de mi corazón” (Himno de Laudes, lunes II).
“Tu Palabra me da vida” (Sal 119, 50).
“Tu Palabra es antorcha para mis pasos y luz en mi camino” (Sal 119,105).
“Cuando me llegaban tus palabras, yo las devoraba. Ellas eran mi gozo y la alegría de mi
corazón” (Jer 15, 16).
“Mi palabra ha llegado bien cerca de ti; ya está en tu boca y en tu corazón, para que la
pongas en práctica” (Dt 30, 14; Rom 10,8).
“El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt
8, 3; Mt 4, 4).
“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc
8, 21).
“Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 28).
“El que guarda mi Palabra, no morirá para siempre” (Jn 8, 51).
“Utilicen la espada del Espíritu, o sea, la Palabra de Dios” (Ef 6, 17).
Aprendamos a mirar la vida con la Biblia en los ojos y a mirar la Biblia con la vida en los
ojos.
Interpretar la Biblia sin mirar la realidad de la vida del pueblo de ayer y de hoy es lo mismo
que mantener la sal fuera de comida, la semilla fuera de la tierra, la luz debajo de la mesa.
La Biblia no es el primer libro que Dios escribió para nosotros, ni el libro más importante. El
primer libro es la vida creada por Dios (la naturaleza, los acontecimientos, la realidad que
nos envuelve como personas, como comunidad y como pueblo, la historia) (Gn 1; Sal 33, 6-
9; Sab 9, 1; Sir 42, 15; Jn 1, 3; Heb 1, 3; 11, 3; 2Pe 3, 5-7).
Dios nos habla a través de la vida misma. Pero Dios decidió escribir un segundo libro, la
Biblia, porque nosotros, por nuestros pecados, matamos la vida e impedimos la escucha de
Dios a través de esa vida.
La Biblia no vino a ocupar el lugar de la vida. ¡Al contrario! La Biblia fue escrita para
ayudarnos a comprender mejor el sentido de la vida que vivimos y a percibir más claramente
la presencia de la Palabra de Dios dentro de nuestra realidad.
La Biblia y la realidad se iluminan mutuamente. Aprendamos a leer la Palabra de Dios en
contacto con la vida. El objetivo último no es interpretar la Biblia sino la vida.
El mensaje de la Biblia tiene que llegar a los oídos y al corazón de nuestra generación.
No pienses en hallar en la Biblia lo que ya sabes: eso es presunción; tampoco lo que
necesitas: eso es consumismo; ni lo que te gustaría encontrar para tu situación: eso es el reino
de la subjetividad, del sentimiento.
Palabra de Dios = Conocer la Biblia + Convivir en comunidad + Servir al pueblo.
La Escritura es una persona viva: la persona del Señor Jesús (Jn 1, 14; Col 2, 2). El auténtico
conocimiento se adquiere únicamente por el amor.
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II. UN MÉTODO DE LECTURA
1. INVITAMOS AL SEÑOR
El animador pide a alguien del grupo que haga una oración invitando al Señor y a su Espíritu.
Los demás podemos completar esta oración añadiendo algo.
No es rezar simplemente una oración, sino invitar a Jesús a estar con nosotros de una forma
directa y personal tal como él fue invitado por la gente de su época. Recordamos personajes
de la Biblia que invitaron a Jesús a su casa. Aprendemos de ellos (Lc 10, 39).
Jesús es el centro de nuestra vida. Sin Él, no somos cristianos. Él es el árbol y nosotros las
ramas. Sin Él no podemos hacer nada (Jn 15, 5). Por eso invitamos al Señor. “Señor, ¿a quién
iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Creemos que Jesús ha resucitado y está vivo en medio de nosotros. Él es la Palabra de Dios,
el Maestro. Al invitarlo nos abrimos a su presencia. “Le insistieron diciendo: Quédate con
nosotros” (Lc 24, 29).
No oramos para que venga Jesús, sino para descansar en la certeza de que ya está entre
nosotros. Oramos para sabernos ante la Palabra viva y eficaz de Dios (Hebr 4, 12-13); para
sabernos ante Cristo que siembra su Palabra en nosotros y hace arder de nuevo nuestros
corazones (Lc 24, 32).
¿Cómo estamos cada uno? Invitamos al Señor a nuestra vida, a nuestra realidad, a nuestro
trabajo, a nuestra casa (familia) tal y como están. Invitamos al Señor a nuestras situaciones
que podemos compartir, a la situación de nuestro mundo. Jesús se nos acerca y nos pregunta
también a nosotros: “¿Qué es lo que van conversando juntos por el camino?... ¿Qué pasó?
(Lc 24, 17.19) Dejamos que Jesús ilumine nuestra vida y nuestra historia.
Podemos partir de las vivencias y compromisos realizados a raíz de la escucha de la Palabra
de la reunión anterior (ver paso 6). Después de servir al pueblo, convivimos de nuevo en
comunidad de fe.
Nos sabemos unidos a tantas hermanas y hermanos que, antes de nosotros, ya han buscado
“meditar día y noche en la Palabra del Señor” (Sal 1, 2).
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2. ESCUCHAMOS EL TEXTO
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3. ENTENDEMOS EL TEXTO
“Entonces Jesús les dijo: ¡Qué poco entienden ustedes y cuánto les cuesta creer... Les
interpretó todo lo que las Escrituras decían sobre él... Les abrió la mente para que lograran
entender las Escrituras” (Lc 24, 25.27.45).
Nos detenemos en el texto, lo que dice en sí mismo; lo estudiamos, lo reflexionamos atenta y
profundamente. Nos dejamos interpelar por la Palabra de Dios a partir de un estudio serio del
texto bíblico. Si no se colocan bien estas bases, nuestra lectura puede volverse sencillamente
fantasiosa, acomodada, espiritualista, haciendo de la Palabra de Dios la esclava de nuestros
sentimientos. No hagamos decir al texto lo que nosotros queremos oír.
Profundizamos en el mensaje que hemos leído y que Dios quiere comunicarnos.
Intercambiamos impresiones y dudas sobre el sentido del texto. Buscamos la inteligencia
correcta del texto que proporcione una lectura verdaderamente vocacional y misionera.
¿Qué es lo que el texto decía a sus primeros destinatarios? ¿Qué experiencia de fe ha sido
recogida en este texto? ¿Dónde se encuentra este texto dentro del libro bíblico? ¿Cuál es el
contexto histórico, literario y teológico de este libro bíblico? Conocemos la situación
histórica en la que el texto fue creado o en cuya función fue escrito. Distinguimos entre la
época en que se dio el hecho que el texto describe y la época que vive el autor del texto.
Descubrimos el mensaje del texto para el pueblo de aquel tiempo.
Tenemos en cuenta: las costumbres de aquella época; los lugares; los grupos; pero, sobre
todo, lo que dice y hace Jesús. El es el centro y la clave. Admiramos la manera de ser de
Jesús y cómo se comporta.
Consultamos en la Biblia misma: las introducciones a cada libro, los textos paralelos, los
textos que aparecen al margen de las páginas, las notas al pie de página. Consultamos otros
libros, revistas o comentarios para captar el significado y entender el contexto.
Seleccionamos palabras o frases clave que sintetizan nuestra lectura, las leemos en voz alta y
meditamos sobre ellas.
Compartimos brevemente lo que hayamos descubierto como más nuclear del mensaje del
texto bíblico, aquello que nos ha quedado más grabado en el corazón.
Ampliamos el sentido del texto relacionándolo con otros textos de la Biblia.
Aceptamos, como la hormiga (Prov 6, 6-11), recoger los frutos conforme a nuestra propia
capacidad de nutrición.
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4. DEJAMOS QUE DIOS NOS HABLE EN EL SILENCIO
“Que la Palabra de Cristo habite en ustedes con todas sus riquezas” (Col 3, 16).
¿Qué nos dice Dios a través del texto? ¿Cómo no interpela el texto a nosotros? ¿Qué hace el
texto en nosotros?
Para escuchar a Dios tenemos que estar en la misma sintonía. “¡Ojalá escuchen hoy mi voz!
¡No endurezcan el corazón!” (Sal 94, 8; Heb 3, 7). “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11,
28). “Aquí estoy, pues me has llamado”. “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1Sam 3, 4-
10). “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 40, 9; Heb 10, 7-9). “Alégrate, el Señor
está contigo... Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 28.38).
Permanecemos humildemente en la presencia de Dios. Esto conduce al silencio, a descansar
en Dios. Nos vemos a la luz de Dios, con la mirada de Dios. Dios siempre es mayor (1Jn 3,
20). Revivimos la experiencia de Elías que necesita afinar el propio oído para poder
descubrir al Señor dentro de una tenue voz de viento (1R 19, 9-14).
Nos dejamos interpelar por el mensaje que descubrimos. La Palabra llega a nuestros
corazones con toda la fuerza vivificante y transformante que ella posee. Es una experiencia
de conversión. Creemos y abrimos sinceramente el corazón a la acción del Espíritu. Es el
momento privilegiado de acoger y meditar la Palabra de Dios. Nos sentimos llamados e
impactados personalmente por la Palabra.
Nos confrontamos seriamente con el Señor que nos habla. La Palabra de Dios se vuelve
nuestro espejo. Dejamos que la Palabra nos trabaje: qué me revela, qué me descubre, cómo
me llama, cómo me hace sentir la presencia de Dios en mi vida y en el mundo, qué oración
me suscita, a qué me impele... Conservamos y confrontamos la Palabra en el corazón. Como
en María, la Palabra se nos hace vida dentro y nos va configurando con Cristo. Dejamos que
la Palabra, como a fuego, derrita nuestro corazón y lo amolde a imagen de Cristo. Rumiamos
las palabras en nuestros corazones, las saboreamos lentamente, y luego nos las aplicamos a
nosotros mismos, a nuestra situación.
Escrutamos el sentido de los acontecimientos, la lógica del actuar de Dios en medio de todo.
Cuando toda la mies se ha recogido, llega el momento de encerrarnos en la propia celda,
como lo hace la abeja, y elaborar todo aquello que se ha recogido. Como María, no
necesariamente comprendemos todo lo que nos es dicho. Pero lo conservamos en nuestro
corazón y lo meditamos dentro de nosotros mismos (Lc 2, 19.50-51). Aunque nosotros
durmamos, la Palabra de Dios de alguna manera se construye dentro de nosotros y la
encontramos ya “triturada” a la mañana siguiente.
Vemos cómo “esta Escritura acabada de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4, 21). El texto arroja
luz sobre el presente. Descubrimos la vida que late en la Palabra, superando la letra que mata
(2Cor 3, 6). Tratamos de captar la actualidad de Dios en nuestro caminar, en los sucesos de
todos los días, para vivir en sintonía con Él y para dar nuevos pasos según su voluntad.
Desde este momento en adelante, ya no logramos permanecer tranquilos. Aquella Palabra ha
llagado a ser en nosotros un fuego devorador. Discernimos los aspectos de la situación
presente que el texto bíblico ilumina o pone en cuestión.
Descubrimos que este pasaje nos cuenta algo de la vida, del servicio al pueblo. Nos revela
algo acerca de nuestra propia historia, sobre el tipo de persona que somos. Reconocemos a la
gente de hoy en el relato.
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La meditación, la rumia nos conducen a ser la morada de Dios-Trinidad. Nuestros corazones
son lugar litúrgico, toda nuestra persona es templo.
5. COMPARTIMOS LO QUE NOS HA AFECTADO
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6. RESPONDEMOS, NOS COMPROMETEMOS
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7. ORAMOS Y CONTEMPLAMOS DESDE LA PALABRA DE VIDA MEDITADA
¿Qué nos (me) hace decir el texto? Descubrimos lo que el texto nos hace decirle a Dios.
Llevamos hacia fuera, por medio de los labios y otros gestos, el grito de nuestro corazón
quemado por la Palabra. Oramos con espontaneidad, con palabras salidas del corazón. Con el
tiempo esas palabras serán las de la Biblia, fluirán las palabras de Jesús.
Damos gracias a Dios por su Palabra, porque nos ha unido en torno a su Palabra de vida y
nos ha hecho sentir su fuerza. El Señor ha hecho, está haciendo y continuará haciendo
maravillas en nosotros (Lc 1, 49). Nuestra oración se hace eucarística. Celebramos que Jesús
está vivo, en nuestra vida y en la vida de los demás. Damos gracias a Dios por su obra en los
otros. Formulamos bendiciones y peticiones de perdón. Nos sentimos desproporcionados
ante el inmenso amor de Dios. Pedimos al Señor que nos vaya guiando en este camino a
través de la acción de su Espíritu y su asistencia para hacer efectiva la Palabra en cada
situación. Podemos utilizar algún símbolo.
Aprendemos a orar y evangelizamos nuestra oración utilizando frases del texto bíblico.
Evangelizamos los salmos (el salmo responsorial). Como en los salmos, tenemos a la vista
una (nuestra) realidad concreta, oramos la Palabra y la vida. Encontramos la resonancia del
texto leído en el “Padre nuestro”.
Transformamos en oración todo lo hablado y compartido. Forman parte de nuestra oración el
mensaje bíblico, la “Palabra de Vida”, las experiencias compartidas y los compromisos
formulados. No oramos para que acontezca algo, sino para descansar en el hecho de que ya
acontece. Reconocemos las huellas de Jesús en nuestras vidas. Descubrimos que no somos
como Jesús, pero oramos para ser como Jesús y nuestra plegaria es activa. Oramos para
llegar a tener “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2, 5), para sentir, decidir y
actuar según su Corazón.
Decimos las palabras no sólo con los labios sino también con el corazón, con una nueva vida.
Es nuestra entrega, nuestro “amén”, como María (Lc 1, 38), a la Palabra de Dios, la
aceptación total de su querer sobre nosotros. Demostramos con la propia vida que el amor de
Dios se revela en el amor al prójimo. Lo que hacemos es sagrado. Somos contemplativos en
la acción.
Integramos plegaria (oración personal, litúrgica, lectura de la Biblia...) y vida (estudio,
comunidad, acción pastoral, política, servicio al pueblo...). Todo acaba siendo un único
ejercicio. La plegaria, poco a poco, se convierte en una manera de vivir y el texto bíblico en
parte de nuestra vida. No nos situamos fuera de la historia, ni nos referimos a cosas extrañas
a ella, sino que permanecemos siempre en el corazón mismo de las cosas y de los
acontecimientos. Vamos dentro de lo que observamos.
Vemos que Dios hace algo nuevo (Hch 4, 31). Nos comprendemos a nosotros mismos y
comprendemos nuestra vida y misión mucho mejor. Miramos a Dios, a los hermanos y
hermanas, la vida, la realidad con nueva luz. Aceptamos la vida de la mano de Dios con
nuevo sabor. Vemos el mundo y la vida con los ojos de los pobres, con los ojos de Dios.
Vemos en la cruz la potencia de la vida, la salvación de Dios. Educados en la escuela de la
Palabra de Dios, sabemos bien que el Señor no permitirá que la última palabra sea dicha por
el mal, por el pecado o la muerte.
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Permitimos a los demás poder beber en aquella misma Palabra que no ha transformado en el
corazón. La misión se da al mismo tiempo que la contemplación, y la contemplación al
mismo tiempo que la misión.
III. BIBLIOGRAFÍA
GARGANO, G.I. “La Lectio Divina. Introducción a la Lectio Divina”. Ediciones paulinas.
Santafé de Bogotá, 1992.
PAGOLA, J.A. “La Biblia, ese libro de oración”. Publicaciones idatz. San Sebastián, 1996.