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Diseño portada:
METRÓPOLIS SPAIN
Fragmento del cuadro:
LA MUCHACHA DEL CÁNTARO DE LUCENA.
De autor anónimo.
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EL CUENTACUENTOS
Aguafuerte de JOSÉ LUIS MUÑOZ LUQUE.
UN CUENTO DE LA MILI
(Historias de antes del coronavirus)
TAU CRUZ
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En recuerdo de Lola
5
Dedicado a mis nietos Gonzalo, Martín
y Alicia, que puede que algún día lean
este cuento y espero que les ilustre.
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NOTA: Las notas a pie de página están re-
feridas, casi todas, a facilitar la interpreta-
ción del argot usado en la mili, o al menos
en la mili del protagonista.
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INTRODUCCIÓN.
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PINTORES DE BROCHA GORDA Y BROCHA FINA.
1
Petate: Gran bolsa de loneta, donde el recluta guardaba to-
das sus pertenencias. Se cerraba con una gruesa argolla de
aluminio que pasaba por sendos ojetes y candada final.
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C.I.R. Centro de Instrucción de Reclutas
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Compañía: Subunidad militar compuesta por 70 a 250 solda-
dos. En este caso alrededor de 100.
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Barracón: Edificio donde se aloja la tropa.
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como se les ve, nadie creería que semejante
“tropa” estará, en tres meses, cualificada para
formar parte activa de las Fuerzas Armadas de
España.
Pero, dejemos a nuestro protagonista y narrador
hablar en primera persona, de este modo me li-
mitaré a ser notario de los hechos que nos cuen-
ta, en la seguridad de sentirnos más identificados
con él:
5
Chusqui: Apelativo del sargento solo entre los reclutas, deri-
vado de chusquero, procedente de la clase de tropa, que no
ha pasado por la Academia.Y chusquero, derivado de
chusco, panecillo de cuartel.
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Tirillas: apodo del cabo primero, por la franja o tira dorada de
sus galones.
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- Inútil serás tú, cabrón – oigo a mi izquierda de-
masiado alto y, en mi timidez, por un momento
temo lo peor.
- ¡¡¡Silencio, ostias!!! o empezáis la instrucción
limpiando la mierda de las letrinas… Y quiero ver
esas filas firmes ¡YA! A ver, tú, sí, ese bulto 7 –
dirigiéndose a un recluta que estaba destacán-
dose – ¿dónde quieres ir a las letrinas o a los ti-
gres?8.
Los muchachos hacen lo que pueden. En una
gran diversidad de alturas dan un variopinto
plantel incluyendo a José, de raza negra, oriundo
de la que fuera Guinea Española hasta 1958 y
desde hoy el Guinea, amén de Santiago, el corpu-
lento pastor de los montes de León, de cara mal-
humorada y ceño fruncido que se declaró astu-
riano y Ahturia fue para los restos; el enjuto
limpiando, “gastando” los obstáculos del terreno por donde más tarde debía
pasar el resto de la tropa. Posteriormente han seguido siendo los que van al
frente de las formaciones y desfiles, seleccionados por su estatura y cualida-
des.
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describirlo), que además era tímido, bastante
precavido y sin más oficio que hijo de tendero,
por lo que no le faltaba mostrador en cuanto a
las relaciones, eso sí, también exseminarista, la
otra gran experiencia del convivir entre varones.
Experiencia, creía, bastante útil en el nuevo en-
torno pese a lo cual, sus actuales intereses lejos
de la milicia se decantan por el arte. O eso pre-
tende en la nueva andadura de sus fresquitos
diecinueve años, encontrar el camino al soplo de
las musas en los pinceles y el lienzo. Así que,
desde el voluntario servicio a la patria y pasado
el campamento, ya tenía planificado mi porve-
nir y en consecuencia la mili, asistiendo a clases
mediante lo que llamaban entonces un enchufe.
(Hoy estas cosas no pasan. Me refiero a la mili).
Estamos en aquella serrana y fresca mañana de
abril. A lo lejos veo que se aproxima una figura de
buena planta, un joven bien parecido y en apa-
riencia de adusto semblante; ya más cerca, de-
masiado joven me parece para lucir tres estrellas
de cinco puntas en su gorra y otras tantas sobre
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el bolsillo de la camisa, además de cuidado bigo-
tito.
La compañía, así como su cabo primero y su sar-
gento, se cuadran a la voz de este:
-Fiiiiirmes, ¡¡Artttt! ¡A sus órdenes mi capitán!
Una brevísima arenga por parte del oficial, sin
tiempo ni posibilidades oratorias para levantar
nuestro ardor guerrero, da paso al sargento que
nos instruye con más elocuencia sobre el inme-
diato futuro, poniendo una extraña cadencia en
sus palabras. Da especial énfasis a las eses y a al-
guna vocal, además de personalizar en cada uno
lo que dirige al colectivo:
- (…) RECLUTA…: – dice gritando para dejar pos-
teriormente un breve silencio – amarássss la co-
rrrneta, será el sonido con el que te acuessstesss
y te levaaantesss, comerásss… a su toque, mar-
charáasss, descansaráass y hasssta el silencio
será a su toque (…) El CETME12 será tu leal
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Su mesura ha dado más resultado que la estri-
dencia del sargento.
Gira levemente hacia atrás la cabeza y me des-
concierta aún más, pues no deja de mirarme,
pero de inmediato:
- Sargento, dé la orden de romper filas.
El suboficial obedece al instante, aunque, en con-
traposición a su jefe, evidencia su ampulosidad.
- Roooompaaaann fílaaas.¡Artt!
- Eh, eh, eh, rompan filas, pero tú sin moverte –
dice el capitán mientras, entrando en la ya des-
madrada formación, se acerca a mí. Los demás
remolonean sin distanciarse para ver el espec-
táculo de cerca –
No tenía alternativa, con el corazón en un puño
esperaba lo que merecía en semejante situación
y lugar. Ya me lo dijo mi padre: “Sobre todo no
destaques”. Imposible, nadie aprende en cabeza
ajena.
- ¿Qué has dicho? – me inquiere sin abandonar el
rictus que, tengo la impresión, forma parte de su
fisonomía –
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- Que pinto cuadros, mi capitán. Y unas veces hay
que utilizar unos pinceles más finos y otras más
gruesos – le contesté pálido y sintiendo que mi
ritmo cardíaco superaba ya los mil…
- ¡Ah!, me parecía haber oído otra cosa. Y te
llamas José María ¿verdad?
- No, mi capitán, José María es este – digo ha-
ciendo un gesto con la mirada a mi derecha, pues
el Choquero aún rondaba por allí –
- Sí, mi capitán, pero en mi casa, y todos – dice
enfatizando y sin que nadie le preguntara – me
llaman Marijose, o Marijó, como usted prefiera.
- ¿Marijose o Marijó?, bien hombre, pues aquí y
TODOS te llaman y te llamarán José María. Ponte
a las órdenes del cabo furriel, José María. Y sar-
gento, al “sin nombre” le da lo que le pida para
pintar un cuadro, un retrato, vamos… – habla sin
quitarme la vista de encima ¡y tan por encima! –
lienzo, pinceles finos, pinceles gruesos… lo que le
pida – finaliza sin alterar un músculo de ese ros-
tro de media sonrisa, que me recordaba al del
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Capitán Trueno, tan recu-
rrente, ya fuera en plena
batalla, como junto a su
amada Sigrid.
Y ”sin nombre”, ¿por
qué?, pensé sin que aún
me llegara la camisa al
cuerpo. Pero de inme-
diato asomó el consejo paterno y mantuve el
tipo, cabeza alzada, mirada al frente y fija en un
punto indeterminado de la nada y casi tan mar-
cial como George Campbell Scott en la cartelera
de Patton, ya que hablamos de éxitos cinemato-
gráficos de la época.
Claro, por mi parte, aún
sin condecoraciones.
Ni una risa. Silencio sepul-
cral de todos los que se-
guían aquella surrealista
situación a prudente dis-
tancia.
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- Sargento, todo en orden – le dice al suboficial
que esperaba a su lado –
- A sus órdenes mi capitán – respondió dando un
sonoro taconazo al cuadrarse –
Lo que empezó cómico se tornó serio con la apa-
rente mansedumbre de aquel individuo.
Poco después el sargento me da lápiz, papel y es-
cribo cuanto creo necesitar para emprender el
cuadrito que, pienso, me quitará unos días del
cotidiano servicio. La cosa parece ir en serio. To-
dos reciben destinos y tareas del cabo furriel me-
nos yo, que paso la mañana solo y “perdido en la
inmensidad” del bullicio que me circunda.
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ANGUSTIAS
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- Pues también… de todo un poco – dije con la ya
consabida mirada a ese punto en el vacío que,
como salvadora luz, me mantenía alerta.
- ¿Julio Romero de Torres, Murillo, Velázquez, Zu-
loaga, Picasso, Juan Gris…? – Pero, vamos, relá-
jate, descansa, hombre, descansa...
Nunca pensé en un examen de historia de la pin-
tura en semejante lugar y… claro, di paso a la po-
sición de descanso con cierta inquietud:
- Pues… también de todo un poco, mi capitán…
Y así fue la reválida que me llevó a pasar los tres
meses de campamento pintando el retrato de la
novia del capitán, y…
alguna cosita más, va-
mos “de todo un poco”.
Eso sí, con detalladas
instrucciones tal como
te sigo contando.
Saca del bolsillo de la
camisa un billete de
cien pesetas, lo desdo-
bla y me lo muestra.
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- ¿Sabes qué es? – la pregunta me inquieta –.
- Sí, mi capitán, veinte duros. Pero verá, que no
hace falta… – Pensé, ilusoriamente, que no era
plan de cobrar un adelanto o… ni siquiera cobrar,
que ya todo se andaría. Algo debió intuir –
- No, no son para ti, solo
te los presto para que
veas lo que quiero. Esta
que ves aquí – seña-
lando a la mujer que fi-
guraba en el billete – es
“la Fuensanta”, y la
pintó Julio Romero de Torres. ¿Lo sabías? –, me
pregunta sin posibilidad de responder “de todo
un poco”, así que pongo cara de ignorar el nom-
bre de la señora del cántaro - como así era- y él,
sentencioso, me alecciona:
- No te acostarás sin saber una cosa más, decía
mi padre. Bien, pues este es el cuadro que tienes
que copiar, pero con la cara de mi novia. Aquí tie-
nes la foto, se llama Angustias y hasta tiene un
parecido con la del cuadro.
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No cabía duda que el fotó-
grafo también tuvo como
referencia el billete de
cien pesetas y que, pese a
la melena, había procu-
rado darle un cierto aire a
la modelo del cuadro, o al
menos lo había intentado.
- El cántaro, en vez de ese, me pones el de esta
otra foto, que como ella es de Lucena pues es más
propio… sí, está en blanco y negro, pero es verde
oscuro, seguro que has visto alguno. Y al fondo el
puente romano de Córdoba con la torre de la Ca-
lahorra, que copias de esta postal. Y en color y
todo que te la he traído. ¿Qué te parece?
No osé preguntarle si quería que pintara también
las vaquitas de la
postal porque ya
me atraganté lo
suficiente al ver la
melena que lucía
la señorita de la
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foto. Se me nubló la vista y me pareció más pe-
rentorio soluciona ese dilema, de modo que, ha-
ciendo un gran esfuerzo, lo intenté:
- Mi capitán, pero la pinto como la del billete,
¿verdad? vamos, sin la melena.
- ¿Acaso crees que lo que lleva Angustias es una
peluca? – dijo sin dar lugar a dudas sobre sus pre-
tensiones y angustia fue lo que me entró al ins-
tante. Mi cabeza comenzó a dar vueltas, no había
visto una sola mujer del pintor cordobés, con se-
mejante atributo capilar y de pronto imaginé a la
Chiquita piconera con aquella mata de pelo col-
gando sobre el brasero y prendiéndosela con las
ascuas, ¡qué horror! No sé si fue tal visión o el
trance en el que estaba al tener que abordar,
también, la sección de peluquería con los pince-
les, pero sentí que el estómago se me encogía de
manera incontrolada. Tuve suerte, antes de afla-
tarme, al escuchar las palabras mágicas:
- Qué, ¿hay dudas?, te lo he puesto como se las
pusieron a Fernando VII para liberarte de todo, ni
instrucción, ni cocina, ni imaginarias… de lo
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contrario, me lo dices, coges el cetme y te vas
para “el llano” – así llamaban a aquel gran des-
campado donde se hacía la instrucción –
o si te gusta más, a la pista americana.
Puedes imaginarlo, de forma tan inconsciente
como irresponsable, opté por “la inspiradora paz
del estudio del pintor”, aunque pronto me daría
cuenta de los riesgos.
- Claro que sí mi capitán, esto es lo mío… – res-
pondí sin demasiado entusiasmo –
Los detalles del “encargo” me los estaba dando
en una estancia al principio del barracón, com-
puesta de dos piezas, la habitación donde nos en-
contrábamos y anexo un dormitorio para el
mando de turno. Él, sentado de medio ganchete
sobre la esquina de una antigua mesa de despa-
cho (torneada y de estilo castellano, nada acorde
con las tres sillas de tubo niquelado con asiento
y respaldo en formica que la acompañaban) y yo
en mi respetuosa actitud de firme. Una estante-
ría de madera, con un montón de Play Boys re-
quisados, completaba el mobiliario que estaba a
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la vista pues una gran sábana cubría parte de
otro.
- Pero siéntate, te quiero ver relajado. Para el ar-
tista, la inquietud solo debe estar en su mente
por la búsqueda de inspiración y eso aquí lo tienes
resuelto.
No estaba yo muy atento a esto último porque el
sonido de las patas de la silla, al arrastrarla, re-
chinó en mis oídos y la cojera que le noté al sen-
tarme, desestabilizó aún más mi espíritu, antes
que darle relax al cuerpo.
- Pues nada, si estás seguro, ni media palabra.
¡Ah!, el pelo es color castaño o algo así, y los ojos
más bien verdes. – ¿Qué si estoy seguro? ¿…cas-
taño o algo así y los ojos más bien verdes?, me
pregunté sin decir nada, mientras notaba que la
cojera del asiento era notable. En el lenguaje de
un joven de hoy yo estaba “flipando” –
Tras esto, y como el que inaugura una calle, tira
con las dos manos de la sábana que también cu-
bría parte de la mesa y ¡zás!: queda al descu-
bierto una gran pantalla de cine… o eso fue lo
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que me pareció aquel enorme lienzo sobre un li-
gero caballete, completados con su paleta, pin-
celes, caja con tubos de óleo y ¡oh sorpresa! el
cántaro de Lucena en todo su esplendor. Él, sa-
tisfecho y con su ya conocida media sonrisa, mira
al conjunto recién descubierto y a mí; sostiene
la sábana como si de un capote se tratara des-
pués de una verónica. Sigue mirándome, sigue
sonriendo, quizá a la espera de que yo diga algo
y, ante mi silencio, se decide a hablar.
- Te ha sorprendido el cántaro ¿eh?, pero hom-
bre, cómo iba a dejar que lo copiaras de una foto
teniéndolo tan fácil. Y, además, he triplicado lo
que pediste. A lienzo más grande, más pintura.
Nunca te andes con miserias, noventa y siete cen-
tímetros de ancho por un metro treinta de alto,
¡para que te luzcas, chaval!
Aquel hombre debió pensar que me había que-
dado mudo de alegría ante la sorpresa. Y cierta-
mente me había quedado mudo. Había dicho
¿noventa y siete centímetros de ancho por un
metro treinta de alto y algo de un cántaro? No
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hacía falta que lo indicara, aquel cuadrito que yo
imaginaba, se había convertido en algo inaccesi-
ble para el osado principiante que hasta le resul-
taba inalcanzable la altura (física) de semejantes
magnitudes. Y mudo seguí mientras él, compla-
ciente y locuaz, relataba al detalle la gestión de
“mi pedido”.
- Le expliqué lo que quería que pintaras a mi
amigo José Antonio, el dueño de la tienda de be-
llas artes, para que me surtiera de todo lo nece-
sario, tamaño del cuadro, los colores adecuados,
la cantidad de tubos de óleo, paleta, pinceles… así
que ahí tienes ¡a disfrutar, artista!
Al finalizar, un “amigable” apretón en el hombro
me trajo al mundo real; mi mente era un lienzo
en blanco tan grande como el que tenía en
frente. Y me preguntaba si para llenar aquello no
hubiera sido mejor un pintor de brocha gorda de
los que la compañía estaba tan bien surtida. Pero
asentí sonriente y abstraído. Mis oídos no perci-
bían más allá de un zumbido extraño, parecía ha-
ber sufrido una repentina bajada de altitud, a lo
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que se unía “la Angustias” en blanco. ¿No había
remedio?, ¡aún estás a tiempo!, pensé, pero ni
un segundo pasó cuando noto que, de nuevo, la
amistosa mano aprieta mi hombro, siento un es-
calofrío que me trae a la realidad y me ofrece un
último “regalo” – …y ahí tienes, para que te sea
más fácil. Ya sabes, lo que necesites, estamos en
el mismo equipo – dice tendiéndome una especie
de tubo envuelto en papel con el membrete de
la tienda citada.
Lo del “mismo equipo” y la entrega de aquel ob-
jeto, me pareció el definitivo paso del testigo.
Aquello no podía estar sucediéndome. Tenía que
reaccionar, ser honesto y plantearle que era de-
masiado para mí… pero no. Ignoro por qué no fui
capaz de hacerlo. Abro el envoltorio y un gran
descanso alivia mi tensión. Se trataba de una re-
producción en blanco y negro, en un tamaño no
mayor de un folio, del cuadro que pretendía que
pintara, pero algo era y, junto a él, un papel ve-
getal cuadriculado del tamaño del lienzo con un
sutil esbozo a lápiz – esto es una ayudita que te
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da mi amigo el de la
tienda, que también
es otro artista – dice
satisfecho.
Francamente, aquello
solucionaba, con mu-
cho, la situación y
dado que el color era
un hándicap, en úl-
timo caso me sobra-
ban todos los colores y lo pintaría en aquellos gri-
ses.
Sí, ¡era la solución! Me sentí definitivamente a
salvo ¡hasta podía proponerle hacerlo al carbon-
cillo!
Pronto comprobaría que las musas no estaban
conmigo. “Mi cliente”, aparte de tener la ma-
ñana habladora, también tenía todo previsto:
- Y mira, como no hay manera de encontrar una
foto del cuadro en color, quiero que la falda sea
roja y el mantón que lleva al hombro y sobre las
piernas, lo pintes de amarillo, que se entrevea la
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bandera de España,
ya me entiendes, sin
que sea… pero que
sea. Y aquí tienes
también, a la “chi-
quita piconera” y es-
tas otras postales con
algunos de sus cua-
dros en color para que te orientes.
Un aspirado “gracias, muchas gracias…”
por mi parte, dio término a aquel encuentro en-
tre el mecenas y el artista. –Ahí te dejo con tus
pinceles – fue lo último que le oiría en mucho
tiempo.
Me quedé, no sé cuántos minutos, inmóvil, con
la mente en blanco mirando, como no podía ser
de otra forma, el blanco lienzo. Quizá me des-
pertó la realidad o se desequilibró la silla y su co-
jera me hizo reaccionar. Había pasado de la
Fuensanta en el billete como minúsculo punto de
partida, a disponer de una buena documenta-
ción. Tenía un gran lienzo ante mí, óleos, pinceles
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y todo el tiempo del mundo, ¿no era suficiente
para estar feliz?
No, no lo era.
Que Dios me ilumine, y como el torero que va a
enfrentarse al morlaco, me santigüé elevando la
mirada al cielo por las últimas gracias concedi-
das. Recogí el capote, la sábana quiero decir, sin
atreverme a emular el lance, pero aquel, ni si-
quiera “aprendiz de novillero”, se dijo a sí mismo:
¡Suerte, maestro!, y me santigüé de nuevo con el
canguelo metido en el cuerpo.
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LA MARINA CON SEÑORA EXPLOSIVA
¡QUÉ VALOR!
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- Eres muy cruel,
amigo. Sí, esa es.
Y ese tono que
has usado, acom-
pañando a la son-
risita, no quita un
ápice a los hono-
rables años que pasó sobre el tresillo de la vieja
casa, recibiendo los aromas de la alhucema en in-
vierno y los del platito con jazmines en verano,
eso sí, custodiada, a ambos lados, por los dos pai-
sajitos que te he citado.
- ¿Y ahí terminaba toda tu experiencia? – le dije,
incidiendo en la tragedia a la que lo veía avo-
cado –.
- Percibo que tienes poca fe en mí – me contesta
y nos reímos con ganas –. Pues no, aquel atrevi-
miento con el encrespado mar azotando el ve-
lero, mereció que me compraran una caja de
óleos equipada con todos sus requilorios, con lo
cual di “el salto definitivo” al retrato... y no me
mires con esa cara de asombro, sí, el retrato de
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una de aquellas mujeres
de los almanaques de
Unión Española de Explo-
sivos – lo dice moviendo
la cabeza de un lado a
otro mientras se muerde
el labio de abajo recor-
dando, imagino, el riesgo
en el que se metía con
tan incipiente “carrera
artística” – y en esas es-
taba, pintando a la "explosiva" señora cuando me
incorporé a filas, así que la dejé inconclusa, pero
conservo el almanaque ¡quién sabe si con la jubi-
lación…! – y nuevas risas acompañan las cervezas
que acaba de servirnos el camarero –
- Traiga de aperitivo esa tortilla tan buena que
tienen. Gracias – estamos en “la Espronceda”,
una taberna esquina Santa Isabel con San Euge-
nio. De Madrid, claro – Perdona la interrupción,
continúa, aunque… sin saber el final, veo que le
echaste valor y no es porque no te viera capaz
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de cumplir el encargo, que lo ignoro, pero eras
demasiado joven y con poca formación aún para
arriesgarte. Digo yo.
- Podrás imaginarme con mucho valor, con muy
poca vergüenza o sencillamente un insensato,
pero me decanto porque mi mente debió estar
en otra cosa cuando asentí abordar semejante
reto, por supuesto de manera inconsciente, pero
emprender el campamento cambiando los pince-
les por el cetme tiene su morbo.
-Yo creo que lo pasaste peor de lo que cuentas –
le comento seguro de lo que digo –
- Puede, pero… ya va bien cargada de miedos
esta historia. Quién iba a pensar que cuando me
licenciara, en el apartado de la cartilla militar que
lleva por título VALOR, y se entiende que es
donde se describe esta cualidad en el soldado,
iba a constar, lacónica y simplemente: “se le su-
pone”, ¡con el valor que yo lo eché a aquello! – y
nuevas risas sirven de paréntesis –
42
METIDO EN EL BARRO.
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- Bueno, sí pero no, le falta algo de color todavía.
- Pues venga, cerrar esto ya, que hoy tenemos el
firmamento lleno de estrellas.13
En la contemplación estábamos (no de las estre-
llas sino del cuadro) cuando también sorpresiva-
mente aparece el mecenas y corrobora mi crite-
rio:
- Sí, ponle coloretes que me la has dejado muy pá-
lida. Y vamos, “sin nombre”, recoge que te vienes
a Córdoba conmigo. Hoy ya he cumplido y quiero
que conozcas a mi novia.
- Mi capitán ¿ahora? – le digo con asombro por
la tardanza en tal conocimiento, cuando la suerte
ya estaba echada –
- Sí, ¿por qué? – dijo mirándome con ceño frun-
cido –.
- Verá, porque me habría venido mejor antes de
pintar el cuadro… además por aquello del color
50
A LOS PIES DEL CABALLO.
56
DE CURAS, SEMINARISTAS, UN PINGUINO Y AL-
GÚN ADOQUÍN.
58
- Verá mi capitán, yo en la mili me voy a sacar el
graduado y el carnet de camión siendo soldado y
no voy a seguir de militar ¿mentiende? Y no creo
yo que sea inmoral por eso con el Ejército, y des-
carao tampoco, mi capitán, al contrario, agrade-
cío. Pues lo otro es igual, siendo seminarista sal-
dría más cristiano y más preparado, ¿verdad “Ar-
tista”? – se vuelve hacia mí, guiñándome el ojo,
esperando una respuesta afirmativa y cómplice
dado que sabe de mi paso por esa experiencia
con los franciscanos, pero solo obtiene un sonido
gutural que me sale, ni sé de dónde, junto al re-
proche que le lanzo con la mirada y un nervioso
y leve movimiento negativo con mi cabeza –
¡Lo que me faltaba!, bastante colmado iba con la
cosecha que tenía como para contar mi vida con
ropaje talar.
Y entre estas y aquellas, realicé mi primer retrato
al óleo con paisaje y bodegón incluido, sí, bode-
gón, pues motu proprio y a última hora, le añadí
una rama con dos naranjas al cántaro lucentino.
En la fugaz visita al museo de Bellas Artes vi un
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cuadro con este mo-
tivo que me enamoró,
era (es) de Rafael Ro-
mero Barros, compré
la postal y sin más
consulta “tomé pres-
tadas” dos naranjas.
Lo que completé con
los tres primeros bus-
tos de “mi dilatada ca-
rrera”, y ponlo entre comillas pues grandes du-
das sobre mi futuro artístico rondaban mi ca-
beza.
Ella, la futura esposa y en un descuido, me pidió
que realizara otro de él, una sorpresa que yo en-
tregaría al sargento en el más absoluto secreto ¡y
sin posar!
Nunca agradeceré lo suficiente la etapa cubista
del pintor malagueño, pero la experiencia deter-
minó mi enfoque profesional hacía la creatividad
publicitaria, has oído bien, me di cuenta a tiempo
que la pintura y la escultura suponían… mucha
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tensión. Solo con pensar
en la fragilidad del barro
de aquella copia del
“busto en bronce” reali-
zado por Picasso, dudo
que llegara en buen es-
tado a su destino. Pero
lucía bien, sujeta a la va-
rilla de hierro que sopor-
taba una roca encon-
trada por aquellos para-
jes serranos.
La llamé Angustias, como
era lógico, aunque a Jo-
semaría, le parecía un
horror y la llamó “el pin-
güino”, él sabría. La del
capitán, en el mismo ma-
terial, tuvo una base más
sólida gracias al nuevo
adoquinado que se es-
taba colocando en una
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zona anexa a las cocinas y que “mi ayudante”,
gentilmente, me proporcionó al tiempo que do-
taba de nombre al busto: “el adoquín”.
Con todo, no le eran indiferentes “les vas a poner
la casa de postín ¡por Dio!“, me dijo al ver toda la
producción terminada .
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EL MAYOR DOLOR.
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de la guasa – pero es que además de invitarte,
pretendes que sea el eterno cuentacuentos...
vamos, “las mil y una noches” en versión mili.
De acuerdo, pero la próxima espero la tuya, y si
la igualas pago de nuevo ¿hecho?
- …mejor te cuento una de vaqueros, la mili que
hice fue bastante anodina... así que me tocará
pagar – le dije, convencido de mi desventaja –.
- Pues vamos, he reservado en un restaurante
ahturiano, a dos pasos del Congreso, que hasta
Santiago el pastor daría su aprobación. Además,
veremos a más de dos y… tres diputados, así que
podemos cambiar de tema y "hablar del go-
bierno".
- ¿Pero no tienen su cafetería a siete euros el
menú?
- Qué cosas dices amigo Tau. Lo hacen por darle
vida a los restaurantes cercanos. Solidaridad que
se llama y ¡hombre! en algo tendrán que gas-
tarse las dietas.
El maître nos saca de la alta política saludando a
mi acompañante con efusión, como asiduo del
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local. Otro saludo del camarero y el consejo per-
tinente.
- Pues verdinas para ambos y un cachopo a me-
dias, que mi amigo está a dieta.
Y traiga sidrina, por favor.
- Bien, sigue que estoy en ascuas, ¿has dicho tres
bustos? – (me diréis pesado, pero aquella histo-
ria me la llevaba hoy al completo) –
- Efectivamente, habrás supuesto que sobró ba-
rro, y Marijose me había hecho tantos favores en
aquel tiempo, que estaba obligado a complacer
su deseo de inmortalidad.
Empeñado, me llamaba “mi Dios” por aquello del
barro, a lo que acompañaba que habría preferido
que fuera su Adán para salir de mi costilla… todo
muy abstracto. Pero la extraña Virgen del Mayor
Dolor, como quiso que la representara, quedó
dramáticamente hiperrealista comparada con la
guasa permanente del modelo, o la modelo,
como prefieras. Por nada consintió que el busto
dejará de reflejar, fielmente, su aguileña nariz en
aquel escueto rostro de pómulos marcados y
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labios siempre a punto de besarte, aunque para
la ocasión fueran la viva expresión de la angustia.
- A mí me encanta la Virgen de las Angustias. ¡La
de Córdoba, claro! – le había espetado a Angus-
tias, nada más presentársela nuestro mando,
¡cómo no! – Pero verás, yo quiero ser la Virgen
del Mayor Dolor, como la de Ayamonte – me dijo
de forma precisa antes de comenzar, a escondi-
das, con aquel clandestino trabajo que nos dejó
sin “tablao” muchas tardes. Y en esto, saca una
foto de su cartera, me
la muestra y… - tal que
así. Que mi madre era
de allí y yo le tengo mu-
cha fe. Y eso sí, en vez
de un puñal, llevaré
siete. – Me quedé
asombrado, pues da-
das las dimensiones del
que llevaba en el pecho la imagen de la foto, no
me quedó más remedio que preguntarle:
- ¿Siete?
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- No te preocupes de los siete puñales que de eso
me encargaré yo. Y además sin tocado ni na de
na, la cabeza monda y lironda – lo que me dejó
más tranquilo pues la cosa tomaba dimensio-
nes importantes –.
Tenía intención de regalarla a la parroquia de su
pueblo y que, con la adecuada tramoya, se con-
virtiera en una imagen para procesionar en Se-
mana Santa. No sé de dónde consiguió tan per-
fectas lágrimas de cristal, pero una vez cocida, la
imagen, patinada y puestas en sus mejillas, ver-
daderamente daba angustia aquella Virgen del
Mayor Dolor, alias Marijose, representada en to-
das sus desgracias y no muy lejanas en el pare-
cido. Yo me lo tomaba muy en serio, porque José
María era feliz en los extremos.
De esta manera me puso al corriente del signifi-
cado de los siete puñales:
- …para que entres en la circunstancia de la Vir-
gen. El primero se lo clava el Profeta con una es-
pada, el segundo se lo clava Herodes y se tiene
que ir de su pueblo…
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- ¿El Profeta? – Le pregunto al instante, extra-
ñado y pensando en Mahoma –
- Sí, el Profeta. - Me responde tajante, sin entrar
en más detalles -
- ¿Y Herodes?
- ¡Ay, coño, no preguntes más y escucha que se
me va el hilo!… el tercero se lo clava su hijo.
- ¿Su hijo? – Le volví a preguntar sin contener-
me –
- Como lo oyes, ¿tú te crees que no es una pena
que se te pierda un niño con esa edad…?
- ¿Me lo preguntas? – Le contesto no muy seguro
de que esperara respuesta y sigue sin hacerme ni
caso –
-… cuando me enteré, que era yo mu chiquitillo,
me dio una pena mu grande. Pero bueno, lo en-
contraron a los tres
días en el Templo.
¡Menos mal! Y aquí
entre nosotros – me
dice en tono confiden-
cial y casi al oído – eso
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no se le hace a una madre. Y menos por parte de
Jesús, verás… tu mentiendes… Aunque te digo
que… también ella podía haber estado más pen-
diente. Pero mira, si lo dice la Biblia, su explica-
ción tendrá. Y a lo importante, que ese es el tercer
Dolor de la Virgen. El cuarto no veas, ¡Se encuen-
tra a su hijo cargado con la cruz! ¿Te imaginas?
Pues prepárate… – y sacude la mano como avi-
sando de lo que viene – porque el quinto es
cuando lo crucifican ¿tú has oído eso de que “no
hay quinto bueno”? Pues de ahí viene.
-No, yo he oído que “no hay quinto malo” – le
digo rectificándole – y es por el quinto toro.
- Me da igual, yo lo digo así y es por eso. Pero dé-
jame que siga, para mí el quinto doló es lo más
duro de todo, de todo de todo. (Y cuando Mari-
jose pronuncia el “todo” en vez del “to”, es por-
que lo siente por triplicado). Mira, quesque me
entra una congoja que no puedo… pues ahí es
donde está el MAYOR DOLOR y así es como yo
quiero que tú me hagas. Se pone de perfil a mí,
ahora de frente, inclina la cabeza, la eleva implo-
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rante... y su expresión de Virgen Dolorosa, es tal
que me produce asombro por la verosimilitud,
hasta el punto de saltársele dos lagrimas enor-
mes. No salgo de mi sorpresa y pocas me quedan
con ella, con él. Aún conservo el bloc rayado
donde le hice el primer apunte a bolígrafo y que
tanto le fascinó al “verse”.
-…Sigue, veo que
te emocionas – le
digo –.
- Después es duro,
pero… – continúa
resignado –, ya
está muerto, qué
le vamos a hacer,
hay que asumirlo. Ea, ese es el sexto puñal. Y el
séptimo es el entierro, tú sabes. A mí se me murió
mi madre cuando tenía quince años y al meterla
en el nicho lo pasé mu mal, mu mal. Una cosa ho-
rrible. Horroroso.
- Oye Marijose, pero tú, siendo tan beata, eres
también “muy… pecadora” - Le digo sonriendo
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para rebajar la tensión y me responde con cara
de asombro:
- De eso nada, bonito, yo soy mu cristiana, pero
de beata nada. Eso sí, tengo mu poca lacha, y
solo me gusta un pecado, pero también me gusta
mucho pedir perdón, así que la Virgen me com-
pensa una cosa con la otra. Como a “la Mada-
lena”. Que te lo digo yo que no le hago daño a
nadie. Al contrario, me lo hacen a mí. Porque me
ilusiono, pero… tú sabes… – me dice con mirada
provocadora e insinuante – ¡Adán, que eres un
Adán! – y la carcajada que lanzó se podía homo-
logar en intensidad a la pena del quinto puñal. La
acompañé en la guasa y la llegada del tirilla dio
por finalizado aquel pasillo de comedias.
- Qué os traéis los dos con tanto cachondeo.
- Nada mi primero, que estoy limpiándole el pin-
cel al artista.
Como tenía los horarios de los mandos controla-
dos y las “esculturas picassianas” eran más de
“copiada inspiración” que de invertir tiempo, la
Virgen del Mayor Dolor avanzaba a buen ritmo. Y
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aquellos tres bultos cubiertos por sendas toallas,
siempre húmedas, correspondían, para todos los
que por allí asomaban, a los dos encargos “oficia-
les” más la pella de barro para disponer.
A estas alturas todos conocían al recluta José Ma-
ría y nadie se asustaba de sus bromas, eso sí, en
tiempo libre, que más de una imaginaria se cargó
por los cachondeos que montaba a altas horas de
la noche en su gallinero, como él llamaba a su li-
tera, y con sus pollitos como llamaba al grupo sal-
vaje de reclutas que le seguía la marcha.
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ELENA FRANCIS
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grité desesperado y no te refiero más, pero pue-
des imaginar…–
Nada impide lo inevitable, se pierde de mi vista y
vuelve al rato pidiéndome perdón.
- Perdóname, pero yo tenía que leer esto. Lo
siento. Lo siento muchísimo. Ay pobrecito mío,
pero a quien se le ocurre declarase por carta.
Aaaanda que eres más tonto que Abundio. Ven
aquí que te consuele. ¿Sabes qué te digo? Que
más oportunidades tengo... Ven Adán mío, ven
aquí conmigo… que la mancha de la mora con
otra mora se quita y tengo que sacarte esa cru
que tienes clavá en el corazón.
- Por favor Elena Francis, déjate de ostias que no
estoy para guasitas. – Se acerca más, me abraza
y lo aparto de forma bastante antipática, la ver-
dad –. Noooooo, no te acerques más que te co-
nozco. Anda, haz un intermedio y “no me pises lo
mojao”. Venga, nos vamos a buscar al Cai y com-
pañía y abrimos “el Corral de la Pacheca”. –
¡Para qué le hice tal rechazo! Me empuja, se
pone de pie y me sentencia muy serio:
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- Oye, no te guasees que mis consejos pa ti son de
corazón. Pero de mu dentro. Te perdono porque
estás sufriendo, pero que lo sepas que eres mu
esaborío, pero que mu esaborío.
¡Que lo sepas!
Ahí te quedas. Lo has conseguido: Ahora sí que ya
tienes clavadas dos cruces en el monte del ol-
vido... me voy a pelar papas.
Creo que lo peor fue decirle la frase que, por él,
se había hecho famosa en todo el campamento.
Y te explico. Pidió encargarse de la limpieza del
barracón, teniendo al Guinea de ayudante “…que
yo soy mu limpia y no me fio de nadie “, así que
toda la compañía destacaba por su olor a lejía,
tanto, que temíamos por el color de ébano de
nuestro africano. Si alguien osaba entrar cuando
él y “su” Guinea estaban en plena faena (me re-
fiero al fregado del barracón), lo paralizaba con
un estridente “¡NO ME PISES LO MOJAO!”. Pues
bien, de este modo y sin saber cómo, ante situa-
ciones personales en las que no querías que
otros entraran, o sencillamente para sustituir el
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“no te pases”, todo recluta de nuestro barracón
y más allá, había adoptado aquel grito que se ex-
presaba, más o menos matizado, según fuera la
situación que lo merecía. A José María, pese a su
habitual buen humor, le sentaba fatal escuchar la
mencionada frase en boca de otro y “fuera de lu-
gar” como solía decir en señal de protesta.
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Turuta, nombre que se le daba al soldado que tocaba la corneta.
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También pasó algún día por el talego (cárcel) no
por su condición ¿o sí? sino porque, para él, el
cachondeo formaba parte esencial de la vida y
aquella vida, pues ¡qué quieres que te diga!, te-
nía sus reglas. Por otro lado, era un tirador mag-
nífico, de lo que se ufanaba en cualquier situa-
ción, sobre todo para compararlo con sus lances
amorosos, “donde pongo el ojo pongo la bala”,
me decía después de sus ficticios éxitos. Eso sí,
en la mayor de las confidencias: “pa ti pa mi na
má”.
Años después y ya en Barcelona, cuando conocí
y compartí grandes momentos con el querido y
desaparecido cantillanero Ocaña, veía a Marijose
en su tragicomedia.
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ESTUDIAR CON CORRIENTE TRIFÁSCA.
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Trifásico, en aquel argot era lo máximo en enchufe.
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media hora tomando un quinto en la cantina (el
quinto no tiene nada que ver con la mili, es una
medida, un quinto de litro, vamos, un botellín de
los de ahora). Pasado ese tiempo, el soldado de
turno me avisaba y vuelta a casa del coroco17.
Nunca abrí el maletero. Dejaba el coche con su
carga en el garaje y subía las llaves entregándolas
a su señora, tan amable como siempre:
- Gracias como siempre.
- No hay de qué, señora.
- Oiga, y cuál es su verdadero nombre… que eso
de “El Artista” como dice mi marido… – Sonrío,
bajo la mirada y… ¡Dios, no era posible que pre-
guntara por mi nombre! –.
- Juan mismo, señora.
- ¡Anda, como mi marido!
- Mismamente - dije para salir del paso.
- Y qué ¿que no le gusta?
- Noooo, que va, es una broma. Ea, pues gracias
y buen fin de semana.
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Coroco, entonces forma jocosa de llamar a esta graduación.
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- Espere Juan. Tenga, para que se tome una
cervecita.
- No, gracias señora, ya me he tomado una.
- Pues que sean dos, Juan, que sean dos.
Y con una amable y maternal sonrisa me despe-
día hasta el próximo viernes después de aceptar
el óbolo. Como siempre.
Llegado su momento, un viernes, en vez de to-
marme la cerveza en la cantina me dirigí a las ofi-
cinas. No había tensión, me sentía relajado, aquel
momento abría una nueva etapa. Llevarme la li-
cencia en el bolsillo (además de conducir el 1500
por última vez) no suponía un gran cambio en mi
vida cotidiana, pero pasaba la página.
Eso sí, a partir de ahora, la segunda “cervecita”
también correría de mi cuenta.
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fueron. Cosas de la edad, de aquella edad. Quizá
tampoco existieron ellos y también son cosas de
la edad, pero de esta.
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SOBRE UN NO DEBATE Y MISTERIO RESUELTO.
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LOLA.
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- ¡¿Marijose?! – Exclamé entre incrédulo, emo-
cionado y casi sin aliento –
- No, Lola. – Me dice con sonrisa de gozo y ojos
también humedecidos, dándome un abrazo en el
que nos fundimos –
No podía creerlo, estuvimos así ni sé el tiempo y,
sin separarse de mí, llama imperiosa al elegante
señor de la grada con el que me pareció que es-
taba.
- ¡Pedro, baja!
Y Pedro baja. Ella, sin soltarme de la cintura, hace
las presentaciones de rigor.
- Mira, este es mi marido, quince años lleva so-
portándome, ¿verdad Pedro?
Y Pedro afirmando con la cabeza, corrobora ver-
balmente.
- Verdad.
Y los dos se miran y sonríen de forma amorosa y
entrañable.
-Y él es Adán, mi Adán, te quiero mucho Pedro,
pero tú siempre serás mi Adán, canalla. – dice
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mirándome sin soltar el abrazo – Que te fuiste del
paraíso sin dejarme morder... la manzana.
Y se ríe a carcajadas, y la marca indeleble de un
beso lleno de cariño, queda en mi mejilla.
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¿CONTINUARÁ?
Su propietario es un coleccio-
nista particular. Hasta aquel
momento, solo se conocía
por la foto que el propio pin-
tor hizo (y las reproducciones
en blanco y negro), de donde
se sacó para el grabado del
billete de 100 pesetas. La similitud del color del ropaje de
la copia de Cerro Muriano con el original (matices y ento-
nación aparte) fue pura casualidad, aunque, como ya te
dije, respondía a motivos patrióticos”.
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