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ULLOA SALUD ELE-MENTAL CAP 2 Y 3

CAPÍTULO 2 – LA PRODUCCIÓN DE SALUD MENTAL


Una reconceptualización desde la perspectiva psicoanalítica
Encuentro oportuno introducir el concepto de Salud Mental reportándolo al prefijo per y a una de sus valiosas
conceptualizaciones, la de intensidad emotivo-intelectiva en el tiempo. Este valor queda evidenciado por
términos tales como permanente, persistente, perpetuo e incluso perjudicial, por solo nombrar los más
habituales.
Si en la práctica clínica, los diagnósticos se leen, es necesario tomar en cuenta que los pronósticos terapéuticos se
construyen.
Hablo de las teorías tomando en cuenta el posible origen histórico del término teorizar, por tiempos de la
tragedia griega. Por entonces, teorizar aludía a decir acerca de lo que se vio en la escena trágica. Este teorizar
decidor suele connotar presencia, memorable o no, en los procesos pre-elaborativos. En ello cuenta el afecto-per,
relacionado con el pensamiento afectivo-intelectivo (pensamiento afectivo), cobra especial importancia en la pre-

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elaboración propia de todo análisis, tanto más cuenta este en el campo de la NS.
La idea de contrapoder que orienta mi búsqueda en este campo deriva de una antigua lectura de Nietzsche.
No es el filósofo quien empleé este término, sino que lo deduzco a partir de alguna de sus afirmaciones.
Considerado desde allí, el contrapoder se perfila como un poder hacer y en absoluto alude a la toma de poder o a
su ejercicio en el gobierno. Aun así, convengamos que son soluciones políticas las que pueden producir los
necesarios cambios en las adversidades que abordaremos, cambios que son tales cuando habilitan a operar la
clínica en cualquiera de sus linajes.

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Nietzsche escribió: “El hombre no busca la felicidad, busca el poder”. Curiosamente la concepción del poder
traza una propuesta de felicidad, la de vencer los obstáculos personales, que impiden quererse a sí mismo, un
poder que no resulta opresivo ni para sí, ni para el otro.
Lo que importa señalar, es que el comentario del filósofo se refiere a una voluntad de hacer y de trascender que
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no encuentro demasiado alejado de mi propuesta en cuanto a la tensión dinámica hechura/hacedor como motor
social, con la fuerza suficiente para ser considerada contrapoder, siempre en sentido de poder hacer lo inmediato,
más allá de lo que habitualmente se conoce como la toma de poder, algo por lo demás totalmente legítimo en
política, cuando ésta acredita esa misma legalidad, es decir, cuando apunta a una organización social democrática
que, además, sea cierta.
Ese operador actúa, “con toda la mar detrás”, valga esto por lo que en la NS se fue produciendo en cada sujeto
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singular, y de hecho contextuado, pero alienado en el mismo proyecto. Desde ahí podrá intervenir el contrapoder
suficiente para operar “mientras tanto”.
Muchos siglos antes Aristóteles ya se había ocupado de la felicidad, aquella descartada por Nietzsche. Según
Aristóteles, la felicidad es el despliegue de todas las potencialidades del alma (hoy diríamos sujeto) sin que
aparezcan obstáculos. Como quiera que sea, para definir el poder y la felicidad, ambos filósofos recurren a la
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misma palabra: obstáculos, en el caso de Nietzsche, le acuerda un sustento específico cuando identifica a estos
obstáculos como personales.
Pronto arribe a la siguiente conjetura: la crueldad como producción cultural a la vez antitética y contemporánea
de la ternura, desde los inicios de la civilización, reviste distintas categorías útiles para orientar esta
investigación. Una de ellas es la disposición universal hacia la crueldad, en grados y ocasiones distintas.


Es así que pienso que los obstáculos personales por vencer a los que aluden ambos no son ajenos a esa
disposición a la crueldad cuando este se ha activado también contra el propio sujeto, pues esto es lo que señala
Nietzsche en cuanto al poder y Aristóteles, en cuanto a la felicidad.
Quizá aclare más lo anterior si hago una distinción entre saber curioso y saber cruel (y por ende, saber canalla).
Saber cruel: Puede tratarse de un saber cruel, activado frente a lo distinto, por ejemplo, una pauta cultural. Ese
saber, respecto de esa pauta cultural distinta, perturba algún saber establecido en el conjunto cruel, tal vez
poniendo en actividad aquello de la disposición universal. Ese saber perturbador cobra, además de un valor
absoluto, algo realmente grotesco, de donde se infiere que el saber cruel es saber ignorante. A partir de allí, el
saber cruel y quien lo sostiene procurará, en primer término, discriminar al portador de esa pauta cultural distinta.
Al mismo tiempo mostrará fastidio frente a quien sostiene una cultura extraña o un saber que niega lo que para el
cruel es un canon establecido. Finalmente, si las condiciones lo permiten, traducirá lo anterior en una supresión,
ya sea de la condición del prójimo, de ciudadano, o bien de la vida.
Saber curioso: también tiene sus vicisitudes frente a otro saber o quizás otra cultura, en la medida en que pueden
suscitarse allí cierta confusión, sobre todo si algo se presenta como radicalmente distinto. Sin embargo, y a
diferencia del saber cruel, no por eso se apaga su intento de avanzar hacia lo ignorado ocurre que la curiosidad es
el motor del saber, motor anulado o enajenado por la crueldad, al menos en su forma epistémica. De no activarse

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este motor, la tentación será “colonizar” lo nuevo, imprimiendo en él los puntos de concordancia con el propio
saber.
Esta disposición que supone la posible convivencia frente al sufrimiento de los otros y suelo caracterizar lo cruel,
bajo una forma neutralizada por el artículo que precede al adjetivo, pero como latente presencia que a veces hace
costumbre. Lo cruel habita cualquier esquina de la ciudad, y sus múltiples variaciones siempre remiten a la
muerte. Cobra una importancia mayor considerarlo así cuando se trabaja con sujetos en quienes la indigencia
determina una muerte ya instalada.
Convivir indiferente ante las penurias de grandes sectores sociales supone una convivencia con la crueldad.
Este término de convivencia tiene dos significados. Uno de ellos remite al conocido “ojos que no ven, corazón
que no siente”, en tanto el otro redobla la apuesta; la crueldad es entonces guiño cómplice, con un triste referente
en nuestra historia próxima, el canallesco “por algo será”.
La crueldad como sociopatía, la vera crueldad, no se limita a la tortura. Puede muy bien reportarse a un padre de
familia arrasador, a un sistema político, a la precariedad de determinadas condiciones de trabajo como las que se
dan, por ejemplo, en el gremio de la construcción. Algunas de esas muchas formas están socialmente encubiertas

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y procuran cierto provecho económico; se genera allí el saber canalla, discriminador propio de la vera cruel,
aquel que pretende saber toda la verdad sobre la verdad y discrimina todo otro saber que no coincida con el suyo.
Esa discriminación excluye, odia, y elimina; eliminación que a su vez reconoce diferentes grados: puede ir desde
matar con la indiferencia a un sujeto hasta desecharlo como semejante por no pertenecer a la misma clase, o
negarle la condición humana, deshumanizarlo (por ejemplo, las víctimas de la represión).
Estos dos rasgos, la prevención de impunidad y el saber canalla, hacen imposible, en sus formas mayores, que un
sujeto de esta calaña se analice o acceda a algún tipo de auxilio psicoterapéutico. En efecto, mal puede alguien

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que rechaza toda la ley aceptar las leyes del oficio. La primera de ellas, en cuanto a la clínica, supone establecer
cómo fueron los hechos para después ir a buscar la verdad personal.
No cabe dudas que el psicoanálisis es particularmente idóneo para explorar la crueldad, en especial, en lo
relacionado a la represión y de lo que Freud situó como las dos versiones de la pulsión de muerte: una mortífera
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y otra sutil. Llegue a conceptualizar así el humor conjetural como requisito propicio para vencer la resistencia del
psicoanálisis, clínica y teórica, en lo que hace al trabajo con la crueldad.
La idea de malestar de la cultura es un valioso concepto, aunque Freud desarrolló bajo este título otro: el
malestar hecho cultura. El malestar de la cultura puede comprenderse como una tensión dinámica dada en cada
sujeto integrante de la cultura, en la medida en que es a un tiempo sofisticada “hechura” y “hacedor” de ella. Es
hechura en tanto posterga, demora parte de su libertad (y de ahí el malestar), comprometido con el bien común de
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su comunidad; esa demora de su propio juego libre va construyendo en él (y por sumatoria también en la
comunidad) una ética de compromiso cultural. Esta renuncia que demora parte de la propia libertad, legitima su
condición de protagónico “hacedor” de esa cultura. No situó esta renuncia en términos de sacrificio, sino de
estructura, de hecho social, que posterga algo de las propias pulsiones, tal como puede entenderse desde el
psicoanálisis. Una estructura de demora específica, donde incluyo el per-humor que conjetura futuro.
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Al respecto de decisiones y sus consecuentes acciones, Hanna Arendt decía que solo se puede consignar de ella
la fecha en que se tomaron. Sostenía, y acuerdo con su afirmación, que las acciones tienden a seguir cualquier
rumbo, no necesariamente el marcado por sus objetivos. De lo anterior se deduce una definición de la política:
política es un accionar sobre las acciones. También vale para el accionar clínico. Toda una cuestión ardua cuando
se reconoce que cualquier modalidad de salud tiene al menos dos vertientes: la clínica (responsabilidad de los


clínicos) y la política, de hecho, responsabilidad ciudadana.


Las anteriores consideraciones me permiten señalar que en este intento de reconceptualizar la salud mental, los
mayores fracasos (obstáculos), aparecen cuando se pasa de la movilización en sede clínica a la movilización
política, ya en el ámbito de la sociedad. Lo anterior es necesario si se quiere inscribir plenamente la salud mental
en el campo de la cultura.
Cuando se trata de situaciones colectivas, tal vez haya que abordar desde un principio las que designó como
arbitrariedades intrínsecas, propias del resorte resolutivo de esa misma comunidad. Pero también será
necesario ocuparse de las arbitrariedades extrínsecas, resorte de otras instancias de gobierno; pues una vez que
ellas han sido identificadas, se impone entonces el ejercicio de un derecho constitucional, el de peticionar a las
autoridades. Esto último implica que una comunidad, analista incluido, precisa confrontar con las instancias de
gobierno, tal vez las que conducen ese hospital o incluso instancias superiores en el plano organigramático. Claro
que el analista será cauteloso en no confundir su discurso clínico con el político, pero no por eso dejará de ser un
ciudadano psicoanalista, tocado por la política. Si bien la abstinencia puede ser una forma de la neutralidad, esta
nunca alcanzará el grado de neutralizar al sujeto psicoanalista.
Ya en la resolución de las arbitrariedades intrínsecas, este analista se encontrará con algo poco o nada habitual en
el ámbito de la neurosis de transferencia como lo es el debate crítico, donde un analizante y un analista
asumiendo sus respectivas funciones constituyen un dueto bastante ajeno a todo debate. Sin embargo, la situación

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es distinta en el campo social, siempre desde la perspectiva de un proceder psicoanalítico, donde necesariamente
el debate se impone, y quien se avenga a conducir una experiencia que no desmienta el psicoanálisis deberá estar
habituado a los procederes críticos, sin los cuales no hay ninguna producción de pensamiento de esta naturaleza.
Todas las consideraciones anteriores se facilitarán cuando el colectivo del que se trata hayan alcanzado un nivel
de “inagotable capacidad de inventiva” que confiere al operador la valentía suficiente para intentar restablecer el
contentamiento a través de acciones elegidas, incluso acciones transgresoras, cuando ello es necesario para
romper lo que hasta el momento se presentaba como resignado padecimiento, ya sea en la cultura de la
mortificación o en el síndrome de padecimiento y el tríptico sintomático que lo compone: la pérdida de coraje, la
lucidez y de contentamiento del cuerpo. La idea de una salud mental en el espacio
público-político, como una producción compatible con la capacitación de los equipos que operan en ese espacio.
La complementa el propósito de reconcepualizar el estado actual de la Salud Mental. Siendo este un tema de
fuerte arraigo en el imaginario social se presenta, sobre todo en el nivel conceptual, un tanto farragoso, entre
otras cosas, porque induce a confundir esta modalidad de la salud con la enfermedad del mismo apellido.
Toda una confusión a partir del parentesco.

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Muchas veces, ese apellido en común tiende a presentar la Salud Mental como lo contrario, en realidad, de toda
enfermedad, ya que una dolencia tiene siempre efectos ya afectos mentales. Mal podría ser lo contrario, cuando
esta modalidad de salud constituye un recurso que optimiza cualquier proceder clínico. Para verificarlo, basta
tomar en cuenta como nos comienza a curar o agravar la actitud de quien nos está atendiendo, cualquiera sea su
especialidad o jerarquía profesional. Ocurre que en todos los oficios la actitud forma parte de esa Salud Mental;
más aún si a esa actitud se suma la aptitud que connota eficacia.
Las condiciones deshilachadas en la que se encuentra la Salud Mental acrecientan mi empeño de llegar a

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producirla dentro mismo de los equipos asistenciales o docentes de instituciones públicas; privilegiando, en
general, aquellas que funcionan en plena marginalidad.
Cuando hablo de marginalidad, tomo en cuenta tanto la causada por la pobreza como por la propia de la
marginación manicomial, que también soporta, con frecuencia, sus pobrezas específicas, pues las presupuestarias
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suelen sumarse la de los operadores quienes a menudo resultan “contagiados” por aquellas y devalúan sus
funciones.
Acabo de situar una de las tantas brechas por donde se filtra lo manicomial, siempre al acecho. Entiendo que la
movilidad política, fuera de los ámbitos clínicos, es imprescindible para inscribir la Salud Mental como
producción cultural y como contrapoder, es decir, en términos de importante variable política, ya que en ese
registro la Salud Mental coincide con una comunidad formada en serio de forma democrática. Es allí donde el
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psicoanálisis suele poner en evidencia que no es precisamente un “animal político”, sin que esto lo conduzca de
manera inevitable a las animalidades.
La indigencia. Este síndrome al que aludo da cuenta del quiebre de un sujeto, convertido en puro objeto de
padecer. La muerte en esas condiciones, además de injusticia mayor y presentificación del propio cadáver como
muerte ya instalada, implica de por sí, un último tormento.
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Tampoco la muerte es siempre una injusticia ni una necesaria tortura, pero esos son los valores que cobra para
quienes, en su marginalidad, resultan víctimas de una compleja y generalizada corrupción. Me refiero aquí a la
marginalidad provocada por la miseria, distinta de la manicomial, que por lo común encuentra origen en su
propia condición y puede resultar empobrecedora del pensamiento de quienes operan en ella.
El tormento del indigente preanuncia el cadáver y al hacerlo va prolongando esa tortura. Esos cuerpos copian,


para el caso “en muerte y en directo”. Siniestra burla esta ecuación de la indigencia en una sociedad que se
proclama civilizada. Una burla que suma a esa última tortura el oprobio de una muerte injusta.

El psicoanálisis tiene sus políticas, pero muchas veces retrocede ante la Política con mayúscula. Con frecuencia
se enreda con mezquindades de entrecasa, en sus propias instituciones.
De cada analista depende tanto la opción de poner su disciplina al servicio de las causas perdidas para la política
como la de elegir campos de acción sin duda adversos, en la medida en que ellos se extrema la evidencia
sintomática, resultando frecuente de la arbitrariedad política. Por mi parte considero especialmente importante en
el terreno de la Salud Mental la naturaleza paradigmática de su acuerdo con el ejercicio de la democracia.
El conjunto de estos argumentos, legitima mi elección de trabajar en esos campos. He puesto entre interrogantes
el término política porque son múltiples las motivaciones que determinan una elección.
Me entusiasma poner en juego la condición política en mi práctica clínica y plural como psicoanalista. La
condición política es, en efecto, propia de todo sujeto humano, lo sepa o no lo sepa. De no saberlo, corre el riesgo
de ser convertido en mero objeto del juego político, algo que aun en la prosperidad aproxima la indigencia, al
menos en cuanto a la conciencia de la situación.
Humor conjetural y re significación

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En la novela familiar neurótica, Freud señala que los niños toman aquellas cosas que más quieren de sus padres
y con ellas construyen sus personajes imaginarios, que nada tienen que ver con sus progenitores, hasta se diría
que llevan adelante esa construcción al margen de ellos.
La niñez es un periodo de intensa producción lúdico-ficcional que puede alcanzar efectos per-durables, entre
ellos, el humor conjetural, heredero de una ficción que se propone no renegar los hechos de la realidad. La
“nobleza” de esta ficción infantil, que no niega los hechos, será el antecedente que habilite al adulto, toda vez que
pretenda no expulsar de su percepción el registro de lo real. Pero no toda ficción infantil se ajusta a esta
recusación de lo real, ya que necesariamente la invalidez natural de un niño lo obliga a construir ficciones
recusatorias de lo insuperable. Por consiguiente, no se trata de un problema moral que hace buenos o malos a los
niños; ambas modalidades de ficción son universales, y lo que cuenta es en qué contexto cultural y ético va
creciendo ese niño.
Esta actividad imaginaria conlleva el grado de inventiva que supone resignificar estos hechos, humor conjetural
mediante. El humor, como una forma de valentía, es un fluido capaz de penetrar las rigideces de lo real. Desde
este punto de vista, la cólera viene a situarse como un humor auspicioso y hasta imprescindible para la salud

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mental. Un honor nacido legitimante del odio ético capaz de decir “no” o exclamar “basta!”, necesario para
desarrollar las inventivas propias de ese accionar quijotesco. En esa perspectiva vino a situarse, por lo que hace a
nuestra cotidianeidad, la esforzada iniciativa de las Madres las Abuelas que en su momento dio origen a los
acontecimientos de trascendencia nacional, así como, más recientemente, el accionar piquetero.
Por otra parte, conviene tener en cuenta que la etimología del término con el que vengo calificando ese humor
“conjetural”, tiene una complejidad y polisemia que se las trae. En efecto, proviene de eyectar, eyección, y por
allí se refiere a todo cuando sale lanzado por el solo hecho de accionar un mecanismo. Cuando el lanzamiento

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propulsa hacia abajo, connota bajezas o por lo menos aproxima ese significado; en término, de eyección y todas
las variaciones evocables al respecto; así mismo, alienados con la bajeza, se ubican los significados de abyecto y
abyección. Admitamos que hay rumores excrementicios, muchas veces puestas en evidencia, evidencia que en
algunos casos delata al autor de tales humores como responsable de infligir crueles sentimientos.
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Otra variable, más frecuente que en las víctimas que en los victimarios, es la que suelo llamar “humor del
carajo”, término que viene a connotar, no tanto a una grosería sin más, como un dolor enojado cuyo trasfondo es
un sentimiento de impotencia para superar esa situación.
Por el contrario, si la eyección es hacia futuro y hacia arriba, pone en juego el campo semántico del
“proyecto”. Esta es la perspectiva auspiciosa que me conduce a desplegar, como lo hago, la idea de humor
conjetural.
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Convengamos esto en una sociedad como la nuestra, literalmente partida por el medio, por el propio eje, donde
una parte aparece excluida de raíz de los beneficios más elementales y sumergida en la mayor cultura de
mortificación, por completo antitética de la producción cultural que llamamos Salud Mental que supone el marco
de una cultura democrática. La otra mitad, apenas separada de la anterior por el débil y perverso eufemismo de la
línea de pobreza, es mitad, más que incluida, recluida; mitad embrutecida que condena a vivir una vida brutal a
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sus integrantes. No solo recluida por el medio que crece al amparo de la egoísta indiferencia, sino también por el
inexorable embrutecimiento que infiltra tal indiferencia. En esas condiciones, se despliegan todos los
significados polisémicos de la palabra conjetural sobre todo a la que me he referido, sobre todo aquel que reenvía
lo eyectado “por debajo”.
Cuando un equipo asistencial se hace fuerte en el per-humor que conjetura salidas, promueve la salud mental


como producción cultural capaz de decidir acciones y, a su vez, de accionar sobre ella, en sentido persistente, con
una intensidad sostenida con el tiempo.
Diseñar una Clínica de la Salud Mental, teniendo en cuenta la figura psicopatológica del síndrome de
padecimiento, apunta en primer término a recuperar el desadueñado contentamiento del cuerpo, en efecto,
despojado de su placer e inhabilitado para moverse según su deseo o su necesidad, al punto de disponer tan solo
de movimientos reflejos, y aun cuando no llegue al extremo de un sobreviviente será alcanzado por la
calificación de idiota. Frente a él, la perspectiva de la salud mental será aquella donde encuentre su expresión la
posibilidad de elegir un movimiento de resistencia y lucha.
La primera significación de convivencia: la indiferencia, brutalmente embrutecedora, destacando la crueldad,
propia de poderosos e indiferentes respecto de sus víctimas, sumidas en la indigencia o amenazadas por ellas.
Los ámbitos de la NS constituyen un ejemplo de “esos enclaves del más allá”, dentro mismo de las instituciones.
Es preciso crearlos ahí para habilitar el accionar transformador del psicoanálisis y lograr instaurarlo en el propio
seno de lo instituido. Un instituido que intimida, tal vez disimulado como falta de interés; aquella que suelen
encarar quienes antes llame “funcionarios impersonalizados”. En esos enclaves es preciso y posible hacer
retroceder la intimidación, cualquiera sea la forma que cobre, dando lugar a la resonancia íntima y según las
características propias de un colectivo que ha recuperado su creatividad.

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En la NS, la fe secular y trascendente reside en luchar contra el poder arbitrario, que con frecuencia se enseñora
como cultura de la mortificación en los ámbitos institucionales. Mi duda es si esa fe secular no corresponde más
a la esperanza, que cuando se hace delirio se configura, aquella que puede encontrar sus razones según la
gravedad de la crisis que se presenta.
Nombrar una movilización que agrupe a gente de todas las clases sociales y de condiciones culturales diversas
supone responder a una pregunta que no es solo aquella que se interroga: ¿Por qué se reúne esa multitud? La no
respuesta a esa pregunta hace que esa multitud no tenga nombre ni tampoco meta, y menos aún la posibilidad de
descubrir los caminos para alcanzarlos.
Describir la importancia de esta pregunta capaz de construir pronósticos interrogándome acerca del ¿para qué?
prospectivo de los delirios psicóticos. Si la respuesta solo encamina conjeturas, resulta importante cuando el
titular del delirio nos advierte acerca de su experiencia de una vida mejor. La respuesta de ese para que no solo
implicaría la esperanza de una vida más digna y consistente, acordaría además una consistencia batalladora, ya
que el delirio de un paciente o de una multitud siempre está tocado por la batalla.
Cuando la pasión se ajusta a lo que llamo “las tres maneras de estar afectado”, hacen de la pasión un instrumento

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útil a una comunidad desorganizada y sumida en la resignación.
En esto radica la conducción política, un “accionar sobre las acciones”, atento no solo a lo que Hanna Arendt
llama “la autonomía de las acciones en relación con los objetivos a los que se destina”. Puede ser que esa
tendencia de las acciones se justifiquen y sean los objetivos erróneos. Aquel que surge del debate de ideas en
toda conducción “supone una interesante complejidad política”.

CAPÍTULO 3 – EL SÍNDROME DEL PADECIMIENTO

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Síndrome de padecimiento: pérdida de coraje, de lucidez y de contentamiento del cuerpo. ¿Por dónde empezar?
Si se recupera el contentamiento se restablecerá el coraje es decir el ánimo, el ánimo es una síntesis resultante del
contentamiento y el coraje.
Actitud y aptitud, disposición hacia la acción y eficacia lograda por el operador.
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Estados manicomiales suelen ser la consecuencia extrema del deterioro de la actitud y de la aptitud, si bien este
estado puede darse en cualquier organización lo hace con preferencia donde domina la mortificación cultural.
Mortificación alude al dolor psíquico, tiene un matiz mortecino, aquel que propicia los estados de alienación en
los que el sujeto zozobra en la costumbre por efectos de la renegación, siguiendo a Freud sería negar que se
niega. Deteriora la capacidad perceptual. Algo de esto puede ocurrir a aquel que se enfrente con una encerrona
trágica, situándose en dos lugares: víctima y victimario, sin tercero de apelación que intervenga. El paradigma de
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la encerrona trágica es la tortura, crueldad, Derrida dirá “sufrir cruelmente”.


Es importante para el psicoanalista levantar de la capacitación analítica los escotomas 1 que impiden advertir lo
cruel (o que lo evitan sin saberlo), desde esta perspectiva la perversidad del guiño complica es incompatible con
el accionar del psicoanálisis.
En individuos singulares la resignación que impide luchar frente a lo adverso desemboca en Síndrome de
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Padecimiento.
El padecimiento también lo representa el sufrimiento ocasionado por algún maltrato cruel, la trata en su forma de
destrato cruel, todo lo opuesto al “buen trato”. De este buen trato/ternura deriva el término tratamiento, en todos
los sentidos, en la manera en que se trata la materia con la que se trabaja y también sus herramientas.
De tratamiento proviene contrato que preside toda relación humana.


Freud dice “dado que el sujeto humano puede ser explotado en su condición sexual o en su fuerza de trabajo,
también esta forma parte de la cultura como producción para nada sublimada”. Estoy proponiendo como aporte a
tal sublimación un accionar específico del psicoanálisis en ámbitos colectivos.
Comenzamos por el contentamiento como efecto de acciones elegidas y el coraje por sostener esas acciones.
Luego es cuestión de ubicar al sujeto según la índole de su padecer, en el terreno mismo de la clínica específica a
su situación.
Pongo a la salud mental como un recurso que optimiza cualquier proceder clínico.
El padecimiento re-enferma al sujeto enfermo.
Respecto de la lucidez entiendo que resulta de un largo proceso, en el cual la clínica de la salud mental tiene la
responsabilidad de hacer posible recuperar contentamiento y coraje. , es decir el ánimo hundido en el sufrir hecho
costumbre.
La lucidez depende de procederes técnicos específicos, requiere de un clínico especializado, pero los resultados
que él pueda alcanzar dependerán de la ayuda de ese entorno tocado por la clínica del bienestar, tan propia de la
salud mental.
Freud se propuso negarse a aceptar todo aquello que niegue la realidad de los hechos. Pienso que Freud alude así
a la cultura humana como un fracaso de la sublimación frente al triunfo de las mociones pulsionales.

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Mi disidencia con el planteo freudiano reside en que no existe un pulsión desexualizada o destanatizada, pues de
ser así perdería su carácter propio de pulsión. Pienso en una pulsión postergada en su fin último, lo llamaré
estructura de demora, base de la sublimación. La abstinencia y la pertinencia son otras postergaciones
pulsionales.
La postergación que en función del bien común un sujeto hace de su deseo y de la consiguiente libertad de este
pone en juego su voluntad. Así comienza una transformación sofisticada que hace del sujeto hechura de su
cultura, alguien del todo distinto de quien se mantiene en una relación de dependencia respecto de causas que
coartan su libertad. Esta tensión dinámica entre hechura y hacedor es un equivalente antitético del malestar. Y lo
sitúo en el síndrome de padecimiento.
Ese sujeto hechura singular se asume desde su esencia ética.
El tema del que vengo ocupándome está representado en torno al malestar de la cultura por los dos aspectos que
hacen al sujeto hechura y hacedor. Alude a la cultura en donde las pulsiones han retrocedido en beneficio de la
sublimación. Yo lo situo como estructura de demora.
Se trata del modo en el cual vienen a confrontarse los dos factores considerados por Freud. Por un lado, la ética,

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siempre articulada a la sublimación y, por otro, la pulsión, estructura esencial del humano pero que de no estar
sujeta a la estructura de demora, produce estragos en los logros sublimados.
Tres son las modalidades que puede adoptar el escenario definido por la dupla que constituyen la cultura de la
mortificación y el síndrome de padecimiento, donde opera la que postulo como una clínica de la salud mental.
1- Los múltiples infortunios de la vida cotidiana.
2- Los múltiples rostros de la enfermedad
3- La mediata o inmediata muerte, destino inexorable de cualquier ser vivo, pero presente en el hombre como

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horizonte pensado.
No es lo mismo vivir hasta la muerte que vivir hacia la muerte con la muerte ya instalada.
En cuanto al segundo desanudamiento, están implicados en el dos polos: por una lado la resignación que padece,
por otro la resistencia apasionada.
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Existe una disposición universal a lo cruel en todo sujeto humano, la cual supone una posible connivencia frente
al sufrimiento de los otros. El término connivencia admite dos significados: el primero reenvía a escotomas
como ojos ciegos a lo real, el segundo alude al guiño cómplice donde se trueca en directa crueldad.
Frente al sufrimiento hay dos respuestas: en un polo la resignación que conduce al padecimiento (síndrome de
padecimiento), en el otro polo, la resistencia al sufrimiento que implica una lucha no ajena a la pasión. El punto
por alcanzar es recuperar la pasión.
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La pasión que resiste y lucha no necesariamente conduce a buen destino; para alcanzarlo es preciso trabajarla
desde las operaciones que llamo las tres maneras de estar afectado maneras que hacen de la pasión un
instrumento útil para organizar una comunidad rota en su activismo:
1- Ser afecto, en el sentido vocacional.
2- Estar involucrado e incluso contagiado. La pasión va haciéndose estructura de un oficio. Donde la actitud es
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recíprocamente funcional a la aptitud.


3- Estar afectado a las normas: en este caso las del oficio clínico, aunque si es necesario se pueden transgredir,
siempre con el examen y la discusión crítica previa privilegiando siempre el debate colectivo. Se trata de advertir
si entre lo transgredido y la trasgresión atraviesa una legítima solución o solo una arbitrariedad al servicio de
enmascarar como transgresión algo que solo constituye una infracción. La diferencia es que mientras la


infracción suele implicar una actitud ventajera del infractor, la transgresión cuando es legítima, es en esencia
fundadora; en primer término de la toma de conciencia y en la teoría revolucionaria.
Las condiciones habilitadas por la transgresión son las necesarias para superar el síndrome de padecimiento.
Cuando el síndrome de padecimiento se instala su primer efecto es el acobardamiento, dónde hecho costumbre
zozobra todo coraje. En estas condiciones prevalece la renegación donde primero se niega y luego se niega que
se ha negado.
Una buena manera de resolver el padecer del psicoanalista jugando de visitante es trocarlo en pasión.
Lo propio de la cultura de la mortificación incluye el padecer resignado de los sectores poblacionales pequeños,
medianos, o grandes.
Destacar la chance de que un sujeto sea sujeto social, como aquello que lo preserva, al menos en calidad de
chance, de los riesgos a los que se ve expuesto, entre los cuales el primero es el de ser no ya un sujeto singular,
sino sujeto aislado de su entorno social.
Ya descrito el segundo desanudamiento en términos de actitudes frente a ese sufrir específico del síndrome de
padecimiento, pasamos al tercero, el de una clínica de la salud mental desanudada de la clínica médica, pero a la
vez recurso de primera magnitud para cualquier de sus prácticas.
Lo esencial de la cultura de la mortificación: en ella prevalece la queja que no llega a la protesta y las
infracciones que no se tornan transgresiones y no tienen el carácter en general, fundador de estas últimas.

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Desde la perspectiva del accionar clínico, el comienzo es por el principio: se trata de recuperar la valentía.
Todavía no la del paciente sino la de un clínico sostenido en una capacitación colectiva que de suficiente
contrapoder para trabajar en condiciones adversas. Esto es la construcción colectiva de una funcionalidad
intelectual pública.
La salud mental, ahora designando una producción cultural, una variable política y sobre todo un contrapoder
para trabajar en condiciones adversas, supone que una vez cumplida esa movilización dada en sede clínica será
imprescindible impulsar, para consolidarla, el pasaje a otra movilización que la inscriba en el campo
político-cultural.
Es en ese pasaje donde encuentro las mayores dificultades para que un psicoanalista que hace del campo social su
objeto enfrente a su tiempo los niveles de gobierno.

TRES DESANUDAMIENTOS PARA ENCAMINAR EL BOSQUEJO DE UNA CLÍNICA DE LA


SALUD
MENTAL.

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Clínica de la salud mental: una modalidad del proceder clínico destinada a producir la salud mental.
La salud mental no solo es tributaria de los clínicos sino de todo el quehacer cultural.
Freud: cultura es todo el quehacer y saber puestos en juego por el hombre, para extraer de la naturaleza los bienes
necesarios a su supervivencia; la distribución justa o arbitraria de estos bienes también hace a la cultura.
Una sociedad organizada democráticamente concuerda con el paradigma de la salud mental pública y la
arbitrariedad distributiva forma parte, desde un punto de vista crítico, tanto de la cultura como de la salud en el
más amplio sentido.

.C
Salud mental está entrelazado con justicia social.
Cuando se logra ubicar el núcleo esencial del estado de sufrimiento podemos encontrarnos con la sorpresa de
que, al nombrar ese matiz, convocamos al sujeto titular de la angustia, a la par que promovemos un diálogo hasta
ese momento inexistente. Se facilita así dar con la pista que conduce hasta el origen de su padecer.
DD
Es importante interrogarse acerca del “para que” de un síntoma.
LA
FI


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