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dossiê/revista landa

Aira

César Aira no Jardin des Plantes de Saint-Nazaire, França. Em Des écrivains dans la ville.
Photographies de Gilles Luneau. Saint-Nazaire: MEET/Arcane 17, 1990. Vol. 2 N° 2 (2014) / ISSN 2316-5847
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

Apresentação: Dossiê Aira,


“cadáver esquisito” 3D
A academia universitária pós-moderna é pródiga em abordagens a
escritores raros que pouco circulam fora de seus domínios. Não é o caso
do autor que motiva este dossiê, César Aira (Coronel Pringles, 1949),
muito presente em seus corredores virtuais mas igualmente lido por fiéis
153 leitores mundo afora. A propósito, a palavra dossier aportuguesada soa
exatamente como em francês; a propósito, alguns professores franceses
dedicaram um encontro e um livro inteiro a uma única narrativa de César
Aira (Aira en réseau: rencontre transdisciplinaire autour du roman de
l’écrivain argentin César Aira [pronuncia-se “érrá”], Un épisode dans
la vie du peintre voyageur); a propósito, Um episódio na vida do pintor
viajante (2000) conta a história do pintor alemão Johan Moritz Rugendas
em sua travessia dos Andes desde o Chile até Mendoza na Argentina de
meados do século XIX; a propósito, na capital do Chile, no início do
século XXI, a editora da Universidad Diego Portales publicou um dos
últimos livros de César Aira, Continuación de ideas diversas (Santiago,
2014).

O Dossiê Aira não deixa de ser, por sua vez, outro “retrato”, outro
“tabuleiro de jogo”, outro “‘cadáver esquisito’ 3D”: com estes termos
o escritor nascido no meio da lisa e lhana Argentina se refere, no texto
de contracapa, a Continuación de ideas diversas – série de reflexões
que são igualmente novelitas potenciais, na linha dos diários de Kafka
ou das irrupções levrerianas. Mas o cadáver esquisito 3D apresentado
a seguir supõe-se por definição tão acefálico quanto polifacético, tanto
continuação quanto irrupções: falam nele algumas vozes do próprio
Aira – fragmentos da Continuación, antes de mais nada, em versões
originais, e um certo ensaio anterior, “Kafka, Duchamp”, em versão
brasileira; a voz de Carlito Azevedo, nas 13 variações que resgatamos
de uma caixinha contendo duas novelas de Aira (As noites de Flores e
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Um acontecimento na vida do pintor-viajante) distribuída pela editora


Nova Fronteira na Festa Literária Internacional de Parati (FLIP) em
2007; e aquelas de três pesquisadores brasileiros – Flávia Cera, Antonio
Carlos Santos e Jorge Wolff, de Florianópolis – e uma argentina, Nancy
Fernández, de Mar del Plata.

O poeta brasileiro Carlito Azevedo transforma o poeta argentino


Anibal Cristobo em personagem que apresenta no Rio de Janeiro uma
série de frases de César Aira “para depois negar que ele as tivesse dito”;
a psicanalista Flávia Cera devora um relato de Aira, La cena, a golpes
de zumbis contemporâneos; o polígrafo Antonio Carlos Santos reencena
o crime-em-ato de El criminal y el dibujante que nunca cessa de não
acontecer; a ensaísta Nancy Fernández aproxima e distingue Borges e
154 Aira pelo viés da escritura e da leitura; o professor Jorge Wolff esboça a
des-figuração dos narradores de Nouvelles impressions du Petit Maroc
e El juego de los mundos. Trabalhar com literatura, ter visitado aquela
FLIP (ainda que antes de começar) e estar vinculado à universidade
brasileira deu nisso.

De modo que, aleatório e escolhido a dedo, este conjunto de textos


pretende ser uma janelinha bilíngue do “pensamento airado” para o
mundo ou, em outras palavras, uma “janela do caos”, o caos intrínseco
a este monstro de larga risa que circula e desliza, entra e sai, tomba e
levanta sem descanso em acabadas histórias de nunca acabar.

Vale mencionar, ainda, que este trabalho foi gestado em comunidade


com outro dossiê publicado na ilha do Desterro: o Dossiê Raymond
Roussel que o tradutor Fernando Scheibe montou para a editora Cultura
e Barbárie e está disponível no Sopro 98 de novembro de 2013:
http://blog.editora.culturaebarbarie.org/2013/11/19/sopro-98-
dossie-raymond-roussel/

Gostaria, finalmente, de agradecer a César Aira e Carlito Azevedo


pela gentileza da cessão de seus copyleft à revista Landa, assim como à
heroica e compacta legião de colaboradores deste periódico acadêmico
eletrônico.
JW
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Continuación
de ideas
diversas 1

155

César AIRA

Las ideas nunca son del todo ideas, y nunca son todas las ideas. Re-
cortadas en forma de ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y
otros mil azares del discurso, materia inagotable de la Asociación,
siempre habrá una más, distinta pero parecida, y otra, como para
dar la vuelta al mundo del pensamiento. Quise escribir un libro so-
bre ellas y con ellas: sacarlas del tiempo sucesivo en que las ordena
el proceso mental y disponerlas en un volumen facetado, un “cadá-
ver exquisito” 3D, que también quiere ser un tablero de juego, y un
retrato.

[Contratapa firmada por el autor]

1 Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2014. Colección Huellas, 88 págs.
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A la medianoche del 14 de octubre de 1806, Napoleón se paseaba en


su caballo blanco por las calles de Jena en llamas. Sus tropas después
de la victoria habían entrado a saco en la ciudad, con licencia de pillaje,
destrucción y muerte. Fue la ocasión que tuvo Hegel de ver pasar fren-
te a él al Emperador, y aunque su casa también había sido saqueada
y sus libros y papeles quemados la fecha le quedó marcada por el
privilegio irrepetible de haber visto al Espíritu del Mundo en per-
sona, etc., etc., etc. La escena, en su dramatismo cinematográfico de
reunión cumbre, viene siendo desde hace doscientos años una favo-
rita de historiadores e exégetas. El mundo se pone en escena en ella.

¿Pero es el mundo realmente? Porque un polinesio, o un


esquimal, o un gaucho de las pampas argentinas, bien podría de-
cir “¿Napoleón? ¿Quién es?”. Y para tacharlos de ignorantes habría
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que poner en juego la misma soberbia ombliguista de esos verda-
deros enanos sanguinarios que se creyeron dueños del mundo sólo
por haber efectuado matanzas y destrucciones en media docena de
pequeños países de Europa. Uno siente cierta satisfacción ante ese
desconocimiento: merecido se lo tienen.

Y no es necesario ir a rincones muy lejanos del mundo para


encontrar ignorancia. Aquí nomás hay muchos, muchísimos jóvenes
y no jóvenes que no saben quién es Napoleón, aunque les suene el
nombre. Y no hablemos de Hegel. Es uno de los casos, pocos, debo
reconocerlo, en que felicito y agradezco a la ignorancia. [p. 7]

A un traductor se le están planteando todo el tiempo los pequeños


problemas de la microscopía de la escritura. Yo dejé de traducir hace
diez años, y lo hice con alivio, pero pasando el tiempo empecé a sen-
tir que había perdido algo. Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no
son las facilidades del oficio sino sus dificultades, esas perplejidades
puntuales que despertaban mi pensamiento por lo común adorme-
cido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas. Invento
una, ya que estoy. Supongamos que en una novela que sucede en un
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país lejano los personajes, en la más extrema pobreza, se ven obli-


gados a sobrevivir de lo que les da una naturaleza avara, alimentos
que el autor menciona por sus nombres, seguro de que sus lectores
connacionales captarán de inmediato de qué se trata: esos pobres
infelices están en el fondo de la miseria y del desamparo, víctimas
del atraso, de la injusticia social, casi al nivel de los animales… Pero
sucede que los alimentos que menciona para transmitir ese mensa-
je son la rúcula, los champignones y el salmón ahumado, que para
sus connacionales serán inmediatamente señales de pobreza, de
comer lo que crece silvestre en los prados y se atrapa con la mano
en los arroyuelos, mientras que en la lengua y el país del traductor
connotan caros restaurantes gourmet, sofisticación y riqueza. ¿Qué
hacer? Descartado el recurso fácil de la nota al pie, la “N. d. T.” de la
157 que todo buen traductor aborrece con justo motivo, una solución
sería evitar lo específico y poner algo así como “hierbas y hongos
silvestres, y pescado ahumado”. Eso podría funcionar, siempre y
cuando unas páginas mas allá al autor no se le ocurra que la rúcula
o las champignones o el salmón jueguen un papel en tanto tales en
el argumento de la novela, por ejemplo que los salmones que nada
contra la corriente por el río que pasa cerca de la primitiva aldea de
los personajes traigan adheridas unas partículas fosforescentes que
indican que en el mar frente a la desembocadura del río se están
llevando a cabo operaciones de mutación de algas por parte de un
grupo de científicos renegados de la NASA… Ahí yo, traductor (pero
todo esto es un problema imaginario), adoptaría una solución radi-
cal: los haría alimentarse de bagres fileteados, lo que para un lector
argentino transmitiría muy bien la idea de pobreza extrema. Y las
partículas fosforescentes se las pondrías en la punta de los bigotes.
Y como los bagres nadan a favor y no en contra de la corriente, los
científicos estarían trabajando río arriba, tierra adentro, quizás en
lo alto de las montañas haciendo sus alquimias con las rocas de las
surgentes. Poco a poco se iría transformando en una novela mía, y
no sé si podría seguir tratándose de una traducción. [p. 9-10]

*
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Cómo me gustaría escribir una novela policial que se llame La monja


asesina. Habría un homicidio, la investigación correría a cargo de
un perspicaz detective, el grupo de posibles culpables incluiría a la
esposa del muerto, a su amante, al hijo que no sabía que era su hijo,
al socio, al cuñado policía y, la menos sospechosa, una monjita que
recibía donaciones de caridad del difunto. Al final se descubre que,
contra toda apariencia, la asesina era la monja. Fin. El lector no lo
podría creer. Se quedaría mirando la última página después de leer
la última línea, con la boca abierta, atónito, perplejo, sin entender
nada. Trataría de encontrar alguna respuesta en las solapas, en la
contratapa, hasta en el número de ISBN del libro, algún dato sobre
el autor que explique esto, y después volvería a ver la ilustración de
la tapa, en la que un hábil dibujante, siguiendo mis precisas instruc-
158 ciones, habría representado a la monjita vertiendo el arsénico en
la taza de té, con una sonrisa malévola en el rostro ya despojado de
la máscara de dulzura y sumisión con la que transitó las doscientas
páginas de la novela hasta el desenlace y revelación. “!No puede ser!
¿Será una broma?”. No se explicaría cómo la editorial pudo consentir
en algo semejante. Evidentemente el autor ha hecho valer su presti-
gio, porque a un desconocido jamás se lo permitirían… Terminaría
poniendo en la cuenta de mis vanguardismos. [p. 11-12]

Cuando vivía en Escobar, Laiseca tenía varios animales. Vivía en Es-


cobar justamente porque ahí podía tener una casa con patio para
sus animales. (A pesar del sacrificio de viajar dos o tres o cuatro
horas todos los días; él decía que tenía dos trabajos pero cobraba
sólo por uno.) Un día al volver a su casa encontró que los perros ha-
bían matado al gatito cachorro que había recogido pocos días atrás,
y con el que se había encariñado. Se entristeció y se enojó con los
perros, en realidad se puso furioso, quería castigar a esos asesinos,
pegarles, encerrarlos… Pero lo que hizo (le salió espontáneamen-
te, sin explicación) fue ponerse a ladrar y aullar como un perro. Sin
habérselo propuesto, había dado con el castigo más eficaz; los per-
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ros se aterrorizaron. Con los pelos erizados como si estuvieran re-


cibiendo una descarga de cien mil voltios, retrocedían con las patas
encogidas, la panza tocando el suelo, se arrinconaban, gemían, los
ojos dilatados por el espanto. Tardaron días en recuperarse. Eviden-
temente, para un perro la amenaza de que su amo se vuelva el perro
es lo peor que le puede pasar, peor todavía que la muerte. Se explica,
creo, porque ese hombre transformado en perro seguirá siendo el
amo (él no puede concebir otra cosa: ya lo ha interiorizado como
amo) pero además será perro, es decir sabrá lo que él sabe, conoce-
rá desde adentro los mecanismos de acción y reacción del perro, y
podrá ejercer un dominio al lado del cual el del hombre-hombre so-
bre el perro es apenas un simulacro lúdico de poder o dominación.
Un poder así aterroriza. [p. 14]
159

Dicho pringlense, denunciando el uso abusivo de la primera perso-


na del plural por quien se adjudica participación activa en un traba-
jo que han hecho otros:

–“Aramos”, dijo el mosquito.

Línea de diálogo de una famosa novela de Alejandro Dumas –


Augusto Maquet, en la que un personaje responde a la pregunta por
su nombre:

– Aramis –dijo el mosquetero. [p. 17-18]

*
El realismo es lo que da la posibilidad de extenderse en el relato y
escribir libros de muchas páginas. Qué raro. ¿No debería ser al re-
vés? Porque lo fantástico permite el vuelo de la imaginación, al que
los hechos le ponen límites estrictos. (No es que lo fantástico no ten-
ga límites: se los pone el verosímil, que ahí es más implacable que
en el realismo.) Pero creo que el realismo se extiende más porque
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admite mas descripción, más comentario. Lo fantástico se agota en


su formulación, y mucha descripción o comentario o acumulación
de detalles lo hace menos creíble.

Ahora bien: ningún relato es del todo fantástico. Lo fantásti-


co es una desviación de contraste sobre una base inevitablemente
realista. Eso produce una alternancia, un ritmo, de extensión y bre-
vedad. [p. 25]

160 El viejo Síndrome de la Página en Blanco ha muerto. Lo mató la com-


putadora. Deberíamos alegrarnos, porque era una fuente de ansie-
dad y preocupación, un bloqueo creativo. Pero veo que no es tan
así, porque los viejos usuarios del papel seguimos agenciándonos
un ersatz del síndrome muerto, como si lo extrañáramos, abriendo
un documento nuevo en el Word, y mirando, al menos por un ins-
tante, la página en blanco que se dibuja en la pantalla. Qué patético.
Los llamados “nativos digitales” no lo hacen jamás. Ellos tienen un
nuevo síndrome al que hacer frente, el de la Página Llena, porque
efectivamente la pantalla de la computadora está cubierta con toda
la información y la literatura y el arte del mundo, y es muy difícil
poner algo más. Sólo se puede redistribuir lo que ya hay, o “inter-
venirlo”. Esto último, la intervención, es la forma artística que se ha
impuesto, con buenos motivos como se ve. [p. 26-27]

En los años setenta, entre mis amigos escritores se hablaba con ad-
miración de la poesía concreta de los brasileños, y del Coup des dés
de Mallarmé, que era su mito fundacional. Todos coincidíamos en
que era una innovación valiosa, y asentíamos a su soporte teórico.
Muy bien. Yo aceptaba todo eso, que la linealidad convencional de la
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vieja literatura debía romperse, la página constelarse, que había que


liberarse de la apolillada sintaxis del discurso banal y dejar que las
palabras hicieran el amor (recuperando el prestigioso slogan sur-
realista), que la escritura se hiciera escritura de verdad y no trans-
cripción fonocéntrica del lenguaje, etc., etc. Pero al mismo tiempo,
sin renunciar a mi aceptación de estas ideas de ruptura creativa, en-
contraba pobres sus resultados. No estaba dispuesto a renunciar a
tanto. Podía escribir algo así en términos de juego de salón, no en los
de mi vocación, entonces en ciernes, de escritor.

Sin proponérmelo realmente, resolví la contradicción a mi


modo. No es que quiera ponerme de ejemplo, pero esto es ilustra-
tivo de lo que quiero proponer. Mi modesta superación dialéctica
de mi modesta contradicción de conciencia fue una novelita (que
161
nunca publiqué ni falta que hace): Zilio. Consistía de más o menos
una decena de capítulos, todos repitiendo el mismo argumento: un
estanciero de la pampa, con un gran establecimiento de muchos em-
pleados y constantes invitados, era aficionado a los hongos, estu-
dioso de sus especies y variedades, y gastrónomo; salía a recoger
ejemplares comestibles en los montes y prados de su propiedad, los
cocinaba, y envenenaba a todo el mundo: los hongos que había ele-
gido eran muy parecidos a los comestibles pero eran venenosos, en
alto grado. Morían todos, menos él, que se salvaba in extremis. Toda
la novela era así, el último capítulo igual que el primero, con toda
clase de variaciones por supuesto sin cambiar el argumento.

De ese modo yo hacía mi “novela concreta”, es decir espacia-


lizaba el tiempo, lo ponía (al tiempo) en un plano visible, pero sin
renunciar a la riqueza de la literatura que a mí me gustaba, dándo-
me en las variaciones de cada capítulo todas las posibilidades de la
invención (más que en otro tipo de relato más convencional, donde
esas posibilidades están limitadas por las exigencias de la continui-
dad: en la repetición valía todo), sin renunciar siquiera a la linea-
lidad que estaba denunciando, porque el lector podía mantener la
expectativa de que en el próximo capítulo este sujeto al fin acertara
con los hongos comestibles. Mantenía algo que conservé en todo lo
que escribí después: el verosímil; porque equivocarse con los hon-
gos es algo que pasa, y volver a equivocarse también. De hecho, me
había dado la idea algo leído en un libro de John Cage, sobre hechos
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que le habían sucedido; y Cage, no casualmente, estaba muy en la


línea de esta clase de vanguardismos.

En fin. No quiero (no podría) hacer el panegírico de este vie-


jo experimento, pero, como dije, su recuerdo me ha sugerido que
habría un modo de rescatar vanguardias radicales inviables, de las
que se califican de “callejón sin salida”. Justamente el recuerdo me
vino el otro día, leyendo un artículo sobre letristas y situacionistas.
Lo leía con el previsible escepticismo con que leo casi todo en es-
tos tiempos, sin siquiera prestar mucha atención, a pesar de lo cual
en ciertos pasajes revivió mis simpatías y ambigüedades de antaño.
Esa película con la pantalla negra del comienzo al fin, esos poemas
hechos todos de consonantes elegidas al azar, una novela escrita en
signos idiosincráticos indescifrables… Todo eso no llevó a nada, de
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más está decirlo, lo cual no impide admirar, y hasta exaltarse, con el
valiente extremismo de la actitud, sobre todo en vista del enemigo
al que apuntaban, que sigue siendo nuestro enemigo: el pasatismo,
la demagogia, la apropiación comercial del arte. De ahí que me pre-
gunte si no sería posible “traducir” esas actitudes, sin traicionarlas
(y hasta radicalizándolas más todavía), al idioma de la vieja litera-
tura que decidió nuestra vocación. Me gustaría pensar que es lo que
he venido haciendo yo todos estos años. (No me gustaría en cambio
pensar que lo que hice fue simplemente tematizar propuestas van-
guardistas.) [p. 29-31)

Fui un lector muy precozmente intelectual, muy highbrow y no poco


snob, muy literario. A los catorce años ya estaba leyendo a Kafka, a
Proust, a Borges. Quería ser escritor, y me reflejaba en los grandes
escritores que admiraba. Mi padre, que no podía estar más lejos del
mundo de la literatura, leía a la noche en la cama, antes de apagar la
luz, unas novelitas de vaqueros, de un autor que se llamaba Marcial
Lafuente Estefanía. Siempre había una en su mesa de luz. Eran unos
libros chicos, con tapas de papel, no más de cien páginas en papel
barato. A veces por la tarde yo iba a tirarme en su cama y les echaba
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una mirada. Leía un poco, no creo que mucho porque mi gusto ya es-
taba envenenado, y no podía encontrarles ningún mérito, ni siquiera
el del entretenimiento. Volvía pronto a mi dieta de Historia de la Lite-
ratura, pero no sin un vago sentimiento de nostalgia. Nostalgia de la
liviandad, de la impunidad, de una cierta libertad que faltaba en mis
autores de cabecera. Yo quería ser un gran escritor, un genio, como
Kafka o Proust, pero esos escritores estaban cargados con la inmen-
sa responsabilidad de mantener la calidad, de construir su Obra-Vi-
da, de no apearse del monumental camello de lo Sublime… Exagero,
pero lo hago para dar una idea del contraste que sentía entonces. Y
de un conato de angustia que sentía palpitar dentro de mí. Porque
siendo un genio como quería ser tendría que renunciar al dichoso
anonimato de Marcial Lafuente Estefanía (perfectamente anónimo
163 a pesar de sus tres sonoros nombres), que no tenía nada que temer
de los críticos ni de los historiadores de la literatura y podía escribir
lo que se le diera la gana, de a una novelita por semana, que era el
ritmo en que aparecían, como una artesanía feliz y despreocupada.
Nunca resolví la contradicción, y creo que a lo largo y ancho de mi
vida de escritor escribí sin tratar seriamente de resolverla.

Mientras escribía lo anterior recordé algo que me dijo mi pa-


dre una vez sobre sus lecturas. Debió de causarme una impresión
especial porque recuerdo la circunstancia: viajábamos en tren, no
sé adónde ni por qué, pero seguramente era un viaje largo, porque
él había llevado una de las novelitas de marras y la iba leyendo. No
recuerdo si yo le saqué conversación al respecto, pero me dijo que
sospechaba que los autores (el plural era una elocuente intuición
sobre el anonimato esencial de esa materia) debían de tener algo
así como módulos previos (no usó esa palabra, pero era lo que que-
ría decir) con los que “armaban” cada novela, ahorrándose trabajo.
Apuesto a que era una sospecha bien fundada. Me hizo soñar con
novelas que se escribieran solas, o con una ingeniosa máquina que
produjera novelas a entera satisfacción del autor y felicidad del lec-
tor. Me anticipaba a los sueños razonados de Raymond Roussel. [p.
37-38]

*
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La lectura de una novela, como la de las buenísimas novelas poli-


ciales inglesas que estoy leyendo ahora, despierta inevitablemente
la nostalgia de la novela. Uno la siente como algo valioso que se ha-
cía en el pasado, que hacían escritores talentosos y laboriosos, y lo
hacían tan bien que el resultado maravillaba, y sigue maravillando.
¿Cómo podían hacerlo? ¿Qué formación, qué circunstancias, lo ha-
cían posible? ¿Qué estímulos, para tomarse el trabajo? [p. 45]

164
¿La principal influencia en mi vida de escritor? Las historietas de Su-
perman, de los años cincuenta y sesenta. Ahí estaba todo lo que yo
después quise hacer escribiendo, y en cierta medida, hasta donde
pude, hice. Los argumentos tenían muy poca psicología, en su lugar
tenían siempre un sutil juego intelectual. Éste se desprendía de las
premisas. Superman tenía poderes casi absolutos: podía ver a través
de los cuerpos, ver y oír sin importar la distancia, desplazarse a la
velocidad de la luz, mover planetas con una mano. Es decir que esta-
ba en una posición de Absoluto, que es donde empiezan los mejores
juegos de ideas. De modo que su archienemigo, Lex Luthor, debía
urdir planes tan ingeniosos como gambitos de ajedrez para derro-
tarlo (no se trataba sólo de fuerza o poder, eso quedaba descartado),
y Superman a su vez debía superarlo en ingenio… A Superman lo
afectaba una sola sustancia: la kriptonita, de la que había tres va-
riedades, la verde que lo debilitaba, la roja que le producía efectos
impredecibles (se quedaba ciego, o calvo, o se ponía a contar chis-
tes incontrolablemente, o cualquier otra cosa), y la dorada que lo
despojaba de sus poderes definitivamente y para siempre. Como se
ve, apasionantes desafíos intelectuales para el joven lector. También
estaban los enemigos provenientes de otras dimensiones (como el
señor Mxptlx, un peligrosísimo arlequín que se colaba a la realidad
desde la quinta dimensión donde vivía, y a la que sólo Superman
podía hacerlo regresar mediante tretas), los mundos paralelos (el
mundo Bizarro, donde todo funcionaba al revés), las historias hipo-
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téticas insertadas en la historia “real”, las trampas lógicas, las reglas


de juego que se respetaban escrupulosamente y que valía la pena
respetar.

Los cuadritos eran una grilla perfectamente regular, el dibujo


un prodigio de economía y legibilidad, y los colores, sobre todo los
colores, claros, hermosos como un amanecer o como el pensamien-
to cuando se enfrenta a la aventura de la inteligencia.

De ahí, pasé directamente a Borges. Esas maravillosas his-


torietas me habían preparado para el goce y el ejercicio pleno de
la literatura. Y las revelaciones posteriores (Lautréamont, Marianne
Moore, por nombrar dos) se fueron encadenando en ligeros despla-
zamientos guiados por el hechizo persistente de los dibujos, los co-
165 lores, la visibilidad intensiva de las reglas de juego de la ficción de
Superman. [p. 46-47]

“Te comprendo. ¿Quién soy yo para criticarte?”, dice el bien pensan-


te. Si pensara mejor todavía diría: “Te critico. ¿Quién soy yo para
comprenderte?”. En efecto, me parece que comprender, efectuar la
aprehensión intelectual, es más presuntuoso, más paternalista, más
intrusivo, que arriesgar una crítica. La crítica tiene una humildad,
en tanto arriesga, desnuda y pone al descubierto, a la intemperie, el
entramado intelectual que sostiene el yo del crítico. [p. 74]

Uno de los varios motivos por los que me opongo a la promoción de


la lectura es el más evidente de todos, y por ello el menos visible: los
libros está llenos de vulgaridad, prejuicios, estereotipos, falsedades.
Su frecuentación no puede sino embotar el pensamiento y la sensi-
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bilidad, distorsionar las ideas, falsificar la experiencia.

Se dirá que los buenos libros no son así, y que producen los
efectos contrarios a éstos. De acuerdo, pero los únicos que leen bue-
nos libros son los que leen desde siempre y no necesitan campañas
de promoción de la lectura. Los que no han leído, y se deciden a ha-
cerlo por una de estas campañas, necesariamente van a leer libros
malos. [p. 85]

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Kafka,
Duchamp
1

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César Aira

A fábula, como forma literária breve, a fábula de Esopo e La


Fontaine, é um gênero demonstrativo, quer dizer, que pretende demons-
trar uma verdade moral ou histórica ou política. Os gêneros didáticos, ou
em geral todo discurso que pretenda demonstrar alguma verdade, preci-
sam dos “tipos”, dos indivíduos universalizados, porque os indivíduos
individuais contêm demasiados elementos contingentes para funcionar
como blocos eficazes de uma demonstração. Aquilo que no romance
realista são os “tipos” sociais ou históricos, na velha fábula foram os
animais, nos quais a passagem de indivíduo a espécie se dá com fluidez.
A espécie funciona como tipo na sociedade de fábula, o “reino” animal,
do qual o Leão é Rei, o Macaco Ministro do Interior, o Coelho proletário
e a Raposa conspiradora. Sempre há só um de cada, porque um é sufi-
ciente para fazer a ação avançar, quer dizer, chegar à moral da história.

1 Originalmente publicado em Revue Tigre, Paris, 1999. Traduzido do castelhano por Jorge
Wolff.
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Onde há fábula, há animais, e vice-versa; pelo menos, há fábu-


la onde há animais como protagonistas da história. Quando se trata de
animais e a intenção não foi escrever uma fábula, como nos relatos de
Kafka, vale a pena investigarse não estará justificada nossa suspeita de
que mesmo assim são fábulas afinal. Quero examinar neste sentido o
conto “Josefina, a cantora ou O povo dos camundongos”, em cujo título
mesmo se postula o duplo status dos animais na fábula, como indivíduo
e como espécie.

Isto posto, se é uma fábula, o que quer dizer demonstrar? Com


certeza, não há uma moral visível, mas desde que teve leitores todos
viram neste conto o esboço de alguma lição sobre a situação do artista
na sociedade. O que me parece que ninguém notou é a classe particular
de artistas e obra de arte que se desenha no texto, e que não é outra coisa
168
senão o ready-made tal como Duchamp o inventou. Ou seja, a obra de
arte como um objeto qualquer, escolhido em meio ao universo dos obje-
tos com expressa indiferença estética e ética, e promovido a obra de arte
pela decisão do artista. O assobio de Josefina é um ready-made pleno
e, no começo do conto, Kafka o descreve em um parágrafo que é uma
caracterização perfeita do ready-made:

Mas de fato não é apenas assobio o que ela produz. Se alguém se coloca à
distância e fica escutando, melhor ainda – submete-se a uma prova nesse sentido; se
portanto Josefina eventualmente canta entre outras vozes e alguém se propõe a tarefa
de reconhecer sua voz, então é irrecusável que não irá escutar outra coisa senão um
assobio comum, que no máximo se destaca um pouco pela delicadeza ou pela debi-
lidade. Mas se o observador fica diante dela, aí então não é apenas um assobio: para
compreender a sua arte é necessário não só ouvi-la como também vê-la. Mesmo que
fosse somente o nosso assobio cotidiano, aqui já existe a singularidade de alguém que
se põe, solenemente, a não fazer outra coisa senão o usual. Quebrar uma noz não é
verdadeiramente uma arte, por isso ninguém ousará convocar um público e, para entre-
tê-lo, começar a quebrar nozes diante dele. Mas se apesar disso ele o faz e sua intenção
é bem-sucedida, então não se trata única e exclusivamente de quebrar nozes. Ou então
se trata de quebrar nozes, mas se verifica que não demos atenção a esta arte porque a
dominávamos completamente e que este novo quebrador de nozes mostra a verdadeira
essência dela – momento em que poderia até ser útil ao efeito se ele fosse menos hábil
em quebrar nozes do que a maioria de nós.2**

No caso de Josefina, não se trata de uma invenção da música


(nesse caso seria um mito, não uma fábula), como o urinol de Duchamp
não é uma invenção da escultura. A música já existia entre os camundon-

2 Tradução de Modesto Carone. São Paulo: Companhia das Letras, 1998, pp. 39-40.
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gos:

Embora não sejamos musicais temos tradições de canto; em épocas antigas


do nosso povo o canto existiu; as lendas falam a esse respeito e foram conservadas
inclusive canções, que naturalmente ninguém mais sabe cantar. Temos portanto uma
noção do que é canto e a arte de Josefina não corresponde, na verdade, a essa noção.3***

Do mesmo modo, os ready-mades de Duchamp “não coincidem”


com a ideia tradicional que fazemos da pintura ou da escultura.

O ready-made tem algo de fábula, quer dizer, de demonstração


feita à base de figuras coloridas e inesquecíveis, demonstração “diverti-
da”, um pouco artesanal e doméstica, como o eram a física ou a quími-
ca “divertidas” de antanho, quando ainda estavam ao alcance de todos.
Uma marca que ready-made e fábula compartilham é a brevidade. Por
169 ser demonstrativa, e dado que a essência da demonstração é, justamente,
demonstrar-se, e fazê-lo pelo caminho mais curto, a fábula é necessaria-
mente breve: uma vez que se pode supor o leitor razoavelmente conven-
cido, a fábula termina; estirá-la seria correr o risco de fazer vacilar essa
convicção.

A brevidade em geral está em função do que há a dizer: nos gê-


neros breves não se escreve para ocupar o tempo do leitor, como no ro-
mance, mas para ocupar sua inteligência. E isso pode ser questão de um
instante, ou, melhor dito, sempre o é. Quanto mais breve, mais eficaz.

O ready-made também tem, e pela mesma razão, tendência à


brevidade. Seu próprio nome o diz: “já feito”, quer dizer, com o tem-
po incluído. Por mais tempo que tenha levado para fazer o urinol ou
o porta-garrafas (que de resto são objetos industriais, nos quais já se
transformou a relação tempo-fatura que regia os objetos artesanais), sua
transmutação em obra de arte é coisa de um instante, do instante psico-
lógico da decisão do artista.

Neste sentido, no sentido em que funciona como uma fábula, o


ready-made é um modelo de toda a arte do século XX, que é experimen-
to de arte, ou arte experimental. O experimento é breve já que busca che-
gar o quanto antes à conclusão: “... que é o que queríamos demonstrar”.
O Nu descendo uma escada havia sido uma prefiguração desta relação
transfigurada com o tempo.

3 Idem.
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Kafka, de sua parte, teve uma questão pendente em toda sua vida
com a extensão de seus escritos. É conhecida sua ideia de que só podia
escrever bem se o fazia “de uma só vez”, numa sessão única, e o que
se pode escrever numa só jornada (numa só noite, em seu caso) tem
limites. Daí que tendesse naturalmente à escrita de fábulas. Para ele as
coisas se estendiam mais que para Esopo por seu estilo jurídico de ve-
rossimilhança. Precisava examinar microscopicamente a ação, e dar ra-
zão, não tanto com fins “psicológicos”, mas antes como casuística. E as
espécies animais (também podiam ter sido vegetais, e foram humanas,
sociais) obedecem ao complexo de causas que melhor se adapta a seu
estilo. “Josefina a cantora...” é o caso perfeito de uma fábula de Esopo
reescrita por Kafka.

Mas qual é a moral desta fábula? Penso que é necessário bus-


170
cá-la na distância entre a obra de arte que Josefina produz, o canto, e a
enigmática invenção de Duchamp. Kafka escreve o ready-made até suas
últimas consequências: em sua produção e em sua recepção.

Primeiro, em sua produção. Quer dizer, em seu tipo peculiar de


produção: já está feito. É o assobio ancestral de todos os camundongos,
tal qual. Não se põe nem se tira nada, e o mesmo poderia ter sido qual-
quer outra característica da espécie, por exemplo, seus movimentos (e
nesse caso teria sido dança, não canto), ou a calor da pele ou o contorno
do corpo (desenho e pintura), ou as reações (teatro) ou o que seja. Essa
produção “negativa” tem seu reverso positivo: a arte é assumida como
tal, e Josefina se inventa “artista”, e sua arte é “alta”: nada a ver com as
velhas canções populares dos camundongos. Que seja uma artista de ca-
ricatura é efeito do gênero fábula, como o leão é uma caricatura do rei,
ou a formiga uma caricatura do bom camponês previdente.

Segundo, na recepção, que também é de tipo peculiar. Na fábula


de Kafka, a comunidade, o povo dos camundongos, tem a reação “cor-
reta” ao ready-made, se é que tal coisa pode se dar. Talvez por serem ca-
mundongos, ou por funcionarem como espécie, se põem à altura de um
impossível: um ato deliberado e ao mesmo tempo coletivo. (Aí está, dito
seja entre parênteses, o núcleo do conceito da evolução segundo Darwin,
tão difícil de captar). O povo dos camundongos decide, em perfeita sin-
cronia com o artista, que esse objeto escolhido mais ou menos ao acaso,
e indiferente esteticamente, é uma obra de arte, e age em consequência.
O indivíduo e a comunidade coincidem em um ponto, e nada mais que
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um, mas é um ponto sem retorno. Kafka, ou o narrador camundongo do


conto, coloca-o nestes termos: o canto de Josefina é “a mensagem da co-
munidade ao indivíduo”. Um discurso qualquer, ou inclusive uma obra
de arte convencional, seria o contrário: uma mensagem do indivíduo
à comunidade. Mas esta obra, este canto, o ready-made, transmutou o
individual em coletivo por efeito da decisão compartilhada, e ao mesmo
tempo fez do receptor um indivíduo separado e incomunicável, porque
não há língua por fora da operação com a qual compartilhar a classe de
gozo que proporciona este tipo de arte. (Apollinaire disse, no começo da
carreira de Duchamp, que este era o homem destinado “a reconciliar o
artista com a sociedade”, coisa que ninguém chegou a entender, ainda
que o próprio Duchamp, em sua velhice, deu uma interpretação muito
sensata: “Apollinaire queria apenas dizer algo amável sobre mim, e isto
171 foi o que lhe ocorreu nesse momento”).

Para nos aproximarmos mais à moral desta fábula, é preciso exa-


minar uma marca dos contos de Kafka: são quase sempre dois contos
encaixados um no outro. Faz-se especialmente notório em contos como
“Na colônia penal”, onde a história que chama a atenção é a da máquina
de atormentar-escrever, que deu tanto o que fazer aos críticos e intérpre-
tes, mas esta história está emoldurada em outra, a do problema adminis-
trativo que se criou na Colônia. Como se advertisse que o assunto “in-
terno” podia chamar a atenção do leitor em excesso, Kafka fez crescer
em outros relatos o “marco”, até fazê-lo excludente em alguns textos,
como “O mestre-escola da aldeia”. E, de fato, os romances O castelo
e O processo são todos eles descrições do marco de um centro que fica
vazio. E talvez aqui esteja o segredo da inovação de Kafka, a chave
do “kafkiano”. Desde sempre na literatura, os relatos, curtos ou longos,
usaram uma história segunda, ocasional, para emoldurar ou apresentar
ou por em cena a invenção principal. Kafka terminou eliminando esta
invenção, ainda que desenhando-a no aberto com a invenção secundária.
Ao não dizer nada sobre este centro (sobre o que acontece dentro do
castelo, ou do conteúdo do processo) criou um universo peculiar, que
soa a formalista, vazio, e deste vazio irradia um sentimento angustiante
de inutilidade que contamina a atividade das personagens.

Em “Josefina...”, o relato marco, e na realidade o único assunto


que o narrador se propõe a narrar (o canto ready-made é uma preliminar
para que se entenda o resto), é a questão do pagamento que Josefina
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reclama por seus préstimos artísticos, pagamento que o povo dos ca-
mundongos se nega, bastante razoavelmente, a fazer. É como se, neste
caso, desde o relato periférico se pudesse ver o vazio essencial do nú-
cleo; mas, à diferença do que sucedia em O castelo ou O processo, este
núcleo central está habitado, por Josefina, que insiste em reclamar seu
reconhecimento, que não é outra coisa que seu pagamento.

Neste ponto devemos nos voltar ao “conteúdo”, quer dizer, des-


mascarar as personagens da fábula. E ver atrás de Josefina o artista do
século XX, e atrás do povo dos camundongos a sociedade contemporâ-
nea. A partir de Duchamp, o artista abandona a artesania do fabricante
de objetos e, ao renunciar ao trabalho, deveria renunciar a toda retribui-
ção que não fosse abstrata ou intelectual. Isto os camundongos estão
dispostos a lhes conceder. Mas o artista pede, além disso, um pagamento
172
econômico. Aí inicia um caminho sem retorno; não pode deixar de exi-
gir o pagamento, mesmo, e sobretudo, quando se fez evidente que não
lhe pagarão. É seu único recurso para se legitimar historicamente; sem
ele, é como se sua arte não se fizesse realidade.

E aqui vemos que neste conto (que é o último que Kafka termi-
nou, talvez o último que escreveu) a relação entre o que chamei “inven-
ção inicial” e o que chamei “marco” se altera e quase se desvanece. Em
“Na colônia penal” havia um equilíbrio perfeito entre ambos; em “O
mestre-escola da aldeia”, a invenção inicial (a toupeira gigante) desa-
parecia, mas conservava seus contornos (inconfundíveis, tratando-se de
uma toupeira gigante); nos romances desaparecia sem deixar contorno
porque o marco o tinha devorado inteiro. E aqui, em “Josefina”, reapa-
rece, mas não já como conteúdo sem continente, senão quase como o
efeito de uma causa: os camundongos negam-se a pagar porque o canto
é um ready-made, o que quer dizer que incorporou tematicamente o va-
zio. É um vazio de trabalho, e logicamente não querem pagar por ele. Se
Josefina insiste a despeito dessa lógica, é porque descobriu que a falta de
trabalho não equivale à falta de arte.

A conclusão seria que o trabalho habita o tempo, e o constitui; o


trabalho, de um modo ou de outro, sempre é o trabalho de criar efeitos
a partir de causas. Mas em certo momento da História o efeito pode se
superpor à causa, até adiantar-se, e isso pode levar o nome de “arte”.

Kafka não era um crítico de arte e, evidentemente, não sabia


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da existência de Duchamp e dos ready-mades. Mas vivia a mesma


História e estava exposto aos mesmos estímulos. O formato que deu a
sua invenção simultânea foi o da fábula, com o que a literatura, como já
havia feito outras vezes no passado, utilizou suas expansões pelo sistema
das artes para criar realidade. Talvez aí encontremos a mais velha razão
de ser das velhas fábulas, que não deveria ser a repetição estéril mas a
repetição evolutiva; para que haja criação se deve passar a outro nível, e
que outro nível resta senão o da realidade? Se fosse uma fábula, a moral
do conto de Josefina seria precisamente a história da arte do século XX,
tal como sucedeu. A moral das fábulas, se são fábulas cabais, é redun-
dante: repete o que já se disse e oferece apenas a modesta gratificação
do reconhecimento. Para sair do redundante, para que haja algo novo, é
preciso que a História se ponha em marcha, e a História é real. Na eter-
173 nidade (a espécie) do povo dos camundongos, o canto de Josefina foi um
fato histórico, como o foram a fábula, o ready-made, Duchamp e Kafka.
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13 variações
sobre
César Aira 1

174

Carlito Azevedo

Variação no 1

Quem começou, entre nós, com esta história de César Aira, acho
que foi o poeta argentino Anibal Cristobo. Assim que veio morar no Rio
de Janeiro. Lembro que nos recebia em seu apartamento em Botafogo
(esse “nós” aí se refere a certo grupinho de amantes da literatura, como
de resto os há em qualquer cidade do mundo ao que parece) e, lá pelas
tantas, soltava qualquer coisa assim: “Como escreveu o César Aira, a
literatura é o contrário da psicanálise, pois enquanto esta parte de um
mal-entendido para chegar a uma verdade, aquela parte de uma verdade
para chegar a um mal-entendido”.

1 Publicado originalmente em caixa da Editora Nova Fronteira, contendo um livreto com este
texto e dois romances de César Aira, As noites de Flores e Um acontecimento na vida do pintor
viajante, por ocasião da Festa Literária de Parati (FLIP) de 2007.
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A seguir, em geral no dia seguinte, tomava o cuidado de ligar


para todos os presentes com suas retificações: “Não... não foi César Aira
quem escreveu aquilo, César Aira na verdade escreveu uma espécie
de autobiografia em que o autobiografado, César Aira, morre aos seis
anos”.

Tudo isso para, num próximo encontro, desmentir mais essa in-
formação, substituindo-a por coisas como: “Em um dos romances de
César Aira há uma cena inesquecível em que uma louca... enlouquece.
É claro que há milhares de exemplos na literatura em que uma pessoa
aparentemente sã, sob um choque terrível, enlouquece... Mas essa talvez
tenha sido a primeira vez em que uma pessoa já louca, sob um choque
terrível, enlouquece... É como ver Deus”.

175 Ou então: “Nos textos de César Aira é comum o vento falar, os


carrinhos de supermercado falarem, os morcegos falarem...”

Ou ainda: “César Aira diz que, quando fez seis anos, aprendeu a
ler e a escrever. E que seis meses depois já era um leitor pedantíssimo”.

Quando já estávamos absolutamente seduzidos pela falta de uma


resposta concreta, de uma perspectiva segura, de três dimensões bem só-
lidas, veio o suplemento “Babélia”, do jornal espanhol El País, chaman-
do César Aira de “o segredo mais bem guardado da literatura argentina”.

Então era isso o que nosso amigo estava tentando fazer? Em lu-
gar de nos revelar César Aira, tentava ocultar César Aira. E utilizando o
método Poe/Lacan da carta roubada. César Aira estava tão exposto que
estava escondido.

Esse fato novo veio pôr fim à inércia que em geral faz com que
não nos apressemos a comprar os livros que nos recomendam, e a não
ler os que compramos, inércia explicada talvez pelo fato de desejarmos
que o ato de ler seja um ato de liberdade, e não de obediência.

E fomos aos livros de Aira.

Aí mesmo é que se perderam de vez as respostas concretas, as


perspectivas seguras, as três dimensões sólidas.
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Variação no 2

No romance O mago, de César Aira, o personagem principal é


um mágico de verdade. Ou seja, o que os outros conseguem realizar uti-
lizando truques e efeitos, ele realiza de fato. E poderia realizar prodígios
ainda maiores que aqueles exibidos em espetáculos de magia, não fosse
seu medo de influenciar de algum modo o curso do mundo, das conse-
quências que suas magias poderiam, involuntariamente, causar. Ele sabe
muito bem que o simples fato de fazer um chapéu aparecer na cabeça de
um homem pode alterar a história universal. Por isso, conforma-se, tran-
cado em seu quarto de hotel, em fazer sua escova de dentes, sua escova
de barba e seu dentifrício girarem no ar como um carrossel fabuloso.

Verossímil? Inverossímil?
176
Verdade? Mentira?

Banal? Extraordinário?

O caso é que a ficção de César Aira não se preocupa muito em


ver esses termos como oposições, mas se faz instrumento privilegiado
para analisar suas relações complexas (expressão cara a outro argentino
que aprendemos a amar por aqui: Juan José Saer).

Aira adora criar algo bem inverossímil para depois desdobrar a


ficção até tornar aquilo tremendamente verossímil, e depois mais uma
volta no parafuso faz a coisa fica inverossímil, e mais uma volta no pa-
rafuso, e outra, e outra...

Em As noites de Flores, o esforço é tornar verossímil um mons-


tro de um metro de altura, meio morcego e meio papagaio, que despenca
numa rua de Buenos Aires dizendo ter vivido nas estrelas. E consegue.
Ao preço, é claro, de novas inverossimilhanças.

Em um de meus livros preferidos, A costureira e o vento, tudo


pode ser explicado se imaginarmos que até as mais inesperadas coinci-
dências ocorrem. Mas isso é tema para uma outra variação.

Variação no 3

Algum filósofo, antropólogo, psicanalista, já levou a sério, já


investigou a fundo a questão das “coincidências”? Ou esse tema já foi
lançado de vez na lata de lixo das questões menores?
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Uma busca na internet sobre “coincidência” nos deixa de queixo


caído. Quase não há coincidência que não tenha ocorrido de fato. Não
sei se alguém se deu ao trabalho de verificar as coincidências que são
relatadas ali. Mario Quintana dizia que a mentira é uma verdade que
esqueceu de acontecer, pois para mim a coincidência é uma mentira que
lembrou de acontecer. São coisas extraordinárias. A minha série pre-
ferida é a que relata as coincidências entre Abraham Lincoln e John F.
Kennedy.

Minha pergunta é: o que se diria de um romancista em cujos


relatos houvesse tantas coincidências assim? Quem não se deparou com
fatos incríveis, diante dos quais, alguém comentou: “se alguém escre-
vesse um romance assim, ninguém acreditaria”, ou “contando ninguém
acredita”. Em Um acontecimento na vida do pintor viajante, quando
177
o pintor Rugendas, e seu acompanhante, o também pintor Krause, se
deparam com certas maravilhas naturais do Novo Mundo, da região an-
dina, do Aconcágua, não deixam de comentar: “Deveríamos desenhar
isso. Mas quem acreditaria?”

Aira resolveu contar as histórias em que ninguém acreditaria. E


não tem o menor pudor em exagerar nas coincidências. Só que, bem vis-
tas as coisas, qualquer exagero de coincidências será sempre menor do
que as coincidências que há no mundo. Estatisticamente falando. Qual
a população do planeta Terra? Quanto dias há em um ano? Quantas pes-
soas devem ter nascido no mesmo dia em que você e que morrerrão no
mesmo dia em que você e se casaram no mesmo dia em que você e se
separaram no mesmo dia em que você? Eu diria, milhares. Bem, pelo
menos no tempo em que as pessoas se casavam.

Variação no 4

O escritor Milan Kundera afirma, em A cortina, que Albertine foi


o nome feminino por excelência de sua adolescência. O feminino que
englobava todos os femininos. Por do livro Em busca do tempo perdi-
do, é claro. E que portanto, ao descobrir que a Albertine de Proust foi
na verdade inspirada em um homem, o amor de Proust, sentiu como se
tivessem matado sua Albertine.

“Nada a fazer; bem que eu queria conservar Albertine como uma


mulher das mais inesquecíveis, mas depois que me sopraram que seu
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modelo era um homem, essa informação inútil instalou-se na minha


cabeça como um vírus de computador. Um macho se intrometeu entre
mim e Albertine; ele confunde sua imagem, sabota sua feminilidade,
num instante a vejo com belos seios, em seguida tem o peito reto, por
vezes aparece um bigode na pele macia de seu rosto”.

Isso me lembra aquela conversa da variação no 1. Sobre a litera-


tura partir de uma verdade para chegar a um mal-entendido (aliás, essa é
uma das “pistas” lançadas por Aníbal cuja veracidade ainda não conse-
gui checar... será uma boutade de Aníbal que, modesto, preferiu atribuí
-la a outro, como, segundo o argentino Borges, teria feito o também ar-
gentino Bioy Casares nas páginas iniciais de Ficciones?). Kundera está
confundindo a verdade com o mal-entendido? Pior, vê negativamente
esse “vírus de computador” extraordinário que mexeu tanto com sua
178
forma de compreender o mundo? Uma Albertine pacificada é necessa-
riamente melhor que uma Albertine flutuante, tão instável que, mesmo
fechado o livro, muda constantemente de rosto, de corpo, de gênero?

César Aira é, nesse sentido, um craker. Adora instalar esses “ví-


rus de computador” em nossos cérebros. Vários de seus personagens
são homem e mulher. Ou melhor, são ele e ela. Ao mesmo tempo. Como
“César Aira”, personagem do livro Como me tornei freira, que às vezes
é ele e às vezes é ela. Eis a insustentável leveza dos gêneros. Não é tra-
vestimento, embora haja travestis em seus textos. Trata-se de não acre-
ditar que certas informações instaladas em nossas cabeças são “inúteis”.

Variação no 5

Em uma entrevista, César Aira afirma que há no que escreve, e


no modo como imagina escrever, um componente infantil que não quer
perder. Talvez por isso ultimamente tenha preferido escrever fábulas e
contos de fadas. “Estranho, para quem começou há trinta anos como
jovem militante de esquerda e com a ideia de escrever grandes novelas
realistas”, diz ele. Mas note-se que a novela em que talvez mais dire-
tamente aborde o tema da crise argentina do início desse novo século,
As noites de Flores, é considerada por ele como uma dessas fábulas ou
conto de fadas.

E se há algo encantador nessas fábulas e contos de fadas é a


possibilidade iminente de uma “metamorfose”, de uma coisa se trans-
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formar em outra. Um sapo em um príncipe. Uma princesa em um rato.


Uma abóbora numa carruagem. Mais do que as metáforas, interessam
em Aira as metamorfoses.

Variação n° 6

Sempre que penso em “realismo mágico” me vem à mente uma


frase de Gabriel García Márquez: “Meu problema mais importante era
destruir a linha de demarcação que separa o que parece real do que pare-
ce fantástico. Porque no mundo que eu tentava evocar, essa barreira não
existia”.

Por mais que aprecie alguns dos romances de Márquez, sempre


me perguntei, desconfiado: “Se essa barreira não existe, como ele pode
destruí-la?”
179
Bem, como se pode imaginar, essa variação trata da relação
tensa dos novos autores latino-americanos com a turma do “realismo
mágico”. Alguns mais sutilmente, outros abertamente, os novos atacam
bastante o movimento. Sérgio Sant’Anna disse que realismo mágico era
“macumba para turistas”. César Aira também não parece apreciar muito
a confusão chamada realismo mágico, não cansa de dizer que os livros
desses autores envelheceram demais e se tornaram quase ilegíveis. Além
de tudo, prefere discernir melhor as coisas. Por exemplo, repudia o ab-
surdo que é incluir Jorge Luis Borges entre os autores do grupo. “Nos
livros de Borges, Felizberto Hernández e Machado de Assis não há re-
volucionários e caciques”, diz, lembrando a tirada de Borges: “Não há
camelos no Alcorão”.

César Aira escreveu ainda que vê a realidade como algo que só


acontece “aos outros”. Lembra Mallarmé dizendo que fumava para co-
locar um pouco de fumação entre o mundo e ele. Não destruir essa linha
é uma boa defesa para seguir “operando” sobre a realidade.

P.S.: Acho que Aira entregaria de bom grado Julio Cortázar ao


realismo mágico. Ele chega a dizer que o melhor Cortázar não passa de
um mau Borges. E isso ainda não é nada. Diz que é uma fraude comple-
ta. Sei que nunca leremos um autor estrangeiro como o lêem os leitores
de seu país. O que não quer dizer que leiamos necessariamente de modo
errado. Talvez seja a proximidade que os impede de ler melhor. Aliás,
nem sei se é lícito falar em ler certo ou errado. Só sei que grande parte
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de meus amigos argentinos nutre um certo desprezo por Cortázar, mas


sei também que vou morrer amando O jogo da amarelinha.

Variação n° 7

Às vezes você está andando numa calçada qualquer e escuta uma


freada de carro, olha para o lado e vê um casal dando uma risada, olha
para a frente e vê que a jovem grávida de vestido florido segue alegre
o seu caminho, olha para cima e vê que uns fiapos de nuvem só podem
estar guiando ou seguindo seus passos, tal é a coincidência de seus tra-
jetos, de repente alguém lhe pergunta as horas, e aí você pensa: “Meu
Deus, estou dentro de um poema de William Carlos Williams”.

Não é todo poeta que consegue isso. Mesmo grandes, como Pou-
nd, Drummond, Vallejo, não chegam lá. Nunca pensei, em situação al-
180
guma: “Meu Deus, estou dentro de um poema de René Char”.

William Carlos Williams e mais alguns pouquíssimos, como


Pierre Reverdy, são colonizadores de inconsciente.

Na prosa, só conheço o exemplo de César Aira. Nunca pensei


estar dentro de um romance de Faulkner, de Vargas Llosa, de Rulfo,
de meu amado Bolaño. Mas várias vezes já me vi em situações que me
fizeram pensar: estou dentro de um romance de César Aira.

Qual a técnica que usam para isso?

Lembro que uma vez ia falar, em uma grande livraria, sobre um


livro de César Aira que trata de um episódio na vida do pintor-viajante
Rugendas. Estava tenso, como toda vez que tenho que falar para um pú-
blico de desconhecidos. Tinha lido toda a semana sobre Rugendas. Aí,
prestes a chegar na livraria, em Ipanema, ouvi no táxi a notícia do roubo
de vários trabalhos de Rugendas num museu de São Paulo. O motorista,
um guatemalteco de poucas palavras, apenas as suficientes para dizer
que era guatemalteco, e que aliás não tinha a menor ideia da palestra que
eu ia proferir, comentou: “Eu acho que foram uns sujeitos que eu levei
ontem do aeroporto Santos Dumont para o Flamengo. Eles estavam agi-
tados e repetiam o tempo todo esse nome: Rugendas”. Como estranhei,
preconceituosamente, que ele conhecesse Rugendas, ele se apresentou
melhor. Não era só motorista de táxi, era também ex-piloto de Fórmula
3, leitor compulsivo e editor-pirata.
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Eu estava dentro de um romance de César Aira.

Variação n° 8

Um traço típico de Machado de Assis é apresentar um persona-


gem dizendo que “não era alto nem baixo”, “não era bonito mas estava
longe de ser feio”. Seu objetivo talvez fosse situar seus personagens em
uma zona de indeterminação visual, instalar um “vírus de computador”
em nossas mentes para que a imagem que fazemos de seus personagens
jamais se cristalizasse, fazer deles como que seres mutantes, na razoável
área de mutação que há entre não ser alto nem baixo, nem feio nem belo.

Já em Aira, leitor e admirador de Machado, há um recurso di-


ferente. Podemos exemplificá-lo com uma passagem de As noites de
Flores. Ali se comenta que certo casal de entregadores de pizza só atra-
181
vessava as ruas de Buenos Aires nas esquinas, tomando muito cuidado,
embora à noite (horário em que entregavam pizzas) diminuísse muito o
número de carros nas ruas e consequentemente o perigo de serem atro-
pelados. Mas o autor acrescente: “Diminuía e aumentava ao mesmo tem-
po, porque os veículos, sendo menos numerosos, seguiam mais rápido”.
Em Um acontecimento na vida do pintor-viajante, quando Rugendas se
dispõe a desenhar as gigantescas carroças para a travessia dos pampas,
constata que: “Era fácil, e ao mesmo tempo difícil, desenhá-las”. É um
pequeno exemplo de um procedimento que Aira utiliza com uma habi-
lidade única. Esse jogo de inversões (diminuía mas aumentava, conser-
vava mas destruía, molhava mas secava) é responsável por um dos mais
belos parágrafos de As noites de Flores, um parágrafo que é uma análise
sutil da crise econômica de qualquer país, e que você pode ler na quarta
capa da edição brasileira do livro.

Aliás, é por isso que dou inteira razão a Aníbal Cristobo, o poeta
argentino da variação n° 1, que sempre citava frases de Aira para depois
negar que ele as tivesse dito. De certo modo, fora do contexto em que
foram ditas, essas frases não são mais de Aira. Porque ele certamente
deve inseri-las em um todo em que serão negadas, re-afirmadas, negadas
outra vez, etc. Como dissemos, mais do que afirmar coisas, Aira investi-
ga a complexidade das coisas.

Variação n° 9

Goethe escreveu, ou melhor, comentou, e Eckermann escreveu,


revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

que tudo o que está dito em seus poemas realmente aconteceu, mas não
da maneira como foi escrito.

Sintético, Drummond escreveu no “Poema-orelha”: “Tudo vivi-


do? Nada./ Nada vivido? Tudo”.

A questão é contar o que aconteceu, mas não exatamente como


aconteceu. Se você hoje encontrou, em um café, um amigo que não via
há tempos, se vocês sentaram juntos para uns goles e depois se foram,
conte isso. Mas que tal, se na hora de contar, incluir na conversa uma
garota eslovena que sentou-se com vocês pedindo socorro e dizendo-se
perseguida por um ex-piloto guatemalteco de Fórmula 3?

E se a garçonete (que lhe serve o) (desse) café for na verdade a


filha do piloto guatemalteco que não o vê há mais de quinze anos, des-
182
de que foi sequestrada por índios? Os mesmos índios que roubaram as
pranchas de Rugendas...

Bem, isso não é César Aira, fiquem tranquilos.

Variação n° 10

Na Argentina há pelo menos duas Liliana Ponce. Uma delas apa-


rece em mais de um romance de César Aira. A outra é uma fabulosa
poeta. Uma das duas eu conheci numa casa de chá no Leblon. Ali ela me
recomendou que escrevesse todos os dias. Como ela faz, como faz César
Aira. Eu então escrevi, com saudades antecipadas.

Liliana Ponce não esqueceu o seu casaco no salão de chá

Liliana Ponce nem estava de casaco

(No Rio de Janeiro fazia uma belíssimo dia de sol e dava gosto
olhar cada ferida

/exposta na pedra)

Liliana Ponce, consequentemente, não teve que voltar às pressas


para a casa de

/chá
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

(a garçonete com cara de flautista da Sinfônica de São Petersbur-


go não veio nos

/alcançar à saída acenando um casaco esquecido)

Desse modo Liliana Ponce chegou a tempo de pegar o avião

Partiu para a Argentina

Variação n° 11

Um país realiza uma espécie de censo para calcular a altura mé-


dia de seus habitantes. Depois de anos de pesquisa, chegam a um resul-
tado: 1,68m. As empresas de propaganda ligadas ao governo passam
imediatamente a buscar um homem e uma mulher de 1,68m para um
183 anúncio a ser veiculado na televisão. Não encontram nenhum por incrí-
vel que pareça, por uma coincidência extraordinária, não há nenhum ha-
bitante do país que tenha 1,68m de altura, que, contudo, segundo todos
os cálculos mais exatos, é a altura média do país.

Um dos traços preferidos da ficção de César Aira é encontrar


casos em que a norma seja a exceção. As noites de Flores e Um aconte-
cimento na vida do pintor-viajante são pródigos em casos assim.

Variação n° 12

César Aira costuma repetir que sua admiração pelas vanguardas


vem especialmente do fato de elas darem mais importância ao processo
criativo do que aos resultados. Quase como quem narra uma fábula, ele
escreveu: “Quando a arte já estava inventada, restando apenas continuar
fazendo obras...”

É notável o pessimismo da frase... “arte não é o que inventamos,


mas sim o que nos resta fazer”.

A vanguarda seria a resposta a esse estado “pós-tudo” de coisas.


A vanguarda diz que nada, nem o romance, nem a poesia, nada está to-
talmente inventado. Afinal, quando terminou o processo de invenção do
romance? E o da poesia?

Ora, o romance e a poesia ainda estão sendo inventados, e não


resta apenas continuar fazendo obras como manda o figurino. Há ainda
a opção de ampliar a invenção.
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No campo da boa literatura, Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust,


Faulkner deixaram bem pouco o que fazer. E de novo cito Kundera. Cer-
ta vez lhe sopraram que o que a Tchecoslováquia precisava era de um
novo Balzac. Ele respondeu que talvez fosse isso que a Tchecoslováquia
precisava, mas que o que qualquer romancista digno desse nome preci-
sava era ser ele mesmo, e não um “novo Balzac”. “Pois se a história (a
da humanidade) pode ter o mau gosto de se repetir, a história de uma arte
não suporta repetições”.

Daí surge uma das teses mais interessantes de Aira. Leiam-se


seus comentários e textos sobre a “literatura má” (la mala literatura).

Penso que a ideia é questionar um pouco essa ideia de “qualida-


de”, a que nos apegamos tanto. Quem ainda não se cansou de ouvir dizer
184 que há lugar para tudo e todos no supermercado da arte desde que seja
“bom”, “de qualidade”? Alguém aí já questionou a fundo esse conceito?

A vanguarda, para Aira, não é uma moda que passou. Pelo con-
trário, afirma que sempre existirão escritores de vanguarda e de reta-
guarda: “Quer dizer, os que escrevem ajustando-se ao gosto e à expecta-
tiva dos leitores e os que pretendem mudar as regras do gosto”.

E mais provocativamente ainda: “Escrever bem é de retaguarda,


porque os paradigmas para decidir o que está bem e o que está mal já
estão determinados. O vanguardismo cria paradigmas novos”.

Mas note-se que a ficção comercial, o estilo best-seller, é “má


literatura” e não “literatura má”. A diferença é básica. Enquanto Aira sa-
crifica sem problemas a qualidade de um livro para chegar a algo novo,
o que o best-seller faz não tem nada a ver com a busca de algo novo.
Muito pelo contrário, o que a ficção comercial pretende é a repetição da
fórmula que dá certo, com o mínimo possível de experimentação e no-
vidade. O importante é a redundância que tranquiliza, e não o diferente,
que assusta. Por isso acertou certo crítico ao afirmar que Aira escreve
não só “contra” a noção de “obra-prima polida e terminada”, mas tam-
bém “contra” a ficção comercial.

Em outra cena do já citado El mago, três editores-piratas do Pa-


namá tentam convencer o nosso mago a escrever um livro, e quando este
diz que não sabe se sabe escrever bem, eles respondem desse modo:
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– As pessoas não escrevem por superstição, porque acham que


devem fazê-lo bem.

– E não é verdade?

– Que nada. Ninguém se importa se está bem ou mal escrito. De


resto, nem saberiam julgá-lo. Quem sabe o que é um livro bom ou um
livro ruim, quem sabe o que faz um livro ser bom ou ruim? Mas nem
chegam a esse ponto: antes disso há um mecanismo psicológico que
anula o juízo...

De certo modo, essa opinião dos editores-piratas do Panamá, que


voltarão a aparecer em outros romances de Aira, sempre com o mesmo
objetivo, coincide com a de Lautréamont ao escrever que “a poesia deve
ser feita por todos”. Diz Aira: “Democratizá-la de verdade, sacá-la dessa
185
cápsula de qualidade, do bom, do bem-feito, do feito apenas por quem
tenha nascido com o dom. Por isso me agrada, por exemplo, John Cage,
um músico que não era músico, que tinha dois tampões de madeira nos
ouvidos, e no entanto fazia música, inventava o modo de fazê-la”.

Variação n° 13

Se tudo começou com Aníbal Cristobo, peço a ele que, desde


Barcelona, escreva uma última variação sobre César Aira. E me respon-
de por e-mail:

Roberto Bolaño, em uma breve nota intitulada “O incrível César


Aira”, diz que o argentino é um “excêntrico, mas também um dos três
ou quatro melhores escritores de hoje em língua espanhola”. No mesmo
artigo, destaca que Aira “escapa a todas as classificações” e que sua
posição “na literatura atual em língua espanhola é tão complicada com
foi a posição de Macedonio Fernández no princípio do século” (passa-
do).

É curioso que Bolaño, cuja inteligência e habilidade verbal nos


legaram obras tão instigantes, não tenha percebido a maior conquista
de Aira: ser um mitômano compulsivo.

Paul Auster, em mais de um livro, utiliza um recurso bastante


ousado: partir de uma situação inicial pouco convencional, inverossí-
mil, para depois obrigar-se a sustentá-la com um relato convincente;
isto, para Aira, deve seguramente parecer uma fraqueza imperdoável.
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A única forma de dar curso a uma mentira é com outra maior. Como
queria Wilde, que escreveu: “Que diferença da têmpera do autêntico
mentiroso, com suas afirmações francas e ousadas, sua soberba irres-
ponsabilidade, seu desdém natural e saudável por qualquer tipo de pro-
va! Afinal de contas, o que é uma boa mentira? Simplesmente a que se
prova a si mesma. Se alguém carece tanto de imaginação para apoiar
uma mentira com provas, mais vale dizer sem escamoteações a verda-
de”.

Este é Aira: o mitômano compulsivo que todos queremos ser e


desejamos ler, o que não necessita provar nada.

186
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

Jantar felicidade:
os zumbis e seus
nomes

187

Foto: Sebastián Freire

Flávia Cera
(Universidade Federal de Santa Catarina)

César Aira é autor de livros inclassificáveis. Primeiro pela in-


viabilidade de abarcar sob um gênero a sua escrita escorregadia e nada
previsível, e também pela quantidade exorbitante de sua produção. Bea-
triz Sarlo (2006) conseguiu encontrar uma recorrência em suas obras: o
abandono da trama; e, de fato, não encontramos coerência, continuida-
de, cronologia em seus livros. Ao contrário, ler César Aira é constatar
que o conceito de literatura não pode ser outro senão o do anacronismo,
ou ainda, que o anacronismo é um procedimento inerente à literatura.
Josefina Ludmer (2007), por outro lado, colocou-o entre os autores das
escrituras pós-autônomas, ou seja, escrituras que já não permitem a se-
paração em dois polos, e que operam, ou melhor, desoperam a esfera
literária, em um sistema fusional entre realidade e ficção, passado e pre-
sente, etc. Tendo essas considerações em vista, leremos La Cena.
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I – A realidade dos nomes

La Cena se inicia contando a história de um filho, que é o nar-


rador da história e se considera um fracassado, e sua mãe, uma senhora
que o acolhe na sua casa, que vão jantar na casa de um amigo dele. To-
dos os personagens do livro são anônimos,o que se apresenta são apenas
essas filiações familiares (ou quase-familiares) para nos encontrarmos
no texto: mãe-filho, filho-amigo, amigo-mãe. O amigo gostava de con-
tar histórias, embora não empreendesse muito bem essa tarefa. A mãe
gostava de nomes e estabelece uma grande afinidade com o amigo do
filho que, por ser construtor há muito tempo em Pringles, conhecia a
conformação e a genealogia de todas as famílias. O filho, por sua vez,
era péssimo com nomes e a conversa que se sucedeu durante o jantar não
fez muito sentido para ele.
188
Es cierto que con la edad y la esclerosis de las arterias se
van perdiendo cosas, y siempre se dice que los nombres
son lo primero que se pierde. Pero también son lo primero
que se encuentra, pues su busca se hace con otros nom-
bres. Querían referirse a una mujer, ‘la de… ¿cómo se
llamaba? La casada con Miganne, que vivía enfrente del
escritorio de Cabanillas…’ ‘¿Cuál Cabanillas? ¿El casado
con la de Artola?’Y así seguían. Cada nombre era un nudo
de sentido en el que confluían muchas otras cadenas de
nombres. Las historias se disgregaban en un granizado de
nombres, y quedaban sin resolver, como habían quedado
sin resolver los viejos crímenes o estafas o traiciones o
escándalos de familias de los que trataban las historias.
Para mí los nombres no significaban nada, nunca habían
significado nada, pero no por eso me eran desconocidos.
Al contrario, me sonaban intensamente conocidos, lo más
conocido del mundo podría decir, porque los venía oyen-
do todos los días desde mi primera infancia, desde antes
de saber hablar. Por algún motivo, nunca había podido, o
querido, asociar los nombres a caras o casas, quizás por
un rechazo a la vida del pueblo, en el que, no obstante,
había transcurrido toda mi vida, y ahora que con la edad
empezaba a perder los nombres, se daba la curiosa para-
doja de que perdía lo que nunca había tenido. Y aun así,
al oírlos en boca de mi madre y mi amigo, cada uno era
como una campanada de recuerdos, de recuerdos vacíos,
de sonidos. (AIRA, 2006, p. 8-9)

Os nomes que, aparentemente, ligavam a mãe e o amigo à rea-


lidade , ou melhor, que davam consistência à realidade e ao povo de
1

1 Sobre a mãe, diz o filho: “ellos dos solo se entendían cuando pronunciaban nombres (apelli-
dos) del pueblo: en todo lo demás, Ella se retraía enérgicamente […] Ella, […] había vivido toda
su larga vida comprometida con la realidad” (AIRA, 2006, p. 25).
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Pringles, era o que, para o filho, se constituía como uma ficção. Entre-
tanto, para os dois primeiros, os nomes não passavam de uma cadeia de
significantes que sucediam uns aos outros, como uma série infinita que
puxava mais e mais nomes, e retiravam da conversa o seu sentido final.
Nada ficava resolvido mesmo lembrando-se de todos os nomes. Entre-
tanto, poderíamos constatar ali a predominância da garantia do nome (o
Nome-do-pai), saber o nome, identificá-lo era o que permitia estabelecer
o seu laço com a realidade: a fulana esteve lá com o sicrano, que conhe-
cia o beltrano, e assim construir uma história, não menos fragmentada
e falha, mas concreta, com “fatos” que não os deixavam mentir, enfim
uma crença na identificação das coisas, no abarcamento das coisas com
as palavras. Uma fé na memória como se ela não traísse nunca.

Em contrapartida, a descrição da relação que o filho mantém


189
com os nomes – que para ele não trazem significação embora os conheça
– deixa claro que não há identificação possível, que os nomes se multi-
plicam e atuam em determinadas funções. Ali, a memória falha, os sig-
nificantes não têm imediatamente um significado que possa materializar
a história. Não existem fatos, nem personagens. O filho não liga o nome
à pessoa, não lhe ocorre fazer isso. Talvez marcando uma diferença de
gerações, ou mesmo justificando seu fracasso (era um homem que tinha
voltado a morar com a mãe porque tinha perdido tudo), o filho sabia que
não podia recorrer ao Nome-do-pai. Sabia que o nome próprio não é
próprio, e que ele pode ser apenas o Nome do Nome do Nome, ou seja,
que não há garantia nem consistência em um Nome a não ser quando
ele assume uma função. O que seria, em termos lacanianos, a queda do
Nome-do-pai e a ascensão dos nomes-do-pai. Longe da lei para todos, e
perto da singularidade de cada caso. Sem a garantia do Nome-do-pai, os
Nomes-do-pai são a ordem da desordem, significantes sem significados,
o Outro que se transforma em semblante, que não tem a consistência
do pai, e que monta recordações vazias, ou apenas de sons2. Sem a lei
universal, garantida pelo Nome-do-pai, temos o espaço vazio da exce-
ção à lei assumida pelos nomes-do-pai: cada um ao seu modo de gozo
(LACAN, 2005).

2 A abordagem lacaniana para esse aspecto do livro não é por acaso. Aira, que é assíduo leitor
da teoria psicanalítica, usa o significante “nudo de sentido” (nó de sentido), termo caríssimo a
Lacan. O Nome-do-pai tem a função de nó que liga o simbólico, o imaginário e o real, da sua
queda dá-se a proliferação dos Nomes-do-pai (LACAN, 2005).
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II – A miniaturização da realidade

Nos intervalos das conversas, o amigo mostra para a mãe e o


filho uma série de brinquedos em miniaturas. Entretanto, como se trata
de Aira, as miniaturas não são simples redução da escala (aumentar e
diminuir são procedimentos recorrentes em seus livros): elas abrem para
um mundo outro. E é com as miniaturas que o filho se entretém e a mãe
se entedia. Descritos com a mesma minúcia que os brinquedos devem
ter sido feitos, Aira abre outra trama e, consequentemente, uma manei-
ra diferente de contar a história. Afinal, as miniaturas, assim como os
nomes, são também uma forma de colecionar, de arranjar e re-arranjar
fragmentos que não formam um todo.

A partir do momento em que as miniaturas entram em cena, co-


190 meça a confusão total entre as histórias, a ponto de o próprio narrador
questionar o que é real e o que é ficção. As miniaturas, que parecem
impossíveis, mas que, no entanto, existem, levam ao limite essa questão.
Vejamos um trecho da descrição de um dos brinquedos:
Era pequeño, apenas si sobresalía de la palma de la mano
en que lo sostenía, pero aun así representaba con bastan-
te fidelidad un dormitorio de antaño, con una cama, una
mesa de luz, alfombra, ropero, y una puerta frente a la
cama, que, a falta de pared en la que abrirse, parecía otro
ropero, pues estaba provista de una caja rectangular, don-
de supuse que se ocultaba uno de los personajes. El otro
estaba visible, acotado en la cama: una ancianita ciega,
a medias sentada, apoyándose en almohadones. El piso
de este cuarto no era de baldosas ni de parquet sino unas
tablas finas y oscuras que yo recordaba de los pisos de las
casas del pueblo en la época de mi infancia. (AIRA, 2006,
p. 9-10)

Depois de uma divagação sobre esta lembrança que o brinquedo


lhe trouxe e mais uma longa discussão sobre os nomes entre a mãe e
o amigo, o filho retoma a descrição: “pero volviendo al juguete de la
muñequita ciega, que nos mostraba después de la cena: la plataforma
tenía dos cuerdas, una de cada lado (...) Básicamente eran dos mecanis-
mos que debían marchar a la vez, por eso tenía dos cuerdas. Uno era una
cajita de música, el otro un movimiento de autómatas. Un botoncito de
resorte en la parte delantera aseguraba la simultaneidad. Lo presionó, y
procedió a dar las cuerdas. (…)” (AIRA, 2006, p. 17). Segue-se mais
uma interrupção em que fala sobre o tédio da sua mãe; e retoma:
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Una vez que hubo hecho girar hasta el tope las dos cuer-
das presionó el botoncito del resorte y el juguete empezó a
funcionar. Mi amigo lo colocó, sobre la palma de la mano
en dirección a nosotros para que no nos perdiéramos de-
talle. Se abrió la puerta del dormitorio y entró un hombre
joven y gordo que avanzó tres pasos sobre un riel invisi-
ble hasta quedar a los pies de la cama, donde empezó a
cantar un tango, en francés (…) La voz del gordo cantor
era aguda y metálica; la melodía era difícil de descifrar,
las palabras no se entendían. Hacía gestos con los brazos,
y echaba atrás la cabeza, histriónico, fatuo, como si estu-
viera en el escenario de un teatro. La viejecita en la cama
también tenía ese movimiento, aunque muy discreto y
casi imperceptible: balanceaba la cabeza hacia la derecha
y la izquierda, en una imitación muy lograda de los gestos
de un ciego. Y mirando con atención podía verse que con
las manos, con el índice y el pulgar de cada mano, recogía
miguitas o pelusas del cubrecama. Era un verdadero mila-
gro de la mecánica de precisión, si se tiene en cuenta que
esas manitas de porcelana articulada no medían más de
191 cinco milímetros. (AIRA, 2006, p. 22)

A descrição detalhada e não menos cansativa prossegue


por mais algumas páginas narrando cada movimento do brinquedo. Na
palma da mão, o que descartaria a verossimilhança, mas não o seu caráter
naturalista, desenrola-se uma cena narrada com todo sentimentalismo,
um capítulo a parte, que não é menos “real” que o jantar ou a conversa
da mãe com o amigo. O filho começa a questionar-se sobre o sentido
do brinquedo – que ele percebe não fazer sentido –, assim como o des-
fecho do pequeno teatro quando debaixo da cama saem aves grandes
que se arrastam pelo piso movendo as asas embora não alcem vôo. Esse
elemento mágico, quase absurdo, se não ocorresse no tal brinquedo, faz
o filho pensar no que seria a realidade e a ficção. A casa do seu amigo
que mais parecia um castelo encantado, junto com o seu gosto de contar
histórias que, segundo o filho, têm sempre elementos de contos de fadas
que se confundem com a realidade, o faz pensar que “en ese sentido, su
casa era su autorretrato, una cámara de maravillas” (p. 26) e completa:
“de alguien com imaginación se habría podido sospechar que lo estaba
inventando, pero él no tenía imaginación. Se diría que no necesitaba,
porque la realidad lo suplía” (AIRA, 2006, p. 27).

Aira, com esta propositada confusão entre conto de fadas e rea-


lidade, seja do amigo, seja dos brinquedos, mostra-nos que a tese do de-
sencantamento do mundo é falsa. Não só porque a crença na técnica tem
a capacidade de se tornar um mito, de encantar o mundo, mas porque
ela se alimenta de uma certa paixão do real, uma vontade de alcançar o
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

inacessível, de representar o irrepresentável. Nada impede que se tenha


uma miniatura cujo espaço seja ocupado por uma boneca de quatro me-
tros de altura: não é a física, ou a matemática que impedirão, é a própria
“realidade”, o curso do progresso e também da técnica regidos pela ima-
ginação pública que farão das impossibilidades, possibilidades.

A queda do Nome-do-pai dá espaço para a fantasia no poder,


deixa que ela tome conta do que há de mais “real”. Que entre a fantasia
e a realidade, o sonho e estar acordado, nunca tenha sido demarcada
uma fronteira, já sabemos. A apropriação deste entre-lugar, sua hiper
-artificialização ou hiper-realização, seja pela técnica, pelo capital, pela
propaganda, é o que Badiou (2005) chamará de “paixão do Real”.

192 III – Paixão do Real: os mortos contra-atacam

O jantar terminou. O filho e a mãe voltam para casa. Ele, confor-


mado com sua condição fracassada e seu fim de noite tedioso destinado
a ver televisão, e a mãe revoltada com o jantar e com os excessos do
amigo em relação aos brinquedos.

O filho toma seu posto diante da televisão e fixa-se, milagrosa-


mente (porque gosta de passar por todos os canais sem se deter em ne-
nhum), no canal que transmite ao vivo notícias de Pringles. Era sábado
à noite e ele supôs que os jornalistas fossem procurar o que acontecia
na noite mais festiva da semana. Eis que os jornalistas montam em uma
motocicleta e rumam sem dizer aos telespectadores o destino. Enfim,
depois de um longo mistério, os repórteres chegam ao seu destino: o
cemitério. É de lá que saem os que vão aterrorizar e dominar Pringles na
noite de sábado3.

Os mortos-vivos saíram pela cidade pegando pessoas, abrindo


suas cabeças e chupando a endorfina que continham. Endorfina é uma
substância química produzida pelo cérebro que dá a sensação de bem
-estar, de felicidade. É a substância do otimismo, explica Aira, tirá-la
das pessoas faria com que no dia seguinte elas tivessem que começar do
zero. O cenário parece o de um filme de terror e, mais uma vez, Aira se

3 E nesse ponto o abandono da trama, como nota Sarlo (2006), é total. Esquece-se por muitas
páginas o jantar, a mãe, o amigo, e começa uma outra história absolutamente imprevisível.
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

rende à confusão entre realidade e ficção ao tratar dos que não acredita-
vam na invasão:
El cine, y antes que el cine las leyendas ancestrales en las
que se basaban sus argumentos, habían creado en la po-
blación un estado básico de incredulidad; a la vez que los
preparaba para la emergencia (no tenían más que recordar
lo que habían hecho los protagonistas de esas películas)
les impedía reaccionar porque todos sabían, o creían sa-
ber, que la ficción no es la realidad. Tenían que ver con
sus propios ojos a alguien que los hubiera visto (con sus
propios ojos) para convencerse del espanto de la realidad,
y ni aun así se convencían. Era de esos casos en que lo real
es insustituible e irrepresentable. Lamentablemente para
ellos, lo real es instantáneo y sin futuro. (AIRA, 2006, p.
64)

Ver com os próprios olhos seria a condição para crer que os zum-
193 bis extrapolaram o filme, detonando a máxima de que ficção e realidade
estão em pólos opostos. Aira mostra a ambivalência da tela do cinema;
parafraseando Buck-Morss, ela funciona como uma prótese de percep-
ção: ao mesmo tempo em que proporciona a formação coletiva de uma
sensibilidade, atua na disseminação de uma verdade universal estabele-
cida pelo poder, no caso de La Cena, a ficção como uma esfera separada.
Não por acaso o cinema se interessa de maneira cada vez mais sistemáti-
ca pelo tema do fim do mundo na forma de uma invasão de zumbis, por
exemplo. Poderíamos dizer, de certa forma, que esses filmes, que são
sucesso de bilheteria e têm um apelo técnico absurdo, expressam o que
Ludmer (2007) denominou como imaginação pública.

A diferença entre realidade e ficção diminuída a zero equivale


a dizer que não há diferença entre assistir um noticiário (como o narra-
dor de La cena) ou um filme, já não é possível distinguir os conteúdos
ou as formas de um filme (basta pensarmos nos documentários ou nos
filmes que são feitos como se fossem reality shows). Que o fato não
gere espanto não é, paradoxalmente, espantoso. O que acontece é a exa-
cerbação dessa não-diferença, porque, na verdade, ela nunca existiu, a
literatura, a ficção em geral, desnaturaliza a realidade ao passo que a
realidade naturaliza a ficção. Ficamos empatados. Talvez por isso Aira
insista que nem mesmo vendo com os próprios olhos se possa garantir
um espanto com a realidade, garantir que se tenha compreendido que,
de fato, os zumbis tomavam conta da cidade e roubavam a felicidade da
população. Mas, ao mesmo tempo, Aira, que novamente recorre a uma
categoria lacaniana, invoca o Real irrepresentável e insubstituível que
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habita o lugar do impossível. É aí que a paixão do Real prevalece: en-


quanto impossível deseja-se incessantemente alcançá-lo, e isso, explica
Badiou (2005), só é possível pela catástrofe. Embora se possa pensar em
uma guerra declarada entre os vivos e os mortos-vivos, o que podemos
perceber em La Cena é a realização de uma guerra que nunca foi decla-
rada e que se arrasta todos os dias. Embora os filmes tentem mostrar que
a acumulação da catástrofe um dia culmina na mais severa destruição
da humanidade, os mortos-vivos mostram mais da condição humana do
que se pode imaginar.

Os zumbis de Aira mantêm uma estratégia, embora seu exército


seja acéfalo, a de não retroceder, ou seja, eles avançam sempre. Essa
não é outra característica senão a do capital que assume a ideologia do
progresso, ele apenas avança e se metamorfoseia, jamais dá um passo
194
atrás, não há crise econômica que o detenha e anule seus efeitos, muito
pelo contrário. Seu funcionamento autônomo e acéfalo mostra, à ma-
neira dos zumbis, que não existe lugar seguro: nem dentro e nem fora
de casa, nem em cima ou embaixo da cama, onde quer que se vá, lá ele
estará imperioso. Além disso, a estratégia dos zumbis – roubar a endor-
fina – obedece o mesmo princípio do mercado: a busca insaciável da
felicidade. Eles se alimentam dela, embora para eles não sirva para nada,
e obrigam o furtado a fabricá-la de novo já que, em tempos de espetá-
culo, a felicidade é fabricável ou comprável. Ou seja, os zumbis, na era
da motivação infinita, fazem um favor: eles dão mais um estímulo para
os vivos a buscarem a endorfina, a felicidade, agora em uma quantidade
infinita para que nenhum zumbi possa esgotá-la4·. Em um determinado
momento, os vivos chegam a cogitar vender a endorfina com alto preço,
mas ironicamente, “terminaban regalándolas”.

Ao notar o roubo da felicidade e vislumbrar um fim próximo, os


homens que ainda não tinham sido chupados pelos mortos-vivos, ten-
tavam se aproximar do humano para afastar o inumano: “algunos se
reunían em el living de su casa, em batín o pijama, despertaban a los
dormidos, encendían todas las luces, deliberaban, hablaban por teléfono,
ponían música fuerte”(AIRA, 2006, p. 88). Uma estratégia “natural”,

4 Os zumbis, inclusive, tinham uma aura de astros de rock, inspiravam certa admiração por-
que terríveis, incontroláveis e seguros de si:“Y tenían algo de músicos de rock, los muertos,
con su aspecto desaliñado, los pelos al viento, el tranco espástico, y la seguridad soberbia de
saberse estrellas y colmar con su sola presencia las expectativas creadas” (AIRA, 2006, p. 76).
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

digamos, diante da catástrofe que se anunciava. Entretanto, podemos


ler nos zumbis de La Cena não um anúncio do fim do humano, mas sim
a condição inumana; melhor seria a condição pós-humana do humano.
Seríamos todos mortos-vivos, todos alimentados pela paixão do Real,
ligados no canal de transmissão ao vivo e imediata da televisão que
mostra o ataque dos mortos-vivos que chupam endorfina. Talvez essa
seja a grande catástrofe.

Curiosamente os zumbis voltam para suas tumbas depois que


um vivo identifica um deles e o chama pelo nome. O ataque em vias de
acontecer pára e o zumbi, envergonhado, provavelmente, retorna para
o cemitério. A boa nova se espalha e os vivos começam a identificar os
mortos, anunciar seus nomes e o exército avassalador toma o seu cami-
nho trazendo paz e tranquilidade a Pringles. O que nos leva a duas leitu-
195
ras: seria o retorno do Nome-do-pai que possibilitaria a identificação e
conteria a avassaladora catástrofe? Ou seria o alerta de que, incapazes de
identificarmos o inimigo que não tem a forma monstruosa dos zumbis,
continuaremos vivendo e a catástrofe nos acompanhará silenciosamen-
te?

IV – Dormiu/acordou

O filho acorda e liga para o amigo para agradecer o jantar da noi-


te anterior. Os dois conversam e fazem comentários porque estão muito
impressionados, mas não se sabe muito bem por quê. O filho supõe falar
para o amigo sobre os acontecimentos que tomaram conta de Pringles,
os mortos-vivos sugadores de endorfina, enquanto o amigo concorda
com a atmosfera de desastre, mas o filho não sabe se ele está falando da
mesma coisa ou se se refere a sua vida fracassada.O livro ainda fornece
a possibilidade de o filho ter dormido assistindo a um filme que passava
no canal que transmitia notícias ao vivo de Pringles, o que confirmaria
nossa hipótese de que não existe diferença entre ficção e realidade, entre
a economia e a vida, entre o humano e o pós-humano. Mas para isso
podemos nos servir do final do diálogo entre o filho e o amigo, que é
também o fim do livro; ali o amigo ensina o filho fracassado: “Hay que
saber mirar más allá de los intereses de la supervivencia y proponerse
darle algo al mundo, porque sólo los que den van a recebir. Y para eso
se precisa de imaginación. La prosa de los negocios tiene que expresarse
en la poesía de la vida” (AIRA, 2006, p.134).
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196
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

Entre a imobilidade
e o movimento.
As estratégias
do senhor Aira

197

Foto: Rosana Cacciatore

Antonio Carlos Santos


(Universidade do Sul de Santa Catarina)

“Es increíble la velocidad que puede tomar la

sucesión de hechos a partir de uno que se diría inmóvil.

Es un vértigo: directamente los hechos

ya no se suceden, se hacen simultáneos.”


 
La costurera y el viento

Se inadvertidamente começamos a ler El criminal y el dibujante


(2011), de César Aira, uma narrativa de onze páginas, sem conhecer as
estratégias e os procedimentos do autor, ficamos com a estranha sen-
sação de não saber muito bem como nos colocarmos diante dela. Afi-
nal, trata-se de uma novelita rara: toda ela se dá em torno de uma cena
descrita desde o primeiro parágrafo: o criminoso está com uma faca na
garganta do desenhista, enquanto, com a outra mão, sustenta uma revista
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

em quadrinhos aberta. O motor da narrativa é a acusação que o crimino-


so faz ao desenhista de que este o teria delatado contando em uma histó-
ria em quadrinhos toda sua vida de crimes com detalhes. Um leitor ex-
periente consegue perceber um certo mal acabamento, uma ironia e uma
máquina maluca e às vezes incoerente que faz a narrativa andar quase
que sozinha, aos tropeços. Ficamos entre a sensação de um texto ruim,
que nem termina direito, e sinais da mais alta qualidade literária, ou seja,
ficamos diante da ambivalência. Como diz Sandra Contreras (2002, p.
130), “a duplicidade implícita na decepção que produz uma literatura
que, marcada com todos os signos da mais alta qualidade literária – a hi-
perliterariedade, a inteligência mais sofisticada, a melhor prosa – nos faz
esperar o melhor (...) para terminar fracassando no abandono à facilida-
de, à desatenção, à estupidez”. Essa duplicidade faz parte das estratégias
do autor que, como se sabe, publica muito, tanto nas grandes editoras
da Argentina e da Europa quanto nas pequenas e artesanais. Sua “obra”,
portanto, se espalha entre inúmeros textos – chega a publicar quatro li-
198
vros por ano –, alguns difíceis de serem encontrados, fazendo com que
o número seja parte importante dessa estratégia de produzir narrativas
difíceis de se encaixar nos moldes de uma crítica valorativa, ou seja,
ao contrário da geração anterior, dos anos 60 e 70, que demorava para
escrever e para publicar, que construía “obras-primas”, únicas, fruto de
um esforço e de um trabalho meticuloso, cuidadoso, Aira publica muito,
aliás, tudo, tanto aquilo que é “bom”, quanto o “ruim”. Sobre esse ponto
poderíamos remeter à discussão sobre as literaturas pós-autônomas que
Josefina Ludmer define como estando além, ou aquém, do juízo literá-
rio, ou seja, além da questão do valor em um presente que se caracteriza
por ser o fim de uma era em que a literatura tinha uma lógica interna e
um poder crucial, o fechamento da era das esferas autônomas (a arte, a
política, a ética). Ou seja, um pensamento sobre o fim, ou sobre os fins,
que Miguel Dalmaroni trata de desmontar no ensaio “La literatura y sus
restos (teoría, crítica y filosofia); a propósito de un libro de Ludmer”
para o Bazar Americano (www.bazaramericano.com).

Para nosso leitor desavisado, no entanto, há apenas este, El cri-


minal y el dibujante, um texto que encena a relação entre um autor e um
leitor: o desenhista e o criminoso. E qual seria essa relação? A princípio,
uma relação de causa e efeito, ou seja, o desenhista teria exposto a vida
do criminoso em quadrinhos, teria copiado sua vida tornando-o um alvo
fácil para as autoridades policiais e judiciárias do país. Essa é a acusação
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

que, desde o início da narrativa, o criminoso repete: “Tenías que contar


mi historia, delator de mierda...” Ou seja, a literatura copia a vida, re-
presenta a vida.

Nosso leitor que desconhece os outros textos de Aira saberia no-


tar que essa relação entre o artista e o marginal se dá por meio da indús-
tria cultural: a história em quadrinhos, e que toda a novelita tem um tom
de melodrama, de novela de rádio. Notaria também esse aspecto visual
da narrativa (dos quadrinhos) centrado na posição dos dois personagens
quase imóveis, novamente descrita alguns parágrafos adiante, mas com
mais detalhes:
La postura que mantenían era incómoda y forza-
da, los dos de pie en el centro del estudio en penumbras,
el criminal apoyando su cuerpo de titán contra la espalda
del dibujante, el brazo derecho torcido con el codo bien
levantado de modo de poner el cuchillo, que empuñaba
con esa mano, a la altura exacta de la degollación, el brazo
izquierdo pasando por el otro lado, y más estirado, para
199 sostener la revista.

O narrador, aqui, afirma que a cena parece uma escultura, re-


forçando seu aspecto visual: “Era un grupo casi escultórico, salvo por
los temblores de uno, las pequeñas sacudidas expresivas del otro, y, por
supuesto, el movimiento de los labios de ambos”. Escultura que quase
não se mexe, o que parece inverossímil dadas as paixões em jogo, difi-
culdade que o narrador logo afasta através da comparação com a arte da
escultura: “No se entendía como el conjunto podía mantenerse estable
en el espacio, con la turbulencia de las pasiones que lo conmovían (la
venganza, el pavor). Pero no era tanto de extrañar: las estatuas también
se mantenían quietas, aunque solían representar, directamente o en ale-
goría, pasiones volcánicas, entre ellas el rencor y el miedo, precisamen-
te.” Ou seja, a narrativa se dá em torno dessa escultura, desse close, em
que a dupla vive o momento crucial de uma decisão. Momento paralisa-
do pelo narrador que faz a história ir adiante com o diálogo entre os dois.

O diálogo repete a posição de força representada na escultura: o


criminoso acusa, o desenhista se defende, sabendo que sua vida, assim
como a de Sherazade, em Mil e uma noites, depende da extensão desse
diálogo, da capacidade de encontrar sempre um contra-argumento que
faça o outro continuar dialogando, que faça a história seguir adiante, ga-
nhando assim uma sobrevida. O primeiro argumento do artista ameaçado
de morte pelo leitor é que não houve delação, pois tudo que desenhou na
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

história foi retirado dos jornais que, por sua vez, subentende-se, retirou
tudo da vida. Desse primeiro argumento sai a confissão do artista de que
não sabe nada da vida: “No tuve informantes, no sabía nada de vos por
mi lado... Yo no tengo ningún tipo de contacto con el mundo del hampa,
vivo inclinado sobre mi tablero de dibujo, en un mundo de fantasía...” O
artista, portanto, é aquele que se distancia da vida, que nada sabe dela,
que copia a vida dos jornais, que nada sabe da vida dos marginais. A
tudo, o criminoso repete: “no mientas”, seu leitmotiv que nos lembra da
posição da literatura como mentira, como invenção, por contraposição
à filosofia que teria como tarefa a busca da verdade. Diante do impasse
e da incredulidade do marginal, do fracasso da argumentação e da imi-
nência da morte, o desenhista, nos diz o narrador, se dá conta de que não
poderia confiar tanto na palavra, na razão, pois o criminoso “para llegar
a ser lo que era, antes había debido ser un monstruo demente impermea-
ble a lo humano. Antes, y también después.”

200 Com essa frase, o narrador nos anuncia o anacronismo que se


aproxima, pois o argumento seguinte do criminoso, que faz a história
seguir adiante, nos mergulha em um paradoxo temporal. “Mirá la fe-
cha”, diz o criminoso fazendo com que aparecesse um novo elemento
na discussão, elemento que, se por um lado destruía a possibilidade da
cópia dos jornais, por outro lançava novamente a questão para o âmbito
de “una conversación linguística (y numérica) en la que el dibujante
hacía pie con mucha más seguridad que en la acción”. Ou seja, o de-
senhista, o artista, que se separava da vida por viver debruçado sobre a
prancheta, por viver em um mundo de fantasia, era também aquele que
se sentia melhor no terreno da argumentação, das palavras, da razão, do
que no da ação, pois essa argumentação é o que o mantinha vivo. A data
da revista era de quarenta anos atrás e não poderia então ter sido criada
pelo desenhista a partir dos jornais porque tinha sido publicada antes de
os fatos acontecerem. O criminoso conta então ao desenhista que aquela
história tinha mudado sua vida:

Yo de chico leí esta revista, la compré cuando salió, en


el puesto que había em Lavalleja y Bulnes, en la esquina
del conventillo. La compré porque la esperaba todas las
semanas, no porque fuera un imbécil coleccionista snob
sino porque era mi único escape de la realidad sórdida de
la pobreza, de mi padre preso y mi madre tísica.
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O desenhista, que se separava do leitor criminoso por viver em


um mundo à parte e que nada sabia da realidade, se dá conta, então, de
mais uma diferença: não estava acostumado a lidar com as pessoas que
liam os quadrinhos por seu conteúdo. A história era uma válvula de es-
cape da realidade triste que o criminoso vivia, ou seja, um clichê sobre a
literatura e seus efeitos. Assim, apesar de dizer que havia lido a história
quando era menino e que, a partir de então, havia pautado sua vida por
ela, o criminoso continua sustentando sua acusação de que havia sido
denunciado pelo desenhista. Se antes a literatura copiava a vida, agora
é a vida que imita a literatura (e assim vamos notando como Aira cons-
trói sua história com vários clichês, ironicamente colocados para que a
história siga adiante).

Pois bem, o argumento da data joga toda a narrativa para o terre-


no do paradoxo, como nos conta o narrador:
Era inútil. No valía la pena hablar. Lo irrefutable e in-
201 discutible seguiría haciendo sentir su presencia. Aunque
no era exactamente que no valiera la pena hablar. Hablar
siempre valía la pena, porque no había otro modo de saber
lo que pasaba. Lo que no valía la pena era seguir hablan-
do, porque inmediatamente después de saber lo que esta-
ba pasando el tiempo había dado un gíro, se había vuelto
sobre sí mismo, el anverso se había apoyado sobre el re-
verso, y el contacto de los hechos pasados y futuros había
creado una cantidad de paradojas imposibles de resolver.

A dobra no tempo faz com que os fatos já não mais se sucedam


uns aos outros, mas que permaneçam simultâneos, aumentando a ambi-
valência dessa escultura quase imóvel que origina o relato. E aqui pode-
mos observar a semelhança entre El criminal y el dibujante com outra
narrativa de Aira, La costurera y el viento (vale notar a semelhança tam-
bém na construção do título: os dois substantivos ligados por uma con-
junção aditiva), escrita em Paris, em 1991. O que temos nessa novelita
então é essa vertigem que apresenta um outro paradoxo: a partir de um
fato imóvel, a escultura, os outros se sucedem tão rapidamente que se
tornam simultâneos. Isso está dito na própria narrativa, entre parênteses:
“todo esto tenía lugar en unos pocos precipitados instantes de horror”.
Estamos, portanto, diante de um relato que mimetiza sua própria am-
bivalência: está imóvel, parado, mas anda, segue adiante, embora seja,
como em um efeito de teleobjetiva, chapado, sem profundidade, simul-
tâneo. Mimetiza a própria situação do escritor marcado pela devastação
das vanguardas: como seguir adiante? Como seguir escrevendo? Em Un
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

episodio en la vida del pintor viajero (2000), novela em que Aira conta a
história secreta de Rugendas e sua procura por desenhar o vazio do pam-
pa, temos encenada a questão do fim dos relatos, do fim da experiência.
Rugendas teoriza sobre “el silencio de los relatos”, o tema benjaminiano
do fim da experiência, para avançar a hipótese de que um tal silêncio
não implica perda alguma, muito pelo contrário, pois o que se transmite
a uma geração mais jovem é um conjunto de “ferramentas” com o que
se pode rearmar o relato e assim reinventar o passado. Desta forma,
aponta para a importância dos procedimentos na construção dos relatos.
Em outro texto, muito próximo a Un episodio, Aira coloca o problema
central para toda a arte do século XX: como continuar escrevendo, pin-
tando ou fazendo música quando tudo já foi feito? A pergunta conduz ao
momento histórico das vanguardas: “cuando el arte ya estaba inventado
y solo quedaba seguir haciendo obras, el mito de la vanguardia vino a
reponer la posibilidad de hacer el camino desde el origen” (AIRA, 2000,
p. 165). Todo o percurso da arte no ocidente, do regime ético de Platão,
202
ao poético de Aristóteles até o século XVIII e, finalmente, ao estético do
século XIX a nossos dias, resultou na profissionalização do artista, na
autonomia da arte, portanto, em um momento singular da história que,
segundo Aira, “cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa”. O
beco sem saída dessa situação histórica, o fim da arte como realização
de um percurso histórico, encontra sua saída na retomada anacrônica
das vanguardas: o procedimento. Dessa maneira, os grandes artistas do
século XX seriam aqueles que inventaram procedimentos para que as
obras se fizessem sozinhas ou não se fizessem.

Sandra Contreras chama a atenção para a importância dos finais


na narrativa de César Aira. Segundo ela, o nó de sua ficção está exata-
mente nos começos e nos finais, daí sua comparação com o conto que
tem o fim como um elemento essencial do ritmo da narrativa desde o co-
meço. Nesse sentido, o relato de Aira, sempre segundo Contreras, mar-
cado por esse acento posto no fim, funda uma ansiedade do relato, uma
urgência de chegar ao fim. É um traço, esse da acentuação do fim, que
está articulado à relação de Aira com as vanguardas históricas. O impor-
tante aqui é perceber como esse impulso adiante, essa máquina que tem
de continuar apesar de ou, melhor, dessa máquina que transforma a ne-
gatividade de uma experiência em uma afirmação do relato, da narrativa,
aparece em El criminal y el dibujante. A questão do fim está encenada
na novelita: a angústia do final tensiona todo o diálogo entre os dois: a
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

um argumento do desenhista, havia sempre outro do criminoso, “era de


nunca acabar”, nos diz o narrador. Mais adiante, o desenhista admite
que seu quase assassino tem sempre um argumento irrefutável, que é
mais rápido do que ele que, às vezes, levava semanas para encontrar um
desenlace para suas histórias.

Antes, porém, de falar sobre o final, vale comentar ainda a pre-


sença de dois elementos que pontuam essa novelita como o fazem no
teatro, no rádio ou no cinema: a música e a luz, ambas colocadas pelo
narrador em momentos específicos e de maneira irônica, humorística
mesmo. A música aparece quando entram as aspas no “discurso oral” de
um dos personagens, quando um personagem acentua o que diz (e apa-
rece em itálico no texto), etc. Em um determinado momento, as aspas,
de volta, fazem cessar o som da música, mas mantêm uma percussão
que havia entrado em outro momento. Ela vai acentuando o diálogo dos
dois personagens de modo melodramático, como em uma novela de rá-
203 dio. Quanto à luz, ela aparece quase no final. O narrador nos diz que ela
não havia mudado durante quase toda a cena, mas quando a novelita se
aproxima do fim ela começa a diminuir. Assim como na música há um
elemento artificial, aqui também o efeito da luz é discutido pelo narra-
dor que não consegue definir se a cena se passa ao entardecer, por isso
a diminuição, ou se se tratava de um sol matutino filtrado por nuvens,
ou da luz da lua, para terminar afirmando que também “podía ser una
combinación o sucesión de distintas horas o de todas las horas”. Mais
uma indicação dessa ambivalência entre pequenos movimentos e a imo-
bilidade das duas figuras.

Poderíamos dizer ainda que outro tema levantado aqui é o da res-


ponsabilidade do autor em relação aos efeitos que sua criação produz so-
bre o leitor. “Eras vos, vos y la historieta... yo no”. Durante todo o tempo
do diálogo o criminoso responsabiliza o desenhista pelo que aconteceu
em sua vida, enquanto este tenta se eximir da culpa para ganhar tempo.
O penúltimo parágrafo mostra ainda o caráter de montagem, artificial da
história:

Sus dos figuras entrelazadas en una situación de violencia


latente habrían podido recortarse (un recorte tridimensio-
nal, es cierto) aprovechando su inmovilidad de impasse,
y pegarse en otras escenas: el criminal degollando, o a
punto de degollar, a alguna de sus tantas víctimas, mujeres
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

inermes por ejemplo (...). No habría sido necesario hacer


ningún cambio ni retoque; una misma actitud, un mismo
ademán, una misma expresión del rostro, podría servir a
una enorme cantidad de situaciones distintas, y hacerlo
con tal propiedad que nadie sospecharía.

Mas se os finais são tão importantes nas estratégias de Aira, o


que dizer do final de El criminal y el dibujante? Nesse caso, poderíamos
dizer que não há propriamente um final, pois as duas figuras entrelaça-
das como estavam desde o começo apenas começam a se inclinar, sem
mudar a posição dos braços e das cabeças. Ou seja, nesse caso não há
uma catástrofe, uma mudança súbita na narrativa, o que acontece em
muitas das histórias de Aira. As duas figuras imóveis, ou quase imóveis,
como o narrador faz questão de notar, vão apenas se inclinando em dire-
ção ao chão como se fossem buscar algo nos pés. As duas últimas frases
se armam então a partir desse “como se”. Como se buscassem algo em
204 seus pés ou também como se manifestassem uma espécie de fadiga dos
materiais. Ou seja, era impossível manter os dois abraçados, entrelaça-
dos, naquela posição por muito tempo, então era preciso terminar. Mas
a novelita termina sem que o criminoso mate o desenhista, mantendo
essa ambivalência entre o movimento sutil e a imobilidade, mantendo
a indecidibilidade entre aquilo que se sucede e aquilo que está parado.
Se aqui não há uma precipitação em direção ao final é porque quase não
há diferença entre o começo e o final. Tudo se passa entre o diálogo que
faz mover a narrativa e a pose dos dois que mantém a história no mesmo
lugar.
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

BIBLIOGRAFIA

AIRA, Cesar. El criminal y el dibujante. Buenos Aires: Spiral Jetty,


2011.

_____. Un episodio en la vida del pintor viajero. Rosario: Beatriz Vi-


terbo, 2000.

_____.“La nueva escritura”. In: Boletín / 8 del Centro de Estudios de


Teoría y Crítica Literaria. Rosario: Facultad de Humanidades y Artes
de la Universidad Nacional de Rosario, octubre 2000.

CONTRERAS, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Vi-


terbo, 2002.

205
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

Borges, Aira y
el narrador en
su tradición
206

Nancy Fernández
(Universidad Nacional de Mar del Plata/ CONICET)

Plantear una conjunción con los nombres propios de Borges y


Aira sin duda puede dar por resultado el equívoco sintagma de la com-
patibilidad, la aceptación de un legado o la filiación. En cambio, sabe-
mos que Aira se ocupó de dejar en claro que está muy lejos de aceptar
los lineamientos tributarios hacia Borges, sea en su obra poética, sea en
sus ensayos, los cuales, más allá de toda necesidad editorial de explicitar
sus límites distintivos, más bien señalan encrucijadas donde la escritura,
en su condición de proceso, asume la función soberana. Aira nos plantea
el interrogante y el desafío de una lectura, de la tradición nacional, de la
cultura, del sentido, casi como si Borges no hubiera existido, menos
como opción binaria que cómo un definitivo cambio de lugar. Desplazar,
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torcer los trayectos de su poética respecto de las postulaciones borgia-


nas, es su marca registrada, la patente que lo singulariza de las genealo-
gías de Piglia o de Saer (que no han sido precisamente alumnos obse-
cuentes pero han sabido encastrar en la potente rúbrica, su propia
economía narrativa y sus posiciones ideológicas –las que leemos en sus
textos y las que ocuparon en el campo intelectual-). ¿Dónde reside, en-
tonces, el interés –el plus de valor- de proponer esta suerte de relación
fraudulenta?; quizás en la disparidad inherente que sin embargo permite
pensar problemas comunes, o acaso en la posibilidad de concretar el
desafío airado de escribir desde el margen, en tanto condición y produc-
to de una elección que signa los bordes del mito personal, la exótica fi-
sonomía de una imagen de autor, vuelto “espectáculo”. El gesto se con-
vierte en acto deliberado que arroja al nombre propio Cesar Aira –autor
207 jurídicamente real y personaje poéticamente verídico– a la dimensión
plana de una visibilidad sin puntos de referencia. Y no porque los “da-
tos” probables que forman parte de sus tramas sean secretos o falsos,
sino más bien porque todo ingresa en el turbulento proceso de transmu-
tación donde perdiendo gravidez y espesor plantean una lógica que anu-
la la posibilidad binaria de lo verdadero y lo falso. De esta manera, el
escritor diseña sus máscaras en narradores y personajes no en la pers-
pectiva teleológica de hacer uso de los materiales y motivos al servicio
de su literatura, sino de construir el sentido de una realidad ajena a las
taxonomías de certeza y de invención; así formula (y realiza) la paradó-
jica ecuación que pone la verdad en la fábula cuyos lineamientos “teóri-
cos” podemos leer en Nouvelles impressions du Petit Maroc. Más allá de
estas consideraciones preliminiares, podemos advertir que su trazo es
indispensable, por poner de manifiesto cuestiones insoslayables a la
hora de analizar las condiciones de producción donde se modifican la
técnica y los lugares de enunciación que implican a la estética, la filoso-
fía, la cultura (la lengua, la ley, la historia). En este sentido, Aira parece
desplazar definitivamente la prerrogativa que nuestra tradición nacional
le concedió a la categoría de ficción espoleada en sus líneas principales
por Borges y Ricardo Piglia, en sus consabidas discusiones con Leopol-
do Lugones y Ricardo Rojas en el contexto histórico, ideológico y lite-
rario del nacionalismo (el primero, con la canonización de Martín Fier-
ro en la celebración del Centenario desde una perspectiva xenofóbica, y
el segundo estimulando el rescate de la tradición hispánica). Borges no
solo potencia los efectos de las versiones constructivas de la tradición
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(el autor argentino en relación con el mundo), sino que desarticula los
modos de leer convencionales (y no tradicionales) de leer el vínculo
entre literatura y nación. En contraste con sus predecesores, Borges des-
taca un modelo dinámico de la lectura cuyo proceso intelectual se fun-
damenta en el proceso material de fabricación y de hechura, señalando
la instancia ficticia que descubre la dimensión de lo fáctico (la filología
nos devuelve el sentido prístino de los términos y las nociones ya que el
carácter verdadero del hecho en bruto retorna en la marca del artificio, el
velo del simulacro que duplica al infinito el revés de la trama y la ver-
sión que anula los fatuos privilegios del original por encima de la copia).
Si recordamos “El escritor argentino y la tradición” o “La poesía gau-
chesca” (textos publicados respectivamente en 1955 –en Sur– y 1957),
notamos el relieve que toma a pleno, la autonomía literaria, por encima
208 de la función notarial (la función jurídica) de la referencia fuera del tex-
to. Asimismo, el lector renueva un pacto con el autor, borrando antiguos
privilegios sindicados en nombre de la propiedad sobre la obra. Así, ni
la tradición nacional nos confina al reducto periférico de los regionalis-
mos, ni el género canónico de la gauchesca acata las preceptivas de las
generalidades esenciales del verosímil: no solamente acentúa su carácter
constructivo sino que traspasa, como Borges lo pone en práctica con su
propia poética (su gauchesca alcanza al siglo XX), las temporalidades
coyunturales que son inherentes a su constitución histórica. Allí conden-
sa en un punto, las coincidencias que definen su obra en proceso. Desde
esta perspectiva, creo que es lícito reponer aquí el epígrafe que abre
Discusión, “Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la
vida en rehacerlas”, de las Cuestiones gongorinas, de Alfonso Reyes. Y
estimulados por el contraste y la diferencia volvemos hacia Aira, con la
necesidad de subrayar la índole extremadamente disruptiva y vital (afir-
mativa) de su intervención en la escena artística; la primer pregunta,
puede que remanida, surge a propósito de examinar la contingencia de
lo nuevo en sí, y si la repetición de su misma posibilidad no neutraliza
su carácter diferencial y perturbador. Probablemente, la clave de esa
ocasión, su riesgo y su pericia, radique en el acontecimiento de eterno
retorno que es lo nuevo, que como tal, inscribe una tendencia y una in-
flexión, ajenas al ornamento de la mera novedad de moda. Pero es inevi-
table la pregunta por el surgimiento eventual, sobre todo después de la
aparición de Aira y sus efectos de signos definitivos en el mapa cultural.
Y aquí cabe menos la noción de historia que de genealogía o de conste-
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

lación, la emergencia que el azar devuelve a lo real. En este caso Aira (su
gesto y su obra) implica la reaparición de lo nuevo con los atributos de
la antigua inocencia de un presente que expone sobre sí un pasado inme-
morial. Quiero decir, Aira asume la necesidad de la invención con el
carácter prístino de lo nuevo, con el trabajo de recuperar la tradición
narrativa más arcaica de una cosmogonía cultural que funde la moderna
vanguardia occidental con la milenaria cultura oriental. Aquí realiza un
desplazamiento importante, y asume la tarea de borrar los contornos
divisorios que sirvieron por siglos para mantener separados, bloqueados
los contextos culturales. No es que iguale o que desconozca la diferencia
sino que escribe sobre la experimentación de lo arcaico y lo lejano con
los contextos de pertenencia, más próximos a la tradición nacional (por
ende a la europea). Ema, la Cautiva es un ejemplo paradigmático, que
209 reúne en un mismo libro dos registros disímiles. Novela que retoma par-
cialmente el realismo clásico con intermitentes huellas historiográficas
para que ese mismo lenguaje se deslice borrando su rastro o mejor, di-
solviendo, al parecer su “primer” propósito para fluir hacia un sitio in-
sospechado. Hay cautivos, viajeros europeos (el personaje “central” del
francés Duval), caravanas que atraviesan el desierto con indios cautivos,
el teniente unitario Lavalle que las comanda con salvajismo y un imagi-
nario que comienza a resultar extraño ya en los comienzos del libro: la
antinomia o la insoluble oposición entre Civilización y Barbarie, desde
la mirada del liberalismo decimonónico de la Generación del 37’. Pero
lo que hace inclasificable la estética de Aira, es la lógica del sentido que
sustenta la dinámica visual y artística del texto, allí donde los contornos
nítidos de las figuras (de los personajes y la acción en la tradición del
realismo luckacsiano) se desvanecen para ceder terreno a una mirada
inédita en la literatura argentina o mejor, solo reconocible después de
Osvaldo Lamborghini y el grupo Literal, conocido como la neovanguar-
dia de la década del setenta. Aira neutraliza o deconstruye, esa es la pa-
labra, las categorías de espacio y tiempo, creando la ilusión deliberada
de un anacronismo y de cierta movilidad inmóvil. Aquí, intersticios e
intervalos son simulacros o mínimos instantes que forman parte de un
continuo, menos como soldadura de piezas atomizadas que como um-
bral que anula las mediaciones previas. Sin duda y en sus propias pala-
bras, Aira es un escritor moderno, que coloca su grafía en la estela de las
vanguardias históricas europeas (en especial el juego con los marcos del
dadaísmo y Duchamp, algo de la mirada y la perspectiva expresionista,
revista landa Vol. 2 N° 2 (2014)

Kafka y cierto delirio visual convertido en realidad como rémora de la


vigilia insomne desprendido del surrealismo –sin la búsqueda onírica
del automatismo inconsciente–. Pero tan presente como esto, envuelto
inclusive en la potencia reproductible que otorga la tecnología (Benja-
mín), se muestra la grafía del budismo zen, el salto al vacío, el pasaje al
abismo que toma la forma de relámpago, de manifestación súbita de la
inminencia que dona el trazo único y singular de la escritura. El resulta-
do de esto es una literatura hecha entre los bordes de una lógica omni-
presente en cualquiera de sus argumentos, ofrendada a los motivos o a
los retazos temáticos que terminan siendo la excusa, el pretexto, para
extender las indiferentes disquisiciones de un narrador que es siempre
baluarte e imagen del escritor en su sistema de enunciación. En su in-
tento y logro perpetuos por despegar de la aceptación convencional de
210 códigos habituales, aloja su letra en la creación y la invención, una suer-
te de recuperación del efecto fugaz de la sorpresa repentina, dando como
resultado una imagen de un objeto ya visto, alumbrado en el extraña-
miento que desconoce su antigüedad. Lo ya hecho, algo así como el
“esto ha sido” barthesiano en los ready mades. Este es el sentido que
asume Aira cuando emprende la estocada ofensiva contra Ricardo Pi-
glia, en aquella nota del año 81 publicada en la revista Vigencia, titulada
“La novela argentina, nada más que una idea”. Desde una postura que
tiene en cuenta la potencia estratégica del cálculo, Aira traza un diagnós-
tico del género y se ubica en un sistema de filiación; Macedonio, Artl y
Gombrowicz son maestros reconocidos, incluso Puig; por elecciones de
objeto o afinidades electivas Borges ni asoma y en cambio se detiene en
los contemporáneos. Minimiza a Jorge Asis, el prototipo de escritor con
éxito en el mercado con sus Flores robadas en los jardines de Quilmes,
se distancia cuidadosamente de Juan José Saer, dejando en claro que sus
poéticas, si antagónicas, guardan cierta simetría. Pero en Piglia encuen-
tra su blanco de ataque fustigando argumentos razonados, frontales y
compulsivos. Piglia era el escritor que comenzaba a acaparar la atención
de los más prestigiosos miembros del campo intelectual y él es quien
ocupa el lugar que en los noventa dominará Aira, a partir del progresivo
reconocimiento que halla en Maria Teresa Gramuglio (que publica la
primer reseña sobre Ema, la Cautiva en Punto de Vista) y el grupo Babel
integrado por los jóvenes Sergio Chejfec, Alan Pauls, Martín Caparrós,
Carlos Feiling entre otros. Son conocidos sus planteos. Para Aira la no-
vela argentina que padece de “raquitismo” debe abandonar el aparato
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ortopédico de la teoría que la infunde recuperando su naturaleza arcaica:


el atributo narrativo del “había una vez”. Por ello, desde su óptica, dirá
que el maestro de Piglia no es Arlt sino Sábato, y que Respiración Arti-
ficial es la peor novela que se haya escrito. Con esto da inicio a una po-
lémica que irá cobrando efectos concretos en la escena pública. Pero
otra cosa llama la atención y la desarrolla en Nouvelles impressions du
Petit Maroc; se trata del lugar que le destina al lector, cuya esfera el es-
critor no debe confundir, por el contrario el escritor debe cuidar no ceder
a un molde ajeno, no rebajarse a aquellas intenciones previas. Asimis-
mo, la relación entre la literatura europea y la argentina, es como seña-
lábamos, materia recurrente y en ocasiones explícita para Borges y en
este libro también Aira alude sin evasivas. En “El escritor argentino y la
tradición” Borges apela a la libertad sin límites para hacer uso de las
211 tradiciones europeas; de ahí el carácter dinámico y deliberadamente
constructivo que la categoría de tradición asume, y podemos entenderla
en oposición a la de canon, de índole preceptiva, estabilizadora e insti-
tucional. La operación cultural que realiza Borges consiste en hacer uso
del patrimonio universal con la libertad sin culpa residente en la perife-
ria americana. La operación borgiana es cultural, ética (elimina los pre-
juicios morales), económica (transgrede la potestad de la propiedad pri-
vada en el lenguaje, condensa metonímicamente el todo en un punto,
como el aleph) y constituye un sujeto de enunciación ensamblando es-
critura y lectura, a favor de la singularidad resultante (en el infinito labe-
ríntico del universo) de una literatura menor (al decir de Deleuze respec-
to de Kafka). Es notable la diferencia entre las realizaciones borgianas y
las apariciones televisivas. Aira vuelve sobre el tema en las Nouvelles
impressions poniendo el acento en los términos de calidad y corrección,
desplegando así uno de los problemas centrales que definen integral-
mente su poética. En principio no lo plantea en los términos productivos
de Borges sino como ámbitos de constitución diversa. El enfoque es
distinto porque no parte de la posibilidad de que todos los temas nos
pertenezcan, como cree Borges: en todo caso, eso es un hecho. Antes
bien, en comparación con el paradigma establecido, si hay una posibili-
dad no explotada en nuestro terreno es la que nos lleva a permitirnos
todo, lejos de todas las prescripciones academicistas, incluso y sobre
todo, la “frivolidad” y la ausencia deliberada de corrección. Allí, en la
contingente virtualidad de una novela que prescinda (que evite) del cor-
sé rígido que impone el gusto, las pautas de la norma y el buen decir, lo
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nuevo (como categoría teórica y como efecto buscado) hace su entrada


triunfal. Porque de lo que se trata es de prescindir de la actitud que con-
firma la adecuación a la regla y al sentido común, acatando los viejos y
nostálgicos mandatos de patrones colectivos. Sin embargo, en el elogio
de la “mala escritura” anida el pretexto de una filiación, coherente con
lo que Aira postula. Entonces, Macedonio, Arlt y Gombrowicz, que aquí
no los cita pero están omnipresentes en la práctica airana, son las firmas
que ponen en funcionamiento la neutralidad de la corrección o mejor, el
efecto necesario que se adecua al procedimiento de anular interdiccio-
nes. Si todo nos está permitido, la libertad es infinita y da como resulta-
do una escritura que fuga hacia delante, la perpetua huída compulsiva
que alcanza una velocidad sin control. Llegado este punto, la letra que
inscribe rastros del pensamiento se precipita efectuando la sorpresa de
212 los desenlaces, los finales de las novelas de Aira o el goce primero y
último. “El territorio que se abre ante nosotros es inmenso, tan grande
que nuestra mirada no alcanza a abarcarlo por entero, y el cuerpo se
desenfrena, en una velocidad superior a sus posibilidades…los pensa-
mientos huyen muy rápido en todas direcciones…El vértigo nos arras-
tra, la calidad queda atrás, todo efecto o resultado quedan atrás…La
prosa se disuelve, cuanto peor se escribe, más grande es todo, en una
inmensidad ya sin angustia, exaltante…” De lo que se trata es del desvío
y el error creativo que atesora potencialmente, la escritura en su veloci-
dad e inmediación, en la simultaneidad de las imágenes que se afirman,
como realidad y como posibilidad. Y es en el pasaje de pensamiento a
letra, en la precariedad de la rapidez donde escribir mal sin corregir re-
conoce el exceso de la lengua vuelta extranjera. Allí Aira define el exo-
tismo en los términos de un estilo cuya singularidad reside en la coinci-
dencia, secreta y prodigiosa, con alguna lengua lejana. Esto es el tono,
prístino y misterioso que recupera sin proponérselo, el encanto de vidas
imaginarias. A ello y a la captura de su visibilidad debe abocarse el ver-
dadero escritor. Es el acto que antepone un puente entre civilizaciones
renunciando a la inteligencia matriz de la lengua para transportarse a la
“deliciosa ensoñación de estar escribiendo mal”. El lenguaje del niño al
que alude Aira encarna en el ejemplo de quien dibuja sin saber con la
mano izquierda. Es esa incomodidad, eficaz en su desajuste, donde la
palabra se desliza sobre sí misma para decir otra cosa; esa es la otra len-
gua que Aira descubre en Francia, en Saint Nazaire, cuando advierte que
creyó saber francés sin lograr entender esos movimientos o giros que
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constituyen la lengua en el acto concreto de su emisión. El escritor que


se propone recuperar “la cortesía inherente a su trabajo”, salta fuera “de
su obra y su persona” provocando su mito personal. Y como el verdade-
ro hablante, el escritor se solaza en la tortuosa ambigüedad y vacilación
que nada tiene que ver con las abstracciones y obviedades a las que el
sistema general del idioma tiende. La cortesía del escritor supone la re-
nuncia a la comodidad inteligente que asegura en su solidez, la lengua
materna. El idioma de los sobreentendidos que se resisten a la explica-
ción y la universalidad. Por esto, Segalen es el autor que Aira rescata a
los efectos de mostrar el nudo de su teoría sobre lo exótico, esto es, el
logro de dar color y volumen al presente pleno de una realidad: la de la
fábula. Aquí es donde es lícito plantearse la duda inherente a la literatu-
ra y discrepante con los traslados de la razonabilidad conceptual. Sega-
213 len cuenta algo que abre la duda sobre el estatuto verídico o inventado
de su relato. Y de acuerdo con esto, si el exotismo resiste al desgaste que
provoca el uso, siendo puro excedente o plus de valor; si es “no renova-
ble” porque se agota, nuestra pregunta para Aira podría apuntar a una
eventual coincidencia con la teoría benjaminiana del aura. En el brillo
perdido de su adherencia desgastada, el valor alumbra entonces a la vida
cotidiana como el revés de lo exótico.
Nouvelles impressions… es un tratado, en el sentido experimen-
tal del término, un modo vanguardista de ensayar poniendo a prueba
los cimientos de la lógica racional que inviste la literatura nacional y
la europea. En esta procura, en esta pesquisa, Aira encuentra ejemplos
que, mal que le pese, resultan plausibles a la hora de comprender sus
elaboraciones teóricas, presentadas como bocetos inacabados pero con
la contundencia de una epifanía. Tal es el caso del “execrable” Julián
Gracq y el maravilloso Segalen a través de los cuales se nos presentan
legibles cuestiones del autor, el sentido, el lenguaje y lo real, el sujeto
y la identidad. En este repertorio, el olvido es uno de los objetos de las
especulaciones airanas que reponen en una amplia dimensión el espacio
y el tiempo en relación con el sujeto/autor. Hemos leído la relación de
contraste y complemento que Borges establecía entre memoria y olvido,
pensando en función del infinito; mientras la acumulación interminable
de la primera le cobraba la vida a Funes, el segundo presentaba su nece-
sidad bajo la forma de abstracción, acudiendo al auxilio del concepto, la
analogía y la clasificación. “Funes, el memorioso” es su representación
más evidente pero también, desde el punto de vista de la funcionalidad
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lingüística, “El idioma analítico de Johnny Wilkins” tiene que ver con
estos dilemas. Ahora bien, las disquisiciones de Aira apuntan tanto al
proceso de la escritura, sus procedimientos y devenir como al sujeto de
enunciación que toma forma en el autor. Ajena al saber que construye
la teoría, “la literatura está toda hecha de olvido, o de simulacros de
memoria”, cuya consecuencia más inmediata es la aceptación sin las
trabas de la moral, de cierta irresponsabilidad del discurso, esto es, la
frivolidad programática que Aira define como el arte de hacer que efec-
tos insignificantes generen grandes causas. Pero aquí también se hacen
presentes los ecos de Gombrowicz y su apología de la inmadurez de la
escritura (opuesta al juicio severo del imperativo moral de la profundi-
dad). Si de algo sirve la teoría, es para sostener eficazmente el sentido de
la literatura que transforma y desplaza la lógica binaria de la exclusión
214 entre lo verdadero y lo falso. Uno y otro pierden espesor porque ingre-
san en un terreno donde es propio es anular (olvidar) sus marcas de ori-
gen, neutralizando sus vetustos órdenes de pertenencia, devolviéndolos
vacíos del aquellos contenidos al terreno neutral –sin útero, abismal– de
la literatura. Ella tiene el atributo de volver a definir, desde la repetición
y el desplazamiento, los miembros de cualquier sistema de identifica-
ción cultural. El continuo entre vida y pensamiento es una forma que da
lugar a la estrecha confianza en la genuina generosidad de la repetición
que devuelve de manera inesperada y provisoria, imágenes y configu-
raciones potenciales de la literatura. Y uno de los modos a los cuales
Aira da crédito, son los hiatos que se producen en la escritura. Lejos
de evitarlos, los preserva en su manifestación incompleta, allí donde en
modo embrionario comienzan a disponerse las motivaciones de la escri-
tura. Por poner un ejemplo, “Cecil Taylor” es un texto que deja ver la
necesidad de las transiciones que constituyen el sistema de enunciación,
disolviendo las jerarquías que terminan por mostrar la fragmentación
irreductible del pensamiento que inviste la trama. En “Cecil” funcionan
las digresiones, no como dispersión o meros cambios temáticos, sino
como variaciones rítmicas que impone una constelación de conexiones;
puede decirse que la función de la escritura es poner de manifiesto esos
lazos, hacer que se vuelvan visibles formando figuras. Quizá por ello
la poética de Aira casi omite las metáforas cuyo lugar lo habitan más
bien iluminaciones efímeras. En este sentido, uno de los objetos de su
especulación es, como decíamos, el tiempo, que a través del autor lo
da vuelta, colocando al destino (un tópico preferido en Borges) en el
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lugar e instante del nacimiento. Si en su propiedad de hacer mitos de las


particularidades, la literatura transgrede el límite de lo imposible con la
paradójica repetición de lo único, Aira nos devuelve la potencia de la
fábula (de la acción, de la sorpresa, de los cambios de velocidad y sus
finales) cuyo atributo será un exotismo sin precedentes, palpables en la
inflexión de narrativa y poesía.

215
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BIBLIOGRAFÍA

AIRA, César. Nouvelles impressions du Petit Maroc. Trad. Joca Wolff.


Florianópolis: Cultura e Barbárie, 2011.

_____. Ema la Cautiva. Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1981.

_____. Cecil Taylor. Buenos Aires, “Fin de siglo”, número 14, agosto,
1988.

BORGES, Jorge Luis. Discusión. Buenos Aires: Emecé, 1957.

216
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Auto-grafia:
pensador
airado
217

Foto: Rodrigo Álvarez

Jorge Wolff
(Universidade Federal de Santa Catarina)

La literatura ha muerto, y yo
soy la prueba viviente. Mi
contexto ya pasó.

César Aira

Estão em jogo aqui, nestas páginas, e provavelmente em todas as


páginas existentes, os limites entre a experiência e seus modos de apre-
sentação. Estão postos em jogo, portanto, os limites da arte enquanto
objeto da arte e da literatura enquanto objeto da literatura e, em conse-
quência, as noções de autonomia e de pós-autonomia como modos de
ler-escrever-inventar a experiência moderna e contemporânea. Mas se
a crítica Josefina Ludmer propôs esta última noção – a qual abraça o
pós e o póstumo – em forma de manifesto anacrônico, em meados da
década de 2000, se poderia dizer que o escritor César Aira vem fazendo
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o mesmo sem precisar fazê-lo desde o século passado.1 Com isto não se
pretende afirmar que toda arte ou literatura atuais sejam pós-autonômi-
cas por definição – o que significaria cair na cilada proposta pelo próprio
e suposto manifesto – e sim que todo e qualquer texto assinado e datado
põe em jogo e em questão o conceito e os limites dos objetos da arte
ainda tomados como literatura.

Pensar alguns textos que comportam essa ausência de limites,


com base nas questões da autobiografia, da autografia e da chamada au-
toficção, é o que se propõe neste ensaio, para concluir como se começou,
no vazio de toda página, com o desaparecimento literal do nome próprio
em questão, conforme se verá no final. Para chegar a esse vazio final,
destacam-se dois livros de César Aira, El juego de los mundos (2000) e
Nouvelles impressions du Petit Maroc (1991)2, tendo como fio condutor
218
a noção de pós-autonomia conforme aparece de modo definitivo – vale
dizer, provocativo e ambivalente – no último livro da ensaísta Josefina
Ludmer, Aquí América Latina (2010). Quanto à expressão “pensador
airado”, se trata de uma paráfrase do título de uma resenha de Alber-
to Moreiras sobre as Otobiographies de Jacques Derrida, “Autografía:
pensador firmado” (de 1991). Note-se, por fim, que o verbo “airar” em
castelhano pode significar tanto “arejar” quanto “irritar”.

O idiota da família

O crítico Julio Premat, na conclusão de Héroes sin atributos. Fi-


guras de autor en la literatura argentina, dedicada ao escritor de Coro-
nel Pringles visto sardonicamente como “o idiota da família”, privilegia
com razão o que chama de “efeito Aira”, em vez de por o acento apenas
em um ou outro de seus inúmeros livros. Este efeito, afirma Premat, se
dá através de “procedimentos de escrita, estratégias editoriais, acumula-
ção, frivolidade, intensas e paradoxais reflexões metaliterárias e sobre-
tudo de uma figura de autor” (IDEM). O “efeito Aira”, que enfatiza o
procedimento e a invenção de procedimentos, conforme longamente es-

1 Para apenas um exemplo recente, entre inúmeros outros possíveis, veja-se El error (2010),
em que o narrador da novelita ironiza a arte moderna a partir de um álbum com as ilustra-
ções de Botticelli para a Divina Comédia: “Era un libro pequeño, muy bien encuader-
nado, un libro-objeto, probablemente pensado como obra de arte autónoma” (p. 28).
2 Cito a versão brasileira deste texto, que tive o prazer de traduzir e a editora Cultura e Barbá-
rie o de publicar, em 2011.
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tudado por Sandra Contreras em Las vueltas de César Aira, é um modo


de se opor à ideia de resultado em nome da “arte como pura ação: ação
perpétua”, diz ela; “ação intempestiva que, desconhecendo por comple-
to seus alcances, quer ir até o final do que pode e ao qual a irrupção ime-
diata e o contínuo sem freios são inerentes” (CONTRERAS, 2002, p.
30). Para Premat, o que resulta dessa produção sem resultado é a criação
de um autor – talvez sem firma, sempre com data, mas em definitivo um
autor e seu mito pessoal, contrariando paradoxalmente o esvaziamento
dessa figura próprio às neovanguardas em cujo contexto surge o próprio
escritor César Aira. Trata-se, segundo o crítico, de uma obra invisível,
ilegível, virtual que “flutua por cima de um corpo magmático de textos”
(PREMAT, 2009, p. 241).

Quando faz a apologia da ignorância – frequente em Aira, a co-


219
meçar pela própria –, como em Nouvelles impressions du Petit Maroc
ou em Cumpleaños (2001), o que está em questão é um “não-saber” que
corresponde a um saber da infância (como ocorre também na poesia de
Arturo Carrera) em que, finalmente, o sentido surge como “uma coor-
denada problemática ou ausente” (PREMAT, 2009, p. 243). Figurar um
autor, então, conforme propõe o crítico franco-argentino, é investir na
máscara em vez da obra: é na máscara que se encontra a verdade, na
“galeria de máscaras” (IDEM, p. 247) com que é construído seu mito
de escritor. A literatura má, o escrever mal proposto com todas as letras
em Nouvelles impressions du Petit Maroc põe em cena, portanto, essa
desfiguração capaz de produzir uma literatura monstruosa, em que a fi-
gura aberrante do monstro é associada à do idiota visto também como o
selvagem, que vem a ser, por sua vez, em César Aira, a encarnação do
estrangeiro.

Logo no início de Nouvelles impressions du Petit Maroc, texto


tomado como singular ars poetica, o narrador é um residente – como o
próprio autor – em uma instituição francesa para escritores e tradutores
estrangeiros, em cujo porto se localiza o bairro do Petit Maroc. Num dos
cafés desse bairro, o narrador “airado” se senta para escrever, observan-
do antes de mais nada que, a cada dia que passa, os mesmos barcos e as
mesmas pessoas vêm e vão, ou seja, que tudo se repete e se recria, que
tudo retorna, eternamente. “Quando uma repetição exterior e inexpli-
cável nos joga fora de toda intenção possível”, diz ele, “caímos inevi-
tavelmente na literatura. Isto é a literatura então: uma espécie de efeito
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feliz que não teve causa” (AIRA, 2011, p. 8). Mescla de ensaio, diário e
ficção com forte sabor crítico em relação a seus anfitriões, o texto datado
de 1990 e publicado em 1991, propõe o abandono de “uma lógica de
exclusão dos contrários”, em concordância nesse ponto com Juan José
Saer (1937-2005), cujo ensaio sobre o conceito de ficção apareceria na
mesma época (em 1992). Escreve Aira num café do Petit Maroc:
[...] o falso não remete a uma moral do autêntico, mas
antes à ficção, na qual convivem o verdadeiro e o falso,
valem o mesmo ao mesmo tempo e se transformam um
no outro. De fato, se se decide pela literatura é com este
fim: sair de uma lógica de exclusão dos contrários que
qualifica de falso a um só dos membros do par. Não para
tornar falsos ou verdadeiros aos dois, mas para incluí-los
numa teoria falsa que torna irrelevante a classificação. [...]
(IDEM, p. 11)

220 De modo que a literatura, depois do fim da arte e da literatura, é


para ele uma miragem que se materializa em textos sem assinatura e sem
fim, os quais, no entanto, reafirmam a necessidade de seguir contando,
bem e mal, mas seguir contando. No mesmo texto, aliás, assim como é
possível encontrar uma apologia da literatura má, lê-se uma observação
inequívoca sobre o que seria uma boa história escrita, com o precioso
detalhe de que “uma boa história escrita é sempre a ‘história de um poe-
ma’ antes que a dos fatos que conta” (p. 16). O modo de narrar de César
Aira parece se realizar inteiramente sob este prisma: o de um poema
virtual, realizado sem se realizar. “Eu me esforcei”, diz Aira ao criticar
os escritores demasiado inteligentes, “na escassa medida de minhas pos-
sibilidades, em preservar toda minha idiotice natural, para que a litera-
tura atue sem travas em mim” (p. 19). Para logo acrescentar: “Todos nos
acreditamos inteligentes. (...) Todos, menos o estrangeiro, o idiota (p.
21)”. Mas o “idiota astuto” do narrador “airado” é antes aquele que não
fala, conforme o não-saber da infância, e na mesma direção, conforme
aquele que é um plebeu, no sentido etimológico do termo oriundo do
grego antigo.

Já, em El juego de los mundos – relato que Josefina Ludmer


toma como avatar extremo da arte de (pós) vanguarda –, materializa-se
o fim da literatura no único “romance de autoficção científica” escrito
por Aira, em que hipoteticamente fundaria um gênero ao por no passado
remoto a ideia “liberal-moderna” de literatura. Assim, num futuro dis-
tante, o narrador César Aira lê com nostalgia a obra de seu antepassado
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César Aira, mas a lê totalmente transfigurada em imagem:


Hubo una época remota del pasado en que la humanidad
practicó una actividad llamada ‘literatura’. […] Durante
los siglos en que existió la literatura se acumularon mu-
chos libros, y muchos escritores. Algunos ‘buenos’, otros
‘malos’, unos más importantes o elogiados que otros,
serios, frívolos, laboriosos o estériles: todas esas distin-
ciones se anularon después. (…) Los sistemas para leer
usan viejas tecnologías, superadas, polvorientas, y si los
aparatos no tuvieran autorreparación ya habrían salido de
servicio hace mucho. Claro que hablar de ‘lectura’ es es-
tirar el término quizás demasiado. Cuando se pasó toda la
literatura a estos medios, se lo hizo en imágenes, una por
una (no se hizo por frases) y hasta fragmentando las pala-
bras si resultaba conveniente. Esta tarea la llevaron a cabo
sistemas automáticos operando con grandes diccionarios
polivalentes, sin intervención del hombre. Es decir que
operaban con todas las lenguas que ha hablado el hombre
en su larga historia, incluyendo dialectos y argots. Y por
221 la otra punta disponían de un banco de imágenes comple-
to, o sea que estaban todas. Seguramente a los literatos
del pasado no les habría satisfecho la transferencia, pero
cuando se hizo ya no estaban para protestar. Y la opera-
ción salvó del olvido definitivo a la ingente masa de libros
que se había acumulado (…). (p. 23-24)

Ponhamos a ensaísta Josefina Ludmer neste futuro remoto mo-


tivado pelos jogos de destruição de mundos operados via computador
pelo filho desse César Aira futuro na paz de seu lar, o que vem a ser o
que de algum modo ela proporia ao separar nítida e provocativamente o
“novo” (a pós-autonomia) do “velho” (a autonomia). Mergulha-se assim
por inteiro na noção de “realidadeficção” exposta, de modo aparente-
mente cristalino, em “Literaturas pós-autônomas”, em que Ludmer toca
sem nenhum constrangimento em um tópico central – ou uma velha fe-
rida – dos debates críticos e teóricos em torno da literatura, no tempo em
que esta prática ainda sobrevivia: a questão do “valor” literário. Logo no
início de “Literaturas pós-autônomas”, lê-se que tais escrituras não ad-
mitem leituras literárias: “não se sabe ou não importa se são ou não são
literatura. E tampouco se sabe ou não importa se são realidade ou fic-
ção” (LUDMER, 2010, p. 1)3. O que importa, segundo Ludmer, é como
estas escrituras “fabricam um presente”, em detrimento de “qualquer
registro realista do que passou”. O valor literário, o diagnóstico crítico
da qualidade ou falta de qualidade que caracterizou a “velha” literatura
moderna, supõe-se sumariamente descartado. Se existe a possibilidade

3 Cito igualmente a versão brasileira, publicada pela mesma editora em www.culturaebarbarie.


org/sopro, com tradução de Flávia Cera.
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de fazê-lo, isto não ocorre sem problemas e a ensaísta procura enfren-


tá-los – já que o velho e o novo são agora contemporâneos – através de
certas estratégias retóricas, como o emprego ocasional do modo condi-
cional, a transferência do foco da escrita para os modos de leitura e o
reconhecimento de que uma leitura segundo os critérios tradicionais de
valor, apesar de tudo, pode seguir e segue sendo feita com frequência.

Esta realidade ficcional é, para Josefina Ludmer, a própria rea-


lidade do cotidiano atual, informado e conformado basicamente pelos
meios digitais, responsáveis pela “fabricação do presente”. Da tensão
causada pela oposição entre ficção (enquanto “fábula, símbolo, mito,
alegoria ou pura subjetividade”) e história (política e social) nas nar-
rativas dos séculos XIX e XX, passa-se no momento pós-autonômico
à fusão de ficção e realidade histórica, uma vez que, segundo se pode
222
verificar efetivamente, vive-se
o fim de uma era em que a literatura teve “uma lógica
interna” e um poder crucial. O poder de definir-se e ser re-
gida “pelas suas próprias leis”, com instituições próprias
(crítica, ensino, academias) que debatiam publicamente
sua função, seu valor, seu sentido. (IDEM, p. 3)

Com isso, cairiam também quaisquer pretensões críticas de


emancipação, transgressão e subversão, que caracterizaram as políti-
cas da literatura na modernidade: “A literatura perde o poder ou já não
pode exercer esse poder” (IBID., p. 3), assegura Ludmer. Perda esta
que, para a ensaísta, seria voluntária, na mesma medida do desencanto
vivido pelos escritores em relação a esse poder e da mistura das esferas
ou dos campos tidos antes, de Kant a Bourdieu, como autônomos. Se
leitores, escritores e críticos continuam crendo na autonomia, ainda que
relativa, de seu campo, eles não são capazes de se imaginar em “outro
mundo”, como significativamente acrescenta à versão do texto publi-
cada no livro de 2010. Este “outro mundo” – que aponta para O jogo
dos mundos de Aira – é o da imaginação pública no século XXI, que
cruzaria a fronteira da literatura e entraria “num meio (numa matéria)
real-virtual”, destituída de um dentro ou de um fora e que, no entanto,
“constrói presente” (IBID., p. 4).

O que parece produtivo ler em seu tardio ou anacrônico mani-


festo é a ousadia “airada” de propor um mais-além do literário com base
nas inegáveis mudanças nos modos de circulação e consumo dos livros
que caracterizam o início do século XXI. Para tanto, a ensaísta encara
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os novos tempos propondo o emprego de outras e distintas ferramentas


teóricas, menos gastas e mais arriscadas, para enfrentar o efetivo des-
locamento do lugar da literatura, vivido a partir de meados do século
passado. O que se deve, por um lado, a sua formação vanguardista na
Argentina dos anos 1960 e, por outro, à marca deleuziana e à sua longa
temporada em Yale, nos Estados Unidos, onde os valores canônicos,
através basicamente de uma domesticação da filosofia da diferença de
origem francesa e particularmente da desconstrução, foram jogados por
terra. E pouco importa, ela diria, se isto é bom ou ruim.

Mas não basta, diria Alberto Moreiras por sua vez, jogar os valo-
res canônicos por terra, uma vez que a filosofia desconstrutiva não deve
ser vista como “uma simples dissolução do fundamento dos opostos” – o
que fundamentou o grosso do multiculturalismo norte-americano –, mas
223
sim como uma crítica radical da síntese especulativa de matriz hegelia-
na (MOREIRAS, 1991, p. 131). A mera dissolução dos opostos foi o
que os cultural studies conseguiram transformar em consenso nos Esta-
dos Unidos, onde se forjou, aliás, a expressão “pós-estruturalismo” sem
conhecer uma tradição estruturalista. Até que ponto a crítica Josefina
Ludmer se satisfaria com uma simples dissolução dos opostos fica, aqui,
como questão em aberto, dirigida a todo e qualquer leitor, contrário ou
favorável, de “Literaturas pós-autônomas”.

Otobiografias

Na introdução ao ensaio, por sua vez, Alberto Moreiras adianta


significativamente que

[...] na interpretação derridiana a doutrina do Eterno Re-


torno é primariamente consequência do reconhecimento
do necessário investimento autobiográfico em qualquer
forma de escrita. Assim, a desconstrução se mostra antes
de mais nada como reflexão sobre a autografia na escrita
teórica. Tal fato não somente modifica a consideração do
estatuto de toda teoria e de toda escrita teórica dentro da
tradição filosófica. Também determina a possibilidade de
pensamento no campo da teoria da autobiografia. (IDEM,
p. 129, tradução minha)
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Logo no início de suas Otobiographies, Jacques Derrida (1984)


abre o jogo em relação à assinatura e ao nome próprio: “La signature
invente le signataire” (“A assinatura inventa o signatário”), como afir-
ma na conferência de 1976, feita nos Estados Unidos com o enganoso
propósito de comemorar o bicentenário da Declaração de Independência
norte-americana para falar, na verdade, sobre Nietzsche, Zaratustra e o
anti-Cristo: Ecce homo. À p. 39 desse ensaio breve, Derrida intervém
a seu modo no debate em torno do chamado espaço biográfico, sendo
o próprio filósofo atravessado pela “marca autográfica” na escritura de
seus textos, no modo de ler o outro além de si mesmo e no modo de
escutar “a orelha do outro” (“pequena, grande, institucional, livre”, con-
forme os adjetivos escolhidos a dedo pelo autor), os pavilhões auditivos
bem abertos à voz do mestre a explicar a marteladas “por que sou tão
224 sábio” e “como me tornei o que sou”. Note-se que a noção de pacto auto-
biográfico devida a Philippe Lejeune, em que o leitor e só o leitor teria o
direito de reconhecer ou não o autobiográfico enquanto gênero em cada
texto, aparece no ano anterior à conferência de Derrida, que responde de
algum modo a Lejeune, durante uma tarde em Charlottesville, através da
noção de otobiographie, assim como o faria Paul de Man na sua esteira
três anos depois em “Autobiography as de-facement” (“Autobiografia
como des-figuração). O título Otobiographies, diga-se de passagem, de-
calca a própria différance derridiana, ao fazer-se ver mas não ouvir: AU
/ O tobiographies, vogais pronunciadas todas como O em francês. Diz
Derrida (1984, p. 39): “...tudo isto se encontra submetido hoje a reava-
liação, tudo isto, quer dizer, o biográfico e o autos da autobiografia”. Por
esse motivo ele investe em nome de, ou melhor, “por uma nova análise
do nome próprio e da assinatura” (IDEM, p. 40). A própria data é vista
como uma forma de assinatura. É o que faz César Aira no final de todos
os seus relatos, com raríssimas exceções: dia, mês e ano da (suposta)
conclusão do texto aparecem nos livros que circularão dentro de um,
dois ou três anos.

O que importa aqui é sublinhar que, para Derrida – e para Aira,


ao que tudo indica – “datar é assinar”, ou seja, datar é uma das formas de
assinar, uma das formas de empregar a função-autor, para usar o conhe-
cido conceito de Michel Foucault. Nietzsche escreve o Ecce homo aos
44 anos. Jesus Cristo, seu antípoda, seu irmão, morre aos 33. Já César
Aira comemora os 50 anos em Cumpleaños (de 1999) com uma auto
-homenagem e uma declarada vontade de morrer várias vezes, quantas
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forem possíveis: cada relato de sua lavra parece ser uma reiteração da
necessidade de inventar e de inventar-se como autor, cuja chave se en-
contra não na memória mas no esquecimento. É o paradigma de negati-
vidade, afirma Sandra Contreras,
– instituído ... no contexto da narrativa argentina contem-
porânea [com Juan José Saer e Ricardo Piglia à frente]
como critério de validação – o qual a literatura de Aira
vem a transmutar. Não porque a negatividade lhe oponha,
simplesmente, a banalidade de um gesto confirmatório ou
um otimismo vão e superficial, mas porque, numa opera-
ção que se poderia qualificar de inspiração nietzscheana, a
literatura de Aira modifica, substancialmente , o elemento
de que deriva o sentido e o valor da ficção. A ficção é
em Aira objeto de uma afirmação imediata. É a afirmação
imediata da potência absoluta e autônoma da invenção o
que opera como um impulso inicial do relato. (CONTRE-
RAS, 2002, p. 29)
225
Também se poderia dizer que essa potência é uma potência do
eterno retorno do mesmo, “doutrina intempestiva, différante e anacrôni-
ca”, segundo Derrida: “Oui, oui!”, exclamaria o filósofo, para quem
“unheimlich é a orelha” (DERRIDA, 1984, p. 103), para quem “Dieu
est le nome propre le meilleur. On ne pourrait pas remplacer ‘Dieu’ par
“le meilleur nom propre” [“Deus é dos nomes próprios o melhor. Não se
poderia substituir ‘Deus’ pelo ‘melhor nome próprio’” (IDEM, p. 28).
Como se o diabo e o bom deus repetissem infinitamente o mesmo nome
de guerra, como todos os nomes, próprios e impróprios. Em César Aira,
esse escritor do “sim, sim”, trata-se igualmente dos caminhos da intem-
pestividade, em seu caso particular marcada pelo atravessamento da nar-
rativa em prosa com a fragmentação característica de algumas das pautas
mais radicais das vanguardas, a começar pelo automatismo da produção
artística como meta, em que o que importa, como se viu, é fabricar um
procedimento, porque o resto as obras fazem sozinhas: o procedimento,
escreve Sandra Contreras (2002, p. 19), “é antes de tudo um mecanismo
automático, contínuo, com o qual seguir fazendo arte, indefinidamente,
sem interrupção”. Por essa razão, não é importante a obra, por infinita
que seja, mas a construção de seu mito de autor. Uma (mais uma) frase
provocativa de Aira resumiria a situação: “O novo é o grande ready-ma-
de em cuja fabricação nossa civilização se especializou”.

Resta ao autor, paradoxalmente, inventar-se como autor, vale


dizer – e nesse ponto mora a diferença airada, o pensamento airado –,
inventar-se como inventor, um inventor frenético e ao mesmo tempo frí-
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volo, autossuficiente e autodestrutivo, capaz de qualquer atrocidade para


seguir narrando. Os dispositivos minimalistas das datas e das reticências,
presentes em grande parte de seus textos, apontam nessa direção. Tais
procedimentos, no entanto, não são ativados nem em nome do autos e
muito menos no do bios: trata-se da grafé. Na história da autobiografia
moderna, contam-se três períodos cuja evolução, não obstante, obriga a
escandir de outro modo as suas cinco sílabas: bio-auto-grafia. A etapa
do bios corresponderia à vertente historicista do século XIX – a qual, a
essas alturas, segue incidindo fortemente no panorama cultural norte-a-
mericano, assim como no Brasil, sob a forma dos neodocumentalismos;
a etapa do autos corresponderia ao auge do existencialismo sartreano
nos anos 50, com contribuições seminais de George Gusdorff e Jean
Starobinski, ainda que limitadas a uma noção substancial de sujeito; e a
226 etapa da grafé corresponderia à senda aberta pela desconstrução derri-
diana, à qual parecem se conectar em mais de um sentido as “sagradas
escrituras” de César Aira, quase sempre datadas mas nem sempre assi-
nadas. Em outras palavras, “eu despojo e des-figuro na exata medida em
que restauro”, para empregar os termos de Paul de Man.

Enfim, como se pode verificar na imagem abaixo, fica compro-


vado – no que diz respeito ao “caso César Aira” – que dedicar e datar
equivale a assinar, a reconhecer firma, ainda que o pensador airado se
esqueça de todas as letras de seu próprio nome ao firmar sem assinar:
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BIBLIOGRAFIA

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