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Diseño portada:
METRÓPOLIS SPAIN
Fragmento del cuadro:
LA MUCHACHA DEL CÁNTARO DE LUCENA.
De autor anónimo.

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3

EL CUENTACUENTOS
Aguafuerte de JOSÉ LUIS MUÑOZ LUQUE.
UN CUENTO DE LA MILI
(Historias de antes del coronavirus)

TAU CRUZ

4
En recuerdo de Lola

En la amistad nada es ficticio, nada simulado,


y lo que es, es verdadero y voluntario.

In amicitia nihil fictum est, nihil simulatum, et


quidquid est, id est verum et voluntarium.

Marco Tulio Cicerón,


De amicitia VIII.

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Dedicado a mis nietos Gonzalo, Martín
y Alicia, que puede que algún día lean
este cuento y espero que les ilustre.

Y para ti, Amelia, por tu saber, que ha


hecho posible cada renglón.

6
NOTA: Las notas a pie de página están re-
feridas, casi todas, a facilitar la interpreta-
ción del argot usado en la mili, o al menos
en la mili del protagonista.

7
INTRODUCCIÓN.

días antes del obligado recogi-


miento por el coronavirus, me pre-
guntaba mi nieto mayor si yo había ido a la gue-
rra. Pensé en aquello de “las batallitas del
abuelo”, pero también en las tantas habidas y en
las que el Ejército Español ha intervenido desde
que llegó la democracia. No soy experto en el
tema, así que en una rápida consulta supe que las
primeras en que participó, se llevaron a cabo en-
tre 1988 y 1989. A partir de ahí y hasta 2019, por
una causa u otra, han sido 189 las víctimas que
se ha cobrado lo que el neo lenguaje ha dado en
llamar “misiones de paz”.
8
Así que le dije que no (a mi nieto), ni con el ante-
rior régimen, finalizado cuando yo tenía 27 años,
ni con el actual, pues por aquellas fechas, diga-
mos “intervencionistas”, estaba ya en los 40. Eso
sí, participé como inten-
dente en la última expedi-
ción en barco de soldados a
El Aaiun (capital de la pro-
vincia española del enton-
ces, llamado Sahara Espa-
ñol) y esto, casi diez años
después de la guerra de Sidi
Ifni entre España y Marrue-
cos, llevada a cabo desde octubre de
1957 hasta abril de 1958 (lo que hoy sería “con-
flicto armado”). Por lo tanto, no estuve en nin-
guna guerra, pero sí estuve en la mili. – ¿Y eso
que es abuelo? –. Para satisfacer su curiosidad le
conté, a grandes rasgos, y como si de un cuento
se tratara, algunas de las muchas trolas “vividas”
y otras oídas, como la que sigue, que en el juicio
del lector quedará su posible veracidad. Aunque
9
lo que le narré de esta, fue la parte menos esca-
brosa, nada de cabras ni montaraces reclutas.
Si continúas con las líneas que siguen, verás que
sus protagonistas también estaban preparados
para “misiones de paz”, dicho con todo el res-
peto a cuantos han sufrido las consecuencias de
los “conflictos armados”, yéndoles incluso la vida
en ello. Honor a todos, caídos y supervivientes.
Lo anterior no quita, a quienes pasamos por
aquel servicio militar obligatorio, haber contado
u oído alguna de nuestras “hazañas” ante un pú-
blico paciente que, unas veces soportaba con es-
toicismo los embustes - o verdades - y otras, cas-
tigaba al “contador de cuentos” con la indiferen-
cia más dolorosa.
Puesto que la que leeréis ve por primera vez la
luz, espero se acumule, sin tedio, a vuestras his-
torias o “cuentos de la mili”, como prefiráis.
“El cuentacuentos” es un buen amigo, pero
nunca habíamos hablado de semejante expe-
riencia. Celebrábamos los cuarenta años de su
empresa. Tras quedar muy atrás su jubilación, y
10
al decirme que su carrera profesional comenzó
en la mili, me sorprendió cómo, un empresario y
creativo publicitario, pudo iniciarse en aquella
escuela.

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PINTORES DE BROCHA GORDA Y BROCHA FINA.

Pue sí, ahí está, voluntario con die-


cinueve añitos y aterrizando con
su petate1 en el CIR2 de Cerro Mu-
riano.
Estamos a finales de los se-
senta del siglo XX.
Los reclutas de la compañía3 se
encuentran delante del barracón.4
Han pasado su primera noche y tal

1
Petate: Gran bolsa de loneta, donde el recluta guardaba to-
das sus pertenencias. Se cerraba con una gruesa argolla de
aluminio que pasaba por sendos ojetes y candada final.
2
C.I.R. Centro de Instrucción de Reclutas
3
Compañía: Subunidad militar compuesta por 70 a 250 solda-
dos. En este caso alrededor de 100.
4
Barracón: Edificio donde se aloja la tropa.
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como se les ve, nadie creería que semejante
“tropa” estará, en tres meses, cualificada para
formar parte activa de las Fuerzas Armadas de
España.
Pero, dejemos a nuestro protagonista y narrador
hablar en primera persona, de este modo me li-
mitaré a ser notario de los hechos que nos cuen-
ta, en la seguridad de sentirnos más identificados
con él:

…Tras el desayuno, el sargento, chusqui,5 ha or-


denado al cabo primero, el tirillas,6 que reúna a
la compañía y este, a su vez, ha hecho lo proce-
dente con aquel “atajo de inútiles, ¿sabéis pone-
ros en fila de a diez?”.
- Empezamos bien – murmura uno de atrás -
Tiene cara de joputa – se oye algo más allá.

5
Chusqui: Apelativo del sargento solo entre los reclutas, deri-
vado de chusquero, procedente de la clase de tropa, que no
ha pasado por la Academia.Y chusquero, derivado de
chusco, panecillo de cuartel.
6
Tirillas: apodo del cabo primero, por la franja o tira dorada de
sus galones.
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- Inútil serás tú, cabrón – oigo a mi izquierda de-
masiado alto y, en mi timidez, por un momento
temo lo peor.
- ¡¡¡Silencio, ostias!!! o empezáis la instrucción
limpiando la mierda de las letrinas… Y quiero ver
esas filas firmes ¡YA! A ver, tú, sí, ese bulto 7 –
dirigiéndose a un recluta que estaba destacán-
dose – ¿dónde quieres ir a las letrinas o a los ti-
gres?8.
Los muchachos hacen lo que pueden. En una
gran diversidad de alturas dan un variopinto
plantel incluyendo a José, de raza negra, oriundo
de la que fuera Guinea Española hasta 1958 y
desde hoy el Guinea, amén de Santiago, el corpu-
lento pastor de los montes de León, de cara mal-
humorada y ceño fruncido que se declaró astu-
riano y Ahturia fue para los restos; el enjuto

7 Bulto: Despectivamente recluta recién incorporado, lo más bajo en el es-


calafón militar.
8 Letrinas y tigres: sabido es que la primera denominación es el lugar común
donde se hacían las necesidades “mayores y menores” y en el caso de este
acuartelamiento, en el exterior de los barracones. Pues bien, los tigres eran
lo mismo y es de suponer que la referencia al felino es por aquello del olor,
“oler a tigre”.
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Manué, con gracia a raudales, gitano de Cádiz, -
para siempre el Cai9 - de típica estampa y tam-
bién más chulo que “el Vaporcito del Puerto”
(por cierto, título de un pasodoble del carnaval
gaditano al que él daba una impronta flamenca
que nos embelesaba a todos), José Mari, de un
pueblo de Huelva, aunque puntualiza “cho-
quero”,10 con intencionados y ostentosos ade-
manes de mariquita, que guiña el ojo y mantiene
la mirada a todo aquel que quiera y pueda aguan-
társela… Una fauna entre la que está “el prota”
de este relato, carente de altura para ser gasta-
dor11 (sin que la estatura sirva más que para
9
El Guinea, el Cai, el Ahturia… Aparte de otros apodos, era habitual
nombrarnos por el lugar de donde procedíamos. Así, también estaban el
Zevilla, el Madrile, el Catalino…, estos últimos no recibían de buen gusto el
apelativo, a no ser que fuera emigrante en la región catalana.
10 Choquero: Además de onubenses, que es el gentilicio de Huelva y pro-

vincia, a los capitalinos se les denomina choqueros. (Allí a la sepia se le llama


choco y de ahí proviene).
11 Gastador: En el pasado eran soldados que iban delante, desbrozando,

limpiando, “gastando” los obstáculos del terreno por donde más tarde debía
pasar el resto de la tropa. Posteriormente han seguido siendo los que van al
frente de las formaciones y desfiles, seleccionados por su estatura y cualida-
des.

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describirlo), que además era tímido, bastante
precavido y sin más oficio que hijo de tendero,
por lo que no le faltaba mostrador en cuanto a
las relaciones, eso sí, también exseminarista, la
otra gran experiencia del convivir entre varones.
Experiencia, creía, bastante útil en el nuevo en-
torno pese a lo cual, sus actuales intereses lejos
de la milicia se decantan por el arte. O eso pre-
tende en la nueva andadura de sus fresquitos
diecinueve años, encontrar el camino al soplo de
las musas en los pinceles y el lienzo. Así que,
desde el voluntario servicio a la patria y pasado
el campamento, ya tenía planificado mi porve-
nir y en consecuencia la mili, asistiendo a clases
mediante lo que llamaban entonces un enchufe.
(Hoy estas cosas no pasan. Me refiero a la mili).
Estamos en aquella serrana y fresca mañana de
abril. A lo lejos veo que se aproxima una figura de
buena planta, un joven bien parecido y en apa-
riencia de adusto semblante; ya más cerca, de-
masiado joven me parece para lucir tres estrellas
de cinco puntas en su gorra y otras tantas sobre
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el bolsillo de la camisa, además de cuidado bigo-
tito.
La compañía, así como su cabo primero y su sar-
gento, se cuadran a la voz de este:
-Fiiiiirmes, ¡¡Artttt! ¡A sus órdenes mi capitán!
Una brevísima arenga por parte del oficial, sin
tiempo ni posibilidades oratorias para levantar
nuestro ardor guerrero, da paso al sargento que
nos instruye con más elocuencia sobre el inme-
diato futuro, poniendo una extraña cadencia en
sus palabras. Da especial énfasis a las eses y a al-
guna vocal, además de personalizar en cada uno
lo que dirige al colectivo:
- (…) RECLUTA…: – dice gritando para dejar pos-
teriormente un breve silencio – amarássss la co-
rrrneta, será el sonido con el que te acuessstesss
y te levaaantesss, comerásss… a su toque, mar-
charáasss, descansaráass y hasssta el silencio
será a su toque (…) El CETME12 será tu leal

CETME: Arma reglamentaria en el ejército desde 1958 que se


entregaba a cada recluta el suyo. Fue desarrollado por el Cen-
tro de Estudios Técnicos de Materiales Especiales, cuyo
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commm-pañero, vuesssstra novia, vuesssstra
madre, cuidadlo porque os va la vida en ello. (…)
El cabo furriel os dirá vuesss-tros desss-tinos… Mi

capitán, ¡a suuusss órdenes!


Tras aquella retahíla de afectos familiares, el
adusto capitán deja unos segundos de tenso si-
lencio y sorprendentemente pregunta:
- ¿Hay algún pintor en la compañía?
Seis levantaron la mano, incluido el que te lo
cuenta y “Marijose” (ya en el desayuno, José
Mari nos dejó claro que su madre deseaba una
niña y que el cura se empeñó en ponerle el nom-
bre al revés. Así que, por favor, quería que lo lla-
máramos Marijose). Y ahí estaba él, hablando el

acrónimo da nombre al fusil. También se le denominaba “el


chopo”, quizá la parte de madera del guardamano y culatín
eran de este árbol, por su poco peso, y de ahí venga tal ape-
lativo.
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primero, desinhibido y saltándose el protocolo
con exagerado gesto y acento provocador:
- Mi general, yo pinto, pero no por lo fino. Pinto
con brocha gorda.
Explosión de carcajadas que sobresalieron sobre
el obligado silencio.
- ¡SILEEEENCIO! – resonó la voz del sargento con
fulminante mirada al recluta – Dirígete AL CAPI-
TÁN con el debido ressss-peto, que aquí los gra-
ciosos como tú, son los que másss imagina-
riasss hacen –.
Sin inmutarse por el repentino ascenso que le ha
otorgado José Mari, el capitán mira al conjunto y
pausadamente pregunta:
- Y los demás ¿con qué pintáis, con brocha gorda
o brocha fina?
- Con-tes-tad por orden de fila. – Puntualiza el
sargento –.
El resultado es que los cinco son pintores de ofi-
cio. Vamos, de brocha gorda. Llegado mi turno,
firme, circunspecto, siento mis latidos a mil y, mi-
rada al frente cual cadete americano, respondo:
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- Pues yo ni fina ni gorda. Como corresponda. A
SUS ÓRDENES MI CAPITÁN – digo serio, barbilla y
voz alzada como era pertinente –
Aquello fue el desmadre. No era mi intención, lo
juro, pero las carcajadas no se contuvieron. Lo
que faltaba para que tan patética formación se
pareciera aún más a aquellos “Doce del patí-
bulo”, película recién estrenada por entonces y
que vi antes de incorporarme a filas, quizá para ir
familiarizándome.
El Sargento vocifera y repite “¡¡SILEEEEEENCIO
SILENCIO SILENCIO!!”, hasta desgañitarse.
El capitán, con la cabeza agachada, me mira. Veo
sus ojos bajo la visera y no percibo nada bueno
en la sonriente comisura derecha de sus labios.
Comprendí que si aquello era el primer día el
resto iban a ser jodidos.
- Sileeeeeencio..., – dijo con matiz cadente y
suave, alzando su vista al cielo, allá arriba, a una
altura de su metro noventa y tan alejado de mi
metro sesenta y cinco, que ni lo diviso –

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Su mesura ha dado más resultado que la estri-
dencia del sargento.
Gira levemente hacia atrás la cabeza y me des-
concierta aún más, pues no deja de mirarme,
pero de inmediato:
- Sargento, dé la orden de romper filas.
El suboficial obedece al instante, aunque, en con-
traposición a su jefe, evidencia su ampulosidad.
- Roooompaaaann fílaaas.¡Artt!
- Eh, eh, eh, rompan filas, pero tú sin moverte –
dice el capitán mientras, entrando en la ya des-
madrada formación, se acerca a mí. Los demás
remolonean sin distanciarse para ver el espec-
táculo de cerca –
No tenía alternativa, con el corazón en un puño
esperaba lo que merecía en semejante situación
y lugar. Ya me lo dijo mi padre: “Sobre todo no
destaques”. Imposible, nadie aprende en cabeza
ajena.
- ¿Qué has dicho? – me inquiere sin abandonar el
rictus que, tengo la impresión, forma parte de su
fisonomía –
21
- Que pinto cuadros, mi capitán. Y unas veces hay
que utilizar unos pinceles más finos y otras más
gruesos – le contesté pálido y sintiendo que mi
ritmo cardíaco superaba ya los mil…
- ¡Ah!, me parecía haber oído otra cosa. Y te
llamas José María ¿verdad?
- No, mi capitán, José María es este – digo ha-
ciendo un gesto con la mirada a mi derecha, pues
el Choquero aún rondaba por allí –
- Sí, mi capitán, pero en mi casa, y todos – dice
enfatizando y sin que nadie le preguntara – me
llaman Marijose, o Marijó, como usted prefiera.
- ¿Marijose o Marijó?, bien hombre, pues aquí y
TODOS te llaman y te llamarán José María. Ponte
a las órdenes del cabo furriel, José María. Y sar-
gento, al “sin nombre” le da lo que le pida para
pintar un cuadro, un retrato, vamos… – habla sin
quitarme la vista de encima ¡y tan por encima! –
lienzo, pinceles finos, pinceles gruesos… lo que le
pida – finaliza sin alterar un músculo de ese ros-
tro de media sonrisa, que me recordaba al del

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Capitán Trueno, tan recu-
rrente, ya fuera en plena
batalla, como junto a su
amada Sigrid.
Y ”sin nombre”, ¿por
qué?, pensé sin que aún
me llegara la camisa al
cuerpo. Pero de inme-
diato asomó el consejo paterno y mantuve el
tipo, cabeza alzada, mirada al frente y fija en un
punto indeterminado de la nada y casi tan mar-
cial como George Campbell Scott en la cartelera
de Patton, ya que hablamos de éxitos cinemato-
gráficos de la época.
Claro, por mi parte, aún
sin condecoraciones.
Ni una risa. Silencio sepul-
cral de todos los que se-
guían aquella surrealista
situación a prudente dis-
tancia.

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- Sargento, todo en orden – le dice al suboficial
que esperaba a su lado –
- A sus órdenes mi capitán – respondió dando un
sonoro taconazo al cuadrarse –
Lo que empezó cómico se tornó serio con la apa-
rente mansedumbre de aquel individuo.
Poco después el sargento me da lápiz, papel y es-
cribo cuanto creo necesitar para emprender el
cuadrito que, pienso, me quitará unos días del
cotidiano servicio. La cosa parece ir en serio. To-
dos reciben destinos y tareas del cabo furriel me-
nos yo, que paso la mañana solo y “perdido en la
inmensidad” del bullicio que me circunda.

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ANGUSTIAS

Al día siguiente, tras el desayuno, acudo a la lla-


mada del capitán.
-Muy bien artista, cuéntame:
¿Has pintado mucho, vas a dedicarte a esto, es-
tás estudiando?...
Me azoraba aquella batería de preguntas y con la
misma frase creí contestarlas todas al tiempo.
- Verá mi capitán, de todo un poco.
- ¿Y qué estilo te gusta más? – continúa, si-
guiendo el interrogatorio de forma relajada y casi
en plan de amiguetes de toda la vida. Yo, por el
contrario, respondía sin abandonar la posición de
firme.

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- Pues también… de todo un poco – dije con la ya
consabida mirada a ese punto en el vacío que,
como salvadora luz, me mantenía alerta.
- ¿Julio Romero de Torres, Murillo, Velázquez, Zu-
loaga, Picasso, Juan Gris…? – Pero, vamos, relá-
jate, descansa, hombre, descansa...
Nunca pensé en un examen de historia de la pin-
tura en semejante lugar y… claro, di paso a la po-
sición de descanso con cierta inquietud:
- Pues… también de todo un poco, mi capitán…
Y así fue la reválida que me llevó a pasar los tres
meses de campamento pintando el retrato de la
novia del capitán, y…
alguna cosita más, va-
mos “de todo un poco”.
Eso sí, con detalladas
instrucciones tal como
te sigo contando.
Saca del bolsillo de la
camisa un billete de
cien pesetas, lo desdo-
bla y me lo muestra.
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- ¿Sabes qué es? – la pregunta me inquieta –.
- Sí, mi capitán, veinte duros. Pero verá, que no
hace falta… – Pensé, ilusoriamente, que no era
plan de cobrar un adelanto o… ni siquiera cobrar,
que ya todo se andaría. Algo debió intuir –
- No, no son para ti, solo
te los presto para que
veas lo que quiero. Esta
que ves aquí – seña-
lando a la mujer que fi-
guraba en el billete – es
“la Fuensanta”, y la
pintó Julio Romero de Torres. ¿Lo sabías? –, me
pregunta sin posibilidad de responder “de todo
un poco”, así que pongo cara de ignorar el nom-
bre de la señora del cántaro - como así era- y él,
sentencioso, me alecciona:
- No te acostarás sin saber una cosa más, decía
mi padre. Bien, pues este es el cuadro que tienes
que copiar, pero con la cara de mi novia. Aquí tie-
nes la foto, se llama Angustias y hasta tiene un
parecido con la del cuadro.
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No cabía duda que el fotó-
grafo también tuvo como
referencia el billete de
cien pesetas y que, pese a
la melena, había procu-
rado darle un cierto aire a
la modelo del cuadro, o al
menos lo había intentado.
- El cántaro, en vez de ese, me pones el de esta
otra foto, que como ella es de Lucena pues es más
propio… sí, está en blanco y negro, pero es verde
oscuro, seguro que has visto alguno. Y al fondo el
puente romano de Córdoba con la torre de la Ca-
lahorra, que copias de esta postal. Y en color y
todo que te la he traído. ¿Qué te parece?
No osé preguntarle si quería que pintara también
las vaquitas de la
postal porque ya
me atraganté lo
suficiente al ver la
melena que lucía
la señorita de la
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foto. Se me nubló la vista y me pareció más pe-
rentorio soluciona ese dilema, de modo que, ha-
ciendo un gran esfuerzo, lo intenté:
- Mi capitán, pero la pinto como la del billete,
¿verdad? vamos, sin la melena.
- ¿Acaso crees que lo que lleva Angustias es una
peluca? – dijo sin dar lugar a dudas sobre sus pre-
tensiones y angustia fue lo que me entró al ins-
tante. Mi cabeza comenzó a dar vueltas, no había
visto una sola mujer del pintor cordobés, con se-
mejante atributo capilar y de pronto imaginé a la
Chiquita piconera con aquella mata de pelo col-
gando sobre el brasero y prendiéndosela con las
ascuas, ¡qué horror! No sé si fue tal visión o el
trance en el que estaba al tener que abordar,
también, la sección de peluquería con los pince-
les, pero sentí que el estómago se me encogía de
manera incontrolada. Tuve suerte, antes de afla-
tarme, al escuchar las palabras mágicas:
- Qué, ¿hay dudas?, te lo he puesto como se las
pusieron a Fernando VII para liberarte de todo, ni
instrucción, ni cocina, ni imaginarias… de lo
29
contrario, me lo dices, coges el cetme y te vas
para “el llano” – así llamaban a aquel gran des-
campado donde se hacía la instrucción –
o si te gusta más, a la pista americana.
Puedes imaginarlo, de forma tan inconsciente
como irresponsable, opté por “la inspiradora paz
del estudio del pintor”, aunque pronto me daría
cuenta de los riesgos.
- Claro que sí mi capitán, esto es lo mío… – res-
pondí sin demasiado entusiasmo –
Los detalles del “encargo” me los estaba dando
en una estancia al principio del barracón, com-
puesta de dos piezas, la habitación donde nos en-
contrábamos y anexo un dormitorio para el
mando de turno. Él, sentado de medio ganchete
sobre la esquina de una antigua mesa de despa-
cho (torneada y de estilo castellano, nada acorde
con las tres sillas de tubo niquelado con asiento
y respaldo en formica que la acompañaban) y yo
en mi respetuosa actitud de firme. Una estante-
ría de madera, con un montón de Play Boys re-
quisados, completaba el mobiliario que estaba a
30
la vista pues una gran sábana cubría parte de
otro.
- Pero siéntate, te quiero ver relajado. Para el ar-
tista, la inquietud solo debe estar en su mente
por la búsqueda de inspiración y eso aquí lo tienes
resuelto.
No estaba yo muy atento a esto último porque el
sonido de las patas de la silla, al arrastrarla, re-
chinó en mis oídos y la cojera que le noté al sen-
tarme, desestabilizó aún más mi espíritu, antes
que darle relax al cuerpo.
- Pues nada, si estás seguro, ni media palabra.
¡Ah!, el pelo es color castaño o algo así, y los ojos
más bien verdes. – ¿Qué si estoy seguro? ¿…cas-
taño o algo así y los ojos más bien verdes?, me
pregunté sin decir nada, mientras notaba que la
cojera del asiento era notable. En el lenguaje de
un joven de hoy yo estaba “flipando” –
Tras esto, y como el que inaugura una calle, tira
con las dos manos de la sábana que también cu-
bría parte de la mesa y ¡zás!: queda al descu-
bierto una gran pantalla de cine… o eso fue lo
31
que me pareció aquel enorme lienzo sobre un li-
gero caballete, completados con su paleta, pin-
celes, caja con tubos de óleo y ¡oh sorpresa! el
cántaro de Lucena en todo su esplendor. Él, sa-
tisfecho y con su ya conocida media sonrisa, mira
al conjunto recién descubierto y a mí; sostiene
la sábana como si de un capote se tratara des-
pués de una verónica. Sigue mirándome, sigue
sonriendo, quizá a la espera de que yo diga algo
y, ante mi silencio, se decide a hablar.
- Te ha sorprendido el cántaro ¿eh?, pero hom-
bre, cómo iba a dejar que lo copiaras de una foto
teniéndolo tan fácil. Y, además, he triplicado lo
que pediste. A lienzo más grande, más pintura.
Nunca te andes con miserias, noventa y siete cen-
tímetros de ancho por un metro treinta de alto,
¡para que te luzcas, chaval!
Aquel hombre debió pensar que me había que-
dado mudo de alegría ante la sorpresa. Y cierta-
mente me había quedado mudo. Había dicho
¿noventa y siete centímetros de ancho por un
metro treinta de alto y algo de un cántaro? No
32
hacía falta que lo indicara, aquel cuadrito que yo
imaginaba, se había convertido en algo inaccesi-
ble para el osado principiante que hasta le resul-
taba inalcanzable la altura (física) de semejantes
magnitudes. Y mudo seguí mientras él, compla-
ciente y locuaz, relataba al detalle la gestión de
“mi pedido”.
- Le expliqué lo que quería que pintaras a mi
amigo José Antonio, el dueño de la tienda de be-
llas artes, para que me surtiera de todo lo nece-
sario, tamaño del cuadro, los colores adecuados,
la cantidad de tubos de óleo, paleta, pinceles… así
que ahí tienes ¡a disfrutar, artista!
Al finalizar, un “amigable” apretón en el hombro
me trajo al mundo real; mi mente era un lienzo
en blanco tan grande como el que tenía en
frente. Y me preguntaba si para llenar aquello no
hubiera sido mejor un pintor de brocha gorda de
los que la compañía estaba tan bien surtida. Pero
asentí sonriente y abstraído. Mis oídos no perci-
bían más allá de un zumbido extraño, parecía ha-
ber sufrido una repentina bajada de altitud, a lo
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que se unía “la Angustias” en blanco. ¿No había
remedio?, ¡aún estás a tiempo!, pensé, pero ni
un segundo pasó cuando noto que, de nuevo, la
amistosa mano aprieta mi hombro, siento un es-
calofrío que me trae a la realidad y me ofrece un
último “regalo” – …y ahí tienes, para que te sea
más fácil. Ya sabes, lo que necesites, estamos en
el mismo equipo – dice tendiéndome una especie
de tubo envuelto en papel con el membrete de
la tienda citada.
Lo del “mismo equipo” y la entrega de aquel ob-
jeto, me pareció el definitivo paso del testigo.
Aquello no podía estar sucediéndome. Tenía que
reaccionar, ser honesto y plantearle que era de-
masiado para mí… pero no. Ignoro por qué no fui
capaz de hacerlo. Abro el envoltorio y un gran
descanso alivia mi tensión. Se trataba de una re-
producción en blanco y negro, en un tamaño no
mayor de un folio, del cuadro que pretendía que
pintara, pero algo era y, junto a él, un papel ve-
getal cuadriculado del tamaño del lienzo con un
sutil esbozo a lápiz – esto es una ayudita que te
34
da mi amigo el de la
tienda, que también
es otro artista – dice
satisfecho.
Francamente, aquello
solucionaba, con mu-
cho, la situación y
dado que el color era
un hándicap, en úl-
timo caso me sobra-
ban todos los colores y lo pintaría en aquellos gri-
ses.
Sí, ¡era la solución! Me sentí definitivamente a
salvo ¡hasta podía proponerle hacerlo al carbon-
cillo!
Pronto comprobaría que las musas no estaban
conmigo. “Mi cliente”, aparte de tener la ma-
ñana habladora, también tenía todo previsto:
- Y mira, como no hay manera de encontrar una
foto del cuadro en color, quiero que la falda sea
roja y el mantón que lleva al hombro y sobre las
piernas, lo pintes de amarillo, que se entrevea la
35
bandera de España,
ya me entiendes, sin
que sea… pero que
sea. Y aquí tienes
también, a la “chi-
quita piconera” y es-
tas otras postales con
algunos de sus cua-
dros en color para que te orientes.
Un aspirado “gracias, muchas gracias…”
por mi parte, dio término a aquel encuentro en-
tre el mecenas y el artista. –Ahí te dejo con tus
pinceles – fue lo último que le oiría en mucho
tiempo.
Me quedé, no sé cuántos minutos, inmóvil, con
la mente en blanco mirando, como no podía ser
de otra forma, el blanco lienzo. Quizá me des-
pertó la realidad o se desequilibró la silla y su co-
jera me hizo reaccionar. Había pasado de la
Fuensanta en el billete como minúsculo punto de
partida, a disponer de una buena documenta-
ción. Tenía un gran lienzo ante mí, óleos, pinceles
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y todo el tiempo del mundo, ¿no era suficiente
para estar feliz?
No, no lo era.
Que Dios me ilumine, y como el torero que va a
enfrentarse al morlaco, me santigüé elevando la
mirada al cielo por las últimas gracias concedi-
das. Recogí el capote, la sábana quiero decir, sin
atreverme a emular el lance, pero aquel, ni si-
quiera “aprendiz de novillero”, se dijo a sí mismo:
¡Suerte, maestro!, y me santigüé de nuevo con el
canguelo metido en el cuerpo.

37
LA MARINA CON SEÑORA EXPLOSIVA
¡QUÉ VALOR!

- Espera, espera, perdona que te interrumpa – le


digo a mi interlocutor, también con el fin de ha-
cer un alto y pedir otra cerveza –, imagino que
tenías alguna experiencia, ¿o no?, es que te estoy
oyendo y siento un miedo escénico que ni te
cuento. Seguro que traías un gran bagaje como
artista desde tu más tierna infancia.
- No seas cruel Tau Cruz – me dice –, que me gus-
tara dibujar no era necesariamente un gran ba-
gaje y, hasta el momento, mi madre era la única
y más fiel admiradora. Con amor había colgado a
cada lado del tresillo los dos primeros paisajitos
que pinté, con Titanlux, sobre rígidos cartones;
38
pero como “estaban muy solos”, me inducía a lle-
nar el gran vacío central “con algo”. Así que no
pasó mucho tiempo en que, al ver la fotografía
de una regata de veleros en Selecciones del
Reader's Digest, me dije: aquí está “el algo”– se
ríe como si estuviera viviendo aquella situación –
De manera que, del paisaje campestre en pe-
queño formato, di el salto a una marina en gran
formato, es decir, dimensionando el tamaño del
espacio sobre el sofá. Por supuesto que fiel copia
y usando la misma calidad de pinturas Titanlux,
pues para aquel tablex marrón oscuro, de ta-
maño considerable y procedente de algún emba-
laje de la tienda de mis padres, no había tubos
suficientes de óleo que lo cubrieran, aparte de la
fortuna que habrían costado y… no estaban los
tiempos para dispendios.
- ¿No me creo que la tal marina, enorme, por
cierto, sea la misma que está en el “chambao”
donde tienes las herramientas del jardín? – le
dije no con cierta retranca –.

39
- Eres muy cruel,
amigo. Sí, esa es.
Y ese tono que
has usado, acom-
pañando a la son-
risita, no quita un
ápice a los hono-
rables años que pasó sobre el tresillo de la vieja
casa, recibiendo los aromas de la alhucema en in-
vierno y los del platito con jazmines en verano,
eso sí, custodiada, a ambos lados, por los dos pai-
sajitos que te he citado.
- ¿Y ahí terminaba toda tu experiencia? – le dije,
incidiendo en la tragedia a la que lo veía avo-
cado –.
- Percibo que tienes poca fe en mí – me contesta
y nos reímos con ganas –. Pues no, aquel atrevi-
miento con el encrespado mar azotando el ve-
lero, mereció que me compraran una caja de
óleos equipada con todos sus requilorios, con lo
cual di “el salto definitivo” al retrato... y no me
mires con esa cara de asombro, sí, el retrato de
40
una de aquellas mujeres
de los almanaques de
Unión Española de Explo-
sivos – lo dice moviendo
la cabeza de un lado a
otro mientras se muerde
el labio de abajo recor-
dando, imagino, el riesgo
en el que se metía con
tan incipiente “carrera
artística” – y en esas es-
taba, pintando a la "explosiva" señora cuando me
incorporé a filas, así que la dejé inconclusa, pero
conservo el almanaque ¡quién sabe si con la jubi-
lación…! – y nuevas risas acompañan las cervezas
que acaba de servirnos el camarero –
- Traiga de aperitivo esa tortilla tan buena que
tienen. Gracias – estamos en “la Espronceda”,
una taberna esquina Santa Isabel con San Euge-
nio. De Madrid, claro – Perdona la interrupción,
continúa, aunque… sin saber el final, veo que le
echaste valor y no es porque no te viera capaz
41
de cumplir el encargo, que lo ignoro, pero eras
demasiado joven y con poca formación aún para
arriesgarte. Digo yo.
- Podrás imaginarme con mucho valor, con muy
poca vergüenza o sencillamente un insensato,
pero me decanto porque mi mente debió estar
en otra cosa cuando asentí abordar semejante
reto, por supuesto de manera inconsciente, pero
emprender el campamento cambiando los pince-
les por el cetme tiene su morbo.
-Yo creo que lo pasaste peor de lo que cuentas –
le comento seguro de lo que digo –
- Puede, pero… ya va bien cargada de miedos
esta historia. Quién iba a pensar que cuando me
licenciara, en el apartado de la cartilla militar que
lleva por título VALOR, y se entiende que es
donde se describe esta cualidad en el soldado,
iba a constar, lacónica y simplemente: “se le su-
pone”, ¡con el valor que yo lo eché a aquello! – y
nuevas risas sirven de paréntesis –

42
METIDO EN EL BARRO.

Reconozco que el entorno fue más favorable de


lo que pude imaginar. Intimé con Marijose y el
cabo furriel y no me faltó de ná, compañía, cer-
veza, tabaco, bocadillos… lo que quisiera; el tiri-
llas me respetaba, el sar-
gento era amable con-
migo…, en resumen, que la
serenidad me rodeaba
mientras el río Guadalquivir
transcurría bajo el Puente
Romano con la Torre de la
Calahorra al fondo; el cán-
taro de Lucena tomaba
forma y color... todo avanzaba; me refiero a todo
43
lo que rodeaba a aquella silueta, aún impoluta,
donde no había aparecido ni el menor rasgo de
Angustias. Tiempo al tiempo.
Tardes de ocio y cante con el Cai acompañado a
las palmas del Guinea y Marijose al baile, con un
público asiduo a nuestro “tablao”; también el
“sin nombre” se atrevió a compartir escenario
con “la bailaora”, aunque no fuera este el motivo
por el que todos comenzaron a llamarme “El Ar-
tista”. Y hasta nuestro pastor, el Ahturia, veía que
aquello tenía futuro; no era aficionado al fla-
menco, pero ante la afluencia que convocába-
mos se ofreció de “taquillero”. Así que en cada
“función” pasaba la gorra y en su honor, hay que
decirlo, el resultado daba para tabaco y algo
más. Consciente de sus cualidades, aseguraba
que la buena recaudación no era por la calidad
de los artistas, sino ¡por su labia! al pedir “la en-
trada”, con lo que reivindicó por derecho propio
formar parte de “la compañía” como tesorero;
quién lo iba a suponer en aquel callado y en apa-
riencia inocente grandullón, probablemente el
44
mismo que dijo que la mili no servía para nada…,
porque muchos años más tarde supe que se ha-
bía convertido en un exitoso ganadero de reses
de carne. Su ternera es apreciada en los mejores
restaurantes del norte.
Había pasado algo más de un mes y al cuadro,
por más coba que yo le diera, no le quedaba otra
que llegar a su fin. Y lo dicho, no había cogido un
cetme, ni un día de instrucción, ni hecho guar-
dias, ni imaginarias... para no hacer, ni saber, no
sabía ni marcar el paso (cosa que tuvo sus conse-
cuencias pero que sería prolijo contar), lo que el
día de la jura de bandera me llevó a destacar so-
bremanera entre los demás. Los artistas somos
así de ególatras.
¡Cuánto agradecí que finalmente mi pandilla,
en la vida civil, no estuviera presente! y mira que
Ricardo lo intentó. Mejor así.
- Eso ya está acabado ¿no? – me sobresaltó la voz
del chusqui que, silencioso, llegó al cuarto con-
vertido en mi estudio–.

45
- Bueno, sí pero no, le falta algo de color todavía.
- Pues venga, cerrar esto ya, que hoy tenemos el
firmamento lleno de estrellas.13
En la contemplación estábamos (no de las estre-
llas sino del cuadro) cuando también sorpresiva-
mente aparece el mecenas y corrobora mi crite-
rio:
- Sí, ponle coloretes que me la has dejado muy pá-
lida. Y vamos, “sin nombre”, recoge que te vienes
a Córdoba conmigo. Hoy ya he cumplido y quiero
que conozcas a mi novia.
- Mi capitán ¿ahora? – le digo con asombro por
la tardanza en tal conocimiento, cuando la suerte
ya estaba echada –
- Sí, ¿por qué? – dijo mirándome con ceño frun-
cido –.
- Verá, porque me habría venido mejor antes de
pintar el cuadro… además por aquello del color

13Hablar del cielo lleno de estrellas era equivalente a que el


campamento, por la circunstancia que fuese, estaba lleno de
mandos de alta graduación, lo que requería un control más
estricto. Pero a aquel sargento le gustaba enfatizar, por eso
hablaba de firmamento).
46
¿sabe? es que…, la foto de carnet, al estar en
blanco y negro…
- Va, va, tonterías. Es ella. Con un poco de colo-
rete quedará bellísima. Y el puente, la torre…,
todo, todo me gusta. Me gusta. Por cierto, el pelo
ha quedado muy bien. El primer día me pareció
verte dubitativo, pero me arriesgué. ¡Hay que te-
ner fe en los jóvenes, chaval!
Eso de “chaval” me encendía, pero ante los he-
chos, opté por la salida más digna, – Muchísimas
gracias mi capitán – dije alentado, o tal vez trai-
cionado por mi subconsciente y el halago reci-
bido. Era la segunda vez que veía el cuadro desde
su inicio y, pese a su comentario (todas las visitas
eran rápidas y fugaces), ¿tenía fe ciega en “el ar-
tista”, o le importaba poco el resultado?
Quizá mi estado era consecuencia de la inseguri-
dad, pero me parecía horrible aquella amalgama
folclórica entre Julio Romero de Torres y una des-
melenada Rocío Jurado, aunque afirmara que “es
ella” e iba a quedar bellísima con algo “de colo-
rete”. En estos pensamientos estaba, sin atender
47
demasiado a la glosa de la juventud, cuando oigo
algo que me alarma:
- Pues… ahora quiero que le hagas un busto.
Me mira a ver si reacciono y creo que es una ocu-
rrencia, sin más, aunque no pasa un segundo
para entender cuan equivocado estoy. Hace un
gesto afirmativo con la cabeza, como de muy
convencido de lo que acaba de expresar, el labio
de abajo más salido que el de arriba, los brazos
cruzados y… con tal emulación, que me trae a la
memoria a no sé quién, veo que estoy metido en
un nuevo problema.
- Recuerdo que me dijiste que se te daba bien la
escultura y eso quiero yo verlo –.
Quise pensar que era la generosidad de aquel
hombre lo que comenzaba a acongojarme. No
había salido de mi boca semejante disparate más
allá del interés que también tenía por el mode-
lado.
Mis balbuceos con el barro habían empezado ha-
cía tan poco tiempo, que temí hundirme en él; en
el barro, quiero decir. Pero, ¿qué sucede en ese
48
momento? ¿Por qué la juventud es más atrevida
que la ignorancia? ¿O puede que fueran a la par
si se trataba de continuar con los privilegios?
Lo cierto es que nunca le dije nada que pudiera
interpretar como pretendía, le hablé del exce-
lente artista que era un primo mío con la gubia, y
que había modelado el busto de un Ecce Homo
que me parecía admirable y que algún día… aspi-
raba a.…
- Pues no me acuerdo mi capitán, pero… es que
un busto… ¿No sería mejor que le hiciera otro re-
trato a usted? – Dije, queriendo salvar tanto mi
honra como mis barcos –.
- Sin peros chaval ¿qué necesitas? lo que sea que
nos vamos a comprarlo. Venga, busca a José Ma-
ría que también se viene de ayudante del artista.
Por cierto... “sin nombre”, espero que en el tra-
yecto me digas cómo te llamas. Y si terminas con
tiempo, dejaré que me pintes también a mí”.
¿Cómooo?, ¡no! Aquello era pura explotación
¡Qué lástima que en aquel entonces no había sin-
dicato de artistas! O quizá sí, pero era vertical, y
49
no horizontal, esa posición tan incómoda por
aquellos llanos y sierras. Y una vez más, artista,
chaval… y ¿sin nombre? ¿a estas alturas y aún es-
tamos así? Debió gustarle la broma, lo cierto es
que en su presencia todos la seguían.
Hasta Marijose en tales circunstancias se diri-
gía a mí como “sin nombre” cosa que, viniendo
de él, me mortificaba bastante.

50
A LOS PIES DEL CABALLO.

El trayecto de Cerro Muriano hasta Córdoba fue


toda una lección sobre “el pintor de la mujer mo-
rena”. Sabía tanto sobre él que abrumaba, y an-
tes de llegar al destino nos paseó con el coche
por distintos entornos cordobeses reflejados en
sus cuadros, para finalizar en una rápida visita a
su museo, lugar donde nació y vivió que, sito en
la recoleta Plaza del Potro, fue un antiguo Hospi-
tal cuando los Re-
yes Católicos an-
daban por tan be-
lla ciudad y que,
con el trascurrir
del tiempo, sería
51
la casa del conservador del Museo de Bellas Artes
anexo, cargo que ostentó el padre de Julio, Rafael
Romero Barros.
Para mí, la visita, a estas alturas, suponía todo un
sinsentido a no ser que el objeto fuera humi-
llarme porque, claro estaba, no era para apreciar
el inexistente colorete en las mejillas de aquellas
mujeres de Julio Romero de Torres, así que lo
único a lo que me veía abocado era a compararla
con la copia de Cerro Muriano. Entrados en el
museo, más bien sentía sus miradas inquisidoras,
como de reproche por mi atrevimiento. La ver-
dad es que agradecí las prisas. Salí de allí con
cierta sensación inquietante y sin duda depri-
mido. Todos aquellos ojos tenían una vida inte-
rior que traspasaba el lienzo para acusarme de
insensato y hasta me pareció oír a la chiquita pi-
conera lanzarme algún exabrupto, quizá fue un
susurro, o no, pero aquellos ojos que noté de
soslayo, decían mucho. Puede que, al tratarse de
María Teresa López, la misma modelo que la del
cuadro “La Fuensanta” (según contó el experto),
52
necesitara reivindicarse. Así que fue un respiro
escuchar “venga artista, nos vamos que te que-
das extasiado”.
El aire del patio que acoge también el otro Mu-
seo, el antiguo Provincial de Pinturas de Córdoba,
me dio vida.
Y con estas, tras pasar por la tienda de bellas ar-
tes, la presentación y saludo al amigo José Anto-
nio, la charla y consejos pertinentes del veterano
al principiante, y bien pertrechado de lo necesa-
rio, ahí vamos por Córdoba los dos reclutas car-
gando al hombro con sendas y pesadas pellas de
barro ¡a lo grande, para que no falte de ná! y en
los bolsillos, a escasez de balas, un surtido de pa-
lillos de modelar y vaciadores.
Nos dirigíamos al encuentro con “la modelo” en
un bar cercano, situado en la Avenida del Gran
Capitán. No era para menos invocar al egregio
militar, que no se arredró ante nada ni ante na-
die. Y a sus pies pasamos de tal guisa, vamos, a
los pies del esbelto caballo que tan bien trabajó
otro grande, Mateo Inurria, allá por los años
53
veinte.
Sobre el corcel, el estratega
de tantas batallas, con su ca-
beza de eterno mármol
blanco asentada en el
bronce y la mirada fija en un
punto infinito, al igual que
yo, pero el suyo de luz y glo-
ria por siempre en la cordo-
besa Plaza de las Tendillas.
Pues sí, pensé, bajo el bronce de la armadura
protectora del estratega de los Gloriosos Tercios
habría querido camuflarme, pero ya no había
tiempo, era la hora de embarrarse. Y la tarde pro-
metía.
Llegados al bar entramos en conversación y para
mi sorpresa, a la bella dama le encantaba Picasso
¡y el cubismo!, así, mi propuesta de optar por ese
estilo para realizar su busto resultó, además de
un gran alivio, una magnífica idea de “El Artista”
(sí, su prometido me honró con este apelativo al
presentármela: “Aquí tienes al ARTISTA – dicho
54
con dos tonos por encima de su habitual mesura
– y este es su ayudante –, refiriéndose a Marijose,
a lo que mi amigo respondió con una exagerada
inclinación de cabeza al coger su mano y un ba-
rroco cruce de piernas peliculero que me dio ver-
güenza ajena, por fortuna le hizo gracia a ella y
correspondió como procedía. Todo un poema.
Nuestro mando, complaciente, también se desvi-
vía en halagos al “Gran Picasso”, como llamaba al
pintor malagueño… que además estaba “muy de
moda”, refrendó la dama por modelar.
La cosa iba de Grandes... y “de moda”.
Mientras tanto, Marijose se deshacía en halagos
hacia Angustias “…tan bella dama…, una tez tan
fina, esos ojos y ese pelo…”, y angustiado me traía
“mi ayudante” pues, tanto pasteleo, tenía como
único objetivo convencerla de que “…su cara es
más de una virgen que de un Picasso, ¡dónde va
a pará!” y que yo la ofendía si no era capaz de
captar “…este rostro tan dulce en toda su bel-
dad…”. Sí, dijo ¡beldad!, y suerte tuve que esto
colmó el vaso del novio:
55
- Anda Marijose (cosas de la confianza…) no seas
más pelota, coge la pella de barro y al coche que
nos vamos. Cariño, nos vemos mañana – y con un
beso en la “coloreteada” mejilla, puso fin al en-
cuentro –.
- …y cómo te llamas? – me interrogó ella en úl-
tima instancia. No me dio tiempo a contestar
cuando él ya le había respondido:
- Lo verás en la firma del retrato. Pero como lo
llaman “sin nombre” puede que sea de autor
anónimo.
¡Qué gracioso!, pensé y respondí con la misma
simpatía:
- Pues Pedro mismo señora, perdón, señorita.
- ¡Anda, como mi padre! Asintió ella con una
amable sonrisa mientras nos alejábamos.
- Ya, lo sabía. La verdad es que es toda una guasa
que su prometido se trae conmigo, no sé muy
bien porqué… – quise haber dicho, porque al ins-
tante ya estábamos subidos al Jeep Will y ca-
mino de Cerro Muriano –.

56
DE CURAS, SEMINARISTAS, UN PINGUINO Y AL-
GÚN ADOQUÍN.

La vuelta a Cerro Muriano desde Córdoba, con


aquellas interminables curvas hasta subir a la sie-
rra, la acaparó José María con su pasión… por la
semana de Pasión, y así nos llevó de la Virgen de
las Angustias cordobesa a las homónimas más re-
nombradas, finalizando con la Virgen del Mayor
Dolor de Ayamonte, “que lo es de las Angustias
también y que salió malparada de la guerra hasta
que la arreglaron y ahora está preciosa”, puntua-
lizó; y en ello estaba cuando el capitán, al verle
tan entendido en esos menesteres, le preguntó
por qué no había estudiado para cura. La res-
puesta no se hizo esperar – para cura no, pero
57
para seminarista sí me habría gustado, porque
cuando de niño veía a los de mi pueblo con su so-
tana y su beca roja cruzándole el pecho, me en-
cantaba ¡qué cosa más linda! –
Una salida muy de él pero que no le cuadró a su
interlocutor, pues siguió ahondando – pero hom-
bre, ¡para ser cura primero hay que ser semina-
rista! –. Yo no decía ni mu, bastante carga llevaba
como para entrar en otras profundidades, ade-
más, aquella carretera y sentado detrás, me te-
nían con el estómago en la boca, así que los dejé
en su debate.
- No mi capitán, se puede ser seminarista, que es
lo que a mi gustaba, y no ser cura, y cuando te
sales pues eso que llevas aprendío – remachó
dándose una palmada en sus rodillas –
- Pero José María, si entras con esas intenciones,
eso es aprovecharse de la Iglesia de forma muy
inmoral y descarada.
Para qué le dijo algo semejante, ni corto ni pere-
zoso le respondió la mejor Marijose.

58
- Verá mi capitán, yo en la mili me voy a sacar el
graduado y el carnet de camión siendo soldado y
no voy a seguir de militar ¿mentiende? Y no creo
yo que sea inmoral por eso con el Ejército, y des-
carao tampoco, mi capitán, al contrario, agrade-
cío. Pues lo otro es igual, siendo seminarista sal-
dría más cristiano y más preparado, ¿verdad “Ar-
tista”? – se vuelve hacia mí, guiñándome el ojo,
esperando una respuesta afirmativa y cómplice
dado que sabe de mi paso por esa experiencia
con los franciscanos, pero solo obtiene un sonido
gutural que me sale, ni sé de dónde, junto al re-
proche que le lanzo con la mirada y un nervioso
y leve movimiento negativo con mi cabeza –
¡Lo que me faltaba!, bastante colmado iba con la
cosecha que tenía como para contar mi vida con
ropaje talar.
Y entre estas y aquellas, realicé mi primer retrato
al óleo con paisaje y bodegón incluido, sí, bode-
gón, pues motu proprio y a última hora, le añadí
una rama con dos naranjas al cántaro lucentino.
En la fugaz visita al museo de Bellas Artes vi un
59
cuadro con este mo-
tivo que me enamoró,
era (es) de Rafael Ro-
mero Barros, compré
la postal y sin más
consulta “tomé pres-
tadas” dos naranjas.
Lo que completé con
los tres primeros bus-
tos de “mi dilatada ca-
rrera”, y ponlo entre comillas pues grandes du-
das sobre mi futuro artístico rondaban mi ca-
beza.
Ella, la futura esposa y en un descuido, me pidió
que realizara otro de él, una sorpresa que yo en-
tregaría al sargento en el más absoluto secreto ¡y
sin posar!
Nunca agradeceré lo suficiente la etapa cubista
del pintor malagueño, pero la experiencia deter-
minó mi enfoque profesional hacía la creatividad
publicitaria, has oído bien, me di cuenta a tiempo
que la pintura y la escultura suponían… mucha
60
tensión. Solo con pensar
en la fragilidad del barro
de aquella copia del
“busto en bronce” reali-
zado por Picasso, dudo
que llegara en buen es-
tado a su destino. Pero
lucía bien, sujeta a la va-
rilla de hierro que sopor-
taba una roca encon-
trada por aquellos para-
jes serranos.
La llamé Angustias, como
era lógico, aunque a Jo-
semaría, le parecía un
horror y la llamó “el pin-
güino”, él sabría. La del
capitán, en el mismo ma-
terial, tuvo una base más
sólida gracias al nuevo
adoquinado que se es-
taba colocando en una
61
zona anexa a las cocinas y que “mi ayudante”,
gentilmente, me proporcionó al tiempo que do-
taba de nombre al busto: “el adoquín”.
Con todo, no le eran indiferentes “les vas a poner
la casa de postín ¡por Dio!“, me dijo al ver toda la
producción terminada .

62
EL MAYOR DOLOR.

Querido lector, hago una parada porque mi inter-


locutor se ha ausentado. Llevamos tres cervezas
¿o cuatro? lo que tiene sus consecuencias. No sé
ustedes, pero yo necesito saber cómo termina
este vodevil.
- Tau, ¿Te parece que tomemos unas verdinas
aquí cerca y acabamos con la mili…, que te estoy
aburriendo?
- Me parecen bien las verdinas, pero te rogaría
que le pusieras un cierre más épico a tu historia
– Le digo implorante –
- Te ha resultado poco épico el terror que sentí
en el museo ¿verdad?, – y se ríe contagiándome

63
de la guasa – pero es que además de invitarte,
pretendes que sea el eterno cuentacuentos...
vamos, “las mil y una noches” en versión mili.
De acuerdo, pero la próxima espero la tuya, y si
la igualas pago de nuevo ¿hecho?
- …mejor te cuento una de vaqueros, la mili que
hice fue bastante anodina... así que me tocará
pagar – le dije, convencido de mi desventaja –.
- Pues vamos, he reservado en un restaurante
ahturiano, a dos pasos del Congreso, que hasta
Santiago el pastor daría su aprobación. Además,
veremos a más de dos y… tres diputados, así que
podemos cambiar de tema y "hablar del go-
bierno".
- ¿Pero no tienen su cafetería a siete euros el
menú?
- Qué cosas dices amigo Tau. Lo hacen por darle
vida a los restaurantes cercanos. Solidaridad que
se llama y ¡hombre! en algo tendrán que gas-
tarse las dietas.
El maître nos saca de la alta política saludando a
mi acompañante con efusión, como asiduo del
64
local. Otro saludo del camarero y el consejo per-
tinente.
- Pues verdinas para ambos y un cachopo a me-
dias, que mi amigo está a dieta.
Y traiga sidrina, por favor.
- Bien, sigue que estoy en ascuas, ¿has dicho tres
bustos? – (me diréis pesado, pero aquella histo-
ria me la llevaba hoy al completo) –
- Efectivamente, habrás supuesto que sobró ba-
rro, y Marijose me había hecho tantos favores en
aquel tiempo, que estaba obligado a complacer
su deseo de inmortalidad.
Empeñado, me llamaba “mi Dios” por aquello del
barro, a lo que acompañaba que habría preferido
que fuera su Adán para salir de mi costilla… todo
muy abstracto. Pero la extraña Virgen del Mayor
Dolor, como quiso que la representara, quedó
dramáticamente hiperrealista comparada con la
guasa permanente del modelo, o la modelo,
como prefieras. Por nada consintió que el busto
dejará de reflejar, fielmente, su aguileña nariz en
aquel escueto rostro de pómulos marcados y
65
labios siempre a punto de besarte, aunque para
la ocasión fueran la viva expresión de la angustia.
- A mí me encanta la Virgen de las Angustias. ¡La
de Córdoba, claro! – le había espetado a Angus-
tias, nada más presentársela nuestro mando,
¡cómo no! – Pero verás, yo quiero ser la Virgen
del Mayor Dolor, como la de Ayamonte – me dijo
de forma precisa antes de comenzar, a escondi-
das, con aquel clandestino trabajo que nos dejó
sin “tablao” muchas tardes. Y en esto, saca una
foto de su cartera, me
la muestra y… - tal que
así. Que mi madre era
de allí y yo le tengo mu-
cha fe. Y eso sí, en vez
de un puñal, llevaré
siete. – Me quedé
asombrado, pues da-
das las dimensiones del
que llevaba en el pecho la imagen de la foto, no
me quedó más remedio que preguntarle:
- ¿Siete?
66
- No te preocupes de los siete puñales que de eso
me encargaré yo. Y además sin tocado ni na de
na, la cabeza monda y lironda – lo que me dejó
más tranquilo pues la cosa tomaba dimensio-
nes importantes –.
Tenía intención de regalarla a la parroquia de su
pueblo y que, con la adecuada tramoya, se con-
virtiera en una imagen para procesionar en Se-
mana Santa. No sé de dónde consiguió tan per-
fectas lágrimas de cristal, pero una vez cocida, la
imagen, patinada y puestas en sus mejillas, ver-
daderamente daba angustia aquella Virgen del
Mayor Dolor, alias Marijose, representada en to-
das sus desgracias y no muy lejanas en el pare-
cido. Yo me lo tomaba muy en serio, porque José
María era feliz en los extremos.
De esta manera me puso al corriente del signifi-
cado de los siete puñales:
- …para que entres en la circunstancia de la Vir-
gen. El primero se lo clava el Profeta con una es-
pada, el segundo se lo clava Herodes y se tiene
que ir de su pueblo…
67
- ¿El Profeta? – Le pregunto al instante, extra-
ñado y pensando en Mahoma –
- Sí, el Profeta. - Me responde tajante, sin entrar
en más detalles -
- ¿Y Herodes?
- ¡Ay, coño, no preguntes más y escucha que se
me va el hilo!… el tercero se lo clava su hijo.
- ¿Su hijo? – Le volví a preguntar sin contener-
me –
- Como lo oyes, ¿tú te crees que no es una pena
que se te pierda un niño con esa edad…?
- ¿Me lo preguntas? – Le contesto no muy seguro
de que esperara respuesta y sigue sin hacerme ni
caso –
-… cuando me enteré, que era yo mu chiquitillo,
me dio una pena mu grande. Pero bueno, lo en-
contraron a los tres
días en el Templo.
¡Menos mal! Y aquí
entre nosotros – me
dice en tono confiden-
cial y casi al oído – eso
68
no se le hace a una madre. Y menos por parte de
Jesús, verás… tu mentiendes… Aunque te digo
que… también ella podía haber estado más pen-
diente. Pero mira, si lo dice la Biblia, su explica-
ción tendrá. Y a lo importante, que ese es el tercer
Dolor de la Virgen. El cuarto no veas, ¡Se encuen-
tra a su hijo cargado con la cruz! ¿Te imaginas?
Pues prepárate… – y sacude la mano como avi-
sando de lo que viene – porque el quinto es
cuando lo crucifican ¿tú has oído eso de que “no
hay quinto bueno”? Pues de ahí viene.
-No, yo he oído que “no hay quinto malo” – le
digo rectificándole – y es por el quinto toro.
- Me da igual, yo lo digo así y es por eso. Pero dé-
jame que siga, para mí el quinto doló es lo más
duro de todo, de todo de todo. (Y cuando Mari-
jose pronuncia el “todo” en vez del “to”, es por-
que lo siente por triplicado). Mira, quesque me
entra una congoja que no puedo… pues ahí es
donde está el MAYOR DOLOR y así es como yo
quiero que tú me hagas. Se pone de perfil a mí,
ahora de frente, inclina la cabeza, la eleva implo-
69
rante... y su expresión de Virgen Dolorosa, es tal
que me produce asombro por la verosimilitud,
hasta el punto de saltársele dos lagrimas enor-
mes. No salgo de mi sorpresa y pocas me quedan
con ella, con él. Aún conservo el bloc rayado
donde le hice el primer apunte a bolígrafo y que
tanto le fascinó al “verse”.
-…Sigue, veo que
te emocionas – le
digo –.
- Después es duro,
pero… – continúa
resignado –, ya
está muerto, qué
le vamos a hacer,
hay que asumirlo. Ea, ese es el sexto puñal. Y el
séptimo es el entierro, tú sabes. A mí se me murió
mi madre cuando tenía quince años y al meterla
en el nicho lo pasé mu mal, mu mal. Una cosa ho-
rrible. Horroroso.
- Oye Marijose, pero tú, siendo tan beata, eres
también “muy… pecadora” - Le digo sonriendo
70
para rebajar la tensión y me responde con cara
de asombro:
- De eso nada, bonito, yo soy mu cristiana, pero
de beata nada. Eso sí, tengo mu poca lacha, y
solo me gusta un pecado, pero también me gusta
mucho pedir perdón, así que la Virgen me com-
pensa una cosa con la otra. Como a “la Mada-
lena”. Que te lo digo yo que no le hago daño a
nadie. Al contrario, me lo hacen a mí. Porque me
ilusiono, pero… tú sabes… – me dice con mirada
provocadora e insinuante – ¡Adán, que eres un
Adán! – y la carcajada que lanzó se podía homo-
logar en intensidad a la pena del quinto puñal. La
acompañé en la guasa y la llegada del tirilla dio
por finalizado aquel pasillo de comedias.
- Qué os traéis los dos con tanto cachondeo.
- Nada mi primero, que estoy limpiándole el pin-
cel al artista.
Como tenía los horarios de los mandos controla-
dos y las “esculturas picassianas” eran más de
“copiada inspiración” que de invertir tiempo, la
Virgen del Mayor Dolor avanzaba a buen ritmo. Y
71
aquellos tres bultos cubiertos por sendas toallas,
siempre húmedas, correspondían, para todos los
que por allí asomaban, a los dos encargos “oficia-
les” más la pella de barro para disponer.
A estas alturas todos conocían al recluta José Ma-
ría y nadie se asustaba de sus bromas, eso sí, en
tiempo libre, que más de una imaginaria se cargó
por los cachondeos que montaba a altas horas de
la noche en su gallinero, como él llamaba a su li-
tera, y con sus pollitos como llamaba al grupo sal-
vaje de reclutas que le seguía la marcha.

72
ELENA FRANCIS

Como amigo siempre estaba a lo que necesitaras,


como amante, lo – la podías encontrar en cual-
quier rincón gozando con quién se prestara a re-
cibir “los consejos” que dispensaba a cualquiera
que quisiera desahogarse. Aunque, en honor a la
verdad, más hubo de consultorios sentimentales
que de otra cosa.
Me contó en secreto - casi de confesión - el pro-
blema del cándido Ahturia, que llevaba todos los
días de campamento en una lucha feroz, no ya
con su conciencia, sino con “el qué dirán”, pues
estaba seguro de haber dejado preñada a una de
sus cabras allá en el pueblo. En la noche de quin-
tos, los amigos lo habían emborrachado y el
73
resultado es que, le contaron, yació en el pajar
con la más guapa que tenía.
Y ahí me tienes a Marijose, cual Elena Francis14
de consejera sentimental de turbios amores
zoofílicos. Finalmente consiguió convencerle de
que estaba en un error, o más bien engañarle o
¡quién sabe! De lo que sí sabemos es de las men-
tiras piadosas. Le prometió averiguarlo todo lla-
mando por teléfono a su pueblo e indagando en-
tre los amigos, una fortuna en conferencias de
entonces. Finalmente, Marijose no se gastó una
peseta en fichas telefónicas, pero el resultado
fue óptimo para el bueno de Santiago al que ex-
plicó sus “averiguaciones” en detalle… todo ha-
bía sido una broma y la noche de autos, él, la
pasó en grande con una guapa leonesa en la ca-
pital del antiguo reino. ¡Qué más habría querido!
O no. Pero el alcohol hace estragos.

14Elena Francis fue un personaje radiofónico. Se trataba de un


consultorio sentimental que permaneció en antena entre los
años 1947 y 1984, aconsejando según los cánones de la
época. Hasta 1982 no se dijo que era un personaje ficticio. La
locutora Maruja Fernández fue la que le puso voz durante el
más largo período de tiempo.
74
Parece que finalmente dio paz a aquella alma en
su zozobra. Lo que no quitaba que, el fogoso pas-
tor, tuviera una especial fijación con su “rubia”,
como llamaba a la cabra de sus pasiones.
- Que no quiero yo nada malo para mi rubia. Ni
para mí, claro –. Y su consejera, solícita, acunaba
al compungido pecador siguiendo el bieninten-
cionado refrán de amor con amor se paga. Un
poema –.
- Pues Marijose, si tú lo dices es que lo has averi-
guado y será verdad, pero no me acuerdo de
nada. Muchas gracias, muchas gracias... ¡qué ca-
brones! ¡Y yo dándole vueltas cada noche, sin
dormir de cómo saldría esa criatura…! Me has
salvado la vida… me has salvado la vida… Anda,
toma, coge este paquete de Celtas que no olvi-
daré tan gran favor.
- No te achares Santiago, que tus amigos tienen
mu mala jindama. Y estate tranquilo… y muchas
gracias a ti, yo solo fumo Chesterfield.
En la misma confidencia que tuvo conmigo, no
pudo callarse lo mal que le sentó que le regalara
75
un paquete de Celtas – ¿Tú te crees? de la que lo
saqué y me regala un paquete de Celtas, si lo sé
dejo que le nazca “lo que fuera” –.
Yo no podía aguantar de reírme, pero él insistía,
muy serio, en la imagen del Ahturia dando el bi-
berón a “lo que fuera”.

En cualquier caso, Marijose o José María (que en-


tonces – y hoy – lo llamaba según viniera la situa-
ción) era feliz sacando a los amigos de problemas
sentimentales, no sé si por cotillear o por una re-
cóndita vocación de confesor, lo cierto es que co-
nocía la vida y milagros de la mitad de los que ha-
bitábamos aquellos barracones.
Yo recibía muchas cartas de familiares y amigos
(al auge del WhatsApp le quedaba casi medio si-
glo), un día me ve leyendo una y debió observar
algún gesto de contrariedad en mi expresión. La
verdad, no era para menos.
Se acerca, me mira y mi sonrisa no le convence.
- Hoy no estás feliz – me suelta sin más preámbu-
los –.
76
- Ya está aquí el adivino – le contesto con ningu-
nas ganas de compañía –.
- Te equivocas, no ha venido el adivino, pero sí
Elena Francis. – Y se harta de reír con sus aspa-
vientos habituales –.
- La madre que te parió, Marijose. Seguro que
está en el cielo – le digo de manera desabrida –.
- Y me ilumina. Y me lo cuenta todo. Vamos, que
están clavadas dos cruces en el monte del ol-
vido… ¿me equivoco? Esa cara no es de otra cosa.
– contesta con mirada picarona –.
- Te equivocas. Solo está clavada una cruz.
Y ahora vete a pelar papas que me he enterado
que hoy tienes cocina. – le dije, intentando que
me dejara solo rumiando mi historia –
En un gesto brusco me arrebata la carta de las
manos al tiempo que dice: “Trae pa cá que lea yo
eso” y sale corriendo para evitarme y alejarse de
todo lo que sale de mi boca
– No leas ni una palabra que eres una cotilla (…),
por favor, por favooor, no leas la cartaaaa… –

77
grité desesperado y no te refiero más, pero pue-
des imaginar…–
Nada impide lo inevitable, se pierde de mi vista y
vuelve al rato pidiéndome perdón.
- Perdóname, pero yo tenía que leer esto. Lo
siento. Lo siento muchísimo. Ay pobrecito mío,
pero a quien se le ocurre declarase por carta.
Aaaanda que eres más tonto que Abundio. Ven
aquí que te consuele. ¿Sabes qué te digo? Que
más oportunidades tengo... Ven Adán mío, ven
aquí conmigo… que la mancha de la mora con
otra mora se quita y tengo que sacarte esa cru
que tienes clavá en el corazón.
- Por favor Elena Francis, déjate de ostias que no
estoy para guasitas. – Se acerca más, me abraza
y lo aparto de forma bastante antipática, la ver-
dad –. Noooooo, no te acerques más que te co-
nozco. Anda, haz un intermedio y “no me pises lo
mojao”. Venga, nos vamos a buscar al Cai y com-
pañía y abrimos “el Corral de la Pacheca”. –
¡Para qué le hice tal rechazo! Me empuja, se
pone de pie y me sentencia muy serio:
78
- Oye, no te guasees que mis consejos pa ti son de
corazón. Pero de mu dentro. Te perdono porque
estás sufriendo, pero que lo sepas que eres mu
esaborío, pero que mu esaborío.
¡Que lo sepas!
Ahí te quedas. Lo has conseguido: Ahora sí que ya
tienes clavadas dos cruces en el monte del ol-
vido... me voy a pelar papas.
Creo que lo peor fue decirle la frase que, por él,
se había hecho famosa en todo el campamento.
Y te explico. Pidió encargarse de la limpieza del
barracón, teniendo al Guinea de ayudante “…que
yo soy mu limpia y no me fio de nadie “, así que
toda la compañía destacaba por su olor a lejía,
tanto, que temíamos por el color de ébano de
nuestro africano. Si alguien osaba entrar cuando
él y “su” Guinea estaban en plena faena (me re-
fiero al fregado del barracón), lo paralizaba con
un estridente “¡NO ME PISES LO MOJAO!”. Pues
bien, de este modo y sin saber cómo, ante situa-
ciones personales en las que no querías que
otros entraran, o sencillamente para sustituir el
79
“no te pases”, todo recluta de nuestro barracón
y más allá, había adoptado aquel grito que se ex-
presaba, más o menos matizado, según fuera la
situación que lo merecía. A José María, pese a su
habitual buen humor, le sentaba fatal escuchar la
mencionada frase en boca de otro y “fuera de lu-
gar” como solía decir en señal de protesta.

Y para terminar de contarte aquellos preñados


tres meses, también te diré que hubo de todo y
para todos, en particular para mi buen amigo.

Peló (hizo) más imaginarias que nadie, conse-


cuencia de su seguridad y desinhibición, de no
callarse (casi) nunca, pero le importaba poco. In-
tentaba que fuera la última, decía que le gustaba
ver amanecer con el sonido de la diana, pero
quien le gustaba verdaderamente era el turuta15
y de este modo justificaba echar un ratito de chá-
chara con él.

15
Turuta, nombre que se le daba al soldado que tocaba la corneta.
80
También pasó algún día por el talego (cárcel) no
por su condición ¿o sí? sino porque, para él, el
cachondeo formaba parte esencial de la vida y
aquella vida, pues ¡qué quieres que te diga!, te-
nía sus reglas. Por otro lado, era un tirador mag-
nífico, de lo que se ufanaba en cualquier situa-
ción, sobre todo para compararlo con sus lances
amorosos, “donde pongo el ojo pongo la bala”,
me decía después de sus ficticios éxitos. Eso sí,
en la mayor de las confidencias: “pa ti pa mi na
má”.
Años después y ya en Barcelona, cuando conocí
y compartí grandes momentos con el querido y
desaparecido cantillanero Ocaña, veía a Marijose
en su tragicomedia.

81
ESTUDIAR CON CORRIENTE TRIFÁSCA.

El “arte” siguió marcándome el resto de la mili.


“Predestinado” a Sevilla, “me acogió” un te-
niente coronel, que había cursado Bellas Artes y
era amigo de un amigo de un amigo de mi pa-
dre… etc. De modo que seguí con mis estudios
(repito, lo que hoy tan pasado de moda está y du-
rante el franquismo se llamaba “un enchufe”, en
mi caso fue un trifásico,16), eso sí, cada viernes
me llegaba a su casa, cogía el 1500 del garaje y
ya en el cuartel lo dejaba al lado del economato,
junto a las cocinas en la zona de carga (digo solo
“carga” porque nunca descargué) y esperaba

16
Trifásico, en aquel argot era lo máximo en enchufe.
82
media hora tomando un quinto en la cantina (el
quinto no tiene nada que ver con la mili, es una
medida, un quinto de litro, vamos, un botellín de
los de ahora). Pasado ese tiempo, el soldado de
turno me avisaba y vuelta a casa del coroco17.
Nunca abrí el maletero. Dejaba el coche con su
carga en el garaje y subía las llaves entregándolas
a su señora, tan amable como siempre:
- Gracias como siempre.
- No hay de qué, señora.
- Oiga, y cuál es su verdadero nombre… que eso
de “El Artista” como dice mi marido… – Sonrío,
bajo la mirada y… ¡Dios, no era posible que pre-
guntara por mi nombre! –.
- Juan mismo, señora.
- ¡Anda, como mi marido!
- Mismamente - dije para salir del paso.
- Y qué ¿que no le gusta?
- Noooo, que va, es una broma. Ea, pues gracias
y buen fin de semana.

17
Coroco, entonces forma jocosa de llamar a esta graduación.
83
- Espere Juan. Tenga, para que se tome una
cervecita.
- No, gracias señora, ya me he tomado una.
- Pues que sean dos, Juan, que sean dos.
Y con una amable y maternal sonrisa me despe-
día hasta el próximo viernes después de aceptar
el óbolo. Como siempre.
Llegado su momento, un viernes, en vez de to-
marme la cerveza en la cantina me dirigí a las ofi-
cinas. No había tensión, me sentía relajado, aquel
momento abría una nueva etapa. Llevarme la li-
cencia en el bolsillo (además de conducir el 1500
por última vez) no suponía un gran cambio en mi
vida cotidiana, pero pasaba la página.
Eso sí, a partir de ahora, la segunda “cervecita”
también correría de mi cuenta.

Atrás quedaban Marijose y José María, el Guinea,


el Cái, el Ahturia… Juan, Pedro y hasta aquel Ar-
tista sin nombre. Y aquellas angustias. Aunque, la
verdad, quizá aquellas “angustias” nunca lo

84
fueron. Cosas de la edad, de aquella edad. Quizá
tampoco existieron ellos y también son cosas de
la edad, pero de esta.

85
SOBRE UN NO DEBATE Y MISTERIO RESUELTO.

- Por lo que cuentas, tu mili y hasta el campa-


mento fue un paraíso ¡erais todos felicísimos!
- Tau ¿Lo dices con ironía o no has puesto aten-
ción? –me pregunta más serio de lo que podía
esperarme –
- Es que ya te digo, la mía fue entre una putada,
además de anodina, y una pérdida de tiempo.
- Pues ya sabes la mía. La mili era como era, y no
es una perogrullada. Entrar en otros matices no
es hoy mi objetivo y cuestionar otras experien-
cias tampoco, así que dejamos para mejor día tu
intento de abrir un debate al respecto, que por
hoy ya está bien despachado el tema.
Y para cerrar el paréntesis donde pretendías
86
entrar, que te conozco – me mira sonriendo –,
sobre las bondades y maldades de la mili, coge a
cualquier otro de entonces y si era tan anodino
como tú, pues claro, ¡tienes una mili anodina!
-¡Qué cabrito eres!... y el que no, para artista – le
digo sin abandonar el buen humor –
Pues tengo una penúltima curiosidad ¿por qué a
la esposa del coronel y a la del capitán no les di-
jiste tu verdadero nombre? Me parece un miste-
rio sin resolver.
- Muy fácil, tanto uno como otro lo sabían, así
que, lo normal, es que fueran ellos los que se lo
dijeran a sus respectivas. No lo hicieron y yo me
declaré en “huelga de nombre”. Sin más.
- Bien, es tu explicación, pero resulta raro ¿no?
- Raros ellos; finalmente, terminé por tomármelo
como otro divertimento, sin trascendencia. Por
cierto, uno de los viernes, el soldado que me avi-
saba de que la carga estaba dispuesta, me en-
tregó un sobre que le habían dado para mí y ahí
sí constaba mi nombre y apellidos. Y, ¡oh sor-
presa!, en su interior venían dos fotos. En una de
87
ellas posaban Angustias vestida de novia son-
riendo a su apuesto y condecorado capitán. De-
trás de los dos, colgado sobre la chimenea y con
un marco costeadí-
simo estaba “la mu-
chacha del cántaro de
Lucena” ¿y qué ponía
en la dedicatoria? Pues
lo dicho: “Para nuestro
admirado “Artista”,
siempre agradecidos,
Rafael y Angustias”. La
otra foto era del cuadro solo.
- ¿Y las conservas? – le pregunté – no sé, lo me-
nos sería poder verlo tras tantas peripecias. Y te
prometo que esta es la penúltima curiosidad.
- ¿No era la anterior la penúltima?
Sí, con el color algo ido, pero haré que las recu-
peren y te las envío escaneadas junto a las de “los
bustos” y otras más.
En la foto que están ellos, recortaré a los prota-
gonistas, pues sabe Dios… y para completar tu
88
información, no firmé el cuadro. Abajo a la iz-
quierda, rotulé lo que sigue:
“LA MUCHACHA DEL CANTARO DE LUCENA.
Autor anónimo, basado en LA FUENSANTA de Ju-
lio Romero de Torres”.

Y ahora venga, la última curiosidad.

89
LOLA.

- Gracias, porque me da que ya la supones. Te


prometo que con esta concluyo: ¿Seguiste en
contacto con José María?
- Ni de Marijose ni de José María supe más,
nunca, pero de Lola sí.
- ¿Lola? – y abrí los ojos como platos, a estas al-
turas introducir un nuevo personaje no me pare-
cía de recibo –
- Sí, Lola. Pero eso tiene más de una mañana de
cháchara. Solo un anticipo.
En la Feria de Abril de 1991, llevé a unos clientes
italianos a ver una corrida de toros en la
Maestranza, ya sabes, aquello de añadir al valor
90
profesional de tu empresa, “un detalle” de corte-
sía. Y al caso en tendido bajo.
Ortega Cano estaba luciéndose, aunque con el
estoque perdió la oportunidad de cortar las dos
orejas.
Con todo, el respetable le aplaudió y se oyeron
¡oles! y voces eufóricas como reconocimiento a
las faenas del maestro en toda la lidia. Dos gradas
más arriba de donde nos encontrábamos, desta-
caba una aficionada con sus aplausos y gritando
con ánimo: ¡Artista, que eres un artista!
Miré sin más, como al resto del público que
aplaudía en pie, haciendo un recorrido visual por
toda la plaza. En ello estaba cuando un susurro
en mi oído hace que una descarga “trifásica” re-
corra todas mis vertebras.
- Artista, ¡tú sí que eres un artista!
La espectadora, una racial y bella mujer entre
Lola Flores y Rosarillo, sonreía a mi lado mirán-
dome fijamente. No sé cómo, pero contuve dos
lágrimas de emoción.

91
- ¡¿Marijose?! – Exclamé entre incrédulo, emo-
cionado y casi sin aliento –
- No, Lola. – Me dice con sonrisa de gozo y ojos
también humedecidos, dándome un abrazo en el
que nos fundimos –
No podía creerlo, estuvimos así ni sé el tiempo y,
sin separarse de mí, llama imperiosa al elegante
señor de la grada con el que me pareció que es-
taba.
- ¡Pedro, baja!
Y Pedro baja. Ella, sin soltarme de la cintura, hace
las presentaciones de rigor.
- Mira, este es mi marido, quince años lleva so-
portándome, ¿verdad Pedro?
Y Pedro afirmando con la cabeza, corrobora ver-
balmente.
- Verdad.
Y los dos se miran y sonríen de forma amorosa y
entrañable.
-Y él es Adán, mi Adán, te quiero mucho Pedro,
pero tú siempre serás mi Adán, canalla. – dice

92
mirándome sin soltar el abrazo – Que te fuiste del
paraíso sin dejarme morder... la manzana.
Y se ríe a carcajadas, y la marca indeleble de un
beso lleno de cariño, queda en mi mejilla.

93
¿CONTINUARÁ?

- Venga Tau, otro día seguimos – suplica mi inter-


locutor/narrador –. Se ha alargado la sobremesa,
pero es que con la segunda parte podemos pasar
de la cena al desayuno sin problemas.

Esto promete, perseverante lector, y parece que


continuará, pero… sabe Dios cuándo podremos
los amigos, de estas edades, compartir mesa y
mantel o dos copas de Montilla-Moriles a pie de
barra y sin máscaras de por medio. Aunque, pen-
sándolo bien, tampoco tiene importancia si lo de-
jamos aquí, los CUENTOS DE LA MILI no tienen
más categoría narrativa que la de ser “embustes
verosímiles” o directamente embustes.
Entenderás ahora el subtítulo: HISTORIAS DE AN-
TES DEL CORONAVIRUS.

Salud y normalidad, de la antigua.


94
NOTA ADJUNTA AL ENVÍO DE LAS FOTOS:
“Tau, te adjunto detalles a
las reproducciones: La pri-
mera es el recorte de la foto
con los novios, le sigue “La
muchacha del cántaro de Lu-
cena” enmarcado, y abajo el
cuadro “La Fuensanta” origi-
nal, aparecido en 2006 en Ar-
gentina donde Mercedes
Valverde, entonces directora
de los Museos de Córdoba, lo
certificó.

Su propietario es un coleccio-
nista particular. Hasta aquel
momento, solo se conocía
por la foto que el propio pin-
tor hizo (y las reproducciones
en blanco y negro), de donde
se sacó para el grabado del
billete de 100 pesetas. La similitud del color del ropaje de
la copia de Cerro Muriano con el original (matices y ento-
nación aparte) fue pura casualidad, aunque, como ya te
dije, respondía a motivos patrióticos”.

95

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