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Artilugios para no desvanecerse

Por Lina María Bermeo Sua

Cuando llegó el momento de dar el último adiós, empezó a caer un aguacero.


La multitud se dispersó a buscar escampadero y solo una persona se acercó a tirar
un puñado de tierra y susurró “nos veremos del otro lado”. Yo me quedé pasmada
por el olor a tierra mojada hasta que mi mamá me tomó de la mano y corrimos al
carro. Luego le pregunté a ella qué había del otro lado, me dijo que era una
expresión para referirse al lugar al que vamos cuando nos llega la hora de dejar este
mundo.
Nada de eso tenía mucho sentido para mí en ese entonces. En lo único en lo que
podía pensar era en la abuelita Ana, en lo empapada y congelada debía estar; de
seguro aquel diluvio se había filtrado hasta su ataúd. Mi mami me aseguró que el
ataúd estaba bien sellado y protegido contra el agua y que además la abuelita ya no
estaba allí.
En realidad, fue un alivio saber que ya no estaba allí, sola en la oscuridad con
ese olor espantoso a tierra mojada. Pero entonces, ¿dónde estaba?
Los adultos me aseguraron que estaría en el cielo esperándonos, pero que una
parte de ella estaría siempre con nosotros. Yo me preguntaba qué estaría haciendo
la parte de ella que se había ido al más allá, y si la parte que se había quedado aquí
aún vería los cuentos de los Hermanos Grimm conmigo los domingos en la mañana.
Si así lo hizo, nunca la escuché tararear el opening conmigo, nunca me volvió a
preguntar si había averiguado qué carajos decía la canción, así que asumí que todo
de ella se había ido a la eternidad.
De vez en cuando soñaba que me llamaba a almorzar sopa de pasta, que
había invitado a las hijas de la vecina y que subíamos corriendo las escaleras para
coger la mejor silla. Otras noches soñaba que tenía que resolver los tres acertijos
del diablo o que corría una carrera contra una liebre. Todo parecía muy inofensivo
hasta que llegaba al final, el cuento se acababa y aparecían los créditos como en el
cine, y la larga lista de nombres era precedida por una oscuridad aplastante que
ocupaba todo, entonces ya no era un soldado desertor, ni un erizo. Terminaba en la
penumbra, consciente de que me desvanecería una molécula a la vez hasta el final
de los tiempos.

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La primera vez que me quedé atrapada en los créditos empecé a sudar, mis
latidos eran rápidos y pesados y pensé que había olvidado como respirar. Esa
sensación no se fue aun cuando abrí los ojos al mundo real, entonces tuve que
buscar los brazos de mi mamá y sollozaba sin saber cómo explicar lo que me
estaba pasando. Ella entendió que había sido una pesadilla y me cantó al oído ‘La
niña esta triste’ de Leo Dan. Eso funcionaba cada vez que mi mente se desviaba por
caminos sombríos; hasta que una mañana mi mamá me dijo que ya era una niña
grande y no podía seguir pasándome a su cama a media noche.
Sin tener el refugio de los brazos de mi mamá, y ante la falta de ideas sobre
cómo eludir ese final devastador, traté de pasar las noches de largo. Guardaba tinto
en un botilito para tomármelo justo antes de irme a dormir, me escabullía a la sala a
ver tele cuando todos dormían. Sin embargo, todo fue en vano. Mis parpados
pesados eventualmente se cerraban para darle paso a las imágenes familiares de
los Cuentos de los Hermanos Grimm. Solo cuando la historia se acercaba a su final,
me daba cuenta de lo que venía y sabía que estaba soñando, y gritaba inútilmente
hasta que la sombra se tragaba mi voz, y me pellizcaba los brazos para
despertarme y parar esa locura, pero el desenlace esperado era inevitable.
Mi yo de 10 años se quedó sin más alternativa que contarles a mis papás
todo sobre mis pesadillas. Lo hice de la mejor manera que pude. No sé si no fui lo
suficientemente elocuente para transmitir la seriedad de mi afectación, o si ellos
intencionadamente la desestimaron como quimeras pasajeras de una niña con
demasiada imaginación. El punto es que no hicieron nada al respecto.
Mi papá me dijo que las pesadillas eran inofensivas y que no tenía caso
meterle tanta cabeza al asunto. Mi hermano mayor me dijo que solo las nenas
mimadas le temen a la oscuridad, que, si tanto miedo me daba, debería dormir con
a luz encendida. En ese momento sentí ganas de darle un pellizco como los que le
daba mi abuelita Ana cuando se portaba mal. Es que ¡cómo se atrevía a reducir mi
terror a solo eso! ¿Cómo explicarle a alguien que le tienes miedo a que la existencia
no se acabe nuca jamás, pero que a su vez le temes a que se acabe definitivamente
y dejes de ser consiente de ti misma? En años venideros, mis pesadillas ya no
estaban plagadas de oscuridad sino de una neblina blanca y también asfixiante en
la que me igual desvanecía. Pero mejor ni perder el tiempo contándoles que me
desvanecía; ahí si me hubieran internado en alguna casa de reposo o me hubieran
llenado de esas pastillas que le adormecen la personalidad a uno. Por el momento

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solo quedaba pretender que todo andaba bien. Cada mañana cuando me
preguntaban “¿Qué tal dormiste, soñaste algo?”, decía que bien y me inventaba
algún disparate de esos con los que sueñan los demás niños de mi edad. Tal vez mi
mamá sospechaba que mentía porque me miraba concierto recelo. Además, cada
noche al llegar del trabajo, sentía como me arreglaba las cobijas, se quedaba
parada y sentía sus ojos clavados en mí. No creo que haya visto nada raro, la
mayoría de las veces el desastre pasaba solo en mi cabeza.
En definitiva, los adultos resultaron ser de poca ayuda en ese aspecto. Lo
más cercano a un consejo decente vino de mi tía Margarita, quien me recomendó
rezarle mucho a mi ángel de la guarda para que alejara esos malos sueños. Así lo
hice. No solo le recé con mucho fervor a mi ángel de la guarda, sino que también le
recé a todas las manifestaciones de la virgen María que se inventó la iglesia y a los
santos enumerados en el librito de oraciones de mi mami. Les prometí ser buena
niña y no disgustar a mis padres y lo cumplí; les prometí seguir los mandamientos y
sacramentos y hasta accedí a hacer la Primera Comunión. De modo que noche tras
noche con mis oraciones marcaba el número celestial, pero al otro lado de la línea
nadie nunca contestaba.
Ya cansada de hablar sola, recurrí a hablar con alguien que de seguro sí me
iba a entender. Lizeth, hija de mi vecina, había sido mi mejor amiga desde que
tengo uso de memoria, mi abuelita solía invitarla a ella y a su hermana Angélica a
almorzar. Ella ya tenía novio y casi no se juntaba conmigo en el colegio porque nos
llevábamos 3 años de diferencia y de seguro le daba pena hablarme en público. A
pesar de eso, presentía que me podía ayudar. Entonces un día le dije a mi mamá
que la invitara a almorzar sopa de pasta, Lizeth no se pudo negar porque aún era su
favorita. Yo la fui a buscar y cuando íbamos subiendo las escaleras, le vi la intención
en la mirada de salir corriendo y ganarme la mejor silla, pero no lo hizo. Tan pronto
terminamos de comer, le conté lo que me pasaba. Ella se acercó y sin decir nada,
me dio un abrazo, luego salió corriendo a su cuarto y cuando volvió tenía en la
mano un colgandejo tejido con plumas en las puntas. Me dijo que era un
atrapasueños que le había regalado mi abuelita Ana hace mucho para espantar a
los monstruos que habían debajo de su cama. Me lo regaló e insistió en que debía
amarrarlo bien fuerte a la cabecera de mi cama. Eso hice. Tuve suerte de que Lizeth
todavía no hubiera olvidado lo que se siente ser niño.

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Los años pasaron y desarrollé una serie de manías que le dieron forma a un
ritual nocturno para ahuyentar a las pesadillas. Lo primordial era asegurarme de que
el atrapasueños estuviera bien amarrado, si no lo estaba, perdía sus poderes
protectores. Luego tenía que trenzar mi cabello, usar solo medias tobilleras, aplicar
3 gotas de aceite de lavanda en mi almohada, cortar mis uñas al ras si estaban
largas (todavía me pellizcaba una que otra vez en mis sueños y quería evitarme),
dar tres golpecitos suaves en el marco de la cama y finalmente repasar todo lo
hecho en el día con el mayor detalle posible hasta que caer en los brazos de
Morfeo. No recuerdo mi lógica detrás de cada cosa que hacía, lo que sí recuerdo es
que funcionó. La frecuencia de mis pesadillas disminuyó significativamente y por
largas temporadas llegaba a pensar que ya no volverían, pero mi inconsciente era
cruel y despiadado, esperaba a que bajara la guardia para atacar. Por eso me
convencí de que no podía flaquear, el ritual debía llevarse a cabo al pie de la letra
siempre, siempre, siempre.
Si algo no iba acorde a lo planeado, perdía la batalla, tal como pasó en mi
cumpleaños número 16. Todo marchaba a la perfección, después de cortar la torta
de Milky Way, abrí un par de regalos. Mi papá me dio un kit de maquillaje que
terminaría arrumado en mi armario con los de los años anteriores. Mi mamá me dio
un atrapasueños de tejidos blanco cuyas fibras no convergían en el centro con la
forma de un mandala, sino un ojo con el iris multicolor. Terminamos colgándolo del
techo, todo para que años del ritual se fueran al carajo en una sola noche.
Soñé que era Frodo y el ojo de Sauron me detectaba, las garras de la oscuridad
estaban más afiladas que nunca, y esta vez las sentí agarrándome el cuello. Por
más que lo intenté, no pude gritar, pero a la mañana siguiente me desperté con la
garganta seca y adolorida como si lo hubiera hecho por horas. No sé cómo no lo vi
venir, es decir, estaba en mis narices. En fin, cuando me compuse lo suficiente,
quité mi regalo del techo y lo arrumé en mi armario con los regalos de mi papá.
Mi salvación llegó de la manera más inesperada. Un día en la clase de
español, el profesor nos recitó el Nocturno III de José Asunción Silva. Recuerdo que
sus palabras bailaban hacia mis oídos. Cuando terminó, le pregunté dónde podía
conseguir más poemas como ese y durante el descanso me llevó a la sección de
poesía de la biblioteca del colegio. Allí encontré conjuros mil veces más poderosos
que el atrapasueños. Solo bastaba con leer en voz alta un poema, un cuento o un
capítulo de una novela; luego, al llegar al final, debía leer el ultimo párrafo o la última

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estrofa una y otra vez hasta que las palabras pasaran de retumbar en mi cabeza a
bailar una coreografía armoniosa.
Así fue como modifiqué de manera exitosa mi ritual nocturno. Para conseguir
lo que quería leer tuve que inscribirme a BiblioRed porque en la biblioteca de mi
colegio ya no quedaba nada que me interesara. Exploré los pasillos de la Virgilio
Barco hasta encontrar el tipo de conjuros que funcionaban para mí. Tuve mi época
de leer cuentos de Poe y Lovecraft, con ellos probé la fascinación otros terrores.
Aunque no tenía que preocuparme que Ligeia o Cthulhu me visitasen mientras
dormía, siempre y cuando siguiera los pasos del ritual.
También pasé por la época de leer a Emily Dickinson, esa fue la mejor de
todas. La musicalidad de sus versos hacia que las palabras se deslizaran
suavemente en el aire, cada mayúscula, cada guion, cada espacio eran tan
intencionales como la métrica de sus versos. Sus temas también me cautivaron.
Llegué a leer más de 150 poemas suyos sobre la muerte y la eternidad. Dickinson
oscilaba entre creer en la absoluta aniquilación después de la muerte o en la
existencia del más allá. Parece que no llegó a una conclusión definitiva, pero ¿quién
si lo ha hecho con absoluta certeza? Cuando leí I felt a Funeral, in my Brain, pensé
que me iba a dar inmediatamente un ataque de pánico, pero no fue así. Respiré
profundo un par de veces, lo volví a leer en voz alta y nada malo pasó.
Luego me encontré con La Historia Interminable de Michael Ende. Aquel fue
el primer libro que me hizo llorar, temblar de miedo y caer en una espiral
existencialista a la vez. Tal como Bastian, me encontré leyendo el libro en los
rincones más insólitos y en los momentos menos indicados. Me sumergí tanto en la
historia que llegué a pensar que yo también estaba siendo arrastrada dentro del
libro; pude a sentir como me hundía en el Pantano de la Tristeza con Atarax o como
la blanca y cegadora Nada absorbía todo lo que existía en el Reino de Fantasía. Me
sentía aturdida por los capítulos que cerraban con un “pero esa es otra historia y
debe ser contada en otra ocasión” porque entonces, más allá de las historias
trazadas en esas páginas, se desplegaban bifurcaciones infinitas que no me cabían
en la cabeza. Pensé que mis pesadillas me habían seguido hasta el mundo de la
vigilia, pero cerraba el libro y todo volvía a la normalidad. Se me cruzó por la mente
que pude haber abusado de mis artilugios, que estaba sufriendo una sobredosis de
ficción y por eso los personajes de ese libro saltaban de las páginas y me

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arrastraban a todas sus aventuras y desventuras. Eso me obligó a monitorear mis
dosis diarias y, de esa manera poder acabar el libro, sin que él me acabara a mí.
Ya después de haber calibrado la formula exacta en la cual debía usar mis
conjuros, devoré meticulosamente cuanto libro se me atravesaba sobre la muerte y
la eternidad. Borges, por ejemplo, me rompió la cabeza con sus ensayos, pero me
curó el alma con sus poemas.
Ahora que lo pienso, creo que fue reconfortante haberme tropezado con la
literatura y saber que otros tenían los mismos miedos y dudas que yo, pero que
hacían arte con ellos, tal vez para que en las noches no atormentaran sus sueños.
Aún hoy, a mis 24 años, sigo cumpliendo una versión abreviada de mi ritual
nocturno. Aún recito poemas, citas de libros o partes de monólogos de mis series
favoritas. Ya no solo para espantar terrores en estado de hibernación, sino también
para despejar mi mente de las angustias del día a día. Esta semana es el turno de
un parlamento de un personaje de la serie The Good Place:
“…imagina una ola en el océano, la puedes ver y puedes medir su altura, la
forma en la que refleja la luz que la atraviesa. Está ahí y la puedes ver y sabes
lo que es. Es una ola. Y luego se estrella en la orilla, y desaparece. Pero el
agua sigue ahí. La ola era simplemente otra forma diferente que el agua tenia
para ser, por un ratito. Luego la ola regresa al océano, de donde vino, y donde
se supone que debe estar.”
Ya después de repetir esas palabras varias veces, solo me quedaba la
sensación y de ser la ola. Escuchaba el rumor del agua y sabía que por esta
diminuta fracción de la eternidad yo estaba aquí en esta vida, y que ahora mismo
estaba en mi cama con los ojos cerrados ya sin miedo a soñar. Y como la ola, algún
día regresaría al océano y ya no sería la yo que conozco, pero eso estaría bien,
porque en vez de desvanecerme en la nada, mi esencia se diseminaría para hacer
parte del todo.

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