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Campos Piadosos.

(Leyenda de Anfipione y Anapia)

Autor: Daniel Negrete.

¡Anfipione, ven a ayudarme, no te quedes allí parado! – gritaba Anapia a su


hermano, quien se había quedado mirando las nubes, le extrañaba la forma que
tenían, se consideraba a menudo el arquitecto de las nubes, el escultor de esas
masas de cristal de agua, mismas que se subordinaban a la imaginación del joven,
formando las imágenes que él quería. Pero esta vez era diferente, por más que lo
intentaba esa mañana las nubes le desobedecían, se agitaban y se desbarataban.

Un pedazo de tierra dura le calló en la cabeza, proyectil que su hermana Anapia le


había lanzado para llamar su atención, ya que quería terminar de recoger la cosecha
de verano antes de que oscureciera. A las faldas del Monte Etna, en Sicilia, vivían
los dos hermanos con sus padres, a pesar de que no eran los únicos habitantes del
valle, era una familia bastante solitaria, pero en gran medida unida y feliz. Cuando
ella nació, según cuenta su madre, apretó con su pequeño puño el dedo de su
padre, y desde entonces pareciera que jamás lo hubiera soltado. Su padre tenía la
firme creencia que, en virtud de que sus hijos pudieran regar su tumba, tendría que
ahorrarles todas las lágrimas posibles, por lo cual había un amor muy grande entre
los cuatro.

Llegó la noche, y como era costumbre, Anfipione miraba acostado las estrellas en
la azotea de su casa, mientras sus padres y hermana ya dormían, las nubes
rebeldes se habían ido y el manto estelar libraba una guerra de luces naturales, la
luna poco podía hacer contra las miles de estrellas que la rodeaban y opacaban.
Pero de nuevo algo despertó su curiosidad, una nube negra comenzó a cerrar el
telón de tan sublime espectáculo, una nube como nunca antes había visto, era más
oscura que la noche, y parecía que no tenía fin, por lo que se puso de pie y buscó
el origen de esa nube, hasta que sus ojos se encontraron con el Monte Etna, y vio
una humareda salía de la cima, y como si le cayera un trueno, se iluminó.

La tierra se sacudió y el monte comenzó a escupir fuego, como si el infierno hubiese


encontrado la ruta hacia la superficie. Rápidamente Anfipione despertó a su familia,
tenían que huir de allí. Sus padres eran personas de avanzada edad, para caminar
requerían siempre algún tipo de apoyo, por lo que cada hermano cargó a uno de
ellos y emprendieron la huida. Los padres al ver como bajaba rápidamente la lava
del monte, le pidieron a sus hijos que ellos se salvaran y que los dejarán allí, pero
los hijos no consideraron ni por un momento esa sugerencia.

Mientras se alejaban de allí, veían a otras familias correr despavoridos, algunos de


ellos con carretas, lo razonable hubiera sido subir a los padres a una de esas
carretas para
salvarlos, pero se generó un miedo colectivo, y el miedo siempre está dispuesto a
ver las cosas peor de lo que son, por lo que la gente prefirió huir antes que apoyar
a los hermanos que llevaban a sus padres a cuestas y se movían mucho más lento
que los demás.

Por segunda vez, los padres les pidieron a sus hijos que los dejaran allí, al sentir el
calor de la lava que no tardaba en llegar hasta ellos, pero de nuevo ellos se negaron
y siguieron. Vieron a lo lejos su pequeño pueblo convertido en el infierno, las casas
aun de pie, estaban envueltas en llamas, su cosecha para siempre perdida, y los
padres comenzaron a sentir la vergüenza de ser el motivo por el que sus hijos
morirían. Así que de nuevo, y con voz grave y dictadora, el padre ordenó a sus hijos
que se detuvieran. Ambos pararon la marcha.
“Hijos míos, a ustedes les pertenece el mundo, y nosotros debemos unirnos a la
tierra que tanto nos dio, los amamos, y siempre los amaremos, en esta vida y en la
siguiente, pero por favor, corran.” Mientras decía esto una lágrima recorrió sus
arrugadas mejillas, lágrima que se evaporo con el calor de la lava que se encontraba
a unos pasos de ellos, preparada para devorarlos.

Es una cualidad innegable, e incluso fundamental del ser humano, que ante la
extinción, cualquier otra alternativa es preferible, los hermanos se miraron con cierto
dejo de complicidad, sabían que su padre tenía razón, y que su misión de salvarlos
fracasaría, que solo postergaban lo inevitable. Así que, sin decirse una palabra
bajaron a sus padres de sus lomos, pero no se despidieron, tampoco corrieron, en
vez de eso los abrazaron, haciéndoles saber que se quedarían con ellos hasta el
final, por más corto que fuera.

A lo que más tememos, es a nuestro propio miedo, a la incertidumbre, al no saber


qué va a pasar, cuando la familia se unió en un abrazo, dejaron de sentir miedo,
estaban juntos, y a pesar del insoportable calor, se sentían en paz. La lava llegó
hasta donde estaban ellos, y los cuatro cerraron los ojos, pero no sentían dolor o
ardor, su ropa no se quemaba, como una roca que se encuentra en medio de un
río, la lava pasaba a un lado de ellos sin tocarlos. Fue el amor de esa familia al que
las llamas se sometieron, respetando el poder más grande del universo, no existe
fuerza más pura que la de un ser que está dispuesto a ofrecer lo único que es suyo
por otra persona, la vida.

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