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CONFIESO
Andrés Rivero
Cuando el sol va mostrando sus rayos como desganado en la mañana, el telar de hilos
alumbra de a poco el viejo cementerio y los resignados caminan hacia la policlínica para
atenderse. El Carrero contempla la rutina dando sorbos a su amargo.
Con el freno en la mano, baja al Lagunon. Ahí nomás ve a su pingo, el Lobuno, pastando. El
animal lo siente y como dos tijeras sus orejas se mueven para recibirlo. Él le pone el bozal
con mucho respeto, agradece al animal que puja el carro y las ilusiones de los pies
descalzos.
Deja el rancho con el fogón prendido, el espinillo humeando, un gusto a buñuelo recorre el
barrio. Prende un tabaco mientras suspira y da el último adiós a los borregos que
descansan amontonados en una cama de pelegos. Recibe un beso del amor, que en un rato
acompañará a los gurises a la escuela y venderá perfumol de puerta en puerta por el
empedrado. Ella sabe que el tiempo no espera y que el ayuno es enemigo del alma y del
cuerpo.
Con la honradez colgada en el sombrero y un collar de patuá que protege su cuerpo
delgado, el Carrero sale cortando el viento en la mañana a buscar las cargas de los
costaneros al aserradero. Y así se va pasando el día, ida y vuelta por un mismo suelo, las
herraduras golpetean atravesando la ciudad que no lo mira, lo confunde con otros tantos.
Se va, se va el arroyo
se va, se va con el jabón
se va, se va, se va el Corrales
un pedazo de mi corazón.
Andrés Rivero