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REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA:

Zenobi, Diego. (2010). O antropólogo como "espião": das acusações públicas à construção

das perspectivas nativas. Mana, 16(2), 471-499.


El antropólogo como “espía”
De las acusaciones públicas a la construcción de las perspectivas nativas

Autor: Diego Zenobi (UBA/FFyL-Becario doctoral CONICET)


E-mail: diegozenobi@yahoo.com , diego.zenobi@gmail.com

Resumo
Nos últimos anos, parte da academia norte-americana se mobilizou em torno de um grande
debate sobre “antropologia e espionagem”. As acusações feitas sobre alguns colegas, estavam
motivadas pela preocupação sobre o uso que poderia se dar ao conhecimento gerado no
trabalho de campo. Elas expressavam que os antropólogos podem ser considerados como
sujeitos perigosos para as populações estudadas.
Respondendo às mesmas inquietaçóes, em algumas ocasiões, nós, os antropólogos, também
somos objeto de acusações feitas pelos “nossos” nativos. Neste artigo, me proponho a analisar
dois episódios acontecidos durante o trabalho de campo que realizei junto a uma turma de
perentes de vítimas de um incêndio na cidade de Buenos Aires. Enquanto desenvolvía meu
trabalho, se remarcou públicamente e em duas oportunidades, a possibilidade de que eu fosse
um “infiltrado”, que estava espionando as ações e debates que tinham a eles como
protagonistas.
Com o objetivo de reconstruir as perspectivas das pessoas que me acusaram, proponho
transformar esses acontecimentos, de aparência anedótica e pessoal, em perguntas de
pesquisa. Inspirado em algumas idéias surgidas no campo dos estudos sobre acusações de
bruxaria, proporei uma análise orientada a iluminar a dinâmica do campo na qual as acusações
foram produzidas. Do mesmo modo, tentarei repor meu papel como produtor de
conhecimento.

Palavras-chave: antropologia e espionagem- trabalho de campo-”infiltrado”- acusações de


bruxaria-categorías nativas

Abstract
In recent years, some American scholars were involved in an extensive debate about
“anthropology and espionage”. Accusations that arose in that debate among colleagues, led to
concerns about the fate of the knowledge generated during field work. Such accusations
demonstrated that anthropologists could be regarded as 'dangerous people' for the populations
they study.
As a result of the same concerns, sometimes, we, as anthropologists are accused by “our”
natives. In this article, I will discuss two episodes that occurred during my
own fieldwork, developed among a group of relatives of victims of a fire. In two different
occasions, along my fieldwork, I was publicly accused of being an “infiltrated”, someone
who was spying them.
My aim here is to transform those episodes -apparently personal and anecdotal- into
productive instances. On the one hand, since this article is inspired in the studies on witchcraft
accusations, I will draw on the dynamics of the social field in which the accusations were
inflicted. On the other hand, I shall give account of the natives' perspectives through an
analysis of the role of the anthropologist in the field as a producer of knowledge.

1
Key-words: anthropology and espionage- fieldwork-”infiltrated”- witchcraft accusations-
natives' categories

Resumen
En los últimos años, parte de la academia norteamericana se vio movilizada por un amplio
debate sobre “antropología y espionaje”. Las acusaciones hechas a algunos colegas, estaban
motivadas por la preocupación sobre el uso que podría darse al conocimiento generado en el
trabajo de campo. Ellas expresaban que los antropólogos podemos ser considerados como
sujetos peligrosos para las poblaciones que estudiamos.
Respondiendo a las mismas inquietudes, en ocasiones los antropólogos también somos objeto
de acusaciones que provienen de parte de “nuestros” nativos. En este artículo, me propongo
analizar dos episodios ocurridos mientras realizaba trabajo de campo para mi tesis doctoral en
un grupo de familiares de víctimas de un incendio. En dos ocasiones a lo largo de mi estadía,
se señaló públicamente la posibilidad de que yo fuera un “infiltrado” que estaba espiando las
acciones y debates que los tenían como protagonistas.
Con el objetivo de reconstruir las perspectivas nativas sobre ciertas cuestiones importantes
para quienes me acusaron, propongo transformar estos episodios en apariencia anecdóticos y
personales, en instancias productivas. Inspirado en algunas ideas surgidas en el terreno de los
estudios sobre acusaciones de brujería, propondré un análisis que intente echar luz acerca de
la dinámica del campo social en el que las acusaciones fueron imputadas. A su vez, trataré de
reponer mi papel en el mismo como productor de conocimiento.

Palabras clave: antropología y espionaje-trabajo de campo-”infiltrado”-acusaciones de


brujería-categorías nativas

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Antropólogos y espías en el trabajo de campo
Las múltiples causas que pueden conducir a que un antropólogo sea acusado de ser un “espía”
o un “infiltrado”, son irreductibles a un sólo factor y las mismas deben ser contextualizadas y
enmarcadas en cada situación particular. De todos modos, resulta pertinente preguntarse si
ellas guardan algún tipo de relación con ciertas prácticas características de nuestra disciplina.
Concretamente, me refiero a la necesidad de establecer relaciones sociales en el seno de los
grupos que deseamos estudiar, en tanto requisito para el desarrollo de un trabajo de campo
sistemático y para la producción de conocimiento antropológico sobre la vida en sociedad.
La construcción sistemática de esas relaciones con el objetivo de conocer el mundo
social edificado por “nuestros” nativos, suele ser conflictiva y las acusaciones de ser espías o
infiltrados recaen frecuentemente sobre nosotros (Nader 1988, Wax 1971). Ello se debe a que
en ciertas circunstancias los antropólogos somos considerados como sujetos peligrosos
capaces de infligir algún daño a las poblaciones locales con las que trabajamos.
Habitualmente, las sospechas y las acusaciones sobre nuestro trabajo suelen estar relacionadas
con el uso que podríamos darle al conocimiento que hemos desarrollado a partir del trabajo de
campo desplegado en esas comunidades. De esta manera, ellas expresan la preocupación
sobre la relación que va a tener ese saber con las personas que lo han hecho posible al recibir
al investigador y al participar en su investigación.
Las preocupaciones mencionadas se han visto expresadas a través de diversos conflictos
y tensiones que cuentan con una larga historia al interior de nuestro campo disciplinar.
Quizás, la piedra fundacional haya sido la denuncia pública realizada por Boas a través de la
carta titulada “Scientists as spies” que fuera enviada al periódico “The Nation” en octubre de
1919. Allí denunciaba la participación de antropólogos norteamericanos en la “Primera guerra
mundial”, señalando que esos académicos “han prostituido la ciencia al utilizarla para
encubrir sus actividades como espías” (Boas en Gonzales 2004: 24). i Como es bien sabido,
diez días después la “American Anthropological Asociation” (AAA) censuraba a Boas y lo
removía del cargo que ocupaba en su Comité Ejecutivo. El clima de patriotismo reinante no
toleraba las expresiones de un inmigrante alemán, pacifista y de origen judío (Stocking 1976).
Paradójicamente, algunas décadas después en el contexto de la denominada “Segunda
Guerra Mundial”, importantes referentes de la antropología boasiana como Margaret Mead,
Ruth Benedict, Clyde Kluckhohn y Ralph Linton, consideraron positivamente el hecho de
involucrarse como antropólogos en el conflicto bélico. A través del estudio sistemático de la
“cultura nacional” norteamericana, pretendían colaborar a mantener en alto la moral nacional
durante el enfrentamiento armado. Al mismo tiempo que estudiaban su propia sociedad, los
principales referentes de la escuela americana de “cultura y personalidad”, se dedicaban a
estudiar el “carácter nacional” de los países “enemigos” (cfr. Benedict 1989). Ciertas agencias
estatales orientadas por fines militares como la “Office of War Information” y la “Office of
Naval Research”, así como la agencia de inteligencia “Office of Strategic Studies” (antecesora
de la CIA), financiaban aquellos proyectos de investigación (Goldman y Neiburg 1998). Pero
las producciones antropológicas realizadas en esos contextos no sólo eran utilizadas como
informes con fines militares, sino que también eran evaluadas siguiendo criterios académicos,
eran presentadas en congresos y publicadas como artículos en revistas especializadas. De esta
manera durante los años previos y en el curso de la guerra, la antropología se presentaba como
una disciplina “académica” desde la que resultaba posible contribuir a la resolución de
problemas “prácticos”. En este contexto, deben comprenderse las relaciones entre el campo
político y los procesos de legitimación social de ese campo de conocimiento particular
(Goldman y Neiburg op. cit.).

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Algunas décadas más tarde, durante la época de la llamada “Guerra Fría”, el gobierno
norteamericano se propuso financiar proyectos en diferentes partes del mundo, invocando la
promoción del desarrollo económico regional, la seguridad nacional y la lucha contra la
“insurgencia”. Estos proyectos como el “Plan Camelot” en Latinoamérica (Berreman 1968;
Galtung 1968; Horowitz 1967), el “Proyecto Agile” en Tailandia (Gough 1973; Wolf y
Jorgensen 1973) y el “Proyecto Phoenix” en Vietnam (Gonzales 2009), proveyeron
importantes fuentes de financiamiento que promovieron el desarrollo institucional y
académico de la antropología norteamericana (Price 2003, Wax 2008). A pesar de ello, estos
proyectos fueron denunciados por algunos antropólogos como un intento de utilizar
procedimientos y saberes académicos con objetivos militares y de inteligencia. Movilizado
por estas inquietudes, el Comité de Ética de la AAA puesto en marcha en 1969, manifestó el
rechazo explícito de la asociación a que los antropólogos formaran parte de esas
investigaciones.
En los últimos años, estas preocupaciones se han visto reeditadas en la academia
norteamericana. Si bien los debates se vieron actualizados a partir de la presentación del
denominado Proyecto Minerva ii , el punto más alto de las discusiones se dio luego de la
publicación del manual “FM-324” (2007). Ese manual de campo estaba destinado a las tropas
ocupadas en operaciones de contrainsurgencia en los territorios invadidos de Irak y
Afganistán. El documento resaltaba la importancia del “cultural knowledge” para la eficacia
de la ocupación militar (Gonzales 2007:7). En el mismo sentido, el ejército norteamericano
impulsó la creación del programa “Human Terrain System” a través de su agencia “Training
and Doctrine Command”. iii El programa en cuestión promovía la participación de
antropólogos en las brigadas de ocupación territorial con el objetivo de producir
conocimientos sobre las costumbres, valores y perspectivas de las sociedades ocupadas. En
fin, se enfatizaba en la necesidad de entablar relaciones sociales concretas en el campo,
orientadas a conocer el punto de vista nativo sobre su propio mundo social y actuar sobre el
mismo. En este caso, una vez más la AAA se opuso a la participación de los antropólogos. La
asociación consideró que tal participación era violatoria del principio presente en su Código
de Ética que establece la obligación de parte de los antropólogos de no producir daño a los
grupos que estudian. iv
En el marco de aquellos debates, los “cultural advisors” –término con el que se
identifica a los profesionales que participaron en las brigadas de ocupación-, fueron acusados
por otros colegas de realizar tareas de “espionaje”. La preocupación que orientaba esas
acusaciones era la siguiente: si el antropólogo produce conocimientos a través de la relación
que ha establecido con sus informantes, y ese conocimiento va a ser utilizado contra las
mismas personas entre las que él ha realizado su trabajo de campo ¿No parece ser el suyo
entonces, el trabajo de un espía? (cfr. Gledhill 2008). A los efectos de este artículo me
interesa resaltar que en el corazón de esta pregunta se encuentra el hecho de que para la
etnografía, la construcción de relaciones sociales con los miembros de los grupos que
pretendemos conocer, resulta central al momento de producir conocimiento antropológico
sobre la vida social. En este caso, la preocupación cobra sentido para quienes participan del
debate, como una inquietud relativa a la ética y a los límites de nuestro trabajo.
Pero ésta es sólo una cara posible de las acusaciones de espionaje. Por fuera de las
disputas que se dan al interior de la academia, los antropólogos solemos ser objeto de
acusaciones que provienen de parte de los sujetos con los que trabajamos. De modo corriente,
se supone que es necesario establecer lazos de simpatía con los informantes ya que solamente
estableciendo relaciones de larga data basadas en la confianza, uno podría recolectar datos
adecuados (Bourgois 1995). Sin embargo, creo que en nuestro intento por desarrollar un

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trabajo de campo sistemático, las relaciones que establecemos con los actores sociales pueden
estar construidas –de uno y otro lado- en base a la desconfianza, la duda y la sospecha.
Siguiendo esta idea, entiendo que la dificultad o la imposibilidad de establecer relaciones
armoniosas y basadas en la confianza, pueden resultar estimulantes para la indagación
etnográfica de las percepciones que tienen los actores sobre su propio mundo social.
En este trabajo me propongo analizar dos episodios ocurridos mientras realizaba
trabajo de campo para mi tesis doctoral. El mismo fue llevado a cabo entre familiares de las
víctimas de un incendio ocurrido en un recital de rock en 2004, en la Ciudad de Buenos Aires.
Allí murieron 194 jóvenes de una edad promedio de 20 años. El incendio fue producido por
el impacto de un fuego de artificio en el revestimiento acústico altamente inflamable, ubicado
en el techo del local. En dos ocasiones a lo largo de mi estadía entre estos familiares, se
señaló públicamente la posibilidad de que yo estuviera espiando las acciones y debates que
los tenían como protagonistas. Al ser considerado como un posible “infiltrado”, v se remarcó
mi potencial capacidad de producir un daño al grupo, al traficar y utilizar maliciosamente la
información a la que tenía acceso y que producía en mi trabajo de campo. De ser evaluados en
términos personales por el investigador, este tipo de situaciones podrían ser calificadas como
“angustiantes”, “antipáticas”, “negativas”, etc. Se trata de experiencias que se presentan como
alteraciones o disrupciones en relación a la rutina de campo establecida en la investigación.
Sin embargo, creo que es posible transformar estos episodios, en apariencia anecdóticos y
personales, en instancias de conocimiento.
A diferencia del naturalismo (Hammersley 1984), una postura reflexiva entiende que
este tipo de episodios deben verse como instancias a ser problematizadas antes que como
obstáculos para la investigación: “la trasgresión (lo que llamamos errores o traspiés”) es (…)
un medio adecuado de problematizar distintos ángulos de la conducta social y evaluar su
significación en la cotidianeidad de los nativos” (Guber 2001: 66). Partiendo de este principio
propongo, entonces, analizar dos cuestiones. Por un lado, en la primera parte de este trabajo
me interesa comprender algunos de los sentidos implicados en las figuras de “sobreviviente”
y en la de “infiltrado”, desde la perspectiva de los familiares. Con ese objetivo señalaré sin
extenderme, algunas cuestiones relativas al proceso de acreditación de su condición de
“víctimas” frente a ciertas agencias del Estado de la Ciudad de Buenos Aires. Inspirado en
algunas ideas surgidas en el campo de los análisis sobre acusaciones de brujería (Douglas
1970; Evans Pritchard 1976; Gluckman 1972, 1973; Hermitte 2004; Mc. Farlane 1970;
Strathern 2008), sugiero que las acusaciones lanzadas contra mi persona, deben ser
comprendidas en relación a los sentidos y tensiones existentes al interior del grupo estudiado.
En segundo término, y de un modo complementario, propongo reponer en el análisis mi rol
como antropólogo. Ello se debe a que entiendo que las acusaciones de espionaje de las que fui
objeto, hablan tanto de los sentidos que los actores dan a las categorías disponibles en el
campo, como de mi lugar en el mismo. Tal como se verá, al igual que en el caso de los
debates sobre antropología y espionaje mencionados, en el corazón mismo de estas
acusaciones estaba presente la inquietud sobre el destino y el uso que yo le daría al
conocimiento producido en el trabajo de campo. Sobre el final de este articulo sugeriré que a
pesar de que en un caso quienes estaban preocupados por ello eran los antropólogos expertos
y en el otro los nativos, ambos tipos de acusaciones encuentran su fundamento en el modo en
que se produce conocimiento desde la antropología social al establecer relaciones personales
con los actores sociales cuyo mundo social buscamos comprender.

Observar/participar: de la tensión a la primera acusación

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El “movimiento Cromañón” (también denominado como “familia Cromañón”) está
integrado por los padres de las víctimas fatales y los sobrevivientes del incendio. Tal conjunto
se fue conformando a la par de las movilizaciones públicas realizadas los días 30 de cada mes,
con el objetivo de demandar “justicia” y “cárcel” para quienes consideran que son los
responsables del siniestro. Durante el primer año de demandas y manifestaciones públicas, “el
movimiento” se ocupó de exigir públicamente el juicio político (“impeachment”) al ex Jefe de
Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra, por considerarlo responsable político de la
“corrupción” que, según señalan, hizo posible la falta de controles que garantizaran la
seguridad del público asistente al show. Finalmente un año y medio después del incendio,
Ibarra fue destituido luego de lo que los familiares consideran como una intensa “lucha
política”. Por su parte, en agosto de 2009 fueron condenados quienes se encontraban
procesados en la causa judicial: el dueño del local y el manager de la banda de rock que
tocaba esa noche recibieron 20 años de prisión; los músicos, los funcionarios policiales y
municipales fueron absueltos.
En el “movimiento Cromañón” hay cuatro grupos diferentes conformados por los
padres y madres de los fallecidos, que se reunieron de acuerdo a sus afinidades personales y
políticas. Se trata de la “Asociación de padres con hijos asesinados en cromañón” (APHAC),
“Memoria y Justicia por nuestros pibes” (MyJ), “Familias por la vida” (FpV) y “Nunca más
Cromañón” (NMC). En este grupo se centró mi trabajo de campo realizado entre 2006 y 2008.
NMC está compuesto por unos 50 padres y madres de las víctimas que se consideran a sí
mismos como “familiares directos”, esto es, miembros de la familia nuclear del fallecido. La
mayoría de los miembros del grupo son profesionales de clase media (abogados,
comerciantes, empleados administrativos, arquitectos, médicos, etc.). De un modo diferente,
los parientes de los fallecidos vinculados a los otros tres grupos son de extracción popular.
Por otra parte, en esos grupos también participan sobrevivientes del incendio y sus padres, así
como personas que no son reconocidas como “víctimas”: se trata de militantes políticos o
psicólogos sociales que “acompañan” el reclamo y tienen una postura activa en las
discusiones y debates que se dan al interior de los grupos.
Los miembros de NMC se reúnen semanalmente con el objetivo de organizar las
manifestaciones públicas en las que se vinculan con el resto de los grupos del “movimiento”.
Las reuniones se realizan en un salón facilitado por una organización católica, ubicado en el
centro de Buenos Aires. El salón fue conseguido por Pablo quien es “padre” y también es
abogado de la mayor parte de los familiares de los fallecidos. Además de ser un experto del
derecho, los miembros de NMC ven en él a un padre que “sabe de política”. Ello se debe a
que Pablo militó durante más de 20 años en el Partido Justicialista. Teniendo en cuenta la
relevancia que adquieren este tipo de conocimientos en el contexto de una lucha considerada
como “judicial” a la vez que “política”, Pablo ha construido una cierta reputación y se ha
constituido en el referente central de NMC. Él modera y orienta las reuniones semanales en
las que los miembros del grupo se informan respecto de la situación de la causa judicial penal
y debaten los caminos a seguir en relación a las actividades públicas de demanda.
Mi llegada a NMC se dio a través de Juan, tío de Luciano, joven fallecido en el
incendio. En tanto “tío”, él es el único miembro del grupo que siendo pariente de un
fallecido, no es un familiar “directo”. La familia de Juan cuenta con una trayectoria militante
que se extiende a lo largo de cuatro generaciones de su genealogía. Su padre, su madre y su
abuelo ocuparon cargos de primer nivel en la dirección del Partido Comunista argentino desde
la década del ‘50. Al igual que sus propios padres, Juan y sus dos hermanos conocieron a sus
respectivas esposas en el contexto de la militancia política. Sonia, la ex-esposa de uno de
ellos, es la madre de Luciano y es la referente pública del grupo MyJ.

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En mi primera visita a NMC, me encontré con un amplio salón en el que había
colgados dos cuadros de Juan Pablo II y algunas banderas con los colores del Vaticano. Allí
había reunidos unos treinta familiares. Una vez adentro, Juan me presentó a Pablo. En aquella
ocasión, y sin que medie presentación alguna al resto del grupo, Pablo me autorizó a asistir a
las reuniones asegurando que “no hay ningún problema. Podés venir cuando quieras”. A
pesar de esta “bendición” yo no me sentía conforme con el hecho de que Juan no me hubiera
presentado al resto del grupo. De todos modos, y dado que supuse que él debía tener buenos
motivos para considerar que ese era el modo correcto de introducirme en su mundo, decidí
respetar su decisión y no presentarme públicamente.
De esta manera, comencé a participar y a tomar notas en mi libreta de campo de las
charlas e intercambios que establecían entre sí los asistentes a las reuniones. En la segunda
ocasión en que asistí a la reunión grupal, ocurrió un suceso inesperado que me puso alerta
sobre las dificultades que debería sobrellevar en el resto de mis visitas. Mientras tomaba
notas, uno de los padres que claramente había estado atento a mis movimientos, dijo
señalándome: “Perdonen mi ignorancia…pero…este muchacho ¿Es sobreviviente…? ¿O qué
es? Porque lo veo…[tomando notas]” Mientras llamaba la atención públicamente sobre mi
persona, Mario -tal era su nombre- hacía con su mano el gesto que representa el movimiento
de la mano al escribir. Como cabría esperar, dejé de anotar inmediatamente y guardé mi
libreta. A través de la gestualidad a la que apelaba, Mario mostraba su preocupación por el
hecho de que yo estuviera registrando lo que se hablaba en la reunión. Para él resultaba
extraño, tal como confesó más tarde, verme escribiendo constantemente.
Mientras que “la participación pone el énfasis en la experiencia vivida por el
investigador, a 'estar adentro' de la sociedad estudiada (…) la observación ubicaría al
investigador fuera de la sociedad para llevar un registro detallado de cuanto ve y escucha”
(Guber 2001: 57). Mi actitud en las primeras reuniones evidenciaba que esta tensión entre
observar y participar inherente a la “observación participante” era definida irremediablemente
a favor del primero de los elementos de la serie. Esto se debía a un principio que guiaba mis
acciones y que yo consideraba como un cuidado adecuado orientado a mantenerme a distancia
de “mis” nativos: no debía comportarme como una “víctima” ni como alguien que
“acompaña” sino como un investigador que quiere conocer el mundo que los familiares han
construido. Al mismo tiempo, consideraba que mi silencio sería interpretado como una
muestra de respeto hacia su “dolor”, al no entrometerme en sus asuntos. Por ello, me había
cuidado muy bien hasta entonces de no tener actitudes que yo creía reservadas a las
“víctimas”, tales como participar en los debates y expresar públicamente mis opiniones
personales. Sin embargo, esta era justamente una de las cuestiones que llamaba la atención de
Mario. A la novedad de mi rostro, se había sumado mi obsesión por registrar todo: el
resultado de esa sumatoria era que mi conducta aparecía como la de alguien “de afuera”
preocupado sólo en registrar cuanto se decía y no en participar de la dinámica grupal. En mi
intento de acercarme a estos familiares con el objetivo de producir algún tipo de conocimiento
sobre su propia cotidianeidad, las cosas no estaban saliendo tal como yo lo esperaba. La duda
planteada, se revelaba como una sospecha: si yo era un sobreviviente ¿Porqué me comportaba
como alguien “de afuera” preocupado sólo en registrar cuanto acontecía en la reunión? De un
modo opuesto, si yo no lo era ¿Qué hacía allí tomando notas? ¿Cuál era el objetivo de mi
participación en el grupo?
Pero la pregunta que Mario había lanzado no estaba dirigida a mí sino a Pablo que
estaba moderando la reunión. Llevando las manos a su cara y en un gesto dubitativo él le
respondió que yo era un periodista. Intentando salvar la situación, Juan, mi “portero”, increpó
a Mario señalándole que él siempre generaba situaciones de enredos y que promovía

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confusiones. En un intento de disipar la tensión surgida entre ambos, decidí intervenir.
Teniendo en cuenta que era la segunda reunión a la que asistía, lo hice de un modo tibio y
temeroso. Desde mi asiento, sin levantarme dije: “No, perdón, soy estudiante de la UBA y soy
amigo de Celeste, la hija de Juan. Estoy estudiando como se organizan los familiares de los
chicos”. Juan intervino a mi favor diciendo que hacía meses que yo asistía a las marchas y
actividades y que por lo tanto, como los militantes políticos y los psicólogos sociales,
“acompañaba” a los parientes de los fallecidos en el incendio. A pesar de ello,
contrariamente a lo que yo hubiera esperado, la explicación sobre mi presencia en la reunión
tuvo un efecto que complejizó las cosas aún más. Así, la siguiente intervención, logró
desbaratar del todo la tensión a la vez que me ubicó en un lugar más incómodo aún. Alberto,
otro “padre”, afirmó a viva voz y entre risas: “¡Es estudiante de la UBA y tiene una beca
Ibarra!”. A través de este comentario él expresaba de modo humorístico mi posible
asociación con Aníbal Ibarra, ex Jefe de Gobierno de Buenos Aires, a quien los familiares
consideran como el responsable penal y político de la muerte de sus hijos. Luego de esto,
todos rieron y yo me sumé, bien que de un modo nervioso, a las risas generalizadas. Como un
modo ritualizado de señalar el papel indeterminado que para algunos tenía mi presencia allí,
las sospechas eran expresadas a través de giros humorísticos que implicaban cierta hostilidad
(Lloyd-Peters1972; Radcliffe-Brown 1974). Luego de la intervención de Alberto, Pablo
cambió el tema de la conversación quitando importancia a lo sucedido y la reunión siguió su
curso habitual.
A lo largo de mi presencia en las dos reuniones, mis actitudes habían llamado la
atención de quienes me señalaron. Mientras mis acusadores esperaban una mayor exposición
de mi parte, algún tipo de declaración pública que les permitiera explicarse mi presencia en la
reunión de NMC, yo respondía con silencio y con anotaciones en mi libreta. Al mismo
tiempo, mientras yo consideraba mi silencio como una forma de no alterar la dinámica
“natural” de la reunión con mis opiniones, ellos pretendían escuchar alguna manifestación de
mi parte que les diera alguna pista sobre mi persona. Quizás, alguna señal de mi compromiso
con su “lucha”. La inquietud sobre mi comportamiento tomó la forma de una acusación
pública que dejó abierta la posibilidad de que mis acciones estuvieran motivadas por
intenciones contrarias a las del grupo, tal como lo expresaban las palabras de Alberto. Puede
verse entonces que los señalamientos públicos de los que fui objeto expresaron la
preocupación por una conducta socialmente inadecuada que merecía ser destacada. La
acusación como un mecanismo de control (Evans-Pritchard 1976; Hermitte 2004; Mc. Farlane
1970), hacía visible la conducta de un sujeto –el antropólogo- que podía ser considerado
como “sospechoso”. Al señalarse públicamente mi lugar indeterminado en el grupo, sus
fronteras se redibujaban.
Por los motivos señalados, para las reuniones siguientes, consideré adecuado tomar
otros cuidados con el objetivo de evitar pasar nuevamente un mal momento. Comencé a
hablar más fluidamente con todos los padres e intenté explicarles el motivo de mi presencia en
el grupo. En cada ocasión que pude hacerlo, también manifesté mi compromiso con la
“lucha” y mi convicción personal de que los responsables de la muerte de sus hijos deberían
ser condenados. Con la misma intención, en ocasión de las marchas de los días 30 de cada
mes, me mostré interactuando abiertamente con miembros de otros grupos como FpV y MyJ,
el grupo en el que la cuñada de Juan es referente pública. Mediante mis intervenciones,
pretendía dejar en claro ante la mayor cantidad posible de miembros de la “familia
Cromañón” que como antropólogo, mi intención era estudiar el mundo de los familiares. En
lugar de resguardar mi posición en el campo, la exponía. Como puede verse, estas acciones
estaban orientadas de un modo opuesto a lo que había considerado como adecuado hasta el

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momento. Ahora consideraba à la Malinowski, que con el paso del tiempo y como
consecuencia de mi nuevo comportamiento, los miembros de NMC se habrían desentendido
de mi persona y que habrían “dejado de interesarse, alarmarse o autocontrolarse por mi
presencia” (Malinowski 1975: 25). De este modo, remitía la acusación sufrida al hecho de que
el grupo se había alterado en mis primeras visitas sólo porque había llegado alguien nuevo, un
extraño entre ellos, que no había dado las señales adecuadas de compromiso con la “lucha” y
que había privilegiado mantenerse apartado. Con el paso de los meses pensaba que los
miembros del grupo estaban en el proceso de “considerarme como parte integrante de la vida,
una molestia o mal necesario…” (ibidem.). Sin embargo, estos supuestos chocarían
nuevamente con las sospechas de algunos padres que se ocuparon de señalar públicamente mi
potencial “peligrosidad”. Finalmente, la ilusión de invisibilidad se develaría en su fantasía.

Segunda acusación: los “infiltrados” y el tráfico de información


Algunas reuniones después de aquella en la que fui acusado, los miembros de NMC
propusieron al resto de los grupos la creación de una “Asamblea de familiares”. Su idea era
que en la misma pudieran participar aquellos padres y madres “desmovilizados” que no eran
miembros de ningún grupo. Para lograr que se acercaran a participar en “la lucha” creían
necesario que quedaran excluidos de la asamblea los militantes de partidos políticos de
izquierda que “acompañan” el reclamo. Según consideran, ellos tienen “intereses políticos”
diferentes a los que debería tener un familiar en busca de “justicia”. Esta iniciativa funcionó
durante algunos meses a razón de un encuentro por mes. Sin embargo, durante la realización
de la cuarta asamblea ocurrió un suceso inesperado. Luego de una importante discusión que
tuvo como eje una disputa sobre los modos considerados como adecuados de manifestarse
públicamente en las marchas que organizan (Zenobi 2010 a), la “familia Cromañón” se
dividió en dos partes. De un lado quedaron los impulsores de la asamblea -los miembros de
NMC, con Pablo a la cabeza- y del otro, el resto de los grupos que habían decidido
abandonarla. Según palabras de Pablo, la ruptura de la asamblea había sido promovida por
Sonia, la cuñada de Juan. Para él se había tratado de una conducta “politizada” que buscaba
la división del “movimiento”. Para apoyar su tesis, recordó el hecho de que Sonia “sabe de
política” pues cuenta con una trayectoria como militante del Partido Comunista en su
juventud y es militante de la “Asociación Madres de Plaza de Mayo” en la actualidad. Esta
tesis fue apoyada por Andrés, un “padre” que suele manifestarse frecuentemente en contra de
“la politización” de “la lucha”. Sin embargo, Juan intervino señalando que la actitud de
Sonia no debía explicarse por una cuestión “política” sino por su carácter psicológico: dijo
que se trataba de una mujer “loca” e “iracional”.
En el contexto de este debate, cuatro meses después de la primera acusación, llegó el
turno de la segunda. Esta vez, el episodio tomó la siguiente forma. En medio de la discusión
sobre el camino a seguir luego de la ruptura del “movimiento”, Andrés dijo señalándome: “Yo
sé que algunas cuestiones que hablamos en este grupo, han llegado a ser conocidas por los
otros grupos. Si bien puede ser a través de otra persona, yo quisiera saber cuál es la posición
del muchacho en todo esto…porque acá somos todos familiares y él es el único no familiar”.
Juan, que estaba sentado delante de mí, se dió vuelta violentamente y mirándolo fuera de sí
dijo: “¡Pero esto ya está hablado! ¡No puede ser!”. Dirigiéndose a todo el grupo y sin mirar a
Juan, Andrés empeoró las cosas al decir “A mí me dijeron que es amigo de Celeste, la hija de
Juan”. Evidentemente, para Andrés, esa no era una referencia suficiente sobre mi persona. En
medio de un debate muy tenso, las sospechas sobre mi actividad en NMC cristalizaban en esta
acusación pública. Luego de estas palabras, Juan se levantó de su silla, tomó su bolso y se
retiró de la reunión dando muestras de indignación. Los miembros del grupo comenzaron a

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hablar entre sí y en medio del bullicio me puse de pie. Algunos vociferaban “¡Déjenlo
hablar!”, exigiendo el “derecho a defensa”. vi
Con la voz entrecortada, pero con más conocimiento del campo y de cómo
desenvolverme en el mismo, decidí intervenir. Mis palabras comenzaron del siguiente modo:
“Mi nombre es Diego. Soy antropólogo y estudiante de posgrado de la Facultad de Filosofía
y Letras”. Esta vez, a lo largo de varios minutos y no sólo a través de una oración simple,
expliqué que estaba estudiando “como se organizan los familiares de los 'chicos'“, que soy
becario del CONICET, etc. Intenté transmitirles la importancia que le daba al hecho de que
me permitieran participar en esas reuniones. Expliqué que por el carácter de mi trabajo, en
ciertas ocasiones debía charlar con padres, sobrevivientes y militantes políticos de otros
grupos con los que ellos no tenían buena relación. También hice pública una vez más mi
posición política personal: yo quería, al igual que ellos, “justicia para los chicos”. Para
finalizar opté por darles la posibilidad de que, al menos por ese día, aceptaran mi retirada. La
respuesta fue unánime y enfática: no era necesario que me fuera de la reunión. Es más, no
iban a aceptarlo. Luego de mi propuesta, abundaban las expresiones faciales que intentaban
minimizar el suceso y las señas que pretendían reducirlo a la mala disposición de un padre
algo desubicado. Varios exageraban sus expresiones faciales y señalaban “No te vayas…no
hace falta. Sentate…”. Algunas madres intervinieron en mi defensa diciendo que me conocían
desde hacía tanto tiempo o desde tal o cual evento, y comentaban lo agradables que fueron
algunas charlas que pudimos compartir; otras aclaraban que, efectivamente, ellas sí sabían de
qué se trataba mi presencia en el grupo.
Si en el primer episodio mi apariencia juvenil pudo haber estado en la base de las
sospechas sobre si yo era o no un sobreviviente, ahora en cambio, la cuestión generacional no
jugaba el mismo papel. En este caso, a diferencia del episodio anterior, Andrés agregó algo
que vendría a confirmar mis suposiciones y a reforzar mis preguntas de investigación.
Insistiendo, decía que su observación sobre mi persona se debía a que era necesario aclarar
cuál era mi papel allí o, por lo menos, definir si yo era o no un “infiltrado”: “Te explico...acá
hubo gente infiltrada…por eso lo dije en público, para hacerlo más transparente…”. Sobre el
final de la reunión yo me sentía todo lo opuesto al investigador que con el tiempo deja de ser
“un elemento disturbador” (Malinowski op. cit: 60). En cambio, sentí que todo el grupo se
había conmocionado por lo que yo sospechaba que era mi “invisible” e “inofensiva” presencia
y que quizás a lo largo de todos estos meses, algunos me habían estado mirando con recelo.
Las actitudes que había tomado luego de la primera acusación, con el objetivo de exponerme
con mayor énfasis como un investigador en el campo, no estaban teniendo el efecto buscado.
Andrés sospechaba que yo estuviera entregando a los miembros de otros grupos con los que
me había mostrado públicamente, información que él consideraba relevante. Si bien yo creía
haber aprendido algo del episodio anterior, esta nueva situación volvía a ubicarme en el lugar
de sospechoso. Para aumentar mi desazón, como producto de este episodio se habían
tensionado y quizás roto -no podía saberlo en ese momento-, las relaciones entre Juan y
Andrés.
El miércoles siguiente llegué un rato antes del comienzo de la reunión. En la entrada
del local me encontré con Lila, una de las madres que había reclamado por mi “derecho a
defensa”. Sin que yo hablara del tema, ella lo abordó por cuenta propia. Para Lila el episodio
de la reunión anterior se debía a un desequilibrio emocional de parte de Andrés producto del
“dolor”. Por ese motivo, decía que yo no debía darle mayor importancia a la acusación: “hay
cada loco...qué se va a hacer, pobre...”, eran sus palabras. Un rato después se sumó a la
charla Raúl, su esposo. A diferencia de lo que pensaba su esposa, para él la acusación tenía
consistencia y no era un producto de la inestabilidad emocional de Andrés. En cambio, la

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historia de la “familia Cromañón” indicaba que la presencia de infiltrados era una
circunstancia siempre posible: “…acá hubo infiltrados desde el principio…por eso Andrés te
dijo lo que te dijo”. Su relato fue apoyado por Lila quien confirmó que en las primeras
reuniones del grupo, un hombre que decía pertenecer al Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires y ofrecía subsidios a familiares y sobrevivientes del incendio, fue identificado como un
“infiltrado” y fue expulsado de las reuniones. Las afirmaciones de Lila rememoraban el
comentario humorístico realizado por Alberto en el primer episodio e indicaban que los
“infiltrados” eran para ellos, agentes vinculados al Estado que pretendían infligir algún tipo
de daño sobre esta comunidad. vii Para ellos, la presencia de infiltrados enviados por el
gobierno formaba parte natural de la “lucha política”. Esa presencia podía explicarse como
un intento de parte del Estado de obtener información, con el objetivo de perjudicar al
“movimiento” que le demandaba “justicia”.
Estaba claro que en mi afán de estudiar los modos de organización del grupo, había
ingresado a un campo de relaciones sociales previas y de algún modo mi persona social estaba
siendo evaluada en relación a ellas. De un modo u otro se me estaba asignando un lugar
dentro de ese entramado según categorías que para estos familiares tenían un sentido y una
historia particular. Así como Mead, a lo largo de su trabajo de campo en Samoa, no podía
evitar verse “prisionera entre las redes del rango real” (1983) al ser considerada como un
“taupou”, yo me encontraba embrollado en las mismas redes que los actores sociales habían
tejido para sí y de las que creía estar eximido al suponerme “externo”, “invisible”,
“inofensivo”, etc. Mi lugar de observador estaba siendo significado por los actores sociales
quienes actuaban en consecuencia. Tal como puede verse en estos episodios, lejos de
permanecer como una realidad encerrada en sí misma o como un medio para obtener
información, el trabajo de campo afecta y es afectado por las relaciones sociales que se
analizan. Bajo estas circunstancias, los supuestos de las corrientes de corte epistemológico
positivista que pretenden un investigador neutral, mero observador no conflictivo de cara a
una realidad externa, devienen una quimera.

El proceso de acreditación de las “víctimas” y los “falsos sobrevivientes”


En los estudios inspirados en una perspectiva procesualista, las acusaciones de brujería son
consideradas como expresiones de conflictos que exceden el marco de las relaciones
interpersonales. Tales acusaciones están relacionadas con las contradicciones normativas y los
conflictos internos del campo social en cuestión, que podrían ser identificados a través del
análisis de esos procesos acusatorios (Gluckman 1973; 1978; Turner 1996). Frecuentemente
esas tensiones profundas encarnan en personas concretas cuyo rol y posición social expresan
una indeterminación que resulta preocupante para el resto de los actores. En ese sentido, tal
como señaló Gluckman en su clásico trabajo sobre la lógica de la brujería (1973), las
acusaciones recaen habitualmente sobre ciertas clases de personas y no sobre otras. viii
Siguiendo estas ideas, en el presente apartado pretendo dar cuenta de los motivos por los
cuales al interior del “movimiento” suelen darse episodios acusatorios en los que los
familiares señalan a determinados sujetos como “falsos sobrevivientes”. Al hacerlo, será
posible comprender las causas de que “sobreviviente” e “infiltrado” hayan sido las categorías
a través de las cuales encontraron expresión las sospechas sobre mi persona. En tal sentido,
luego de las acusaciones, yo me preguntaba si estos padres creían que un “sobreviviente”
podía actuar como un espía, con el objetivo de conseguir información sólo accesible a los
miembros de NMC. Pero la cuestión también podía plantearse del modo inverso ¿Podía un
“infiltrado” actuar y hacerse pasar falsamente por un sobreviviente del incendio? Con el
objetivo de responder esta pregunta considero relevante inscribir las acusaciones en un

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contexto más amplio que excede el marco de las relaciones interpersonales establecidas entre
los familiares y mi persona. Para ello voy a introducir una breve descripción y el análisis del
proceso de acreditación de la condición de “víctima” frente a diversas agencias estatales, del
que fueron protagonistas los padres de los fallecidos en el incendio y los sobrevivientes del
mismo.
Luego del incendio, el “Programa de Atención integral a las víctimas del 30 de
diciembre de 2004” ix se ocupó de organizar las acciones previstas para la atención médica y
psicológica de sobrevivientes y familiares de los fallecidos. Entre las acciones del Programa
estaba incluido el pago del “Subsidio Único para las Víctimas del 30 de diciembre de 2004”. x
Los fundamentos de la creación de este subsidio, señalaban que la asignación de la ayuda
económica debía destinarse a “quienes sufrieron la perdida de un familiar directo y a quienes
hayan padecido o padezcan afecciones de salud que podrían guardar relación directa con los
hechos” (subrayado mío). En el primero de los casos, para que los padres de los fallecidos se
constituyeran en víctimas reconocidas por el Estado, el trámite necesario requería la
certificación ante el Programa del vínculo filiatorio con la víctima fatal. Esto se hacía
mediante la presentación de diversas documentaciones tales como Documento Nacional de
Identidad, Partidas de nacimiento y Libreta de Matrimonio. Desde la perspectiva de los padres
de las jóvenes víctimas, los documentos mencionados ratificaban la relación filial concebida
como “natural”. Para ellos, la misma está fundada sobre un vínculo (biológico) más allá del
Estado, del cuál éste sólo es garante.
Por su parte, el modo en que los sobrevivientes del incendio debieron acreditar su
relación con el mismo, era diferente. Los requisitos para acceder al “Subsidio Único” en este
caso, eran los siguientes: “a) Acompañar constancia médica de que el interesado se
encuentra en tratamiento y su diagnóstico. b) Acompañar constancia de que se encuentra en
tratamiento psiquiátrico o psicológico y está imposibilitado de retornar y/o continuar con sus
tareas habituales”. xi Tal como puede verse, en este caso, era necesario presentar una
constancia que diera cuenta de un estado de vulnerabilidad física o psicológica. Estos
certificados de atención médica podían conseguirse de dos modos diferentes. O bien se trataba
de aquellos que habían sido entregados tras la hospitalización la misma noche del incendio, o
bien podía accederse a ellos varios meses después cuando la persona se incorporaba a las
acciones de atención que formaban parte del Programa. Esos documentos también fueron para
la Justicia Federal el criterio determinante para demostrar la condición de “sobreviviente”.
Contar con un certificado que acreditara haber sido atendido en un hospital la noche del
incendio, era el primer paso necesario para quienes quisieran constituirse en “querellantes
penales”. La Justicia los aceptaba como tales teniendo en cuenta que “fueron atendidos en
distintos nosocomios el día del hecho, lo que alcanza por el momento para tener por
acreditado que concurrieron a 'República Cromañón' y que a causa de ello sufrieron
lesiones” (subrayado mío). xii A lo largo del proceso de acreditación, las agencias estatales
identificaban a “un individuo como único y particular (…) a los fines de conceder derechos y
exigir deberes” (Peirano 2002: 37). Como parte del mismo, estos certificados habilitaban a
quienes se presentaban como “sobrevivientes” a participar como tales en los diversos
circuitos burocráticos.
Pero si bien para el Estado municipal y para la Justicia Federal tales producciones
estatales fueron consideradas como suficientes para refrendar la condición de
“sobreviviente”, no todos los familiares de las víctimas fatales piensan del mismo modo.
Buena parte de ellos creen que muchas personas “inmorales” e “inescrupulosas”, accedieron
a la atención médica y psicológica con el objetivo exclusivo de conseguir el certificado que
les permitiera cobrar el “Subsidio Único”, sin haber estado presentes en el incendio. En la

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“familia Cromañón” son varios los casos de personas que son señaladas como “falsos
sobrevivientes”. xiii Según algunos miembros de NMC, se trata de personas que se lastimaron
en eventos ajenos al incendio y que, tras acercarse a algún hospital para ser atendidos,
desplegaron un relato sobre su presencia en el mismo. Simulando haber estado presentes allí y
haciéndose de una constancia que acreditara su condición de sobrevivientes del incendio, el
acceso al “Subsidio Único” estaba asegurado. Las dificultades en determinar la condición
“real” de esos sobrevivientes se expresa en la inquietud de que “los sobrevivientes pueden
inventarse”. Cuando alguien es acusado de ser un falso sobreviviente, “la acusación se
presenta como un modo de lidiar con la indeterminación” (Gluckman 1972: 152) expresada en
esa sospecha. xiv
Las sospechas de que alguien pueda simular ser un sobreviviente del incendio, se
deben a que tal categoría es para estos miembros de NMC, producto de una construcción
burocrática endeble. Tal como acabo de señalar, en este caso nos encontramos frente a
certificados producidos a partir de los relatos de la experiencia de haber “estado allí”. En ese
proceso, los certificados son escindidos de la experiencia de las víctimas y ésta es objetivada a
través de la palabra experta en un documento legal (Fassin y d’Haillun 2005). Tales
documentos se constituyen en el nexo causal entre una persona y el incendio al objetivar su
experiencia de aquella noche; por lo tanto, ellos no demuestran un vínculo preexistente entre
una persona y el evento dado que son ellos mismos los que lo instituyen al objetivar la
experiencia narrada. Ellos “son” el vínculo y el vehículo de su construcción. Es por este
motivo que, para estos familiares, la constancia de atención médica no acredita a los
sobrevivientes frente al Estado sino que los crea, al crear el vínculo entre ellos y el incendio a
través del relato. Al mismo tiempo, se representan el caso propio de un modo inverso.
Mientras que el certificado de atención médica y psicológica es considerado como un
producto ex post facto, como causa y no como consecuencia de “haber estado allí”, el vínculo
que ellos mantienen con la víctima fatal es concebido como producto de una relación filial
“natural”. Dado que tal relación es representada como previa e independiente del documento
que la legitima, la condición de “familiar”, a diferencia de la de “sobreviviente”, no es
asumida como un resultado del proceso de acreditación de la condición de “víctima”. xv Ello
explica el hecho de que, a diferencia de los casos de “falsos sobrevivientes”, nunca haya
tenido noticias acerca de acusaciones a falsos familiares.
Considero que para comprender porqué al investigador se le pueden asignar ciertos
roles, es necesario abordar la problematización de ciertas categorías nativas disponibles en el
campo de relaciones sociales estudiado. En ese sentido, si “sobreviviente” formó parte de la
acusación, quizás ello se debió a que algunos la consideran como una categoría fácilmente
manipulable. Si algunos padres creían que yo podía ser un infiltrado, pues bien, un infiltrado
que quisiera hacer daño al grupo, bien podría ocultar sus (malas) intenciones haciéndose pasar
falsamente por un sobreviviente del incendio. Simulando ser una víctima, tendría las puertas
abiertas para participar en las actividades de NMC y de la “familia Cromañón”, aún cuando
sus objetivos fueran opuestos a los de los familiares y pretendiera ejercer algún tipo de daño
sobre ellos. Por este motivo, cuando me relataron el caso de “Fito”, un infiltrado que con el
objetivo de captar las voluntades de los parientes de las víctimas, ofrecía subsidios a pocos
días del incendio, me resultó muy comprensible que me lo presenten como el caso del
“sobreviviente-infiltrado”.
Me interesa resaltar entonces, que de un modo similar a lo que ocurre en el caso de las
acusaciones de brujería, aquí la acusación se asentó sobre cuestiones inherentes a la dinámica
social propia del campo en el que fue imputada (Gluckman 1973; Strathern 2008). El modo
particular que tomó, se debió en parte a cuestiones que están más allá de las relaciones

13
interpersonales que me vinculaban a los miembros de NMC. Tal acusación estaba relacionada
con las representaciones y valoraciones diferenciadas de parte de los familiares sobre las
formas de acreditación burocrática de las “víctimas”.

El antropólogo como productor de conocimiento


Con el objetivo de reconstruir la perspectiva de los actores en tanto construcción teórica
orientada por el investigador, resulta necesario establecer relaciones y lazos con los nativos.
La importancia de realizar trabajo de campo con ese fin, se debe a que “ningún dato tiene
importancia por sí mismo sino es en el seno de una situación como expresión de un haz de
relaciones que le dan sentido. Esto es: los datos se recogen en contexto, porque es en el
contexto donde adquieren significación” (Guber op. cit: 81). De este modo, afirmar que el
conocimiento generado a través del trabajo de campo es producto de “una interacción humana
y no algo meramente ‘extraído’ de los informantes nativos” (Scheper-Hughes 1977: 35),
especifica que el mismo es producto del establecimiento de relaciones sociales, y que por ese
motivo, siempre debe ser entendido en el contexto local de su producción, de sus idas y
vueltas, de sus vaivenes y entredichos. xvi La necesidad de tejer lazos con los sujetos
implicados en las relaciones sociales que se pretende estudiar y el hecho de frecuentar sus
espacios de sociabilidad, conduce a establecer vínculos más o menos orgánicos con ellos. Una
vez que el etnógrafo ha pisado suelo nativo al intentar establecer esas relaciones, ha quedado
atrapado en las tensiones, conflictos y dinámicas propias del campo en el que desenvolverá su
actividad. Las acusaciones públicas suscitadas en el marco del trabajo en terreno confirman
que el antropólogo es evaluado de acuerdo con las categorías disponibles en el campo,
categorías cuyo sentido deriva de las relaciones y principios que le resultan propios.
Hasta aquí sabemos que para algunos familiares “sobreviviente” parece ser -a
diferencia de “familiar”- una categoría falseable: ciertas personas que buscan una ventaja
personal pueden valerse de ella para acceder al “Subsidio Único”. El “infiltrado”, en cambio,
aparece como un agente vinculado a alguna agencia estatal; su objetivo es el de producir
algún tipo de daño sobre el conjunto a partir de la utilización maliciosa de la información que
dispone. A causa de ambos motivos, un “infiltrado” podría hacerse pasar por un
“sobreviviente”. Con el objetivo de comprender porqué se me señaló como un sujeto
peligroso, hasta el momento he considerado algunos aspectos relativos a mi comportamiento
en el grupo y he indagado en algunas percepciones de los miembros de NMC sobre el proceso
de acreditación de la condición de “víctima”. Pero si bien las acusaciones expresaron
tensiones propias de la comunidad estudiada, considero que también pusieron en evidencia
ciertas inquietudes sobre mi papel como antropólogo en ella. Según creo, esos señalamientos
públicos combinaron tensiones que están más allá de mi posición en el grupo, con una
preocupación generada por la naturaleza de mi rol en el mismo. Para completar el círculo, y
comprender porqué fui acusado a través de la categoría de “infiltrado”, creo ahora necesario
dar un paso más y reponer mi lugar como investigador en el grupo.
Como parte de las nuevas actitudes adoptadas luego del primer episodio acusatorio, fui
percibido por algunos de mis interlocutores de un modo diferente. Sin embargo ello no evitó
una segunda acusación. Al principio de mi llegada al campo yo había pretendido ganarme su
confianza a través del permiso que me había dado Pablo para presenciar sus reuniones.
También había pretendido comportarme como alguien “de afuera” que mantendría en reserva
sus opiniones personales, que respetaba su “dolor” y que no pretendía alterar el curso
“natural” de sus relaciones. De todos modos, algunos de ellos desconfiaban de esa posición.
Tal desconfianza se debía a que como parte de su “lucha política” contra el Gobierno de
Buenos Aires, se habían enfrentado en diversas ocasiones a “infiltrados” enviados por el

14
mismo. Estos personajes se habían presentado falsamente como sobrevivientes del incendio.
Luego de la primera acusación, consideré que resultaría más adecuado exponer en cada
circunstancia posible mi carácter de investigador universitario. Esta nueva actitud hizo posible
que se me acusara de compartir información con miembros de otros grupos con los que había
decidido mostrarme públicamente. La segunda acusación dejaba expuesto el hecho de que el
problema ya no era mi potencial relación con el gobierno, sino mi relación con otros grupos
de familiares.
Luego de la segunda acusación, a cuatro meses de haber comenzado mi trabajo de
campo, yo me preguntaba cuál era mi lugar en NMC y de qué manera considerarían sus
miembros mi participación en él ¿Era yo “uno más”? ¿Era alguien “de afuera”? Algunas
semanas después comentaba con Juan el segundo episodio y él me decía: “¿Cómo te va
acusar así? Si vos venís a acompañarnos! Estás en todas las marchas, en las reuniones…no
venís como analista”. Mientras él me veía como un amigo que “acompañaba” el reclamo, no
todos los miembros del grupo me ubicaban en ese lugar. Teniendo en cuenta que había
manifestado públicamente mi apoyo a su “lucha”, no podía dejar de preguntarme porqué
algunos como Andrés, no me consideraban del mismo modo que consideraban a los
psicólogos sociales o a los militantes de partidos políticos que apoyaban la causa.
En principio, creo que para comprender la diferencia planteada entre una y otra
perspectiva sobre mi persona, resulta central llamar la atención sobre un importante contraste
entre el primero y el segundo episodio. En la primera ocasión se trataba de mi segunda visita
al campo y los familiares del grupo, a excepción de Pablo y Juan, no me conocían ni sabían
nada sobre mi trabajo. En el segundo caso en cambio, quien me acusaba, había escuchado la
presentación a través de la cual yo había explicado que era un antropólogo interesado en
conocer cómo se organizaban los padres de las víctimas fatales. Por otra parte, me había visto
durante meses realizando actividades junto a ellos y habíamos compartido charlas y
situaciones de diverso tipo. Andrés sabía que mi participación en el grupo tenía como objetivo
producir conocimiento sobre su mundo. Conociendo mis intenciones de establecer relaciones
con ese objetivo, y preocupado por el destino de la información a la que yo accedía, él había
señalado a través de la acusación, mi potencial capacidad de “llevar y traer”, de traficar
información. A diferencia de Juan, al no considerarme como uno de “los que acompañan”,
ponía de relieve el hecho de que yo estaba estableciendo relaciones sociales que tenían como
último fin esa producción de saber: a diferencia de los militantes y de los psicólogos sociales,
en este caso mi condición de antropólogo “registrándolo todo”, cobraba mayor peso en la
evaluación que él hacía de mi persona. Él me recordaba que yo no estaba ahí tanto para
apoyar su causa, sino para trabajar por la mía.
La intranquilidad sobre mi papel en NMC, expresaba una preocupación sobre el
destino que yo podría darle a la información a la que accedía y que producía a partir del
trabajo de campo. Para comprender porqué se me consideró como un sujeto peligroso, debe
prestarse atención a mi condición de productor de conocimiento y a las herramientas
metodológicas por mí elegidas, herramientas que implicaban el establecimiento de relaciones
sociales con los miembros de esta comunidad con el objetivo de conocer su mundo social. Al
ser infligidas sobre la persona del antropólogo, las acusaciones recaían sobre una relación
social que mi persona expresaba particularmente: aquella que se da entre investigador y
sujetos de estudio. Como he señalado a lo largo de este trabajo, la etnografía ha asignado una
importancia central al trabajo de campo en la reconstrucción de las perspectivas locales.
Puede verse entonces, que el requisito necesario que la etnografía plantea como paso número
uno para conocer esas perspectivas, era también la piedra de toque sobre la que aquellas

15
acusaciones podían levantarse. Mi posición en el grupo, inscripta en el contexto más amplio al
que me he referido, hacía posible que yo fuera señalado como una “bruja”.
Creo que la relación que el etnógrafo establece con los sujetos con el objetivo de
conocer su mundo social, resulta problemática ya que éstos se encuentran inscriptos en redes
de relaciones previas a su llegada que cuentan con sus propias tensiones. En la medida en que
los datos se producen dentro de esta red de relaciones en la que él está sumergido, “estar ahí”
permite producir un tipo de conocimiento íntimamente ligado a la dinámica propia del campo
que se estudia. Los usos de la metodología que el investigador actualice en el mismo y las
técnicas que allí despliegue estarán siempre atravesadas por la coyuntura del mismo y por la
especificidad de las relaciones sociales que allí están en juego. Por este motivo, resulta
imprescindible integrar analíticamente situaciones como las que aquí he analizado al objeto
de estudio construido. Si el objetivo es comprender las perspectivas nativas, creo que esas
situaciones bien pueden decirnos algo acerca de ese objeto.
Si bien la investigación depende de ciertos factores que podrían considerarse
constantes (como la biografía del investigador, las opciones teóricas de la disciplina en
determinado momento o el contexto histórico-político más amplio) las situaciones
imprevisibles que se configuran en el día a día local de la misma no son menos importantes en
su determinación (Peirano 1995). Así como diversos contextos sociales cuentan con sus
propias tensiones internas, el hecho de que el antropólogo se interese por recabar y generar
información en ellos, es un importante factor que puede colaborar a generar inquietudes.
Recuperando el vínculo conflictivo que establecemos con nuestros informantes al intentar
producir conocimiento sobre sus vidas cotidianas, no resulta extraño que otros investigadores
en otros contextos, hayan sido acusados de ser espías. Tal como he intentado demostrar aquí,
tales episodios pueden colaborar a configurar ciertas preguntas vinculadas a la perspectiva de
los actores sobre temas importantes para ellos. Al mismo tiempo nosotros, en tanto
investigadores, podemos restituir nuestro lugar como productores de conocimiento al analizar
las relaciones que entablamos con los informantes.

Comentario final: el antropólogo en la red


He señalado en la introducción que la búsqueda de empatía y de generar lazos de larga data
que permitan establecer relaciones de confianza, se presentan habitualmente como cuestiones
centrales para conducir la investigación a “buen puerto”. De todos modos, en este caso, la
desconfianza y la forma concreta que tomaron las acusaciones, resultaron productivas y me
condujeron a realizar ciertas preguntas en determinada dirección. Tal movimiento estuvo
guiado por aquellas cuestiones que resultaban significativas para los propios actores. En el
clásico “Brujería, magia y oráculos entre los azande” (1976), señala Evans-Pritchard que si
bien al principio de su investigación, él no tenía un interés particular por la brujería, los
azande sí lo tenían, por lo tanto se dejó orientar por ellos.
Tanto en el primer episodio como en el segundo, la relación entre investigador y nativos
fue reconocida como problemática. La preocupación se expresó a través de ciertas categorías
locales cuyo sentido derivaba de un contexto más amplio que el de las relaciones establecidas
entre estos padres y yo. De esta manera, en esos señalamientos públicos se combinaron
conflictos que estaban más allá de mi posición en el grupo, con otras inquietudes generadas
por la naturaleza misma de mi rol de investigador en el mismo. En este trabajo he optado por
atender a ambas cuestiones. En primer lugar, he intentado demostrar que las ideas sobre
“falsos sobrevivientes” e “infiltrados” hunden sus raíces en las relaciones establecidas entre
familiares y agencias del Estado, relaciones mediadas por el proceso burocrático de
acreditación de la condición de “víctima”. De un modo complementario, he intentado reponer

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mi lugar como antropólogo en el campo. Las tensiones expresadas en torno a mi papel como
productor de conocimiento -me refiero a la incertidumbre relativa a cómo clasificar a mi
persona y mi participación en NMC- me obligaron a hacerlo. En sintonía con la propuesta de
Strathern, quien señala la necesidad de fundir la perspectiva social-procesual y la cognitivo-
intelectualista en el estudio de las acusaciones de brujería (2008), he intentado remarcar que
los modos de acción de los familiares y las representaciones sobre su propio universo se
presentaron indisolublemente ligados en las situaciones analizadas.
Coincido con quienes afirman que desde las corrientes realistas y naturalistas el lugar
del investigador no es problematizado (Frederic 1999, Hammersley 1984). De todos modos,
un análisis centrado en el rol del antropólogo en el campo, que obvie problematizar las
categorías con las que los actores piensan y construyen sus mundos cotidianos, hubiera
resultado incompleto para comprender los sentidos de los episodios que he descripto. De un
modo opuesto, un examen enfocado en el estudio de estos sentidos nativos que no aborde el
lugar específico del antropólogo en un universo al que ha llegado sin que lo llamen, tampoco
hubiera resultado suficiente. Esto se debe a que la opción por el trabajo de campo etnográfico
implica enredarse en la red local de relaciones sociales, quedar atrapado en ellas y si la
situación así lo requiere, tener que reacomodarse a las nuevas circunstancias. Al hacerlo, el
antropólogo no puede evitar encontrarse atravesado por las mismas categorías y relaciones
que conciernen a los miembros del grupo social que ha decidido estudiar. Así, si bien es cierto
que los nativos tienen sentidos propios para “su mundo”, también debe tenerse en cuenta que
a través del trabajo de campo, los antropólogos pasamos a formar parte del mismo y que
nuestras acciones son evaluadas en consecuencia. Como expresión de ello, siempre está
latente uno de los mayores temores de cualquier etnógrafo: tener que salirse de la red y verse
obligado a abandonar el campo. El miedo a ser rechazado o expulsado habla del estrecho
vínculo entre la construcción de relaciones sociales y la producción de conocimiento tal como
se lo ha planteado la etnografía.
Tal como he señalado en la introducción para el caso de las acusaciones de espionaje,
la relación entre producción de saber y la construcción de relaciones a través del trabajo de
campo fue abordada últimamente como una cuestión relativa a la ética de nuestro trabajo.
Aunque aquí he optado por otro camino al abordarlas, retomo el mismo interrogante que se
planteaban aquellos colegas preocupados por el trabajo de los antropólogos en contextos
bélicos: frente a la suposición de que el conocimiento antropológico puede llegar a ser
utilizado contra esas las mismas personas entre las fue producido ¿Qué diferencia habría entre
nuestro trabajo y el de un espía infiltrado en un grupo? Sospecho que frente a las dudas sobre
mi potencial peligrosidad, ésta era también la pregunta que se hacían quienes me acusaron.
Tal como puede verse, en un contexto muy diferente, estos nativos se estaban haciendo la
misma pregunta que aquellos antropólogos.
A través de su constitución como un campo de conocimiento socialmente legitimado
la antropología ha sido presentada como una disciplina capaz de resolver problemas
“prácticos”. Así, en determinados contextos bélicos en los que se ha resaltado la importancia
del conocimiento cultural de las naciones invadidas para la eficacia de la acción militar, se la
ha considerado como una disciplina especialmente relevante. Pero dado que la utilización de
ese conocimiento cultural podría colaborar a producir daños sobre las poblaciones estudiadas,
esto trajo aparejadas una serie de discusiones relativas a la ética y a los límites de nuestro
trabajo (cfr. Whiteford y Trotter 2008). Tales discusiones expresaban una inquietud por el
destino “práctico” del conocimiento “académico”. Esta cuestión era expresada claramente en
la conclusión del informe de la AAA sobre la aplicación del “Human Terrain System”, en la
que se señalaba que “el proyecto HTS implica una inaceptable aplicación de la expertise

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antropológica”. Esta misma preocupación se ve actualizada cuando los sujetos con los que
trabajamos nos acusan, por ejemplo, de ser “infiltrados” en sus comunidades locales. En el
caso que he analizado aquí, las acusaciones a mi persona se presentaron como una forma de
asignar responsabilidades (Gluckman 1972) por el potencial daño que el grupo podría haber
sufrido a partir de mi actividad en el mismo. Tanto en el caso de los académicos preocupados
por el bienestar de los nativos, como en el caso de los nativos preocupados por el
comportamiento de los académicos que los estudian, puede reconocerse una inquietud por el
impacto del trabajo del antropólogo en relación a las comunidades en las que trabaja.
Considero que el fundamento común entre las preocupaciones de unos y otros debe ser
buscado en el modo en que se produce conocimiento a partir del trabajo de campo
etnográfico. La necesidad de establecer vínculos personales con los actores con el objetivo de
producir conocimiento antropológico, hace posible comprender las inquietudes por el destino
de los saberes generados in situ. Puede verse entonces que a partir de la opción por el trabajo
en terreno, cuestiones tales como el estudio de las perspectivas nativas, el rol del antropólogo
en las comunidades locales y la ética de nuestro trabajo, se encuentran estrechamente
relacionadas.
Los recursos con los que contamos para establecer el vínculo entre el investigador y
los sujetos de estudio -técnicas, métodos, etc.-, “son para una antropología reflexiva, más que
una mera herramienta para conocer a los sujetos, el lugar mismo donde se produce
conocimiento” (Guber 1995: 31). Si bien el investigador conoce sus propias intenciones y
despliega una cierta instrumentalidad en las relaciones que establece en el campo, el camino
que esas relaciones tomarán nunca puede conocerse de antemano. Al suponer que tenemos un
cierto control sobre ellas y al estar preocupados por generar empatía y confianza, nos
sorprendemos y angustiamos frente a situaciones inesperadas que no coinciden con nuestras
expectativas. De ahí que las consideremos como “incidentes” o “episodios”. Tal calificación
intenta dar cuenta de lo extraordinario de estos hechos que no coincidían con nuestras
expectativas de investigación. Señala Bourgois que “la necesidad de tejer lazos de simpatía
con las personas a las cuales se estudia (...) conduce a los investigadores a ser negligentes con
las dinámicas negativas” (1995: 10). Atendiendo a esa advertencia en este trabajo he intentado
demostrar que la producción de conocimiento es posible no sólo a partir de la construcción
instrumental de relaciones sociales en el campo, sino también a partir de su destrucción, de la
dificultad y de los obstáculos encontrados para establecerlas.

18
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Notas

i
Todas las traducciones que aparecen en el artículo fueron realizadas por el autor.
ii
El Minerva es un proyecto que aglutina a una cantidad de universidades norteamericanas que reciben recursos
para ciertas áreas de investigación tales como estudios sobre tecnología militar china y aspectos culturales y
religiosos de Irak y medio oriente. El objetivo es producir conocimientos orientados a informar la toma de
decisiones de parte del gobierno norteamericano (http://www.insidehighered.com/news/2008/04/16/minerva).
iii
Una completa descripción del programa puede encontrarse en http://humanterrainsystem.army.mil/default.htm
iv
La declaración sobre el HTS puede encontrarse en
http://www.aaanet.org/about/Policies/statements/HumanTerrain-System-Statement.cfm. Además de la AAA, la
red “Network of concerned anthropologists” preocupada por la promoción de una “antropología ética”, se
manifestó en contra de tal participación (http://concerned.anthropologists.googlepages.com).
v
Señalo en cursivas las expresiones utilizadas por los actores.
vi
La preocupación por la circulación de información no es exclusiva de los miembros de NMC que me acusaron.
Crivelli (2007) señala que mientras realizaba trabajo de campo en un grupo de sobrevivientes del incendio, ellos
le prohibieron compartir con miembros de otros grupos de “víctimas”, la información a la que tenía acceso así
como asistir a ciertas reuniones. Sin embargo, en su trabajo el hecho de que los nativos sospecharan que se
trataba de “una espía” (op. cit. 152), es considerado sólo como un obstáculo para el trabajo de campo y no es
integrado analíticamente al cuerpo del mismo.

21
vii
En el caso de la antropología argentina, la consideración del antropólogo como un espía oficial al servicio del
Estado, ha sido analizada por Guber (1995). Señala la autora que en el contexto de su trabajo de campo con ex
combatientes de la denominada “guerra de Malvinas” -conflicto bélico desatado en 1982 entre la Argentina y el
Reino Unido-, fue acusada por algunos de ellos de ser “gente de 'Inteligencia'”. En este caso “Inteligencia”
hace referencia a la “Secretaría de Inteligencia del Estado”, agencia estatal en la que desempeñan sus tareas los
“espías” oficiales. A partir de tal acusación la autora reflexiona sobre los significados que comparten
antropóloga nativa y actores sobre el Estado argentino, la historia y la política local.
viii
Para una crítica de estos enfoques ver Favret-Saada 1989. Según esta autora, no puede afirmarse que en todos
los contextos sociales las acusaciones refieran necesariamente a las relaciones sociales consideradas como las
más problemáticas. Basándose en su trabajo con granjeros franceses, afirma que a pesar de que la tensión
fundamental en esas unidades productivas se encuentra en el grupo sucesorio, los acusados de ser brujos suelen
ser los vecinos. Lo que debe resaltarse, según su perspectiva, es el hecho de que la “curación” iniciada a partir de
la acusación reajusta los roles familiares, funcionando de este modo como un tipo de “terapia” familiar. por otra
parte, algunos autores (cfr. Rutherford 1999) han señalado que los análisis clásicos sobre el tema se encuentran
constreñidos por preguntas de orden funcionalista que también estarían expresadas en los "nuevos análisis" (new
analitic) que abordan el tema como los de Comarofff y Comaroff (1997) y Geschiere (1997).
ix
Este programa fue creado mediante el decreto 67/05 del Poder Ejecutivo del Estado municipal (GCBA) y fue
coordinado por la Subsecretaría de Derechos Humanos del GCBA.
x
Este subsidio fue creado por el decreto 692/05, algunos meses después de la creación del programa.
xi
Resolución n° 54 del poder Legislativo de la ciudad de Buenos Aires que reglamenta el Decreto 692/05.
xii
Por cuestiones de confidencialidad obviaré citar los números correspondientes a las resoluciones de la causa
penal, dictadas por el Juzgado de Instrucción n 1.
xiii
A lo largo de mi trabajo de campo he registrado por lo menos cinco casos de personas que fueron acusadas
públicamente de ser sobrevivientes “truchos” (falsos). Siguiendo el modelo de Douglas (1970), teniendo en
cuenta a los sujetos involucrados en cada caso, puede distinguirse entre tipos de acusaciones diferentes. De un
lado, están aquellas situaciones en las que “la bruja” -el “infiltrado”- viene de afuera, tal como en el caso de las
acusaciones de las que fui objeto. Por otro lado, se encuentran aquellas situaciones que se dan entre miembros
de grupos diferentes, pero que pertenecen a una misma comunidad. En este último caso, “la bruja” sería un
miembro de “la familia Cromañón”. En sus análisis clásicos, tanto Marwick (1965) como Rivière (1970) han
reparado en esta distinción al dar cuenta de la relación entre facciones y brujería.
xiv
En otros contextos la figura del sobreviviente también parece connotar estos sentidos de ambivalencia y
peligrosidad. Esta cuestión ha sido tratada por Longoni (2007) para el caso de los sobrevivientes de la dictadura
militar argentina.
xv
Si bien me interesa enfatizar aquí en la perspectiva de los familiares sobre el particular, mi propia
consideración de las relaciones filiales como relaciones estatales pretende problematizar este punto (cfr. Zenobi
2010 b).
xvi
La importancia de comprender que el conocimiento producido etnográficamente es parte de una interacción y
no una mera extracción de información, también tiene consecuencias para la construcción de la autoridad
etnográfica. Ella no deviene simplemente del “estar ahí” (Geertz 1989) cual testigo de unos hechos ajenos a la
persona del etnógrafo, ni de un mero artificio retórico, tal como propone la crítica textualista (Clifford y Marcus
op. cit.). Tal autoridad, en cambio, debe ser referida a la participación del investigador en el contexto en el que
acciones e interacciones tienen su lugar y toman sentido (Hastrup y Hervik 1994) y a su lugar, rol y posición en
el mismo.

22

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