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Pedro - Pero, Jesús, por favor, ¡abre los ojos! ¿No te das cuenta? ¡Mateo es un
vendido a los romanos, un lamepatas de Herodes!
Jesús - Mateo es un hombre, Pedro. Un hombre como tú y como yo.
Santiago - ¡Maldita sea con ese hombre y contigo también! Mateo es un traidor. Los
publicanos son traidores. ¡Y a los traidores hay que aplastarles la cabeza como
a las culebras!
Pedro, Santiago y yo estábamos con Jesús en la taberna del embarcadero, junto al lago. La
noche anterior, Jesús había entrado en casa de Mateo, el cobrador de impuestos de
Cafarnaum, y había comido con él.
Juan - ¿Tú no has visto que ese Mateo siempre va solo, como si fuera un leproso?
Nadie en la ciudad quiere juntarse con él. Nadie se le arrima.
Pedro - ¿Y sabes por qué? Porque apesta. El tufo de los traidores se huele a siete
leguas a la redonda.
Juan - ¿Y a un tipo así tú lo invitas al grupo, Jesús? Pero, ¿qué es lo que quieres?
¿Que vaya con el soplo donde el capitán romano?
Santiago - Yo digo lo mismo que Andrés. Si esa carroña viene con nosotros, yo me voy.
Yo no me junto con traidores.
Pedro - Ni yo tampoco. ¡Que el que está en el cielo me reviente las tripas si algún
día reniego de los míos!
Jesús - Yo no digo que no sea un traidor, Pedro. Sí, es un traidor. Es un vendepatria,
¿quién no sabe eso? Pero, a lo mejor, podemos lograr entre todos que Mateo
cambie.
Juan - “A lo mejor, a lo mejor”… ¡Y “a lo peor” se va de la lengua y nos queman el
pellejo a todos por la imprudencia tuya! Lo siento, Jesús. No tienes madera
política. No tienes olfato. A nadie se le ocurre meter un lobo en medio de las
ovejas.
Jesús - ¿Y quién dijo que Mateo es un lobo? Los lobos son otros, Juan. Mateo era
de los nuestros. Ahora es un sinvergüenza, claro que sí. Ahora le está
haciendo el juego a los de arriba, sí, de acuerdo. Pero los dientes de Mateo
no son de lobo.
Pedro - ¿Ah, no? ¿Y de qué son entonces?
Jesús - No sé, pero cuando yo vi a Mateo sentado en aquella caseta, solo, manchado
de tinta, medio borracho... me acordé de una historia antigua, una historia
que me contó el viejo Yoyaquim, allá en Nazaret, cuando yo era muchacho.
Yoyaquim - Había una vez un pastor (1) que tenía cien ovejas.(2) Por la
mañana, al levantarse el sol, se levantaba también el pastor y
salía con su rebaño hacia el monte, donde la yerba es más
verde y el agua más fresca. Todas las ovejas estaban sanas y
fuertes, limpias y cuidadas. Todas menos una. La de siempre.
La que nació enferma, con una pata más corta que las otras. La
oveja que siempre iba atrás, cojeando. Desde pequeñina, las
demás la despreciaron. Ninguna le hacía caso. Ni jugaban ni
comían con ella. Ninguna se le arrimaba. Siempre iba sola
aquella oveja. Y sucedió que un día iban por el monte el pastor
y el rebaño. Y comenzó a llover. El pastor echó a correr y las
ovejas corrieron detrás del pastor, de regreso al redil.
Pastor - ... 94... 95... 96... 97... 98... 99... ¿qué ha pasado? Me falta
una. No puede ser. Seguramente conté mal.
Pastor - ...95... 96... 97... 98... 99... ¡99 solamente! ¡Se me ha perdido
una oveja! Seguramente es la enferma, la de la pata coja.
Caray, ¿dónde se habrá metido esa desagraciada?
Pastor - Humm... ¡Mira que perderse así, en una noche tan mala! ¿Por
qué tiene que ser siempre la última? ¿Por qué tiene que andar
siempre sola? Uff... Bueno, qué le vamos a hacer. Ella se lo
buscó. Que se las arregle como pueda. Yo voy a dormir.
Pastor - ... 95... 96... 97... 98... 99... Vaya, hombre, se me ha perdido
una. ¡Voy a buscarla ahora mismo!
Yoyaquim - Pero sus compañeros le decían: “¿Cómo vas a salir así?... Está
lloviendo mucho. Es de noche. No podrás encontrarla. Ella es
una sola. ¿Vas a dejar a las otras noventa y nueve?” Pero el
pastor no hizo caso, tomó el bastón, se echó el manto encima
y salió de prisa, en medio de aquella oscuridad, a buscar la
oveja enferma que se le había perdido...
Yoyaquim - Era su oveja. ¡Y aún estaba con vida! El pastor echó a correr
hacia el barranco, bajó hasta el fondo y la sacó de allí. ¡Estaba
salvada! Después, la cargó sobre los hombros, la cubrió con su
manto y se lanzó a campo traviesa, de vuelta al redil. Y cuando
llegó, le vendó las heridas y la acostó junto a sus hermanas,
sobre la paja caliente. Y el pastor estaba tan contento aquella
noche que salió a despertar a sus vecinos.
Seis siglos antes, el profeta Ezequiel había escrito en su libro: “Así dice Dios: mi rebaño anda
suelto y no hay quién se ocupe de él. Por eso, aquí estoy yo.(3) Yo mismo cuidaré del rebaño
y velaré por él. Las recobraré de todos los lugares donde se dispersaron en el día de nubes
y bruma. Buscaré la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y sanaré
a la enferma. Y a todas las encaminaré en la justicia.”
1. En la parábola del pastor y la oveja perdida Jesús quiso explicar cómo es Dios. Resultó
sorprendente que Jesús comparara los sentimientos y la actitud de Dios con los de un pastor.
Junto con los publicanos y otros oficios despreciables (usureros, cambistas), los pastores
habían llegado a ser en tiempos de Jesús gente de muy mala fama, contados sin discusión
entre los “pecadores”.
2. El pastor de la historia de Jesús tiene cien ovejas. Para lo acostumbrado en aquel tiempo,
resultaba un rebaño de mediana importancia. Entre los beduinos, los rebaños tenían
ordinariamente entre 20 y 200 animales, tratándose de ovejas o cabras. Un rebaño de cien
ovejas era cuidado exclusivo de un solo pastor que, por su baja posición económica, no podía
permitirse contratar ningún asalariado para ayudarle. En Palestina, los pastores tenían la
costumbre de contar su rebaño al atardecer, antes de guardarlo en el redil, para tener la
seguridad de no haber perdido ningún animal.
3. En la parábola de la oveja perdida, Jesús comparó a Dios con un pastor. Y en otra ocasión
se comparó a sí mismo con un buen pastor. Estas comparaciones tienen varios antecedentes
en el Antiguo Testamento. El texto del profeta Ezequiel (34, 1-31), en el que se anunciaban
los tiempos mesiánicos, es la fuente más directa en la que Jesús se inspiró para su
comparación. Y tanto impresionó a los discípulos esta imagen, que el pastor con la oveja
perdida sobre sus hombros fue, con el pez y los panes, el símbolo más frecuentemente usado
en el arte de los primeros cristianos. Se halla la imagen del buen pastor en esculturas,
sepulcros, altares y en las paredes de las catacumbas romanas donde los cristianos
perseguidos se reunían para orar y celebrar su fe.