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Sumário

Apresentação
PARTE I - DEMOCRACIA E POLÍTICA
La democracia, los derechos y el Estado
Eduardo Rinesi
Las particularidades de los avances democráticos y sociales en el caso del Uruguay Frenteamplista
Gerónimo de Sierra
Algumas observações sobre a crise do ciclo progressista
André Singer
Por que a reforma política?
Marilena Chaui
Política y democratización: algunos desafíos para la teoría crítica contemporánea
Gisela Catanzaro
¿Puede la cultura política ser despolitizante? Sobre el espesor
de los principios de (di)visión de lo político en base a información
estadística de la ciudad autónoma de Buenos Aires (Argentina)
Emiliano Gambarotta
Um teclado à mão e uma ideologia na cabeça
Jair Pinheiro
Derechos (diez tesis)
Sebastián Torres
Ciclo repressivo: origem do neototalitarismo?
André Rocha
PARTE II - DEMOCRACIA E CULTURA
Los intelectuales y los gobiernos populares de América Latina
Horacio González
Filosofía y democracia en América Latina
Diego Tatian
La dialéctica, el posestructuralismo y América Latina
Mariana de Gainza
Las configuraciones ideológicas como enigmas y desafíos para la democracia
Ezequiel Ipar
Discriminaciones y democracia
Oriana Seccia
La justificación ideológica de la desigualdad en la cultura del neoliberalismo
Agustín Lucas Prestifilippo, Lucía Wegelin e Eugenio Garriga
¿Transformar la esfera pública? Notas sobre la restricción
a los monopolios en la ley de medios (26.522)
Nicholas Rauschenberg
Apresentação

Estes ensaios foram escritos entre 2013 e 2016, isto é, no momento de transição entre o ciclo
histórico de expansão das democracias latino-americanas e o ciclo histórico de contração das
democracias e reposição de regimes repressivos. Os escritos de autores e autoras surgiram por
ocasião dos debates realizados no GT CLACSO “A formação da cultura democrática pelas esquerdas
latino-americanas”. Os ensaios fundamentalmente refletem sobre aspectos estruturais e conjunturais
da experiência de expansão das democracias latino-americanas, mas apontam também para
autocríticas e para dificuldades de ampliação que já se punham naquele momento.
O livro surgiu por ocasião do Colóquio Internacional Desafios da Democracia na América Latina
que ocorreu na cidade de São Paulo em outubro de 2014. Como se poderá notar, alguns ensaios foram
escritos antes e outros foram escritos após as discussões do Colóquio. Por certo a democracia é a
questão comum que atravessa os diferentes textos, mas as discussões levaram a desdobrar esta
questão em quatro núcleos temáticos diferentes de acordo com quatro dimensões da realidade
histórica que perscrutávamos: política, cultura, sociedade e economia. O livro reúne os ensaios de
acordo com estes quatro núcleos temáticos e se divide em dois tomos. No primeiro tomo, os textos de
política e cultura. No segundo tomo, os textos de economia e sociedade. Esta organização nada tem
de rígida e nem poderia, pois grandes textos que compõem esta coletânea articulam todas estas e
ainda outras dimensões da vida social latino-americana. A organização é apenas esquemática e
editorial. Os textos podem ser lidos fora desta ordem e o diálogo que se perceberá entre eles
certamente se articula para além de quaisquer divisões disciplinares ou temáticas. A
interdisciplinaridade foi desde o início uma questão de honra para o GT que tinha entre seus
propósitos combater a especialização disciplinar que burocratiza e cega os pesquisadores.
O GT “A formação da cultura democrática pelas esquerdas latino-americanas” acaba de se
renovar com um projeto de pensar este novo ciclo histórico de contração das democracias que se
impôs de maneira rápida e violenta, como numa blitzkrieg. Diante disso, os ciclos expansivos que
vivemos na década passada quase já aparecem como nostalgia. Contudo, muito além da memória que
certamente não pode ser apagada de milhões de cidadãos e cidadãs, a própria realidade histórica
deixa seus sedimentos que podem ser rasurados, mas dificilmente apagados sem deixar rastros.
Neste sentido, a compreensão teórica dos ciclos repressivos que estão se impondo é tão
importante quanto a compreensão teórica dos ciclos expansivos que vivemos na década passada. Uma
compreensão da lógica histórica concreta das democracias latino-americanas exige dialetizar os ciclos
opostos. Afinal, uma compreensão aprimorada dos ciclos de expansão ou contração dos processos de
democratização da América Latina pode iluminar o presente não apenas por seus vínculos com a
história (compreendendo a articulação entre os ciclos opostos nos períodos da democratização, das
ditaduras, das décadas de 1950 e 1960 etc...), mas também por seus vínculos com o futuro. E no
presente em que vivemos é preciso avistar algum futuro para saber como agir em tempos adversos
em vez de sucumbir às sombras da resignação. O ciclo repressivo que se inicia poderá ser longo e
durar décadas, como as ditaduras do século passado, porém cedo ou tarde um novo ciclo de expansão
das democracias e das liberdades civis se intensificará nas sociedades latino-americanas.
PARTE I
Democracia e política
La democracia, los derechos y el Estado

Eduardo Rinesi1

Desde hace seis o siete lustros, el pensamiento de las ciencias sociales y de la filosofía política
desarrollado en la mayor parte de los países de nuestra región viene girando, de maneras sumamente
sugerentes, alrededor de la idea, de la noción, de la propia palabra “democracia”. Esta palabra, en
efecto, organizó el conjunto de nuestras preocupaciones desde los tiempos en los que empezábamos a
imaginar la salida de las situaciones de autoritarismo y de organización terrorista de los aparatos
estatales que caracterizó a todo el último ciclo de dictaduras que asolaron la región, y no ha cesado
de presidir todas nuestras reflexiones incluso después de que la “transición” –como se dijo– de
aquellas tremendas dictaduras a la vigencia de la constitución y de las leyes se hubo consumado. Pero
tan cierto como esto es que los sentidos en los que a lo largo de estos años usamos la palabra
“democracia” no fueron, durante todo este largo ciclo, los mismos. Por el contrario, es posible
sostener que, a lo largo del mismo, la palabra “democracia” fue utilizada de maneras diferentes, y que
el sentido general de esas diferencias es el que permite identificar el pasaje de un énfasis en el
problema de la libertad, o de las libertades (y muy especialmente, entre todas ellas, las libertades que
la teoría política ha calificado como negativas), a uno puesto en la cuestión, hoy central entre
nuestras preocupaciones, de los derechos.
En lo que sigue trataré de desarrollar esta idea muy general, y de preguntarme –y de
responderme– qué consecuencias tiene esta evolución, este desplazamiento (desde una idea de la
democracia, entonces, asociada a una preocupación por las libertades, y sobre todo por las libertades
negativas, a una idea de la democracia asociada a una preocupación por los derechos), sobre la
cuestión del Estado y de los modos de pensarlo. Y trataré de hacerlo tomando como inspiración y
como punto de partida el proceso que conozco algo mejor, que es el argentino, pero con la seguridad
de que los grandes trazos de lo que presentaré a continuación dicen algo de una transformación más
general que alcanza a la mayor parte de los países de la América del Sur. En la Argentina, entonces,
lo primero y más general que querría sugerir es que la noción de democracia fue utilizada
sucesivamente, desde los años del comienzo del final de la última dictadura militar, en cuatro sentidos
diferentes: primero pensamos la democracia como una especie de utopía, después nos la
representamos como una costumbre o más bien una rutina, más tarde se nos presentó como un
espasmo, y finalmente la empezamos a entender bajo la forma de un proceso.
A la salida de la dictadura, la democracia se nos aparecía como una utopía, en efecto, en el
sentido de que se nos aparecía como un horizonte o un puerto de llegada hacia el que debíamos
marchar, hacia el que queríamos caminar (y fue para nombrar esa marcha, ese camino, que nuestro
lenguaje político corriente tomó en préstamo de las viejas historiografías marxistas y de las un poco
menos viejas sociologías de la modernización y el desarrollo la palabrita “transición”), en un proceso
que tenía por un lado una dimensión institucionalista, una dimensión de, digamos, construcción
institucional: el diseño de un conjunto de instituciones democráticas que reemplazaran a las de la
dictadura, y por otro lado una dimensión culturalista, una dimensión de, para decirlo
gramscianamente, reforma moral e intelectual, que en los modos en que de manera dominante era
tematizada por entonces se presentaba como un proceso de reemplazo de las viejas “culturas
políticas” argentinas, presuntamente intolerantes y antidemocráticas, por una nueva “cultura política”
hecha de respeto por la diferencia, tolerancia hacia los otros y disposición a aceptar un conjunto de
reglas compartidas como marco de una convivencia civilizada y sobre todo –querría enfatizar esto–
libre.
Porque de esto se trataba, en efecto. A la salida de una dictadura muy tremenda, que había
abolido todas las libertades, lo que los argentinos poníamos a la cabeza de los atributos de una
sociedad vivible, de una sociedad aceptable (y a esa sociedad vivible y aceptable la calificábamos, de
acuerdo a la “buena fama” que la palabra había adquirido en Occidente sobre todo después de las dos
guerras mundiales, de “democrática”), era la vigencia plena e irrestricta de la libertad. La reflexión
sobre la democracia que queríamos construir, hacia la que buscábamos “transitar”, era una y la
misma que la reflexión sobre la libertad que teníamos que conquistar al final de ese camino de la
“transición”. Por eso, nuestros años ochentas fueron años de fuertes e importantes reflexiones sobre
esta cuestión de la libertad. Pensamos mucho sobre la libertad, releímos a los clásicos que habían
escrito sobre el problema de la libertad, volvimos a James Mill y a John Stuart Mill y a Benjamin
Constant y a Isaiah Berlin y retomamos sus clasificaciones y sus tipologías de la libertad y tratamos
de pensar, con ellas, los problemas de nuestro propio proceso de construcción de las instituciones y
de la cultura democrática que intentábamos establecer.
Entre esas tipologías y clasificaciones una muy famosa era la que había establecido Constant en
una célebre conferencia dictada en 1819, en la que había distinguido dos ideas fundamentales sobre
la libertad, a las que había nombrado como libertad “positiva”, o “de los antiguos” y libertad
“negativa”, o “de los modernos”. La primera es la libertad de los ciudadanos para realizarse a través
de los intercambios con los otros en la polis, de la participación (de la participación popular
“deliberativa y activa”, como decía Carole Pateman, a quien también leímos mucho en esos años), de
la discusión acerca de los lineamientos de la vida colectiva de la comunidad; la segunda es la libertad
de los ciudadanos de (o “frente a”) los poderes que podían asfixiarla o limitarla, como el poder de la
opinión pública, el de las corporaciones o el del mismo Estado. La primera de esas dos formas de la
libertad solía calificarse como democrática; la segunda, como liberal. Y una y otra “correspondían”, en
el modo en que se pensaban estos asuntos en aquellos años que ahora estamos recordando, a los dos
modelos (democrático y liberal, también) de organización de la vida política e institucional en los
países en los que los nuestros, en camino –en “transición”– a una vida institucional normalizada,
miraban el espejo de su propio futuro.
Porque la forma de ese dibujo ideal, de ese diseño del tipo de sociedad en la que los argentinos
esperábamos vivir, del tipo de sistema político bajo el que los argentinos queríamos ver organizada
nuestra convivencia, combinaba (como lo hacía el cuadro institucional de los sistemas políticos de los
países del cuadrante noroccidental del planeta) las instituciones y los principios que daban vida a esas
dos grandes tradiciones políticas que son, en efecto, la democrática y la liberal. La primera está
asociada al fuerte primado de la idea de participación popular, y la idea de libertad que le
“corresponde” tiene más bien la forma de la libertad “positiva” de Constant; la segunda, a la prelación
de la idea de representación política (los ciudadanos, al revés de lo que ocurre en la gran tradición
democrático-participativa, no deliberan ni gobiernan “sino a través de sus representantes”, los que, a
cambio, le garantizan no meterse con sus cuerpos ni con sus ideas ni con su correspondencia ni con
su domicilio), y la idea de libertad que le “corresponde” tiene más bien la forma de la libertad
“negativa” del pensador francés. Esas dos ideas estuvieron en tensión, entre nosotros, durante todo el
ciclo de la “transición”, que, más que serlo hacia algo que pudiera llamarse simplemente y sin
ninguna calificación una “democracia”, lo fue hacia una democracia liberal, o, como a veces se decía
en aquellos años, para señalar hasta qué punto los principios de la libertad negativa y de la
representación tenían preeminencia sobre los de la libertad positiva y la participación, hacia un
liberalismo democrático.
Lo cual, por supuesto, es perfectamente comprensible. Es perfectamente razonable, en efecto,
que, tras una dictadura en la que las más mínimas libertades de los ciudadanos habían sido destruidas
o arrasadas, en nuestro espíritu tuviera un valor más alto el respeto a esas libertades individuales
“negativas”, y la seguridad de su protección en el futuro, que la promoción de una libertad “positiva”
para participar en un espacio público que verosímilmente se nos presentaba más como una fuente de
todo tipo de temores y aun rechazos que como un campo interesante alrededor del cual organizar
nuestras militancias. Con una consecuencia, sobre la que querría llamar desde ahora la atención, y
que es que todo el pensamiento de esos años de la “transición” tuvo entre nosotros un marcado tono
antiestatalista. En efecto, en la medida en que el principal y más temible poder entre aquellos que
tendíamos a ver como amenazas reales o potenciales a nuestras libertades había sido, en el pasado
más reciente, el poder terrible del Estado, nuestro pensamiento de los años que siguieron tendió a
poner al Estado, a priori y casi por principio, del lado de las cosas malas de la vida y de la historia: a
pensarlo como un enemigo de la libertad, como un problema –y no como una herramienta– para la
construcción de la sociedad democrática con la que soñábamos.
Que es el modo en que siguieron pensándose las cosas en los años que sucedieron a estos de la
“transición” que ahora estamos recordando, cuando el paradigma “liberal” que había dado el tono de
nuestros intercambios de esos primeros tiempos posteriores a los de la dictadura dio lugar a una
nueva modulación de nuestros pensamientos bajo los auspicios de un clima de época que podemos
calificar de “neo-liberal”, y que, sobre la base de ese primado del principio de la representación y del
privilegio de una idea negativa de la libertad, favoreció un desplazamiento del eje principal de
nuestras preocupaciones de la zona de la política a la de la economía. En esa nueva escena, en la que
la democracia ya no se nos presentaba como un sueño particularmente glamoroso sino, como
sugeríamos al comienzo, como una costumbre o más bien una rutina, la libertad siguió pensándose
sobre todo como la libertad “negativa” de los individuos frente a los poderes colectivos en general y a
los del Estado en particular, y el Estado siguió poniéndose, por eso mismo, del lado de los problemas y
de los enemigos de la idea de una sociedad emancipada. Están claras todas las diferencias que hay
entre el pensamiento económico “neoliberal” de los años finales del siglo pasado y el pensamiento
político “liberal” de los años inmediatamente previos. Pero esas diferencias no nos deberían impedir
notar todo lo que hay de continuidad entre esos dos momentos de nuestra historia política y también
de la historia de nuestras ideas y de nuestras discusiones sobre la democracia y la libertad.
Una historia que a poco de cruzar el umbral del nuevo siglo se vería fuertemente sacudida por
los acontecimientos de fin del año 2001, que pondrían nuevamente en un lugar central (de un modo
tan intenso como inesperado) la idea y las diversas formas prácticas de la participación, de la
participación popular, como decíamos poco más arriba, “deliberativa y activa”, que como en una
especie de “retorno de lo reprimido”, como volviendo por sus fueros después de demasiado tiempo de
subordinación al principio, opuesto, de la representación política institucional, organizó lo que más
arriba presenté como la tercera idea sobre la democracia que conocimos en estos años de los que
aquí estamos hablando: la idea de la democracia como espasmo participativo, como agitación muy
intensa de las vidas y de las conciencias militantes, como recuperación de la noción (digámoslo así,
tontamente: “rousseauniana” por oposición a “hobbesiana”) de que es sólo la reunión pública del
soberano, del pueblo, la que garantiza una democracia que nos habíamos acostumbrado a pensar
apenas como el gobierno de sus representantes, a distancia de él y muchas veces contra él, o al
menos contra sus miembros más pobres y desprotegidos. Frente al desquicio político y social que el
país vivía en el inicio del actual milenio, esos sectores populares decidieron, por el contrario, ganar la
calle y los parques y las plazas y las fábricas y los centros de estudiantes del país y desarrollar
durante algunos meses el ejercicio de poner en práctica una forma de democracia altísimamente
participativa.
Que por supuesto no podía durar para siempre, entre otras cosas porque nadie tenía el deseo ni
la vocación ni la capacidad para garantizar que durara para siempre, y que por eso muy pronto dio
lugar a otra experiencia, que fue la del reencauzamiento institucional de la situación, primero bajo el
signo del conservadurismo popular que presidió la gestión provisional del senador Duhalde, y después
bajo el del populismo de avanzada que caracterizó la de Néstor Kirchner. Sobre la base de ese orden
recobrado y de un marcado cambio en el signo general de las políticas públicas, las dos presidencias
posteriores de Cristina Fernández de Kirchner terminaron de completar un ciclo (que corresponde al
último de los cuatro momentos que indiqué respecto a los modos en los que pensamos durante estos
años la cuestión de la democracia y la propia palabra “democracia”) en los que, en rigor, más que
hablar de democracia o de pensar en los modos de conquistarla o de consolidarla, lo que hicimos fue
hablar de democratización: de un proceso de ampliación, de profundización, de radicalización –si se
quisiera ponerlo de este modo– de esa democracia que teníamos y que tenemos. Por eso decíamos que
nos habíamos desplazado de la idea de la democracia como utopía a la idea de democratización como
proceso. Lo que ahora querría decir muy rápidamente es qué es lo que progresa y se desarrolla, lo
que crece y se profundiza, durante estos últimos doce o trece años de vida política en la Argentina.
O qué cosas, en plural, son las que conocen este desarrollo, que no lo es de una sola variable de
nuestra vida pública sino, por lo menos, de dos. Primero, la que veníamos considerando: la libertad,
tanto en su dimensión más “liberal” o “negativa” cuanto en su dimensión más “democrática” o
“positiva. Apenas voy a extenderme sobre esto, pero no quiero dejar de señalar que los gobiernos
argentinos que se sucedieron entre 2003 y 2015, a pesar de que tendieron a presentarse y a pensarse,
por supuesto que con toda la razón del mundo, como expresiones de una tradición democrático-
popular, o populista, de larga trayectoria y militancia en la historia de las ideas y de las formaciones
políticas argentinas, fueron también, por la simple razón de que las identidades políticas son siempre
el resultado de cruces y superposiciones y añadidos de componentes y valores procedentes de
distintas tradiciones (y de que en el kirchnerismo esa “mezcla” es especialmente evidente y rica),
promotores muy firmes y decididos de los distintos tipos de libertad que acá hemos considerado,
además de serlo también de un tercer tipo de libertad sobre la que todavía no dijimos nada, y a la que
no quiero dejar de dedicar al menos unas rápidas palabras. Vamos por partes, entonces, para ver
hasta qué punto este proceso de democratización reciente del que hablamos lo fue de desarrollo y
ampliación de la libertad, y de qué tipos diferentes y complementarios de libertad se trata.
Primero, de la libertad negativa o “liberal” de la que ya hablamos más arriba, y que durante los
últimos años del proceso político argentino conoció un importante proceso de consolidación y
profundización. En efecto, no fue ninguno de los gobiernos que a lo largo de la historia política
argentina se dio a sí mismo el título de “liberal”, ni al que los diarios soi-disants “liberales” argentinos
galardonaron con este calificativo, sino un gobierno que esos presuntos liberales argentinos
despreciaron y desprecian como populista y anti-liberal, pero que sin embargo contiene en la rara
“mezca” de tradiciones que lo definen un decisivo componente liberal (y que puede presentarse sin
duda como habiendo sido uno de los gobiernos más recuperablemente liberales que hayamos
conocido en mucho tiempo), el que decidió, verbigracia, eliminar las figuras de las calumnias y de las
injurias del mapa de las posibilidades de la censura estatal a la libertad de prensa en el país. O el que
dictó una ley de servicios de comunicación audiovisual inspirada en el típicamente liberal principio
que manda evitar la concentración monopólica de la propiedad de los medios. O el que mandó a las
fuerzas de seguridad de la nación, de un modo inédito y absolutamente celebrable, garantizar el
orden en las manifestaciones públicas de descontento o de protesta llevando sus cartucheras
desarmadas.
Segundo, de la libertad positiva o “democrática” de la que también hablamos, y que ya
vinculamos con el principio (dijimos: “rousseauniano”) de la participación popular deliberativa y
activa, que durante los años más recientes también se buscó promover de diversos modos, no sin las
tensiones que esa expansión provocaba con otro de los componentes de esa mezcla rara a la que
dimos el nombre –también raro– de kirchnerismo y que es lo que, sin entrar aquí en mayor detalle,
llamaré su marcado componente jacobino. Así, por ejemplo, llevando de 18 a 16 la edad mínima
necesaria para ejercer el derecho a elegir a nuestros representantes. O promoviendo la organización
de nuestros adolescentes y jóvenes en los centros de estudiantes de nuestras escuelas secundarias. O
favoreciendo una serie de mecanismos para lo que se ha llamado la “discusión participativa de
normas” que prevé amplias formas de participación popular, en foros, audiencias públicas y todo tipo
de escenarios, en la discusión de las leyes que se promueve que sancione, después, el Parlamento. La
Ley de Educación Nacional y –más todavía– la ya mencionada Ley de Servicios de Comunicación
Audiovisual, que fue discutida en enorme cantidad de ámbitos antes de serlo, en las cámaras del
Congreso Nacional, por los diputados y los senadores que acabaron por aprobarla, son buenos
ejemplos de esta vocación por alentar la libertad de los ciudadanos para participar en el diseño de su
destino individual y del destino colectivo de la sociedad.
Pero mencioné un tercer tipo de libertad. Querría llamarla acá, por oposición a la “liberal” (o
negativa) y a la “democrática” (o positiva), libertad republicana, y decir que se trata de un tipo o de
una forma de la libertad que parte de entender, como lo hicieron siempre las grandes tradiciones
republicanas, que nadie puede ser libre en una sociedad o en un país que no lo es, o, dicho de otro
modo, que el sujeto o el titular de la libertad no puede ser solamente el individuo (como lo es el de las
libertades negativa –que es la libertad del individuo frente a las amenazas exteriores– y positiva –que
es la libertad del individuo para realizar su vida y participar de las decisiones colectivas con los
otros), sino también el pueblo. El pueblo como sujeto colectivo, el pueblo como totalidad a la que
pertenecemos y que nos excede. Cuando Néstor Kirchner terminó de pagar la deuda que tenía la
Argentina con el Fondo Monetario Internacional, y cuando años después Cristina Fernández puso en
órbita un satélite de comunicaciones de fabricación nacional, uno y otra dijeron (y es sugestiva esta
coincidencia) que “a partir de hoy (del día en que dejamos de deber el dinero que debíamos a un
organismo financiero internacional, del día en que empezamos a depender un poco menos de los
monopolios informativos trasnacionales) los argentinos somos un poco más libres”. A esta idea de
“libertad” contenida en esta frase es a la que aquí estoy calificando como republicana.
Que es un tipo de libertad, entonces, que no es de los individuos, sino de un sujeto colectivo,
mayor (el pueblo: “los argentinos”, en plural). Somos “los argentinos”, en plural, los que nos hemos
vuelto “un poco más libres” a partir de esas dos decisiones que los últimos dos presidentes del país
celebraban con la misma frase. Y que es un tipo de libertad (segunda cuestión fundamental, que me
interesa subrayar especialmente) que no se realiza a expensas del Estado ni contra el Estado, que no
se “arranca” como una conquista a un Estado que la retaceaba o que la amenazaba, sino que, al revés,
se realiza o se conquista gracias al Estado, por medio del Estado y de la mano del Estado. En la gran
tradición republicana (digamos, para no abundar: en la tradición que va de Aristóteles a Hegel o de
Cicerón a Mariano Moreno o a Bernardo de Monteagudo –o a John William Cooke, como viene de
mostrar en un libro precioso, El peronismo republicano, el politólogo Cristian Gaude), no somos libres
contra el Estado ni en la vereda de enfrente del Estado: somos libres en el Estado, que no está del
lado de las cosas malas de la vida y de la historia, sino que es el ámbito en el que, como individuos y
como comunidad, nos volvemos seres plenos y plenamente libres. Esta idea de libertad (que así
articulada es un sinónimo perfecto, me parece, de lo que solemos llamar soberanía) ha tenido un
fuerte desarrollo durante estos años argentinos más recientes, y ese desarrollo, como el de las
libertades negativa y positiva de las que ya hablamos, es una parte decisiva del proceso de
democratización al que nos estamos refiriendo.
Pero este proceso de democratización tiene también, decíamos, otra dimensión fundamental. Que
es la del desarrollo, no ya de la libertad, en ninguna de estas tres formas que acabamos de presentar,
sino de los derechos. Esta palabrita, derecho, forma parte decisiva, en efecto, de la retórica
gubernamental pero también de la discusión pública cotidiana en estos últimos años argentinos y
latinoamericanos, que en todas partes son representados como años de expansión de derechos, de
ampliación de derechos, de universalización de derechos. Es decir: de realización de derechos, porque
los derechos, por supuesto, son universales o no son. O no son derechos, quiero decir. Si no son
derechos universales, si son derechos de estos o de aquellos, pero no de todos, no son derechos,
naturalmente, sino que son privilegios o prerrogativas. En ese sentido, es posible sostener que el
proceso de democratización al que nos estamos refiriendo es, entre otras cosas, el proceso por el que
nos va resultando cada vez más inaceptable, cada vez más insoportable, que un conjunto de
posibilidades vitales que nos habíamos habituado a representarnos (y a naturalizar) como privilegios o
como prerrogativas de algunos no sean posibilidades ciertas y efectivas para todos. Como la
posibilidad de, pongamos por caso, casarnos (que sólo hace poco tiempo dejó de ser, en la Argentina,
un privilegio de quienes querían casarse con una persona de sexo opuesto al suyo para pasar a ser un
derecho universal). O de ir a la escuela secundaria. O a la Universidad.
Por supuesto, es éste de los derechos un tema particularmente difícil y lleno de sutilezas
políticas, teóricas y filosóficas. Pero no podemos esquivar esa complejidad ni esas sutilezas: si
ponemos –como lo hemos hecho en la Argentina y en toda la región últimamente– el tema de los
derechos en el centro de nuestras consideraciones (como se dice: de nuestra “agenda”), tenemos que
estar a la altura del desafío que representa pensar este problema fundamental como parte decisiva de
nuestra pregunta mayor por la democracia. Y si aquí, en estas notas, no puedo aspirar a encarar todos
los enormes asuntos que se abren tan pronto como empezamos a interrogar a este viejo y
fundamental concepto del “derecho”, o de los “derechos”, sí querría, por lo menos, dejar planteadas
algunas orientaciones muy generales sobre cuáles son los asuntos que me parece que, en relación con
ese concepto y con su centralidad entre nuestras preocupaciones, deberíamos intentar pensar.
Para empezar: ¿qué es un derecho? ¿Qué quiere decir “tener” un derecho? ¿Qué digo cuando
digo –como decimos a menudo– que “tengo” un derecho? ¿Qué dice alguien cuando dice que tiene
derecho “a esto” o “a aquello”? Estas preguntas no son nada sencillas, y me parece que tiene sentido
empezar por ellas. Empezar por preguntarnos, entonces, qué se dice cuando se dice que se tiene un
derecho a algo, cosa que por supuesto tiene que poder querer decir (para nosotros, para esta
discusión, acá) algo distinto a lo que dice para el abogado positivista que nos respondería, a estas
preguntas que estamos formulando, diciendo apenas que decir que alguien tiene derecho a tal o cual
cosa quiere decir que en la Constitución, en los códigos o en las leyes del país donde vive ese sujeto
está escrito que ese sujeto tiene ese derecho que proclama. Esa respuesta, en efecto, no nos sirve
para la discusión filosófica y política que aquí estamos planteando, y esto por dos razones. Primero,
porque con frecuencia la Constitución, los códigos o las leyes de los países en los que vivimos dicen
que tenemos derechos que en realidad no tenemos. Segundo, porque con frecuencia nosotros decimos
que tenemos derechos que nuestra Consitución, nuestros códigos o nuestras leyes no dicen que
tenemos, y justo porque no lo dicen y justo para que lo digan de una vez.
Esas diferencias, esas tensiones, son interesantes. En verdad, creo que puede decirse, de manera
más general, que solemos usar la expresión “Yo tengo derecho a…”, que solemos proclamar un cierto
derecho (o que ese uso o esa proclamación nos interesan, no desde el punto de vista jurídico sino
desde el punto de vista filosófico y político), justo cuando, de hecho, no “tenemos” el derecho que
proclamamos tener. En efecto: nadie que puede comer dos veces por día anda por ahí dando
puñetazos sobre la mesa y sosteniendo que tiene derecho a comer dos veces por día. Sencillamente
porque lo tiene. Y nadie que puede ir a la Universidad, o elegir a sus representantes, o casarse, anda
por ahí levantando el dedo índice y gritando que tiene derecho a ir a la Universidad o a elegir a sus
representantes o a casarse. Y esto justo porque tiene, de hecho, esos derechos. Es por el contrario el
que no tiene, de hecho, el derecho a hacer esto o aquello el que lleno de santa indignación da
puñetazos en la mesa y levanta el dedo índice proclamando que “tiene” un derecho que, de hecho, no
tiene. Pero… ¿Pero qué?: Pero que debería tener. Ese “debería” es fundamental, y nos permite
entender toda la riqueza filosófica y política que contiene esta palabrita sobre la que estamos dando
vueltas, derecho, que contiene en su misma carne, en su mismo cuerpo, la tensión, fundamental, entre
el ser y el deber ser, entre el “hecho” y el “derecho”, entre la descripción y la prescripción.
Porque hay una fundamental dimensión prescriptiva en esta idea de derecho, y por eso nos
importan mucho las preguntas, como las que en los últimos años nos hemos hecho muchas veces en la
Argentina y en toda la región, acerca de, por ejemplo, qué derecho, de entre dos que en una cierta
coyuntura o circunstancia pueden enfrentarse o colisionar, debe ser privilegiado (¿cuántas veces nos
hemos preguntado si el derecho a la libre expresión de los reclamos de los trabajadores desocupados
que no tienen otro modo de hacer oír su voz que cortar una calle de nuestra ciudad o una ruta de
nuestro país debe ser más o menos considerado que el derecho a llegar horario al trabajo de los
trabajadores que sí tienen empleo, y a los que aquellos otros, eventualmente, pueden vedarles el paso
y con él la posibilidad de ejercer ese derecho?, o si no: ¿cómo resolver la pregunta sobre si debemos
privilegiar el derecho de un docente a tomar un curso de capacitación en un cierto horario en el que
normalmente debería estar dictando clases a sus estudiantes o el derecho de esos estudiantes a
recibir esa clase que por causa del ejercicio del “derecho a la capacitación” de su docente les quedará
sin recibir?), o la pregunta acerca de si hay tipos de derechos diferentes, o algunos que deban ser
considerados más intangibles que otros o superiores a todos los demás.
Es en este contexto, me parece, que hay que situar el tema, fundamental, de los derechos que
solemos calificar de humanos, y preguntarnos qué tipo de derechos son éstos que calificamos de este
modo. Porque es evidente que no hablamos de derechos humanos apenas para distinguir esos
derechos de los derechos de otros sujetos que no serían humanos, como los animales o el propio
planeta, como viene planteándose en zonas muy interesantes de la filosofía práctica contemporánea y
del derecho constitucional latinoamericano más reciente, sino para distinguir, entre todos los
derechos cuyos titulares son, sí, seres humanos, algunos que parecen especialmente privilegiables o
que tienen una dignidad particular. ¿Y cuáles son, entonces, estos derechos de una dignidad o una
naturaleza diferente, especial, seguramente superior? O, para preguntarlo de otro modo: ¿han sido
siempre los mismos, a lo largo de la historia de las sociedades (o de la historia de las sociedades
desde que pensamos a las mismas con el auxilio de esta categoría teórica de los “derechos humanos”
que aquí estamos examinando), los derechos que calificamos como “humanos”? Para no abrir el foco
más que lo que aquí podemos abarcar: ¿qué ha pasado con este concepto de derechos humanos, o a
qué derechos hemos calificado de este modo, como “humanos”, a lo largo del ciclo político del que
aquí nos estamos ocupando?
A mí me parece que a dos grupos de derechos diferentes, a los que prestamos atención distinta
en los distintos momentos de esta evolución que aquí estamos presentando. Al comienzo de la misma,
durante los años de la inmediata posdictadura y de lo que se llamó (ya lo dijimos) la “transición” a la
democracia, nuestra idea sobre los derechos humanos era esencialmente negativa: llamábamos así a
los derechos que el Estado (un Estado que acababa de mostrarnos –lo dijimos también– sus facetas
más represivas y más espeluznantes) había violado. Había violado en el pasado inmediato de la
dictadura que lo había hecho funcionar de manera terrorista. O seguía violando: seguía violando en la
medida en que los responsables del manejo de ese aparato terrorista del Estado no acababan de ser
juzgados y castigados, o seguía violando, también, en la medida en que algunos de los métodos de
aquel aparato represivo de la dictadura no terminaban de ser abandonados incluso en las nuevas
circunstancias de un régimen democrático de gobierno. Como fuera, lo “humano” de los derechos
humanos era lo que se volvía humano, por así decir, “por la negativa”: por la circunstancia de que
había sido o era el Estado el que había violado o seguía violando esos derechos. Casi como si entre lo
“humano” y el “Estado” hubiera habido una contradicción en términos. El Estado era enemigo de los
derechos humanos, y esos derechos debían ser preservados y defendidos frente a ese enemigo tan
temible. No estaría mal calificar de “liberal” a esta idea sobre los derechos humanos que fue la
nuestra treinta años atrás –y que es absolutamente fundamental no perder de vista y no abandonar.
Sin embargo, hay que tomar nota también de que en los años más recientes a esa lista de
“derechos humanos” (dijimos: negativos) en los que pensábamos al inicio del ciclo de la “transición”
hay venido a agregarse un conjunto de otros derechos, a los que hoy también calificamos como
humanos, pero que no lo son porque el Estado los haya violado o los viole todavía, sino porque es el
único que los puede garantizar, y respecto a los cuales no le pedimos por lo tanto al Estado que se
abstenga de quebrantarlos, sino que le exigimos que los reconozca, que los asegure, o incluso, si
fuera necesario, que los promueva de manera activa. Quizás, por oposición a aquellos derechos
humanos “negativos”, podemos llamar a estos “positivos”, como son sin duda positivos los derechos
humanos a la educación, a la vivienda, a la salud… Que (repitámonos, pero porque es importante) no
son derechos porque, de hecho, sean posibilidades ciertas y efectivas para todo el mundo (decir que
hoy los argentinos tenemos un derecho a la Universidad no significa chuparnos el dedo y suponer,
candorosamente, que asistir a la Universidad es una posibilidad efectiva y cierta para todos), sino
exactamente porque no lo son, y porque nos escandaliza y porque no soportamos que no lo sean.
Entonces: derechos humanos “negativos”, sobre todo al comienzo del ciclo de la transición (pero
también, necesariamente, hoy, cuando ciertamente el Estado y sus instituciones no han perdido su
capacidad para violar –y violan, de hecho, todos los días y sistemáticamente– todo tipo de derechos de
sus ciudadanos), y derechos humanos “positivos” que le pedimos al Estado que nos asegure a través
de políticas activas. ¿Hay en esto una contradicción, una paradoja, una inconsistencia? No: lo que hay
es una constatación de algo sobre lo que nuestras ciencias sociales deben, me parece, pensar
bastante más que lo que lo hemos hecho en este tiempo, que es la gran complejidad que tiene este
problema del Estado (ese monstruo “bicéfalo”, o “bifronte”, como suele decir Abel Córdoba cuando
presenta este problema), para cuya adecuada comprensión no parecen alcanzarnos las teorías, en
general excesivamente unilaterales, que tenemos. Y que en general oscilan entre una representación
del Estado como enemigo mortal y seguro de la libertad, como tendieron a pensarlo las grandes
corrientes críticas (liberales, socialistas, anarquistas, autonomistas…) de mediados del siglo XIX en
adelante, y una representación del Estado como sede de la realización y la perfección de esa misma
comunidad, como lo había pensado, antes que eso, el viejo maestro Hegel, y como hoy a veces se
sigue sosteniendo como si después de Hegel ninguna de esas grandes corrientes críticas a las que
recién nos referíamos nos hubiera obligado a revisar tanto optimismo.
Y no: sabemos bien –y es necesario, repito, no olvidar– que el Estado es un reproductor de
relaciones sociales muy injustas, un violador serial de los derechos humanos, un disciplinador de las
sociedades. No es necesario olvidar ninguna de las grandes enseñanzas que, contra Hegel, nos
legaron los grandes cuerpos de ideas emancipatorias producidas a lo largo de los últimos dos siglos.
Pero tampoco es necesario fingir que no hemos aprendido, como lo hemos hecho dolorosamente en la
Argentina y en toda la región, que no es del otro lado del Estado, que no es contra el Estado ni a
expensas de él, que habremos de conquistar la libertad, la autonomía, la realización individual y
comunitaria, porque lo que del otro lado del Estado suele haber es más bien la intemperie más cruel,
el desamparo más absoluto, el reinado de las fuerzas desatadas del mercado más descontrolado, y
porque con mucha frecuencia es el Estado, siempre que esté, por supuesto, gobernado de manera
democrática y con una orientación favorable al despliegue de la libertad y de los derechos, el que más
puede hacer para favorecer la expansión de la una y de los otros. Una teoría que pueda dar cuenta,
con toda la complejidad que el asunto requiere, de las características y de las posiblidades del
proceso de democratización que hemos vivido en la región y en el país en estos años (y que tenemos
muchos motivos para temer que entre hoy en la Argentina en una zona de retrocesos: será necesario
estar particularmente atentos a esta posibilidad) debe incluir como uno de sus componentes
fundamentales una teoría sobre el Estado mejor que las que tenemos.

1
Eduardo Francisco Rinesi es un filósofo, politólogo y educador argentino. Entre 2010 y 2014 se desempeñó como rector en la
Universidad Nacional de General Sarmiento. También se encuentra a cargo de la cátedra de Sociología dictada en el Colegio
Nacional de Buenos Aires desde hace ya más de 20 años.
Las particularidades de los avances democráticos y sociales en el caso
del Uruguay Frenteamplista

Gerónimo de Sierra1

Dentro del análisis de los procesos de influencia de partidos progresistas en la construcción


democrática en la región y los formatos diversos que eso ha tomado en América Latina, nuestra
exposición hará énfasis en el caso Uruguayo. Esto no por provincialismo, sino para tratar de señalar
las especificidades del largo proceso de construcción de las fuerzas populares y de construcción
democratizarte en nuestra sociedad. A pesar de que Uruguay es un país pequeño, en el análisis de los
procesos sociopolíticos el tamaño en sí mismo no descalifica la significación conceptual, teórica e
incluso práctica, de los procesos en los llamados “pequeños países”. Esto vale no sólo para Uruguay
sino como sabemos ha sido el caso de otros países pequeños como Cuba, en su momento Nicaragua, y
actualmente los casos de Ecuador y Bolivia.
Lo cierto es que si bien el Uruguay fue pionero en la región −desde el llamado período Vallista
del primer tercio del Siglo XX− en cuanto a la paulatina construcción de ciudadanía universal,
reconocimiento de derechos sociales y de construcción estable y legitimada de un sistema político y
de partidos, incluyendo los de izquierda, eso no significa que las fuerzas populares o progresistas y de
izquierda no hayan luchado durante décadas por mostrar el carácter limitado y burgués de dicha
sociedad. Ese carácter comparativamente más inclusivo y más democrático de la sociedad y la política
uruguaya explica por qué desde que yo tengo uso de razón, en todo caso desde que fui estudiante
universitario y fui a estudiar a Europa en los años sesenta, con bríos revolucionarios y reformistas,
muchos colegas y amigos me decían: “ustedes están locos, por qué quieren cambiar Uruguay si son el
mejor país de América Latina”. Y era cierto que los jóvenes progresistas de esa época queríamos
cambiar todo en el país, una masa de inequidades sociales y de prácticas corruptas acumuladas, de
estancamiento económico, encubiertos por una construcción ideológica dominante y utópica de un
Uruguay que nos parecía estaba ya agotado y que debía de ser transformado radicalmente.
Además ya se había producido la revolución cubana, y cualquier tema se veía atravesado por ese
hecho de impacto; todo se irrigaba de esa problemática planteada en el mundo por la irrupción en el
proceso latinoamericano de la revolución, primero democrático y antiimperialista, y luego socialista
en Cuba. Desde esos años hasta ahora está planteado el contraste entre quienes elogian al Uruguay,
mientras que entre nuestros políticos, militantes e intelectuales progresistas, nos parecía bastante
criticable el país y queríamos transformarlo profundamente. Pero la entidad de datos objetivos y la
opinión de los colegas de América Latina, de Europa, de Brasil, de Argentina de Perú, de Chile, siguen
apuntando a elogiar muchos aspectos de la estructura social, política y cultural del país en su historia
moderna. Insisto en que esa tensión ya se daba desde los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado.
En fin, yo veo ahí una contradicción que me parece vale la pena resaltar para ayudar a entender
los problemas de todos los procesos de América Latina; las especificidades del caso uruguayo,
alimentan la contradicción de visiones sobre su enfoque de análisis y su práctica, y eso ilumina el
problema teórico del análisis de los otros procesos latinoamericanos.
Hace años que trabajo en sociología política de América Latina, enseño sobre América Latina, y
he vivido en muchos países de América Latina; a veces obligado por la circunstancias, otra veces por
gusto y por invitación para trabajar. Y siempre he combatido intelectualmente la idea de que pueda
hablarse de América Latina como un todo homogéneo. Casi nadie defiende eso teóricamente pero
muchos análisis de derecha y de de izquierda razonan de hecho como si realmente lo fuera. Como
digo en un libro publicado hace unos años, que se llama América Latina, una y diversa, se trata
justamente de eso, de percibir que es una y diversa al mismo tiempo; ello obliga a un proceso de
construcción intelectual que dé cuenta de por qué hay elementos que permiten estudiarla como
América Latina y por qué es una superficialidad comparar sin mediaciones analíticas el proceso
político y social de Bolivia –o del Brasil− con el del Uruguay en tal o cual momento histórico, ya sea
en los años cincuenta, setenta, o noventa. Son todos latinoamericanos, pero son sociedades
diferentes, sistemas políticos históricos diferentes, construcción histórica de ciudadanía diferente, y
lo mismo sus estructuras concretas de clases y fracciones. Por lo tanto, quien no entiende eso, no
dará cuenta adecuadamente de lo común de los procesos de construcción democrática en su profunda
heterogeneidad y diversidad, lo que es parte del propio proceso de construcción democrática en la
región.
Entonces, mi análisis de éstos últimos diez o quince años en América Latina, o por lo menos en
América del Sur, es que se ha producido una especie de irrupción que yo llamo plebeya, que se
entiende lo que quiero decir aunque quizás no se técnicamente el término adecuado, pero plebeya
porque hay actores subordinados o marginados que entran en escena, a veces solos, socialmente
hablando; movimientos sociales que hacen política con las muchas formas que, cómo se sabe, se hace
la política; otras veces articulados en procesos políticos más amplios, ellos como movimientos
populares o sociales se articulan directamente con la política. Son procesos originales que surgen
luego del fracaso de los procesos revolucionarios de los años sesenta y setenta en América Latina, que
no podemos analizar aquí.
Los procesos concretos de construcción democrática progresista hoy día obligan a precisar el
horizonte conceptual en el cual trabajamos. No debemos olvidar que después de Bolívar, en su
momento la Cepal pensó América Latina como un todo en términos de integración, producción,
generación de industria, mercado etc. Aunque sabemos que fue un desarrollismo que no prospero a
largo plazo.
Y el siguiente momento alto de la propuesta de democratización e integración Latinoamericana,
fue un proyecto orientado a la democratización y al socialismo, que simplificando podemos decir que
era el proyecto del Che y de los movimientos socialistas y comunistas que quería la revolución
socialista en América Latina, muchos de ellos inspirados en un sentido amplio o general en el proceso
de Cuba, pero impulsados por situaciones endógenas nacionales y subregionales. Sabemos que en
Perú hubo tres intentos reales de organización guerrillera, en Argentina tres o cuatro en distintos
momentos, en distas regiones y ciudades, con distintas denominaciones. En Uruguay dos, en San
Salvador, en Santo Domingo, en Venezuela, en Colombia; ello sucedió en distintos momentos, pero es
indudable que existió una relación esquiva en esos movimientos políticos entre democracia,
socialismo y economía. En ese momento se plantea que no hay posibilidades de construir ni desarrollo
material ni democracia en América latina si no es cambiando el modo de producción, las relaciones
sociales de producción, construyendo el socialismo, y esa propuesta en ese momento tuvo un gran
impulso en muchos países; la propuesta de un proceso de integración revolucionario construyendo
socialismo como condición necesaria para la solución a los problemas de cada país.
Para ejemplificar la idea de los momentos y su contexto puede usarse justamente el caso del
Presidente Mujica, que fue guerrillero y revolucionario en los años sesenta y setenta. Y en ese
momento todos nosotros lo hubiéramos criticado muy duramente como reformista si hubiera dicho lo
que hoy dice al afirma que lo primero que debe hacer un gobierno progresista es que la gente coma
todos los días. Diríamos que ahí hay un renunciamiento o postergación de la propuesta revolucionaria
y eso en aquel momento era intolerable para las juventudes, más lúcidas de América Latina; más
lúcidas, instruidas y militantes sea por la vía sindical, sea de los partidos que formaban militantes, sea
por la Universidad. Eso era así porque había un horizonte de construcción de democracia que pasaba
por la transformación del modo de producción de bienes materiales y de las relaciones de producción
sociales respectivas, y como se entendía, que era muy difícil producir eso por elecciones, se
organizaba o no se descartaba la lucha armada como camino para derrotar el gobierno; era un modelo
de práctica política de decenas, de centenas de miles de jóvenes y de viejos, profesores, alumnos,
militantes, campesinos, obreros. Hoy día a los alumnos le parecería chocante que deban salir de clase
porque tengan una reunión en la que van a conspirar, y más aún si de repente los llevan preso, o
mucho más si de repente los matan. Ese activismo revolucionario fue posible por un contexto histórico
que ya no es el de los últimos lustros.
Al cerrarse ese ciclo se produce algo realmente nuevo en América Latina, y es que las masas
populares, incluso las analfabetas, incluso las más discriminadas, los indios, los mestizos, los negros,
los mulatos, todos los segregados del mundo, lograron ser interpelados por dirigentes políticos
progresistas, algunas veces siendo ellos mismos dirigentes políticos, e hicieron algo que no había
sucedido antes en la región en esa escala, es decir , tomaron la palabra, hicieron la filosofía práctica y
votaron una y otra vez contra los medios de comunicación, contra el dominio de las más media, contra
los lugares comunes, contra el poder del capital concentrado, contra las multinacionales.
Es en ese contexto de nuevo tipo que se produjo la traducción política −a nivel de la gestión del
Estado y el gobierno− de las voluntades y deseos populares que eligen y eligieron con mayoría
importantes a dirigentes de nuevo tipo, algo impensables en períodos anteriores. En cada país en
contexto y procesos diferentes, pero con el mismo resultado. Y ejerciendo el voto para buscar
horizontes de cambios. La radicalidad o lo nuevo de ese hecho está más allá de las políticas concretas
que esos dirigentes electos hayan luego llevado a la práctica, o por cuánto tiempo lo hayan hecho.
Esto sucedió en Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Venezuela y en Paraguay. Pero al mismo
tiempo debemos constatar la fuerte diferenciación de los procesos concretos en cada país.
En Bolivia Evo Morales es un indio y dirigente sindical, lo que en Bolivia es mucho decir como
indicador de subordinación simbólica y práctica en la sociedad, y fue electo aupado en fuertes
movimientos sociales populares. También Lula emerge como dirigente sindical, y estaba muy lejos en
su inicio de ser presidenciable y tenía una cantidad de “defectos” para ser presidente del Brasil. El
hecho que haya sido primero casi elegido, luego elegido y reelegido, es un elemento de norme
potencia en la construcción democrática político y social de este país. Es cierto que en Brasil el PT ha
sido de hecho el articulador entre el gran capital, movimientos sociales, corporaciones sindicales y
ciudadanas, y que no tiene un proyecto socialista; pero con él hay una trasformación, un golpe
fundamental a la forma de moverse el proceso de construcción democrática en Brasil. Ni que hablar
en Bolivia, donde si uno va a análisis muy técnicos puede decir que esa Constitución no podría
funcionar, que ese sistema político va a quebrar; quebrará o no, eso no importa para este nivel de
análisis, pero es indudable que hay un proceso de incorporación a la política, en el sentido de toma de
palabra, de actores que no la tenían, y de articulación con la gestión pública que es muy
revolucionario. Si bien sobre todo en Bolivia y en Ecuador, en etapas previas hubo un gran papel de
los movimientos sociales haciendo política, emitiendo documentos programáticos, cortando carreteras
con árboles, llevando a las familias, a las mujeres, los niños, ocupando las plazas; sin embargo lo
nuevo es que eso se organiza en forma política y hasta electoral, y en una forma nueva de gestión
estatal.
Incluso en Paraguay, dónde ni siquiera había movimientos sociales tan fuertes como en Ecuador
o Bolivia, sin un movimiento político propios de real envergadura, el obispo Lugo es llevado al
gobierno como expresión de soberanía plebeya, de rebeldía popular en alianza con clases medias, y es
electo presidente con neta mayoría de votos. La implementación de su programa inicial fue muy
parcial y luego fue depuesto sin gran resistencia popular. Pero lo significativo en este análisis es el
camino peculiar paraguayo que llevó a esa circunstancia en un momento histórico regional favorable.
A su vez en Venezuela se dio un proceso totalmente distinto, reforzando la hipótesis de que no en
todos los países se potencian las mismas dimensiones del proceso de construcción democrática; no
hubo allí movimientos sociales y políticos partidarios que llevaran directamente a Chaves al poder,
como sí los hubo en Bolivia, como lo hubo en Ecuador y lo hubo en Uruguay, y en Brasil. Fue otro tipo
de proceso, centrado en la crisis del viejo sistema político y de partidos. Pero evidentemente Chaves,
no sólo por su gran carisma sino por sus políticas sociales, logra incluir en el circuito de construcción
ciudadana a grandes sectores populares; cierto que con mucho dinero, pero el dinero no basta si no
existe real voluntad política de democratización social.
En ese horizonte de cambios significativos en la región, en muchos discursos y análisis que hay
por ahí, Uruguay queda un poco al margen y no se habla tanto de Uruguay como parte de ese
proceso, básicamente creo yo por dos razones. Primero, porque usando un lenguaje y
conceptualización muy frecuentada anteriormente, podemos decir que Uruguay había realizado una
serie de tareas democráticas de la revolución burguesa ya en las primeras décadas del siglo XX. En
Uruguay la gestión del Estado capitalista a principios del siglo XX fue hecha por una elite burguesa
pero con visión muy avanzada y corporativa. Sus dirigentes –aunque aguijoneados por los sindicatos y
sectores progresistas− abrieron espacios sindicales, sociales, crearon el divorcio por sola voluntad de
la mujer, eliminaron a la Iglesia católica del control de los registros públicos y los hospitales, y todo
un conjunto de medidas como la ampliación de la educación pública laica y gratuita. Todo eso
evidentemente genera efectos de acumulación y de sedimentación, pero además, a diferencia de otros
países, la esclavitud había sido abolida muy tempranamente en el siglo XIX, y había sido básicamente
doméstica, y no de producción material. Uruguay es el único país de América Latina que desplaza tan
temprano a la oligarquía tradicional y agraria del núcleo central del poder propiamente político, y a
diferencia de México que lo hizo por la vía de la revolución agraria, el Uruguay lo hace por vía
parlamentaria y política, una vez que se terminan los conflictos de la guerra civil entre “Blancos y
Colorados”. Es un momento de máximo auge económico por la exportación agropecuaria, pero se
construye un sistema político con anclaje en la burguesía comercial, en la burguesía emergente
industrial, patrocinada por el estado, −antes del desarrollismo de la época cepalina y la sustitución de
importaciones−, y con un gran asiento en la pequeña burguesía profesional, comercial, y de
funcionarios, profesores etc. etc. Hay un predominio ideológico de la ideología pequeño burguesa, en
un régimen de gran auge de desarrollo capitalista con fuerte regulación estatal, pero controlando
políticamente a la oligarquía tradicional, cosa que no se pudo en esas décadas hacer en Argentina, no
se pudo hacer en Brasil, no se pudo hacer en Colombia, en Perú. Como ya dijimos sí se hizo en México
pero pasando por una dramática guerra civil que duró 10 años y dejó varios millones de muertos.
Tenemos entonces, que Uruguay es el único país latinoamericano donde una democracia
representativa, burguesa, capitalista, admite durante todo el siglo XX, la presencia legal del partido
socialista, del partido comunista, de los sindicatos anarquistas y socialistas y luego comunistas. Es
casi el único país sudamericano que durante la crisis de los años 30 no se termina con los dirigentes
sindicales, y los políticos de izquierda; no se los mata, no se los asesina. Es por ello que existió una
fuerte continuidad de acumulación cultural y política progresista, desde los anarquistas, los
socialistas, los comunistas, que van construyendo una cierta transición generacional desde 1890 hasta
hoy día; la última dictadura hace un corte sin duda pero se puede decir que en el Uruguay ese corte
no fue tan radical como en otros países de la región.
Es cierto que no podemos eludir en el análisis de los procesos de construcción democrática qué
pasa con el viejo tema del socialismo y su construcción; es necesario precisar cómo se lo coloca en el
análisis, porque yo me formé en la idea que la construcción democrática política y político
institucional, solo es sostenible si se construye también democracia social, si tiene como horizonte
doctrinal y práctico la justicia social, por parte del Estado y las instituciones del Estado. Entonces
podemos volver a la pregunta sobre ¿qué hay en el Uruguay que nos separa de las otras experiencias
progresistas actuales? ¿Entra o no entra Uruguay en la lista de procesos de avance popular
democratizante de estos años? Creo que esta pregunta es importante responderla y no soslayarla para
el análisis comparado. Yo pienso que la respuesta debe ser netamente afirmativa, cosa que no siempre
se hace entre los analistas, aunque también no se siempre se teoriza sobre el porqué de esa exclusión.
Ni los analistas ni los otros actores del sistema política tienen la menor duda de que, al menos
topográficamente como diría Gramsci, que cuando se construye el en el año 1971 la alianza política
de centro izquierda llamada Frente Amplio, su motor más dinámico son las fuerzas de izquierda: el
partido comunista, el partido socialista, otros varios grupos más pequeños, incluso sectores de los
tupamaros bajo la denominación del 26 de Marzo. Pero además el FA tiene el sustento organizado de
las masas sindicalizadas, ya que como dijimos en el Uruguay, hubo esa continuidad histórica,
incluyendo el golpe de estado de los años treinta. La central de trabajadores, después de cincuenta
años había logrado la convergencia de los anarquistas, los comunistas, los socialistas, y construyó un
espacio único de acción sindical. Pero a diferencia de Chile y su CUT, de Brasil y creo que de
Argentina, en Uruguay la CNT es una Convención Nacional de Trabajadores, donde cada sindicato
tiene autonomía para decidir sus huelgas; no hay alguien que decrete, un comité central obrero que
dice huelga general; se hacen asambleas en cada sindicato. Hay una construcción de ciudadanía
política por lo social, que viene de larga data y que está presente con los partidos de izquierda que
van a este Frente, que incluye también a grandes figuras políticas de los partidos tradicionales
Blancos y partido Colorado, ex ministros, ex senadores. Michelini, Camusso, Erro, Alba Roballo, eran
figuras muy significativas de los partidos tradicionales, que se estaban descomponiendo y perdiendo
peso, y se alían con la izquierda y la Democracia Cristiana para fundar el FA. Y vale la pena señalar la
particularidad de la construcción de un proyecto progresista en ese contexto histórico, cuando eligen
como presidente de la coalición progresista a un General del Ejército, que hasta poco antes era
comandante en jefe, aunque además era un general hijo de anarquistas, culto y progresista
obviamente.
No hay nada más uruguayo que el Frente Amplio en el año 71 , más propio de ese proceso donde
las luchas obreras eran muy fuertes, dónde la represión ya era muy dura desde el año 68, dónde había
muertos, torturados, donde la guerrilla, en particular el MLN los tupamaros, actuaban diariamente,
no era un clima color de rosas. Pero sí había condiciones de cultura y acción política que generaron
una especie de frente nacional popular avanzado, por decirlo con palabras técnicas, que daban lugar
a muchos debates, pero está claro que no era un frente socialista ni sólo por las libertades
democráticas que estaban siendo violadas en abundancia, sino un frente de transformaciones
populares nacionales progresistas.
Entonces, cuando viene el golpe de Estado, el proceso de salida de los militares del Uruguay está
alimentado, en importante medida, también por estas fuerzas que están presentes, aunque todas ellas
ilegalizadas; emerge un nuevo sindicalismo, porque el otro estaba prohibido, un nuevo activismo
político, las direcciones principales están en el exterior o prohibidas de actuar, incluso los partidos
tradicionales estaban prohibidos de actuar. Entonces hay como una cultura progresista de izquierda
que sobrevive al terrorismo de estado. Uno cuando vive ahí casi no se da cuenta, y sólo después
percibe la importancia de que al emerger de la dictadura las negociaciones incluyan al Frente Amplio,
como un actor reconocido en la transición formal al repliegue de los militares, y que participe de las
primeras elecciones aunque aún tiene prohibido a su candidato Líber Seregni, que aún estaba preso.
A partir de ese momento el FA recorre un camino ascendente en lo electoral y en la disputa de
legitimidad hegemonizante en la conciencia ciudadana, proceso en el cual gana primero la capital del
país y luego otros departamentos y sucesivamente el gobierno nacional en tres oportunidades,
contando con mayoría propia de votos en ambas cámara del Parlamento.
Hace unos años publiqué un libro de trescientas páginas titulado Uruguay Post Dictadura, donde
analizo con detalle este proceso de salida de la dictadura y de transición democrática hasta el año
1990, más o menos, donde se ven los fundamentos del proceso actual. Se constata allí como el
proceso histórico de acumulación progresista permitió que en elecciones ampliamente competitivas el
Frente Amplio gane las elecciones incluso con balotaje, porque se había modificado la Constitución,
para que no ganara nunca. Importa jerarquizar el hecho casi único en la región de que el Frente
Amplio, a pesar del balotaje, gana tres veces las elecciones con mayoría propia absoluta en las
Cámaras, con un respaldo estructurado social muy fuerte, una cultura de izquierda que está presente
en el país en los sectores obreros organizados, las capas medias ilustradas, en los profesionales –la
universidad tiene un predominio de izquierda desde los años sesenta, fuerte, real. Está claro que no
se trata de una propuesta de construcción de socialismo en esta etapa histórica, sino una
construcción de democracia avanzada, socialmente inclusiva, pero que mantiene en su seno una
capacidad de generar liderazgo cultural que es de izquierda, que los otros sectores no lo tienen.
Incluso dentro del propio Frente Amplio son los partidos de izquierda los que tienen realmente
capacidad de producir tradición cultural de izquierda.
Es importante ver que dicho proceso fue posible en el caso uruguayo en un marco de
fortalecimiento de las libertades políticas, incluyendo esas garantías también para la oposición de
derecha y centro derecha. Esta consolidación del proceso democrático no es fruto únicamente de una
decisión política, sino que también está muy influido por determinantes estructurales acumuladas de
la cultura y el sistema político nacional.
Otro elemento que abona para esos resultados tan sólidos del frente Amplio es el tema de la
unidad política entre sectores y grupos que ha mantenido durante décadas. Bien se sabe que la
invocación de la unidad puede ser una palabra hueca, una retórica, y que no pocas veces dentro de la
izquierda se ha utilizado como forma de bloquear discusiones, de eliminar rivales o impedir la
emergencia de pluralismo. Pero es algo distinto cuando es concebida como una medida estratégica
que permite la pluralidad en el interior, y así ello ha permitido la sobrevivencia unida de los grupos
que integran el Frente Amplio, sometidos por su propia decisión a autoridades comunes y a un
programa común que se discute cada cinco años durante meses en diversas comisiones. Ello genera
un efecto acumulador que permitió ganar nuevamente mayoría absoluta en las últimas elecciones
para el Frente Amplio, y ello a pesar que en estas elecciones había mucho descontento dentro de los
frenteamplistas después de diez años de gobierno.
Entonces uno debe preguntarse qué cosas hizo el Frente Amplio en estos diez años para
mantener ese apoyo en un contexto político tan competitivo. Es obvio que la gente vota sabiendo que
su voto al Frente Amplio no es para terminar con el capitalismo, que ese no es el voto en estas
circunstancias. Sin embargo en diez años, en un pequeño país, y con las complejidades de las
relaciones internacionales, el balance de resultados de integración social, disminución de la pobreza y
reconocimiento de derechos sociales avanzados ha sido muy significativo.
¿Cuándo toma el gobierno el Frente Amplio? Después de la crisis de Argentina del 2001 y 2002
con sus graves efectos sobre el Uruguay, que si bien no llegó al corralito pero sí se fundieron algunos
bancos, la gente perdió sus casas, fue una crisis muy grande. A fines del 2004 se gana el gobierno, y
en ese contexto de reconstrucción, luego de una bajada tremenda de salarios, retoma el ritmo de
crecimiento económico más alto de los últimos cien años de gobierno, se genera el aumento del
salario mínimo mayor de la historia del Uruguay, se reduce muchísimo el desempleo, todo lo cual
tiene un impacto muy fuerte en la estructura social, y disminuye mucho la pobreza y algo la
desigualdad durante diez años. Hay pleno empleo hace años y hay un desempleo de cuatro por ciento,
que es casi el desempleo friccional de cualquier sistema económico. Hay generación de empleo, por
supuesto que una parte es de baja calidad; hay aumento de la tasa de inversión pública y privada,
aumento del PBI, de las exportaciones, una reforma radical del sistema nacional de salud. Ello lleva a
que a diferencia de Brasil, de Colombia, de Paraguay, de Estados Unidos y de muchos países
europeos, en Uruguay todo el mundo tienen cobertura de salud, con una cuota que se le descuenta a
todos los trabajadores asalariados, según su ingreso, y con ese fondo se pagan a todo el resto los
gastos de salud con independencia de sus ingresos. Esto es una reforma progresiva fuerte porque es
un impuesto muy potente sobre la clase media, y media alta. Se realizó además una reforma general
del sistema impositivo, y se introdujo el descuento progresivo según nivel de salarios. Una muestra de
lo particular del proceso político, es que las capas medias instruidas y profesionales si bien han
protestado fuertemente, igual siguen votando en buena proporción al Frente Amplio.
En otros órdenes se produjo un cambio total de la matriz energética hacia fuentes renovables, y
se afirmó un rol activo del estado en las Políticas públicas sociales. Pero además, fue la propia
sociedad movilizada por el Frente Amplio y los sindicatos la que por varios referéndums y plebiscitos
impidió la privatización de las empresas de energía, de comunicaciones, de aguas corrientes y de
procesamiento de los productos del petróleo que es monopolio estatal. Eso tuvo un impacto fuerte en
las políticas de universalización digital, de acceso de electrificación a sectores populares y rurales
pobres, y subvención de las tarifas a las familias de bajos ingresos.
A su vez se logran impulsar, por parte de los movimientos sociales, leyes que luego vota en el
Parlamento la mayoría del Frente Amplio, como son la ley del matrimonio igualitario, la ley
despenalización del consumo y producción de mariguana, la ley del aborto legal público y gratuito
incluso en las mutualistas, y así otras relacionadas a los afro descendientes y una serie de leyes de
igualitarismo en el trato de la diversidad. Tampoco en esto se trata de un proceso político tradicional
de izquierda o de centro izquierda, sino que de hecho ha absorbido los emergentes de los nuevos
derechos en ejercicio.
Paralelamente el Frente Amplio −con matices en su seno− tuvo una política sostenida de apoyo
al Mercosur y a la integración sudamericana, que sirvió para acotar el margen de decisión del
presidente Tabaré Vázquez y su ministro de economía Danilo Astori en el primer gobierno, quienes
finalmente no pudieron debilitar ese espacio integrativo y acercarse al ALCA tal como lo querían.
Sin dudas uno puede decir que hay un desgaste, hay una burocratización de la gestión pública,
hay intereses mezquinos de grupos y subgrupos pero, a pesar de eso, el Frente Amplio logra mayoría
de votos en casi todos los departamentos del país, y logra captar incluso el interés y la adhesión
mayoritaria entre los jóvenes. Hay una implantación pero sin el liderazgo carismático tipo Chaves, o
Evo Morales. Hay una implantación política y cultural recorriendo los mecanismos menos expresivos
de la vida política republicana, en el sentido de elecciones libres, pluralidad de partido, militancia de
base.
Hay como una construcción de tejido capilar democratizante pero está claro que tiene poco que
ver con un proyecto socialista tal como se lo definía en décadas anteriores. No estoy elogiando eso,
estoy constatando que es un proceso de redefinición de los programas, un cambio del horizonte
discursivo de casi todos los partidos integrantes del Frente Amplio. Es cierto que el partido
comunista, el socialista y otros grupos menores siguen refiriéndose a un horizonte socialista, pero es
un horizonte lejano. Lo que existe realmente es una disputa por más igualdad, más equidad, más
presupuesto para la educación, la salud, más atención a los discapacitados; es decir más atención de
las desigualdades. Eso evidentemente significa un significativo proceso de igualación social y de
oportunidades, una mayor democratización social –en un marco de real democracia política– pero al
mismo tiempo es innegable que va limando el horizonte de transformación radical de la sociedad tal
como se lo definía anteriormente.

1
Universidad de la República (UDELAR), Uruguai.
Algumas observações sobre a crise do ciclo progressista1

André Singer2

Por paradoxal que pareça, a vitória na eleição presidencial de 2014 marcou a entrada em crise
do projeto progressista no Brasil. Este texto, fruto de breve intervenção realizada um dia antes de ser
confirmada a virada neoliberal na política econômica, busca tão somente registrar observações
telegráficas a respeito do assunto feitas no calor da hora. Para uma compreensão dos processos
aludidos, recomenda-se a leitura dos artigos do autor, mencionados nas notas abaixo.
No momento em que estas linhas são concluídas (dezembro de 2015), não se pode afirmar que a
crise do ciclo progressista será definitiva. Talvez faça parte de uma conclusão de ciclo histórico em
toda a América do Sul, como pensam alguns analistas. Mas talvez seja apenas parte nos naturais altos
e baixos de qualquer processo de transformação.
Seja como for, penso que este ciclo recolocou em pauta o problema nuclear da formação local, a
saber, a integração de grande massa da população, que foi sempre deixada fora, às estruturas
civilizadas e aos benefícios do crescimento econômico. Em outras palavras, o que está em jogo ainda é
a incorporação das grandes massas à cidadania civil, política e social. Daí o interesse nesse
“experimento de melhora da vida popular”, como o qualificou Roberto Schwarz.3
A continuidade do ciclo progressista não depende de vitórias eleitorais ininterruptas. Na
democracia é crucial haver alternância de poder. Em algum momento, forças de oposição, em geral
liberais, vão ganhar as eleições. O problema é saber se essas mudanças de governo significarão a
reversão das políticas de integração adotadas antes ou apenas a sua moderação. Está em jogo
entender o significado dos episódios eleitorais que começam com a derrota do kirchnerismo em 2015,
segue com a vitória da oposição ao chavismo, no mesmo ano, e poderão se estender a outros países no
período subsequente.
No caso de os liberais, em seus vários matizes, reverterem o que foi construído e anularem a
experiência realizada, poderão torná-la mero parêntese na longa história de conservadorismo na
região. Mas se apenas moderarem o passo da integração, poderão permitir a consolidação de possível
salto histórico, ainda que lento. Minha hipótese é que a resposta a essa pergunta dependerá do
quantum de força política permanecerá do lado progressista depois das eventuais derrotas. Isto é, que
tipo de organização política (ou falta dela) o referido experimento deixará como saldo.
No Brasil, os mandatos de Lula e Dilma conquistaram avanços sociais, mas o saldo político-
organizativo parece ser pequeno. Os governos Lula e Dilma conseguiram ampliar significativamente o
emprego formal –a taxa de desemprego caiu de 10,5% em dezembro de 2002 para 4,3% em dezembro
de 2014 – e o valor real do salário mínimo, que acumulou aumento de 72% entre 2002 e 2014.4 Com
isso, expandiu o número de trabalhadores possuidores da carteira assinada, portadores, portanto, de
“cidadania trabalhista”, protegidos pela Consolidação das Leis do Trabalho (CLT).5 Sempre convém
lembrar que mais de 90% dos empregos criados na era lulista pagavam apenas até 1,5 salário
mínimo.6
A institucionalização da transferência de renda aos mais pobres juntamente com a oferta de
emprego formal foram as grandes alavancas eleitorais do lulismo, que de 2006 em diante ganhou as
eleições com base no voto dos pobres. No entanto, quando teve que enfrentar a nova conjuntura
internacional, a partir de 2011, que determinou a realização de certos confrontos, faltou suporte
político e o projeto começou a fraquejar.
De início, o lulismo combinou políticas de direita e de esquerda. Basicamente, a uma
macroeconomia de orientação neoliberal − superávit primário alto, controle da inflação por meio de
juros elevados e câmbio flutuante – foi acoplado o combate à pobreza − criação da Bolsa Família,
implantação do crédito consignado e aumento real do salário mínimo – o que reativou a economia por
baixo. O “milagre” da junção pode ser realizado em função da bonança proporcionada pelo forte
crescimento mundial com alta do valor das commodities.
Pode-se dizer que isso sintetiza o primeiro mandato de Lula. A surpreendente execução
simultânea de políticas tão contraditórias configurou um programa perfeito para a massa
desintegrada, que venho denominando, na esteira de Paul Singer, de subproletariado.7 O
subproletariado quer mudanças, precisa de mudanças, tem urgência das mudanças, mas deseja que
elas ocorram dentro da ordem. Em certa medida, até, pelo reforço da ordem, pois é a autoridade do
Estado que deveria realizá-las.
Este setor da população tem dificuldades estruturais para se organizar. A não ser em casos
excepcionais, os desempregados, por exemplo, não se agrupam. Os que trabalham no setor informal
da economia, e que por isso não têm acesso a sindicatos, também ficam aquém das condições de
participar da luta de classes, a não ser em condições singulares. A forte repercussão eleitoral do
lulismo não significou organização política. O conceito de realinhamento, no sentido de que grandes
blocos eleitorais mudam de posição dentro do cenário político-nacional por um período longo, não
implica estruturar formas de organização popular.
Aconteceu somente o deslocamento em bloco dos mais pobres em direção a Lula8 após a
realização concreta das medidas em favor deles. Simultaneamente, houve o afastamento da base
tradicional do PT, que sempre havia sido de classe média. Deve-se sempre lembrar que, no caso
brasileiro, um metalúrgico pertence a setor intermediário, no sentido de que, sob essa camada, existe
outra, enorme e bem mais pobre. No Brasil, um metalúrgico está relativamente distante da base da
sociedade.
A classe média de modo geral − o que não inclui a fração organizada da classe trabalhadora,
como os metalúrgicos, que continuou com o partido −, afastou-se do PT e de Lula a partir de 2006,
criando uma polarização entre ricos e pobres, maneira refratada de a luta de classes aparecer. O
fenômeno se repetiu em 2010 e em 2014, confirmando parcialmente a hipótese do realinhamento, o
que causou profunda divisão social no país, com repercussões regionais, na medida em que o Norte e
o Nordeste têm maior identidade subproletária que outras zonas geográficas.
O projeto do lulismo seria o de praticar um reformismo fraco, mudando a estrutura do Brasil a
conta-gotas, dentro da ordem. Embora houvesse divisão social, não haveria confronto político. O
lulismo pretendia funcionar sem mobilização. Por isso, com frequência, produziu ilusões de ótica. Às
vezes se olhava e o país parecia mudar, devagar, mas em aspectos estruturais; outras vezes, tudo se
apresentava parado. Na verdade, havia algo das duas coisas: as mudanças ocorriam, mas de maneira
tão lenta que não era absurdo dizer que existiam para manter velhas estruturas. Era situação furta-
cor: a depender do momento e do ângulo, ressaltavam aspectos diferentes do processo. Essa
ambiguidade reforçou a dificuldade de organização política da população.
Seja como for, o primeiro mandato de Dilma Rousseff teve que enfrentar novas condições
econômicas internacionais. Na realidade, a crise começou em 2008, mas ali o lulismo foi capaz de
encontrar solução rápida. Conseguiu driblar a crise por meio de políticas públicas de estímulo bem
sucedidas.9 Houve um período ruim em 2009, mas não chegou a afetar de modo duradouro o
emprego, e, em 2010, a economia cresceu excepcionais 7,5%.
Só que em 2011, a crise voltou com características diferentes. Em certa medida, o mundo todo
enfrentou a crise de 2008 como o lulismo: injeções maciças de dinheiro público evitaram o
derretimento global. Já em 2011, entrou-se em fase de baixo crescimento mundial prolongado.
Diferente do período em que se alternavam bolhas de crescimento extraordinárias com o estouro das
mesmas, a Europa ingressou em uma estagnação de longo prazo, na qual o Japão já estava, e a China
reduziu seu crescimento pela metade.
Como o lulismo precisa de crescimento em torno de 4% a 5% ao ano para ter margem de redução
da pobreza sem confronto com o capital, criou-se dificuldade séria. Para se sustentar como projeto
político, o lulismo precisava encontrar algum modo de alavancar o crescimento. Por meio das políticas
lulistas, o Brasil passou de ser o país mais desigual do mundo para ser o décimo mais desigual do
mundo em 2010. Se é verdade que a seta estava dirigida no sentido da redução da desigualdade, a
fotografia do país ainda era “grotesca”, mesmo para um otimista como o economista Marcelo Néri,
depois presidente do Ipea, quando começou o primeiro mandato de Dilma.10 Em suma, a retomada do
crescimento era crucial.
Para sustentar a diminuição da desigualdade sem confronto político é necessário ter o que
distribuir sem tirar dos ricos. Por isso, o projeto lulista precisa de crescimento suficiente para operar
um esquema ganha-ganha. Dilma tentou resolver o impasse nos dois primeiros anos do mandato,
lançando mão de medidas industrializantes. Reduziu os juros, desvalorizou o real − o que é
indispensável para a proteção da indústria brasileira – e mudou o marco regulatório do setor
energético, entre várias outras medidas.11 Pela primeira vez desde que o lulismo chegou ao poder, o
Estado enfrentou o núcleo do capital, representado pelo setor financeiro, para retomar o crescimento
com industrialização e distribuição de renda. Para manter a fórmula, decidiu pagar o preço do
confronto, o que estava fora da fórmula.
Por razões mais bem exploradas no ensaio mencionado na nota 11, a presidente perdeu e saiu
derrotada desse confronto e foi obrigada a recuar a partir de meados de 2013. O ensaio
desenvolvimentista de Dilma tentou alterar, no sentido progressista, o balanço entre concessões
macroeconômicas neoliberais e avanços distributivos do lulismo, mas fracassou. O recuo que se
seguiu foi além do primeiro mandato, com a indicação de economista do mercado financeiro para o
ministério da Fazenda no segundo.
Penso que o ensaio não deu certo porque faltou força política para sustentá-lo. No entanto, é
preciso buscar mais elementos empíricos para comprovar a hipótese de que faltou suporte para as
decisões ousadas que a presidente tomou em 2011-2012. Da parte dos trabalhadores, não houve apoio
porque a presidente não pediu. Respeitando, nesse aspecto, o figurino lulista, a sociedade ficou
desmobilizada. Da parte do setor produtivo do capital, também não veio apoio. Dilma tentou
“acelerar” o lulismo sem construir base política para tanto.
Aparentemente, os condutores da “nova matriz econômica” contaram com que as medidas
industrializantes, tomadas pela presidente, teriam o apoio da fração industrial da burguesia, o que
seria lógico. Mas o investimento não aumentou em 2012/ 2013 e diminuiu em 2014. A partir do final
de 2012, gradativamente, aumentam as críticas dos industriais ao “intervencionismo” do governo, o
qual, ironicamente, foi feito para favorecer os próprios críticos. Isso pode apontar uma contradição
estrutural. Para alavancar o crescimento, terminado o boom de commodities, era necessária uma
aliança mais forte com a burguesia industrial, mas na hora H, ela não se concretizou. Em outras
palavras, a coalizão de classe imaginada para sustentar as transformações propostas não se deu,
como já havia acontecido em 1964.
Seriam os trabalhadores sozinhos capazes de sustentar o confronto proposto por Dilma?
Estariam dispostos a uma empreitada desse porte? Há poucos elementos para responder à questão. O
conjunto de manifestações que estourou em junho de 2013 em certa medida isolou as organizações
tradicionais da classe trabalhadora. Quando os sindicatos chamaram os seus próprios protestos, em
julho, ficou nítida a falta de conexão com os movimentos sociais que tinham marcado os dias
anteriores. Se supusermos que as manifestações de junho marcam a emergência de novo tipo de luta
no Brasil, percebe-se o quanto estava distante da classe trabalhadora organizada.12
As pessoas foram às ruas para demonstrar insatisfação com os efeitos objetivos da política
lulista, embora o tenham feito com orientações ideológicas opostas. Tanto a esquerda, como o centro
e a direita, embora propusessem saídas diferentes, faziam referências às dificuldades que já
indicavam uma possível crise do ciclo progressista. A esquerda queria maiores investimentos na
política social, simbolizados pela reivindicação do transporte público mais barato. A direita pedia o
recrudescimento das medidas anticorrupção, tentando convencer a sociedade de que o PT havia
instalado um sistema criminoso no poder.
O combate à corrupção não é monopólio da direita. Trata-se de bandeira assumida por qualquer
corrente republicana, inclusive as de esquerda. No entanto, no Brasil, a direita faz do combate à
corrupção a sua bandeira principal. Em junho, a pressão era para que os condenados do mensalão
(Ação Penal 470) fossem presos. Coube ao centro unificar as bandeiras e propor, simultaneamente, o
aumento do investimento social e o combate mais duro à corrupção. Embora junho tenha sido
extremamente contraditório, caracteriza o início de novo ciclo de mobilização social, o qual marcará a
crise do ciclo progressista.
Assim, chega-se à eleição de 2014 no torvelinho de intensa polarização social. O resultado
apertado não surpreendeu. Diante da situação econômica e do clima de mobilização, a vitória de
Dilma mostrou que o fenômeno identitário lulista junto aos mais pobres, típico do realinhamento,
funcionou. A manutenção de emprego e renda até o final de 2014 teve papel decisivo na sua vitória,
mas se não houvesse um voto de confiança em relação a que o lulismo encarna “o lado dos pobres”, o
PSDB teria ganho.
O problema é que em 2015 essa confiança foi abalada. O desemprego subiu 80%, indo de 4,3%
em dezembro de 2014 para 7,9% em outubro de 2015. O salário médio tinha perdido 7% no mesmo
período. Mesmo com as mudanças demográficas, que tinham retirado muita gente do mercado de
trabalho, jovens e mulheres tiveram que tentar suprir o dinheiro que os demitidos deixavam de levar
para casa. O programa conservador, que em determinado momento unificou a burguesia brasileira,
acabou por ser executado pelo próprio lulismo.
O ajuste recessivo, insistentemente pedido pelo capital entre 2013 e 2014, tinha como objetivo
reduzir o custo da mão de obra. O expressivo ciclo de greves de 2012 e 2013 (fenômeno que é preciso
também considerar como outra face de junho) não foi bem assimilado pela burguesia. A campanha de
2014 foi vencida pelo lulismo com o discurso de garantia aos trabalhadores, o que aproximou o
lulismo dos manifestantes de junho. Mas terminado o pleito, Dilma fez o exato contrário do prometido,
ocasionando um divórcio profundo com a sua própria base.
O segundo mandato de Dilma parece inspirado por tentativa canhestra de reeditar as manobras
do primeiro governo Lula, que de fato, em 2003, fez um giro à direita. A questão é que as
circunstâncias internacionais, a partir de 2004, permitiram uma rápida ativação da economia por
baixo e agora não parece haver novo ciclo de commodities no horizonte. Outra diferença é que Lula
avisou antes o que iria fazer, divulgando na campanha eleitoral de 2002 a “Carta ao povo brasileiro”,
que explicitava um programa de conciliação com o capital. Ao contrário, o discurso da campanha de
2014 procurou destacar as diferenças de classe, apelando para a necessidade de estar de um lado ou
de outro. Dilma elegeu-se por um e governou em 2015 com o outro.
Cabe observar, por fim, que embora seja difícil dizer para onde vai o capitalismo mundial, parece
estar em curso uma rodada de redução geral do valor do trabalho. Restará, aos lugares que não
rebaixarem o custo da mão de obra, a dificuldade de lidar com um capital particularmente volátil.
Talvez no futuro, a crise do lulismo, aqui brevemente referida, e do ciclo progressista sul-americano
em geral, se insira neste quadro mais geral. Mas quanto a isto, só o tempo dirá.

1
Versão, revista e atualizada em dezembro de 2015, de intervenção no seminário promovido pelo Clacso (Conselho Latino-
americano de Ciências Sociais) em São Paulo a 26/11/2014. Agradeço a André Rocha pelo convite e a Antônio David pela
transcrição da minha exposição. Embora despojado dos cacoetes típicos da comunicação oral, o texto mantém o caráter
informal da fala, pelo que se recomenda a leitura da bibliografia mencionada para uma apreensão mais rigorosa dos fenômenos
tratados.

2
Professor associado do Departamento de Ciência Política da Universidade de São Paulo e pesquisador do Centro de Estudos
dos Direitos da Cidadania (Cenedic/FFLCH-USP).

3
Roberto Schwarz. “Impeachment e democracia”, comunicação oral no ato de lançamento do manifesto Impeachment,
legalidade e democracia, Faculdade de Direito da Universidade de São Paulo, 16/12/2015.

4
Para um resumo da era lulista e sua crise em 2015, consultar André Singer, “O lulismo nas cordas”, Piauí, 111, dezembro de
2015.

5
Apesar das limitações, a CLT, sobretudo em face da completa ausência de proteção a que está sujeito quem não possui carteira
de trabalho no país, é avançada. Com ela há acesso à previdência social, ao seguro desemprego, às férias remuneradas, à
jornada de trabalho regulamentada, ao décimo-terceiro salário, ao fundo de garantia por tempo de serviço etc.

6
Ver José Dari Krein: “A estrutura social do Brasil anos 2000 e o mito da classe média”. Revista Estudos Avançados. Consultado
em: <http://www.boitempoeditorial.com.br/v3/news/view/3614>. Acesso em: 29 dez. 2015.

7
Ver Paul Singer: Dominação e desigualdade. Estrutura de classes e repartição da renda no Brasil. Rio de Janeiro: Paz e Terra,
1981.

8
Ver André Singer: Os sentidos do lulismo. Reforma gradual e pacto conservador. São Paulo: Companhia das Letras, 2012, p.
152-155.

9
Ver André Singer: Os sentidos do lulismo. Reforma gradual e pacto conservador. São Paulo, Companhia das Letras, 2012, p.
152-155.

10
Marcelo Neri, “A era lula vista no espelho dos indicadores sociais”. Folha de S. Paulo, 3 de julho de 2010, p. B4.

11
Ver André Singer: “Cutucando onças com varas curtas”. Novos Estudos, n. 102, julho 2015.

12
Para uma análise das manifestações de junho ver André Singer, “Brasil, junho de 2013: classes e ideologias cruzadas”, Novos
Estudos, n. 97, novembro de 2013.
Por que a reforma política?

Marilena Chaui1

No final da ditadura, quando o MDB poderia superar a Arena com maioria parlamentar, o
General Golbery do Couto e Silva resolveu o problema conseguindo novos parlamentares arenistas
(senadores e deputados federais), entre outros meios, pela transformação dos territórios em Estados e
pela criação de novos Estados com o desmembramento de alguns existentes. Isso também permitiu a
nomeação de governadores e prefeitos arenistas, uma vez que inexistia eleição direta não só para a
presidência da república, mas também para os governos estaduais e municipais. Um novo sistema
partidário e eleitoral foi estabelecido, levando à distorção da representação no nível federal com a
sub-representação dos estados demograficamente mais populosos e a super-representação dos
estados recém-criados e daqueles de baixa densidade demográfica. Além disso, como instrumento
para enfraquecer o MDB, o novo sistema quebrou o bipartidarismo e incentivou a proliferação de
partidos artificiais ou de aluguel.
Dentre as várias consequências desse sistema, uma delas tem sido, nos três níveis de governo
(municipal, estadual e federal), a impossibilidade do partido vitorioso para o poder executivo
conseguir eleger uma maioria parlamentar, ficando às voltas com o chamado “problema da
governabilidade”. Este acaba levando ou a alianças partidárias artificiais (que desagradam a todos os
representados) ou, quando tal não ocorre, à distorção de uma prática própria da democracia
parlamentar, isto é, a negociação entre executivo e legislativo, (“concedo x desde que você conceda
y”), passando-se da negociação ao negócio, isto é, à corrupção por meio da compra e venda de votos
parlamentares. A CPI, instrumento essencial da moralidade pública, tem-se mostrado inócua neste
ponto porque atinge indivíduos e não o sistema, o efeito e não a causa.
Por sua vez, o financiamento privado das campanhas eleitorais acarreta pelo menos três graves
improbidades públicas: a) a desinformação social, pois candidatos e partidos publicam gastos que não
correspondem à realidade; b) o segredo, pois candidatos e partidos, à margem de seus programas e
compromissos públicos, se comprometem com interesses privados dos financiadores, favorecendo os
economicamente poderosos à custa dos direitos das outras classes sociais; c) a possibilidade de
enriquecimento ilícito dos que se apropriam privadamente dos fundos de campanha.
Torna-se, pois, evidente o descompasso entre o sistema partidário e eleitoral e a Constituição
brasileira e a necessidade de promover uma reforma política no país.
Além de corrigir as falhas que apontamos (e muitas outras, que não mencionamos), uma reforma
política republicana e democrática também terá como efeito mudar a forma da discussão sobre a
relação entre ética e política, pois nela há a tendência a deslizar para uma atitude paradoxal porque
simultaneamente pré e pós-moderna.
A concepção pré-moderna da política considera o governante não como representante dos
governados, mas de um poder mais alto (Deus, a Razão, a Humanidade etc.), que lhe confere a
soberania como poder de decisão pessoal e único. Para ser digno de governar, o dirigente deve
possuir um conjunto de virtudes pessoais que atestam seu bom caráter do qual dependem a paz e a
ordem. O governante virtuoso é um espelho no qual os governados devem refletir-se, imitando suas
virtudes – o espaço público é idêntico ao espaço privado das pessoas de boa conduta e a corrupção é
atribuída ao mau caráter ou aos vícios do dirigente. Por isso, criticam-se os vícios do tirano e nunca se
examina a própria tirania como instituição política.
Por seu turno, a concepção pós-moderna aceita a submissão da política aos procedimentos da
sociedade de consumo e de espetáculo. Torna-se indústria política e dá ao marketing a tarefa de
vender a imagem do político e reduzir o cidadão à figura privada do consumidor. Para obter a
identificação do consumidor com o produto, o marketing produz a imagem do político enquanto
pessoa privada: características corporais, preferências sexuais, culinárias, literárias, artísticas,
esportivas, hábitos cotidianos, vida em família, bichos de estimação, grau de escolaridade e bons
costumes. O político como pessoa a ser vendida, e o cidadão como pessoa compradora identifica o
espaço público e o espaço do mercado, isto é, dos interesses privados. Em outras palavras, a
privatização das figuras do político e do cidadão privatiza o espaço público. Por isso a avaliação ética
dos governos não possui critérios próprios a uma ética pública e se torna avaliação de virtudes e
vícios pessoais dos governantes; e, como no caso pré-moderno, a corrupção é atribuída ao mau
caráter dos dirigentes e não às instituições públicas.
Ao contrário das anteriores, a concepção moderna da política funda-se na distinção entre o
público e o privado – portanto, na idéia de república – e volta-se para as práticas da representação e
da participação – portanto, para a idéia de democracia.
Um dos exemplos mais contundente da concepção moderna pode ser encontrado na abertura de
um texto clássico, o Tratado Político, de Espinosa.
Todos os que até agora escreveram sobre a política, diz ele, nada trouxeram de útil para a
prática por causa do moralismo, que os faz idealizar uma natureza humana racional, virtuosa e
perfeita e execrar os seres humanos reais, tidos como viciosos e depravados porque movidos por
sentimentos ou paixões. Tais escritores, “quando querem parecer sumamente éticos e sábios,
prodigalizam louvores a uma natureza humana que não existe em parte alguma e desprezam aquela
que realmente existe”.
Ora, prossegue Espinosa, por natureza, e não por vício, os seres humanos são movidos por
paixões, impelidos por inveja, orgulho, cobiça, vingança, maledicência, cada qual querendo que os
demais vivam como ele próprio. Mas também são impelidos por paixões de generosidade e
misericórdia, amizade e piedade, solidariedade e respeito mútuo. Pretender, portanto, que, na
política, se desfaçam das paixões e ajam seguindo apenas os preceitos ideais da razão “é comprazer-
se na ficção”, confundindo política e utopia.
Por conseguinte, continua Espinosa, um Estado cujo bem-estar, segurança e prosperidade
dependam da racionalidade e das virtudes pessoais de alguns dirigentes é “um Estado fadado à
ruína”. Para haver paz, segurança, bem-estar e prosperidade “é preciso um ordenamento institucional
que obrigue os que administram a república, quer movidos pela razão quer pela paixão, a não agir de
forma desleal ou contrária ao interesse geral.” Pouco importam os motivos interiores ou pessoais dos
administradores públicos; o que importa é que as instituições os obriguem a bem administrar e bem
governar.
Virtudes e vícios do Estado não são virtudes e vícios privados dos dirigentes e dos cidadãos, mas
virtudes públicas, isto é, a boa qualidade das instituições, ou vícios públicos, isto é, deficiências
institucionais.
O que é a corrupção? Espinosa a localiza em duas possibilidades. A primeira é a passagem de um
regime político à tirania, isto é, à prática da violência contra os cidadãos. O Estado está corrompido
quando o governo se efetua pela violência do poder soberano ao impedir a liberdade dos cidadãos,
dominando “os espíritos e as línguas”, isto é, ao vigiar os corpos – por meio da força policial e militar
− e controlar os pensamentos – por meio da censura das idéias e das palavras. A segunda forma de
corrupção nasce da má qualidade das instituições políticas, incapazes de garantir a segurança dos
cidadãos ao permitir que alguns particulares se apresentem com o direito para tomar as leis em suas
próprias mãos e colocá-las a serviço de seus próprios interesses. A corrupção, portanto, não é
atribuída a vícios privados de governantes e cidadãos, mas às condições do exercício do poder. Assim,
a crítica moralizante à corrupção cede lugar à crítica cívica das instituições, isto é, à moralidade
pública propriamente dita.
A concepção moderna da política permite passar da fórmula moralista divulgada sem cessar
pelos meios de comunicação de massa, qual seja, “a ética na política” (voltada para as qualidades
morais pessoais ou privadas dos governantes e dos cidadãos), para a importância da ética da política
(referida à qualidade das instituições públicas). Uma reforma política deve, portanto, empenhar-se
nessa ética pública, definida pela qualidade de instituições republicanas democráticas.
Que qualidades das instituições públicas garantem a existência e a prática de uma ética pública,
tanto partidária quanto governamental? Entre muitas, eu gostaria de mencionar as seguintes:
− instituições de criação, ampliação e consolidação da cidadania, isto é, instituições que
propiciem a criação, ampliação e consolidação de direitos econômicos, sociais e culturais. Ou seja,
que favoreçam a dignidade e a igualdade, ou a justiça distributiva. Isso significa que tais direitos não
podem, à maneira neoliberal, ser convertidos em serviços vendidos e comprados no mercado, pois,
neste caso, institui-se a ausência de ética, ou seja, a injustiça;
− instituições de criação, ampliação e consolidação da cidadania política ou dos direitos
políticos, isto é, a justiça participativa. Entre várias, eu apontaria:
a) redefinição das formas de representação, de maneira a varrer de uma vez por todas os três
obstáculos ao exercício da representação no Brasil, quais sejam, a sub e a super-representação, a
clientela e a tutela ou as políticas do favor, que ocultam o fato primordial de que o representante
recebeu um mandato dos representados cuja vontade e cujos direitos devem ser concretizados por
ele;
b) controle social do poder público, tanto pelo estímulo à auto-organização da sociedade quanto
pelo estabelecimento de conselhos participativos com representantes eleitos de movimentos e
organizações sociais e membros dos poderes Executivo e Legislativo. Não se trata de instituições para
atender demandas, e sim, para orientar, informar e controlar o poder público. Isso pode assegurar um
aspecto essencial da vida republicana e democrática, qual seja, a visibilidade e publicidade das ações
governamentais e parlamentares, permitindo que as classes sociais as compreendam, julguem,
modifiquem ou reforcem essas ações (o exemplo dos orçamentos participativos é paradigmático para
essa modalidade de instituições);
− as instituições para o exercício da justiça distributiva e da justiça participativa só podem
concretizar-se com uma cultura política que não dissimule a divisão social das classes e a luta de
classes. Isso significa que são instituições abertas às contradições e aos conflitos, considerando-os
legítimos e necessários, de tal maneira que as lutas por emancipação não sejam cerceadas por formas
repressivas de regulação estatal e, sobretudo, não sejam recusadas em nome da ideologia do
fantasma da “crise”, isto é, da visão autoritária e conservadora, que pretende esconder as divisões
sociais e reprimir a luta de classes, transformando suas manifestações em perigo, desordem e caos.
Em outras palavras, quando isso ocorre, tem-se ausência de ética pública, pois então reinam não
somente a censura e a coerção – impedindo a liberdade política –, mas também a dissimulação da
realidade, portanto a mentira pública ou política (aquilo que Marx chamou de ideologia);
− instituições de regulação dos meios de comunicação, pois somente uma cultura política de
legitimidade e necessidade dos conflitos pode assegurar uma das mais importantes instituições
públicas da democracia: a liberdade de pensamento e de expressão, formadora efetiva de uma opinião
pública. Opinião pública não significa sondagem de gostos, preferências, sentimentos e emoções dos
cidadãos – isso é a prática do marketing e se chama survey para estratégias de manipulação e
controle social e político. Opinião pública é, como disse um filósofo, o direito ao uso público da razão.
É pensamento e reflexão feitos em público, referidos a interesses de classe e a direitos dos cidadãos e
destinados à discussão e ao debate. Um sentimento, uma preferência, uma emoção não podem ser
objeto de discussão. Ideias e opiniões, sim. Isso significa a urgência política de instituições
encarregadas da regulação dos meios de informação, tanto aquela veiculada pelo Estado quanto a
veiculada por empresas privadas.

1
Universidade de São Paulo (USP), Brasil.
Política y democratización: algunos desafíos para la teoría crítica
contemporánea

Gisela Catanzaro1

Introducción
Aunque la definición de la democracia como un determinado régimen político parecería suponer
un vínculo más o menos evidente entre práctica política y democracia, dicha relación no ha dejado de
ser problematizada una y otra vez por el mismo pensamiento político moderno del cual también ella
emerge como solución particular. En tal sentido problematizador podrían concebirse, por ejemplo, los
énfasis en la conflictividad y el inacabamiento de lo social planteados, generalmente en la saga de los
autonomismos y en coordenadas próximas al postestructuralismo, contra una definición de la política
acotada al sistema representativo y la institucionalidad vigente en el Estado de derecho, marcos que
−se objeta− suelen estrechar la definición de la política democrática a la inscripción obediente de los
sujetos y de sus conflictos en un horizonte ya dado y con pretensiones de conclusividad.
La problematización de un vínculo naturalizado entre política y democracia supone aquí la
activación de una cierta sospecha frente a la excesiva confianza en una “politicidad” garantizada en
tanto previsible −y viceversa−; una cierta sospecha –decimos– frente a una política democrática
plenamente encauzada en un “orden”, sin excesos ni conflictos carentes de representación actual. Se
trata de una sospecha que, en algunos casos, llega incluso a cristalizarse en una inversión de la
relación entre Estado y democracia presupuesta en esquemas institucionalistas: aquél sería menos el
garante de una política democrática que el ordenamiento contra el cual ésta existe. En otros casos, de
lo que se trata es más bien de exponer la racionalidad específica de la política, liberándola para ello
del énfasis en las determinaciones sociales que la habrían sometido largamente en el pensamiento de
izquierda. Para apelar a los conocidos términos de J. Rancière, dicha racionalidad sería la del
desacuerdo; desacuerdo sin presupuesto ni horizonte en el consenso y por el cual una determinada
distribución vigente de lo sensible −de los cuerpos, los espacios y las representaciones− es
conmocionada.
¿Cuáles podrían ser los aportes y limitaciones de este y otros abordajes de la política que
también llevan la impronta del postestructuralismo −como el de E. Laclau−, respecto del tipo de
interrogaciones abiertas hoy sobre el Estado y la democracia en América Latina? Más acotadamente,
¿en qué medida sus énfasis conceptuales resultan fructíferos para concebir la novedad de algunos
procesos −que dieron lugar a la forja de términos también nuevos, como el de “democratización”− y
qué dimensiones resultan opacadas por/en esos mismos énfasis? Sin ninguna pretensión de
exhaustividad, en este trabajo querríamos focalizarnos en ciertos aspectos de la realidad actual que a
nuestro entender estas perspectivas nos permiten pensar con mayor precisión, así como delinear dos
tendencias del pensamiento contemporáneo de lo político que podrían volver a estos enfoques
unilaterales, restándoles potencial crítico en un doble nivel conceptual y metodológico.

Estado y democratización. Para una crítica situada del Estado


Las problemáticas planteadas en un momento determinado por nuestras teorías sociales y
políticas llevan la marca de su índice histórico, esto es: llevan −entre otras cosas− la marca de las
condiciones históricas que permitieron la legibilidad de ciertas instituciones, relaciones y prácticas
como problemas. Respecto de la cuestión de la democracia hoy en América Latina, esto significa que
si hemos llegado a plantear la necesidad de referirnos al Estado, ha sido porque algo del orden de los
problemas que nos competen −y que no se definen absolutamente en la inmanencia filosófica o
teórica, aunque tampoco se definan como problemas del pensamiento político y social fuera de ella−
lo requería, y que, entonces, nuestra aproximación a “el Estado” estará marcada de algún modo por
ese requerimiento. No se tratará, así, en nuestro caso, de un tratamiento “en general” ni “propio” de
“El Estado” sino de una tematización situada, de una forma Estado particular, en una coyuntura
específica. Pero ¿no sucede algo similar en toda consideración del Estado (o de la Nación, o de la
Democracia, o de la Justicia)?
Por más banal que resulte, colonialismo mediante, casi siempre es necesario volver a
recordarnos que cuando nosotros abordamos situadamente la cuestión del Estado en una encrucijada
precisa, no hacemos algo diverso a lo que hicieron o hacen otros teóricos y que vendría asociado a
algún tipo de naturaleza periférica o deficiencia localista que nos distinguiría. Ese es también el caso,
por poner ejemplos máximamente “universales”, de la tematización del Estado como parte de la
superestructura jurídico-política por Marx, o de la conceptualización weberiana del Estado como
monopolio de la violencia legítima, tematizaciones de “El” Estado que, como la nuestra, también
estaban referidas a problemáticas específicas tales como la emancipación respecto de la dominación
burguesa, la realización de las libertades individuales, o la modernización, y pretendían nombrar una
instancia precisa dentro de esas problemáticas.
Pero si entonces tuviéramos que concluir que no hay consideración “propiamente dicha” o
“propiamente teórico-filosófica” de El Estado, no por ello nos veríamos inmediatamente enrolados en
algún tipo de contextualismo o historicismo. Más bien al contrario, podríamos sostener, con L.
Althusser, la historicidad inmanente de los problemas teóricos y afirmar que, puesto que no hay
consideración en general, constituiría una de las tareas de la práctica teórica intentar pensar en qué
proceso problemático actualmente atravesado por nuestras sociedades es que emerge para nosotros
como necesaria la tematización teórica de lo estatal, o bien −para decirlo con Horacio González−
pensar cuál es la posibilidad y el obstáculo del aquí y ahora que nos plantea la necesidad de
considerar al Estado, y en qué términos. Es sólo en relación a ese núcleo, en relación a esa pregunta
emergente de una práctica teórica productiva pero a la vez urgida por lo que excede a la teoría −que
es no-todo, decía Althusser− y no en “El Estado en general”, como si constituyera una entidad eterna,
que podremos vislumbrar sus límites y potencialidades, así como la naturaleza de sus dilemas
específicos.2

Democratización y democracia
En Argentina se habló, durante muchos años, de “terrorismo de Estado”. También de “Estado de
derecho” como lo contrario de aquél. Seguimos haciéndolo pero, sin borrarlas, nuestra referencia
actual al Estado no se acota a aquellas otras referencias ni tampoco se inscribe exactamente en el par
Estado/Democracia. Si para algunos el Estado en cuestión −que no es uno en general, definible al
margen de todas las cuestiones e independientemente de su configuración problemática situada−
sigue siendo aquél que atenta (o no) contra las libertades individuales y el orden democrático3, en
otras aproximaciones −como sugieren Eduardo Rinesi y Cecilia Abdo Férez4− el Estado “en cuestión”
es el que emerge de una interrogación por la posibilidad de un proceso de democratización de la
sociedad en general (y que incluiría al Estado como una parte de la misma). Dicho de otro modo, el
Estado que en gran medida está en cuestión en la Argentina hoy, es uno involucrado –de maneras
diversas y contradictorias− en un proceso político orientado al desplazamiento de los límites que el
neoliberalismo impuso en nuestro país a la economía, a la política y a la sociedad, y es en relación con
ese proceso de democratización –y no simplemente con la Democracia formal− que consideramos sus
potencialidades, así como las limitaciones que produce o encuentra.
En un plano político, hablar de “democratización” −antes que de Democracia sin más− permite
hacer lugar −por una parte− a esa dimensión de inconclusividad y apertura, de imposible definición
por anticipado y de totalización final, que atraviesa a las sociedades allí donde éstas no se limitan a la
pura administración (supuestamente apolítica pero en realidad definitoria de una política
tecnocrática) de lo dado. Así, hablar de democratización permite hacer lugar a esa dimensión de
apertura de una democracia esencialmente en proceso e inconclusa sobre la que ha venido llamando
insistentemente la atención en las últimas décadas la filosofía política −principalmente francesa− en
su consideración de lo político. Si la democracia, en el sentido heredado de la transición argentina de
los años ochenta, era más proclive a enunciarse en términos de un orden concluso, de un estado
alcanzado y garantizado bajo ciertas condiciones, la idea de democratización pone en cambio de
relieve no sólo que se trata de procesos abiertos y no meramente de estados, sino además que se trata
de procesos abiertos cuyos términos tampoco resultan enteramente definibles de antemano. Dicho de
otro modo: la enunciación de lo “pendiente de democratización” emerge aquí como parte del proceso
mismo, constituyendo uno de sus productos y, así, se revela/produce “sobre la marcha” antes que en
su imaginario origen. En contraste con la Democracia, podríamos decir entonces que, en principio, la
democratización exige pensar esa distancia entre una normalidad administrada o administrable y la
conmoción que suspende la partición de lo sensible vigente en un momento determinado, que Jacques
Rancière teoriza en el par política-policía, próximo a su vez a aquello que Alain Badiou piensa en la
oposición Estado-acontecimiento o Estado-política.
En segundo lugar, y puesto que la democratización en Argentina viene asociada a la idea de una
ampliación de derechos que pueden perderse, esto es, cuya existencia es enunciada como el resultado
de un proceso conflictivo y como dependiente de la existencia de los colectivos que permitieron
conquistarlos, hablar de democratización evoca menos la imagen de un camino a la armónica
convivencia social en el que gradualmente todos irían respetando los derechos preexistentes de todos,
o la imagen de una ordenada correspondencia entre sectores sociales y representaciones o derechos
políticos, que la imagen de esa lucha agonística a partir de la cual otras corrientes de la filosofía
política postfundacional −Ernesto Laclau y Chantal Mouffe5, por ejemplo− han buscado caracterizar
una dinámica específicamente política e inderivable de lo social.
Los derechos de los que habla la democratización son esencialmente vulnerables y conflictivos,
no constituyen algo con lo que quepa contar por anticipado ni que refleje adecuadamente el estado
actual de la sociedad y el ordenamiento de las partes dentro de ella. Para usar una figura, antes que
reflejos superestructurales de la base, esos derechos son apuestas y, en tanto tales, no tienen
garantizado ni el éxito ni la subsistencia, pero, sobre todo, no se adecúan necesariamente –como si se
limitaran a darle expresión a nivel político− a un ordenamiento social actual, sino que buscan tener
efectos reconfiguradores sobre él.
Si el “Estado en cuestión” que bosquejamos en el apartado anterior como uno interrogado por su
relación con un proceso de democratización, exige poder pensar entre otras cosas la diferencia entre
democracia y democratización, precisamente a la conceptualización de una divergencia semejante es
adonde apuntan muchos de los desarrollos realizados por aquellos pensamientos
postfundacionales/postestructurales de lo político. El potencial trazado de una distancia interna entre
la Democracia como orden concluso y la democratización como proceso abierto, vulnerable y
conflictivo, da muestras de su productividad para permitirnos interpretar algunas de las
especificidades de los procesos políticos abiertos en nuestro país. Pero, a la inversa, la lectura de
estos últimos procesos históricos también plantea la necesidad de volver sobre aquellos enunciados
teóricos de la filosofía política contemporánea para revisar ciertas unilateralidades presentes en su
formulación que limitan sus potencialidades interpretativas de la actual coyuntura, y que se asocian a
cierto borramiento de su propio carácter situado en tanto enunciados teóricos.

Dos tendencias del pensamiento (de lo) político


Entre eso que llamamos “unilateralidades” querríamos destacar fundamentalmente dos
tendencias de la filosofía política contemporánea. Por una parte, lo que podríamos llamar un “pánico a
la sociologización” reconocible en algunas modulaciones de la filosofía política y que a nuestro
entender la lleva a desconsiderar, en el intento por producir un pensamiento de “lo específicamente
político” y del “ser de la política”, las contaminaciones impuestas a “lo en sí mismo político” por la
estructura social y en particular por la dinámica del capitalismo contemporáneo sobre los procesos
políticos actuales. ¿Es posible avanzar en una interrogación de lo político y del devenir de la
democracia sin consideración de la eficacia mostrada por el capital financiero para definir políticas,
parlamentos y Gobiernos “democráticos” prácticamente en todo el mundo? Una consideración política
de la democracia ¿no debería poder interrogarse a propósito de su compatibilidad −o no− con este
capitalismo y no sólo por los diversos “modelos” de democracia en un mundo multipolar? Lo que
llamamos “pánico a la sociologización” considera a ese tipo de preguntas como parte de un
determinismo amenazante ¿pero la reflexión que se mueve eternamente al interior de los
“mecanismos políticos” ¿no se absolutiza? ¿no genera inevitablemente la imagen de una “politicidad
pura”, que juega su propio juego con elementos y reglas propios? Esto por una parte.
Pero, en segundo lugar, entre eso que llamamos unilateralidades de la teoría/filosofía política
contemporánea se encuentra cierta tendencia autonomista o libertaria que lleva a pensar la política
“por fuera”, “a distancia”, “más allá” de, o “contra” el Estado, concebido unívocamente como
instancia coercitiva y burocrática, y enfrentada en bloque al supuesto dinamismo de la sociedad o de
la “vida del pueblo”, como la llama Miguel Abensour. A ella nos referiremos en el próximo apartado.
Aquí sólo cabría señalar, tomando prestada una expresión de Benjamin, que no hablar de Estado al
hablar hoy de política, democracia o democratización tiene algo de “pereza del pensamiento”, de
permanencia inercial en pensamientos que ya pensamos y que nos ofrecen ciertas garantías como
sujetos históricos “contestatarios”. Para ser más precisos: no hablar hoy de Estado para hablar de
política y democracia tiene tanto de la comodidad asegurada por la “buena posición contestataria” ya
asumida, como tiene de artificioso hablar hoy de Estado, democracia y política omitiendo −en un
ejercicio de máxima purificación− las “corrupciones” que el mundo de las finanzas, la judicialización
de la política y los monopolios mediáticos imponen sobre la política en sus más variadas definiciones.6
Estas dos tendencias no están desconectadas entre sí, pero tampoco se hallan en el mismo nivel.
La primera, exaltadora de la “autonomía de lo político” y asociable en las producciones de los autores
mencionados a la crisis de cierto marxismo positivista, economicista y teleológico, es más general.
Mientras la presencia de su énfasis en lo específicamente político y en la no correspondencia de las
subjetividades políticas con sectores sociodemográficamente identificables de la sociedad resulta
perceptible desde los trabajos de Laclau y Mouffe hasta posiciones como las de Rancière, Badiou y
Negri, la relación inversa no resulta igualmente sostenible porque eso específicamente político no en
todos los casos transcurre por fuera, contra o a distancia de El Estado. Ahora bien, para intentar ser
más concretos respecto de estas dos tendencias, querríamos comentar brevemente un texto escrito
por un autor −antes mencionado al pasar− y en el cual ellas se muestran no sólo en una notable
imbricación, sino donde además se presentan con mayor intensidad que en otras obras de autores
contemporáneos con orientaciones afines, lo cual tal vez permita, en una suerte de ejercicio de
exageración teórica, vislumbrar mejor en qué podrían consistir los límites e insuficiencias
interpretativas de estos planteos respecto de la complejidad de la situación que es preciso para
nosotros conceptualizar.

La democracia contra el Estado


El texto que comentaremos brevemente es La democracia contra el Estado. Marx y el momento
maquiaveliano, de Miguel Abensour y, respecto de las dos tendencias que mencionábamos, nos
interesan particularmente los términos en que el objetivo del libro es planteado por su autor. Se trata,
según Abensour, de una relectura de los textos del joven Marx orientada a rescatarlo, por una parte,
de las interpretaciones que transforman “su pensamiento crítico en ideología de partido y de Estado”7
y, por otra, de los que “ven en Marx a uno de aquellos que habrían puesto fin a la tradición del
pensamiento político” a través de un recubrimiento de este último por lo social que lo haría derivar de
lo económico, negando su autonomía. El interés de la lectura a contramano propuesta en La
democracia contra el Estado consistiría, en cambio, en “recuperar una dimensión escondida, oculta,
de la obra de Marx [,] una interrogación filosófica sobre la política, sobre la esencia de lo político”8,
insubsumible al materialismo histórico, puesto que allí la institución de la filosofía política moderna se
borra –dice Abensour− “al punto de dejar lugar a una ciencia objetiva de la totalidad social.”9
Lejos del materialismo histórico, pero también de todo intento de conceptualización de la
sociedad, se trataría entonces de religar la obra de Marx a Maquiavelo, pero no como si se tratara del
fundador “de una ciencia política positiva, objetivizadora”, dice Abensour, sino en tanto su
pensamiento da origen a la filosofía política moderna, apasionada por las preguntas sobre “el
estatuto, la esencia y a naturaleza de lo político” y “el lugar de lo político en la constitución de lo
social.”10 En esta clave ontológico-política, la hipótesis que orienta la relectura de Marx propuesta por
Abensour sostiene que si, efectivamente, “es posible observar en Marx una tendencia al ocultamiento
de lo político bajo la forma de una (...) inserción de lo político en una teoría dialéctica de la totalidad
social”, aún así “persisten en Marx una ‘interrogación apasionada por el ser de la política’ y una no
menos apasionada indagación sobre las figuras de la libertad, sea que aparezcan éstas bajo el nombre
de ‘verdadera democracia’ o de ‘desaparición del Estado’.”11 Contra Hegel –dice entonces Abensour–
Marx sostiene que el centro de gravedad del Estado reside fuera de sí mismo; pero no se trata para él
–enfatiza– de poner en relación ese universo político y sus formas con las instancias de la totalidad
social que permitirían explicar sociológicamente lo político. Por el contrario, a distancia de cualquier
consideración sobre poderes, clases, fuerzas sociales determinadas, para Marx, decir que el centro de
gravedad del Estado reside fuera de sí mismo indica más bien que es necesario referir el Estado a ese
movimiento que lo excede, que lo saca de quicio, a una sobre-significación que lo atraviesa y cuyo
sujeto real no es otro que la vida activa, plural, masiva, polimorfa, del demos.12
Pues bien, esa “vida plural, masiva, polimorfa, del demos” es para Abensour la que se opone al
movimiento totalizador del Estado, en una confrontación entre instancias –ahora sí– bien
determinadas y que incluso resulta muy difícil no imaginar como dos identidades exteriores e
incontaminadas, con “lógicas irreconciliables”. Pero antes de pasar a esa cuestión cabe resaltar,
respecto del pánico a la sociologización de la Filosofía política contemporánea, que, tal como se
observa en este texto, la opción por la filosofía política no siempre va acompañada por una justificada
y necesaria crítica de la ideología empirista que orienta muchas líneas de investigación de la ciencia
social, o por una crítica de las tendencias economicistas/positivistas del materialismo histórico13. La
opción por la filosofía y el pensamiento del ser de lo político parecería surgir, más bien, de una
desconfianza generalizada frente a todas ellas en bloque: frente a toda ciencia, toda dialéctica, toda
teoría de la sociedad etc. Pero, por ello mismo, aquella búsqueda de lo político en su ser no pocas
veces queda atrapada en figuras puras de oposición: filosofía o ciencia, pensamiento de lo político o
teoría materialista de la sociedad etc. En todos los casos, el segundo de los términos parecería
unitaria, coherente e inherentemente destinado a circunscribir y limitar algo constitutivamente
excesivo −la vida polimórfica y plural del demos en su “indeterminación, infinitud, apertura,
plasticidad y fluidez”14− sin poder dar cuenta de ella en lo esencial; una limitación que para Abensour
parecería asociarse a su gesto totalizador.
Pero el rechazo en bloque de todos los esfuerzos por conceptualizar las prácticas e instancias
sociales, a la vez, en su especificidad y en su imbricación, en sus autonomías relativas y sus eficacias
diversas, ese rechazo indistinto ¿no corre el riesgo −amén de resultar simplificador y desconocer las
discontinuidades en el conocimiento− de producir una figura idealizada y abstracta de lo político que,
además, en la dupla “Estado” versus “Vida” replica el esquema dicotomizante que operaba en la
oposición Filosofía o Ciencia, Pensamiento de lo político o Determinismo social? Al igual que estos
últimos términos, en La democracia contra el Estado, “Estado” y “vida del Pueblo” son definidos por
un conjunto de oposiciones: unidad versus multiplicidad; rigidificación versus fluidez y plasticidad; lo
monolítico identitario versus lo indeterminado y abierto; la cerrazón versus la infinitud. Se trata de
figuras especulares, homogéneas al interior y sin contaminación, que anulan la posibilidad de
interrogar, entre otras cosas, la rigidificación de la vida en nuestras sociedades, puesto que esa
rigidificación parecería constituir un atributo exclusivo de lo estatal, enfrentado a ella e identificado a
su vez con una pulsión totalizante.15 La “vida plural, masiva, polimorfa, del demos” aparece, en efecto,
como homogéneamente “plural, masiva, polimorfa” y se contrapone término a término a un Estado
elefantiásico, hinchado, petrificado, y sobre todo superpoderoso y sin fisuras; un Estado que −en el
texto de Abensour− asume la forma de una suerte de Estado universal, sin tiempo ni lugar, que tiene
como atemporal “lógica inmanente”, y sin conexión con ningún modo de ser histórico y determinado,
la “autonomización, totalización, dominación”. Ese Estado, “El Estado” −dice Abensour, y nosotros
enfatizamos el artículo que nombra al Universal− “representa un peligro para la libertad” y si él “es
inseparable de la servidumbre, inversamente la revolución democrática es inseparable de una
destrucción, o de un intento de destrucción, del poder de Estado”16. Esta es la conclusión del
argumento, expresada en el título igualmente universal: “La” Democracia contra “El” Estado.
No obstante, esta definición de “El” Estado que querría valer para todos los tiempos, al igual que
el pensamiento ontológico que la produce, no se halla menos requerida que aquellas que nosotros
podríamos ensayar. Es la experiencia del totalitarismo lo que informa esa búsqueda teórica17 y es en
esa trama que “democracia” significa, ante todo, que el “Estado no pueda erigirse en Todo”. Esa
democracia consiste, casi exclusivamente, en oponerse al movimiento totalizador del Estado,
oponerse poniéndole límites al Estado y mostrando lo ilusorio de su pretensión de independencia del
pueblo. Pero, sobre todo, la democracia consiste en luchar, desde la identidad oposicional de esa
“fluida multiplicidad”, contra el Estado en tanto “forma organizadora” inherentemente orientada a la
producción de lo Uno, coherentemente constituida para producir −siempre, porque está en su “ser”−
una unidad domesticada allí donde de otro modo reinarían los muchos diversos, la ductilidad, la
capacidad creativa, la multiplicación expansiva.

Pensamiento de lo político y crítica del presente


Tanto la noción crucial del planteo de Negri: el Poder constituyente, como la centralidad que la
enunciación de la igualdad adquiere en el planteo de Ranciére sobre la potencia democrática del
demos, y la oposición entre Acontecimiento y Estado en las reflexiones de Badiou, apuntan al exceso
de lo político en relación a la política circunscripta en los carriles institucionales garantizados por el
Estado de derecho; pero además sugieren una cierta incompatibilidad de la democracia en relación a
lo estatal, representado –con matices– como su negación, cooptación o clausura. Como en El poder
constituyente18, El desacuerdo19 o el Compendio de metapolítica20, en La democracia contra el Estado
se trata de visibilizar en tanto producto y agente de una confiscación, precisamente al poder que se
querría marco y garantía de la democracia: el Estado; Estado que, señala Abensour –en la línea de
Negri, Ranciére y Badiou− lejos de ser el complemento armónico o el fin (telos) de la práctica política
democrática, constituye “el órgano de decadencia de la democracia”21, invisible como tal por una
suerte de trastocamiento enajenado y enajenante de los términos similar −por otra parte− al que
afecta a la teoría dominante de la democracia, que se configura menos sobre el modelo de la
revolución francesa que sobre el de la restauración. Contra dicho modelo de teoría, para estos
autores, considerados en términos generales, la tarea de un pensamiento de lo político consistiría en:
1) romper la asociación automática entre democracia y Estado, 2) conceptualizar su oposición real:
Política vs. Policía (Ranciére), Poder constituyente vs. Poder constituido (Negri), Estado vs.
Acontecimiento (Badiou), Estado vs. Vida del pueblo (Abensour) y, 3) favorecer la potenciación de la
práctica política democrática en el único lugar donde puede estar: “a distancia del Estado” −como a
veces sugiere Badiou− o bien luchando contra él −como plantea ya desde el título el trabajo de
Abensour.
¿Cómo relacionarnos con estas aproximaciones que, a su vez, por momentos parecerían creer
poder aproximarse al mundo desde La Filosofía o la Ontología política? Se impone un desvío, capaz de
resistir la alternativa entre su simple impugnación y su celebración. O bien: impugnarlos en general
resultaría tan improductivo (no sólo en relación a la realidad sino a sus propios potenciales teóricos)
como afirmarlos sin más, porque es sólo ante los requerimientos de una coyuntura determinada y
atendiendo a la disposición de los elementos que la integran así como a las relaciones en que estos
últimos están implicados, que aquellos serían capaces de mostrar lo que nos permiten –o no– pensar;
y esto, además, en modulaciones precisas de lenguaje y pensamiento, irreductibles a enunciados
generales.
Para tomar un ejemplo expresivo de lo primero: también Walter Benjamin fue un pensador del
exceso e insistió en la inconmensurabilidad entre Derecho y Justicia. No lo hizo en cualquier y toda
circunstancia. Su planteo −que no se reivindicaba ontológico ni filosófico-político−, que se asumía
como crítica del presente, subrayó el exceso de la justicia cuando la diferencia amenazaba caer y todo
lo existente tendía a aparecer como el objeto adecuado de una administración omnipotente. O bien: es
frente a las pretensiones de una totalidad que se afirma como conclusa y autosuficiente, que la crítica
de la violencia benjaminiana pone de relieve el exceso de lo pendiente, inconcluso e irredento,
evitando hipostasiar ese exceso como sinónimo de la justicia sin más.22 Persistir en el valor eterno de
un pensamiento representa, por el contrario, para él, un índice de la pobreza del idealismo, o bien del
criticismo automatizado (siempre igual a sí mismo), o bien –como mencionábamos más arriba− un
signo de la “pereza del pensamiento.”
En cuanto a las “modulaciones del pensamiento”, resulta fundamental insistir −con Benjamin,
nuevamente− en que las diferencias cruciales se juegan menos en los grandes contrastes que en los
cambios de matiz, y atendiendo precisamente a los matices podríamos preguntar: un nombre como el
de “acontecimiento” ¿puede lo mismo cuando dice que es preciso no fijar los límites de la acción
política emancipatoria en los límites, las agendas y las formas instituidas del Estado, y cuando dice
que el forzamiento de lo posible se da a distancia de la potencia de aquél? Son matices,
efectivamente, pero en las variaciones que trazan cada uno de estos enunciados respecto al otro se
abre sin embargo un abismo: el abismo que separa un pensamiento de la autonomía como algo que es
preciso producir, que está marcado por la fragilidad y asociado a una tarea carente de garantías, y
otro pensamiento que da por descontada esa autonomía, para asumirla como un dato preexistente que
−en el mejor de los casos− sólo aguarda el momento de su entrada a escena.
No son los mismos el Estado y la Política revelados por cada uno de esos enunciados. Si, en su
negatividad, el primero podría ser capaz de iluminar cierta tensión entre una dimensión de
estatalidad y una inquietud emancipatoria que no tienen lugares sociales únicos, fijos o establecidos
independientemente de las coyunturas particulares, el segundo produce una positivización de la
política emancipatoria −por una parte− y del Estado −por otra−, gracias a la cual parecería que cada
uno se encuentra sencillamente allí donde no está el otro, para plasmarse en cada caso como una
identidad plena, unidad simple y carente tanto de una dialéctica interna como de relación con su
“otro” más allá de la pura oposición entre meras exterioridades enfrentadas.
Pero cuando “acontecimiento” dice que el forzamiento de lo posible se da por sustracción o “a
distancia” de “El” Estado, no sólo parece ceder a la vertiginosa tentación de brindarnos garantías
sobre el lugar y la existencia de la práctica política autónoma, es probable que también nos esté
eximiendo de plantear problemas e interpretar situaciones cuyos términos no se ofrecen, hoy, en
Latinoamérica, con la misma nitidez con la cual parecerían presentarse en las coyunturas europeas a
los ojos de muchos teóricos europeos. ¿Podemos decir en Argentina como si fuera algo obvio que el
forzamiento de lo posible se da, sin más, por sustracción de la potencia del Estado después de la ley
de medios y de la defensa cívico-corporativa de la “libertad de expresión” invocada para evitar la
desconcentración de esos medios prevista en esa ley? ¿Podemos oponer sin más Estado y Sociedad
después del 2001, con la ruptura de la inercia estatal desde la sociedad, pero también de 2008 cuando
la sociedad mostró como pocas veces cuanto de estatal había en ella? ¿Podemos afirmar la
democracia contra el Estado después de la Asignación Universal por Hijo y de las expresiones de
sorprendida indignación a propósito de la existencia de “pobres” en el país manifestadas por diversos
sectores de nuestra sociedad civil; después de la ley antiterrorista y de los pedidos de “seguridad” y
los linchamientos producidos en plena calle por vitales miembros del “demos” etc. etc.? ¿No son para
nosotros un poco más complejas las cosas? Las cosas: el Estado, pero también la democracia; lo
pendiente de democratización de la sociedad, que no parece tan identificable con una fluida vida
plural y polimórfica como el concepto de demos propuesto por Abensour, por ejemplo, parecería
querer sugerir.
Así, precisamente respecto de esa democratización que −como sostuvimos al comienzo−
especifica para nosotros al Estado que está en cuestión, sospechamos que el presente requiere hoy
del pensamiento menos la forja de una nueva ontología de lo político en su ser, que un desarrollo
actual de la vieja crítica ideológica: un despliegue de las críticas de las ideologías formuladas durante
los siglos XIX y XX que sea capaz de pensar, para decirlo en términos contemporáneos, lo estatal no
sólo en/de “el Estado” sino en/de “la sociedad”. En efecto, la sociedad estatal o el Estado que en tanto
sociedad somos sería una primer e interesante cuestión para nuestro pensamiento; cuestión que
remite al tema althusseriano del Estado como sociedad, como relación social, sensibilidad, y
subjetividades, y no meramente como aquello que se le contrapone a la vitalidad del demos y la
somete. En todo caso, precisamente una práctica teórica que se tome en serio sus compromisos con
los deseos emancipatorios de la sociedad allí donde éstos se manifiestan, no podría sencillamente
desatender, u olvidar sin más, el actual estado “normalmente” no emancipado de esa misma sociedad;
no podría desatender el hecho de que esas vidas −que también son las nuestras− han sido dañadas,
ni subestimar la impronta dejada por el daño producido.
Esa crítica de las ideologías supone un extrañamiento de las identidades, y no la celebración de
una en desmedro de la otra, como suele achacársele por “exceso de normativismo”.23 En nuestro
presente esa crítica tendría que poder elaborarse no en menor medida como un extrañamiento de la
polaridad Sociedad/Estado, porque su potencia simplificadora de la realidad es −sigue siendo−
apabullante. Si uno de los movimientos de esa crítica de la falsa simplicidad se orientaría a
conceptualizar el carácter estatal no sólo del Estado sino también de la propia sociedad, un segundo
movimiento trataría de atender allí donde y cuando aparece −tanto a lo que en el Estado es más que
estatalidad y reproducción, más que administración y distribución de lo sensible, a lo que en él puede
ser inquietud; como a aquello que la reconfiguración de los Estados latinoamericanos− en lo que los
hace relativamente nuevos −le debe a los procesos sociales insurgentes; no para convertir a éstos
últimos en acreedores eternos o fuentes primerísimas, sino como parte del esfuerzo de interpretación
de las articulaciones singulares e impuras dadas en una coyuntura cuyos límites y disposición vigente
ayudan a transformar.
Reunidas, estas dos dimensiones de la complejización de la relación sociedad/Estado permitirían
leer −allí donde fuera necesario hacerlo, donde la situación lo planteara como un imperativo de
lectura, y creemos que es nuestro caso−, no ya dos identidades simples enfrentadas, sino dos
identidades −social y estatal− que a veces se solapan y que se encuentran internamente divididas.
Dos identidades que −como mostraba Benjamin a propósito del materialismo histórico y la teología
cuando los pensaba chocándose, pero también los encontraba espejándose−, no coinciden consigo
mismas, y que si por el lado cosificado/cosificante de su figura descompuesta aparecen
superponiéndose mucho más de lo que en general estamos dispuestos a reconocer, en determinadas
circunstancias históricas han revelado perfiles y componibilidades insospechados desde el decurso
normal de los acontecimientos y en ruptura con algunos de sus aspectos más solidificados; perfiles
que también tenemos que poder leer.
1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
Posiblemente sean estos gestos teóricos de un pensamiento que “empieza tarde”, exigido por una situación de la cual no es
origen y que tampoco se limita a duplicar en su pura evidencia inmediata, los que permitirían definir metodológicamente a una
crítica –y no a una ontología– dialéctica y materialista. Esta crítica que, sin duda, piensa, no es sin embargo un pensamiento de
tal o cual cosa, sino una respuesta ante un requerimiento. Si perdemos a este último –podríamos decir– perdemos a la crítica,
porque no habría crítica sino en relación a un requerimiento. Para una crítica semejante, que depende de sus “objetos”, no se
trata de decir qué es lo que el Estado, o la Política, o el poder constituyente son o no son, sino de ir reuniendo los perfiles de eso
que aquí y ahora, y en una relación determinada con otros componentes de la situación, está “en cuestión”. W. Benjamin y Th.
Adorno llamaron a eso construir “constelaciones”, imágenes o figuras. De lo que se trataba, según ellos, no era de investigar
intenciones ocultas y preexistentes de la realidad, ni tampoco de investigar el sentido del ser, sino de interpretar una realidad
enigmática poniendo elementos singulares y dispersos de la misma en diferentes ordenaciones tentativas hasta que cuajaran en
una figura legible, capaz de iluminar profanamente algunos de los perfiles más rigidificados e incomprensibles de esa realidad.

3
Al respecto se pueden considerar, por ejemplo, las convocatorias contra el actual gobierno argentino articuladas tras la
consigna de la defensa de las libertades y derechos individuales frente a un “Estado autoritario” que supuestamente los
amenazaba, en los autodenominados “8N” y “18F”. Para un breve análisis de las mismas remitimos a nuestro artículo “La
política de los nombres” en Revista Anfibia: <http://www.revistaanfibia.com/ensayo/las-politicas-de-los-nombres/>.

4
Rinesi, Eduardo: “De la democracia a la democratización: notas para una agenda de discusión filosófico-política sobre los
cambios en la Argentina actual. A tres décadas de 1983”, Debates y combates, año 3, n. 5, FCE, Buenos Aires, p. 19-43 y Abdo
Ferez, Cecilia: “Pensar políticamente a Spinoza, para América Latina. Utopía y praxis latinoamericana –revista internacional de
filosofía iberoamericana y teoría social, año 19, n. 66 (julio-septiembre, 2014) p. 185-192.

5
En particular, Mouffe, Ch.: En torno a lo político, Buenos Aires, FCE, 2007 y La paradoja democrática, Barcelona, Gedisa,
2003, y Laclau, E.: Emancipación y diferencia, Buenos Aires: Ariel, 1996.

6
Es decir, ya sea en las formas tradicionales de la democracia representativa –cuyas instituciones presentan hoy en Europa
demasiado poca sustancia singular como para argumentar algún tipo de “autonomía relativa”– o en aquellas donde la política
democrática es concebida más bien como distorsión de las distribuciones normalizadas de cuerpos y palabras en el espacio de
la representación. ¿No se muestra ese espacio de la representación -que la política en el sentido de Rancière, por ejemplo,
vendría a distorsionar– , ya en sí mismo colapsado con la judicialización de la política y las actuales operatorias del capital
financiero?

7
Abensour, M. La democracia contra el Estado. Marx y el momento maquiaveliano, Buenos Aires: Colihue, p. 8, 1998.

8
Ib., p. 15.

9
Ib., p. 23.

10
Ib., p. 17.

11
Ib., p. 24-25.

12
Ib., p. 65 (subrayamos nosotros).

13
Como sí era el caso, por ejemplo, en la obra de Althusser.

14
Abensour, op. cit., p. 103.

15
Dice Abensour: “El Estado representa para la democracia un peligro permanente de degeneración. Basta que la democracia
deje el terreno libre al Estado para que éste se hinche hasta pretender convertirse en forma unificadora. Lejos de ser el
complemento armónico de la democracia, o el marco sobre el que la democracia podría apoyarse con provecho, el Estado revela
ser el órgano de la decadencia de la democracia; petrificándose en su autonomía, considerándose a sí mismo como un todo,
constituye un peligro para el todo (...). Cuando gana terreno, la forma-Estado sustituye a la vida del pueblo y se presenta como
una forma organizadora y totalizante”. Ib., p. 127.

16
Ib., p. 127.

17
Dice Abensour: “por haber podido apreciar el cataclismo de la dominación totalitaria, vemos despuntar un tímido rayo de sol,
una renovación del pensamiento libertario.” Y también: “Desde el derrumbe de los sistemas burocráticos que se pretendían
socialistas, la cuestión de la libertad se convirtió en la cuestión primera, en la cuestión primordial. (...) Si conviene redescubrir
la cuestión política en su totalidad –indisociablemente justicia y libertad–, conviene también dar prioridad a la libertad.”
Abensour, M. La democracia contra el Estado, op. cit., p. 132 y 123 respectivamente.

18
Negri, T. (1994) El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad. Madrid: Libertarias/Prodhufi.

19
Rancière, J. (1996) El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Nueva Visión.

20
Badiou, A. (2009) Compendio de metapolítica, Buenos Aires: Prometeo.

21
Abensour, M. (1998): La democracia contra el Estado, op. cit. p. 127.

22
Otro modo de decirlo sería que se trataba de evitar, para él, la fetichización de los conceptos críticos, como dejó expreso en su
lectura del surrealismo: “enfatizar el lado enigmático de lo enigmático no nos hace avanzar”. Esta resistencia a postular un
valor eterno para una figura del pensamiento es −por otra parte− el núcleo de su crítica a Hegel en el prólogo epistemocrítico
del texto sobre el Trauerspiel, donde corrige el idealismo hegeliano señalando que una idea debe poder mostrar su capacidad
redentora en el mundo y no puede afirmarse como verdadera con indiferencia de aquello que es capaz de iluminar en él.

23
Paradójicamente, según vimos a propósito del texto de Abensour, parecería ser más bien desde la posición ontológica −que
formula aquella objeción a la crítica−, desde donde se identifican fuerzas polares, que son juzgadas y valoradas en términos de
vida o muerte; fluidez o rigidificación etc. etc.
¿Puede la cultura política ser despolitizante? Sobre el espesor de los
principios de (di)visión de lo político en base a información
estadística de la ciudad autónoma de Buenos Aires (Argentina)

Emiliano Gambarotta1

El impacto de las políticas neoliberales en la Argentina suele ser estudiado, principalmente, por
las consecuencias económicas que allí ha tenido. Sin embargo, menos estudiadas son sus
consecuencias políticas o, más específicamente, su impacto en la cultura política, esto es, en los
modos de ver y dividir a la política. Es en esta cuestión en la que aquí nos enfocaremos, en un
contexto en el que, así como puede sostenerse que en términos económicos la Argentina se encuentra
en una etapa “pos neoliberal”, también pueden detectarse elementos de ruptura para con ese
paradigma a nivel cultural. En esta línea, quizás las marcas más evidentes estén dadas por la ruptura
con una situación de creciente apatía e indiferencia política propia de las décadas signadas por el
neoliberalismo, cuyo punto extremo lo constituía el rechazo al sistema político y a la “clase” política
como un todo, síntomas de la creciente crisis en el lazo de representatividad.2 Ruptura que entraña el
pasaje a una situación como la actual, en la que la participación política –con su específico pathos– ha
crecido y se ha intensificado exponencialmente, dando lugar a lo que cabe entender como una
“repolitización” de la sociedad argentina. Sobre este trasfondo buscaremos aprehender algunas
marcas de la cultura política que tiene lugar en este contexto de repolitización pos neoliberal,
indagando especialmente si ella mantiene rasgos de ese rechazo a la política, es decir, ¿hay en ella
tendencias despolitizantes?
Interrogante general en el marco del cual se inscribe este trabajo puntual, que busca indagar,
entonces, el modo de producción de juicios políticos a través del cual los agentes estudiados toman su
posición con respecto a cuestiones políticas.3 Para ello se trabaja sobre los resultados de una encuesta
de 700 casos realizada, en base a un muestro representativo de la población de mayores de 30 años,
en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) a inicios de 2013.4 Con tal encuesta se buscó
conformar una escala de Likert, como la puesta en juego por el equipo encabezado Theodor W. Adorno
en su clásico trabajo sobre la personalidad autoritaria,5 el cual se encuentra entre las fuentes que
inspiran al proyecto más amplio del cual este escrito forma parte. Es decir, la encuesta presenta una
serie de enunciados frente a los cuales los encuestados han manifestar su nivel de acuerdo o
desacuerdo para con los mismos.6 Procedimiento a través del cual buscamos no meramente describir
las posiciones adoptadas en relación a cada uno de los enunciados, sino aprehender a través de tales
manifestaciones las tendencias latentes que subyacen a esa toma de postura. Es a través de la
estructura relacional entre los enunciados que buscamos captar el modo de producción de juicios
políticos puesto en práctica por los agentes encuestados.

El tipo ideal de “despolitización”


Ahora bien, con el fin de aprehender tal modo de producción hemos construido un tipo ideal de
los principios de visión y de división subjetivos que llevan a este rechazo de la política, y al cual
denominaremos simplemente “despolitización”. Tipo ideal elaborado a partir de tres ejes que
consideramos centrales a tal rechazo, aun cuando por supuesto no agotan todas sus facetas. El
primero de ellos da cuenta de un rasgo generalmente presente en la concepción neoliberal, no sólo en
sus aspectos económicos sino como instancia de una cultura política o, si se quiere, como tendencia a
subordinar a esta última a la lógica específica de la economía capitalista, con su racionalidad
instrumental y la centralidad del mercado en ella. Pues nos referimos, justamente, al rechazo a la
intervención del Estado y, en general, de la política en los más variados ámbitos sociales. Demolición
de la idea de servicio público, que hace de ella una limitación de las iniciativas privadas, homologadas
a la libertad misma. De esta manera “se asimila el intervencionismo del Estado al ‘totalitarismo’ (...);
al asociar la eficacia y la modernidad con la empresa privada, el arcaísmo y la ineficiencia con el
servicio público, (...) se identifica la ‘modernización’ con la transferencia al sector privado de los
servicios públicos más rentables”.7
Una retirada de la política que, en este caso, ha de entenderse como una retirada de lo público a
favor de lo privado, del control político a favor del autogobierno de corporaciones de la sociedad civil
o, incluso, estatales. La figura más conocida de esta visión de la política es aquella que confía en el
mercado y su “mano invisible”, por lo que la política ha subordinarse a la mera búsqueda de la
confianza de los mercados, sustentada en esa confianza en el mercado. Pero esta lógica, en su sentido
más amplio, puede encontrarse también en el cuestionamiento a la intervención de aquellos agentes
cuya única fuente de legitimidad es la político-electoral, a que sean éstos quienes controlen diversos
ámbitos de la vida social, por más estratégicos que éstos fueran. Así, la figura más clásica fue incluida
en nuestra encuesta, a través de un enunciado como: “Las decisiones políticas estratégicas no
deberían tomarse teniendo en cuenta las opiniones del mercado financiero” (frente al cual, la postura
“muy en desacuerdo” sería la más cercana a nuestro tipo ideal). Pero también se ha buscado incluir
ese sentido más amplio a partir de un enunciado como el siguiente: “Las fuerzas de seguridad deben
estar limitadas por decisiones políticas” (donde, nuevamente, la postura “muy en desacuerdo” es la
más cercana a nuestro tipo ideal).
En definitiva, a partir de estos enunciados buscamos conformar una variable que se interroga
por el lugar que se le da a la decisión propiamente política, en tanto que instancia pública, y a quien
la ejerce sobre la base de la legitimidad del voto. Si el agente encuestado tiende a manifestarse
desfavorable (o favorable) a su intervención. De allí que quepa denominar a esta variable, conformada
por diversos enunciados, como “anti-intervencionismo”,8 en tanto tal rechazo es el rasgo específico de
este eje dentro del conjunto de los principios de visión y de división despolitizados. Entonces, nos
estamos preguntando cuánto pervive esta manera de percibir a la política en una etapa de la
Argentina que claramente ha ampliado el ámbito de intervención de la política, sea como una
reversión parcial o total del proceso privatizador llevado a cabo bajo el signo del neoliberalismo (tales
los casos del Correo Argentino, Aerolíneas Argentinas, los fondos jubilatorios, y Yacimientos
Petrolíferos Fiscales, por mencionar sólo algunas), o bien sea regulando ámbitos dejados en manos
privadas (del “mercado”) o de poderosas corporaciones. En este marco epocal, ¿sigue habiendo una
cultura política que se manifiesta de acuerdo con la limitación de la intervención política?
Esta cuestión se conecta, en principio (y cabe enfatizar el “en principio”, según veremos más
adelante), con el lugar que se le asigna, en la toma de decisiones políticas, al experto y a su
conocimiento técnico, es decir, a ese conjunto de agentes cuya legitimidad no proviene del voto sino
de su saber especializado (sea éste de índole económica, jurídica etc. étera). En tanto que tal, no se
presenta como un punto de vista más que discute (políticamente) con otros, antes bien lo hace como
una “vista” sin “punto”, esto es, situada por fuera del espacio social y sus luchas. Por lo que sus
diagnósticos y recomendaciones (o recetas) “técnicas” no se verían (ni deberían verse) como
influenciadas por lo político. Pues este último sólo sesgaría y distorsionaría la verdad técnica
establecida a partir de dicho conocimiento especializado. De esta manera, tal visión pretende
legitimarse por su carácter completamente desinteresado, entendiéndose por esto, sólo interesado en
la solución de los problemas diagnosticados, sin interés político partidario o ideológico que intervenga
en ello. Para eso se apela a una saber que se pretende imparcial, contribuyendo así a investir a este
conocimiento con los ropajes de la necesidad y con los de ser el único discurso válido sobre lo político.
El posicionamiento de los agentes encuestados, como acuerdo o desacuerdo, frente a esta lógica
es lo que buscamos aprehender con enunciados como: “En todas las discusiones importantes los
especialistas deberían tener siempre la última palabra, sin intromisiones políticas”. En base a la
relación entre enunciados de estas características conformamos, entonces, la variable
“tecnocratismo”. Ella tiene, en última instancia, su núcleo en la clásica oposición weberiana entre el
funcionario administrativo, con su saber especializado, y el político, el cual debe contar entre sus
cualidades con la pasión por una causa.9 Es el privilegio del primero y su racionalidad instrumental lo
que lleva a que toda orientación política- valorativa sea tachada de irracional, de instancia a ser
desterrada de la política. Lógica ésta cuyo extremo sería la anulación del conflicto entre fines –que no
es más que otra manera de decir que se instaura un “discurso único”–, característica central de la
política en Weber, y es en ese sentido que puede considerarse al “tecnocratismo” como uno de los ejes
que constituyen el tipo ideal de los principios de di-visión que hemos denominado “despolitización”.
Semejante anulación del conflicto entre fines se conecta con aquella percepción que se
caracteriza por condenar la disputa que tal conflicto entraña como una instancia de corrupción de la
sociedad, de ruptura (innecesaria) de la armonía que en ella debería reinar. Es tal percepción la que
buscamos aprehender con nuestra tercer variable, por lo que la denominaremos “ideología moral de
la política”. En ella se tiende a ver en los políticos profesionales una fuente de degradación de la
sociedad, cuyas prácticas, por un lado, nada aportan al bienestar general, sino que son contrarias al
interés común. Y, por el otro, introducen el conflicto en la sociedad, generando enfrentamientos que
atentan contra la paz y armonía de la sociedad.
La primera de estas percepciones es la que lleva a entender a la política como un ámbito de
corrupción, de la apropiación individual de lo público como el único interés que guía efectivamente
las acciones de los políticos profesionales, quienes se dedicarían a la política únicamente para
hacerse ricos. En este marco se plantea, entonces, un enunciado como el siguiente: “Es preferible
votar a alguien que haya manejado con éxito su empresa porque ya demostró que es capaz y sabemos
que no necesita robarle al Estado”. La segunda presupone la imagen de una sociedad que, si no fuese
por la política, alcanzaría un orden estable, pues éste se ve únicamente alterado no por las diferencias
de intereses entre grupos sino tan sólo por el conflicto que las discusiones “ideológicas” o políticas
introducen. En esta línea se inscribe el enunciado: “Los conflictos y las discusiones que promueven
los partidos políticos arruinan la paz y la estabilidad social”.
Cabría decir que esta tercer variable gira en torno a la condena de una característica que se
considera intrínseca a la práctica de la política: la corrupción. Sea que se la entienda en el más
coloquial sentido del enriquecimiento personal a través del usufructo de lo público; o bien como una
instancia que corrompe la armonía de la sociedad, que daña o pudre la estabilidad de la misma. De
esto se sigue la necesidad de acotar, cuando no directamente erradicar, la actividad política.

Gráfico 1

A modo de balance, podemos señalar que hemos conformado nuestras tres variables a partir de
un conjunto de enunciados y a la relación entre posiciones (de acuerdo o desacuerdo), tomadas por
los agentes, que ellos permiten aprehender. Es, entonces, a través de la relación entre “anti-
intervencionismo”, “tecnocratismo” e “ideología moral de la política” que buscaremos aprehender la
dimensión que hemos llamado “despolitización”.10 Todo lo cual se resume en el gráfico 1. Recordemos
que la dimensión así construida constituye el tipo ideal de unos principios de di-visión subjetivos a
través de los cuales los agentes encuestados producen su juicio político, los criterios a través de los
que constituyen su visible y lo dividen, tomando a su vez una posición en tal división. Por lo que se
trata de una herramienta heurística para aprehender tales principios pero sin que sea esperable o
siquiera posible encontrar agentes que posean tal visión del mundo en el grado de pureza en que
nosotros aquí la hemos planteado. Más aún, ni siquiera los encuestados que alcancen los puntajes más
altos –es decir, los más despolitizantes en su percepción– se ubicarían en una posición como la que
hemos descripto típico −idealmente. No sólo porque el tipo ideal es de por sí una utopía lógica
inhallable empíricamente, sino también porque para ello sería necesario que los enunciados de la
escala de Likert que hemos conformado fuesen planteados en un nivel de pureza, de ausencia de
matices, que llevaría a que carezcan de poder de discriminación. Es decir, generarían una
homogeneización de la población encuestada en el rechazo (o aceptación) a afirmaciones planteadas
de una manera tan extrema que difícilmente alguien pudiese llegar a coincidir (o disentir) con ellas.
Por lo que, dado que nuestro interés está en captar la heterogeneidad de posiciones en la población
encuestada, resulta imprescindible formular nuestros enunciados de manera más matizada, una que
posibilite no sólo el desacuerdo sino también el acuerdo a lo planteado o, si se quiere, que permita
dar cuenta de una variedad de “puntajes” (y no para todos el mismo) como manera de aprehender una
variedad de posturas en el espacio social.

La no linealidad de la cultura política


A partir de estos elementos es que producimos los datos que, recogidos a través de la ya
mencionada encuesta de 700 casos realizada en la CABA a inicios de 2013, nos permitirán abordar los
interrogantes que nos hemos planteado en este trabajo. El cuadro 1 presenta una primera descripción
estadística de las tres variables mencionadas así como de la dimensión “despolitización” en su
conjunto, en la que ya podemos notar algunas particularidades de los resultados que hemos obtenido.
En efecto, si bien en todas las variables se alcanzan tanto el puntaje mínimo como el máximo posible
(esto es,1 y 5 respectivamente), esto no sucede en el caso de la dimensión, en la cual se alcanza el
puntaje mínimo pero no así el máximo. Por lo que cabe asumir que hay una mayor heterogeneidad
entre las posturas tomadas por aquellos agentes que se ubican como “puntuadores altos”, es decir,
que han tomado posturas que los sitúan en posiciones cercanas a la lógica política planteada por
nuestras tres variables. Pues tal heterogeneidad es lo que llevaría a que ninguno alcance el puntaje
máximo posible en la dimensión, que es también decir, quienes alcanzaron tal puntaje en una de las
tres variables no repitieron esa marca en las otras dos.
Primera información sobre el modo de producción de juicios políticos, que nos plantea el
interrogante acerca de por qué se genera esto específicamente en los puntuadores altos. Al analizarse
los datos de cada una de las variables se destaca, en relación con esta problemática, el
comportamiento de “anti-intervencionismo”, en tanto ella muestra una mediana más baja que las
otras dos variables y claramente más baja que la dimensión “despolitización”. También cabe señalar
que se encuentra por debajo de los 3 puntos, es decir que en “anti-intervencionismo” la mitad de los
casos no alcanza el puntaje que matemáticamente se sitúa en el punto medio del conjunto de la
escala.
Este particular comportamiento de los agentes en torno a esta variable resulta aún más evidente
en el cuadro 2, en el cual se realiza una descripción estadística similar a la anterior, pero no para el
conjunto de nuestros casos (n = 700) sino haciendo un recorte del mismo que pone el foco en el 20%
que puntuó más alto en la dimensión “despolitización” (es decir, el cuadro consigna los datos
referentes a los deciles 9 y 10 de dicha dimensión). Esa particularidad, entonces, se ve con claridad
en cómo la mediana de “anti-intervencionismo” es sensiblemente más baja que en las otras dos
variables (un 20% más baja). Esto podría hacernos pensar que se debe a una simple traslación de la
distribución de las posiciones, tomadas ante los enunciados, a una escala más baja, llevándonos a
considerar que la cultura política estudiada acentúa menos este rasgo pero aún así lo mantiene,
dándole un comportamiento similar al de las otras variables, aun cuando el resultado final de ello
sean puntajes más bajos. Sin embargo, cabe asegurar que no se trata simplemente de esto cuando
compara el valor mínimo alcanzado por cada una de las variables. En efecto, si las tres alcanzan el
valor máximo de 5 puntos, en el otro extremo de nuestra escala se hace presente la particularidad de
“anti-intervencionismo” que alcanza un valor de 1,33, es decir, cercano al límite inferior posible. Y
esto para un recorte de la población del 20% de puntuadores más altos en la dimensión
“despolitización”. Incluso en este grupo acotado se marca una heterogeinización de las posturas
tomadas, con la consecuente amplitud de rango de la variable (y su impacto en el desvío estándar).

Esto mismo puede captarse también a partir de la comparación de los percentiles entre las tres
variables. Cabe señalar, por ejemplo, como el percentil 20 (esto es, el 20% que puntúa más bajo en
cada variable dentro de este recorte de la población del 20% de los más altos puntuadores de la
dimensión), alcanza en “anti-intervencionismo” 2,67 puntos, el mismo valor que el del puntaje mínimo
alcanzado por “ideología moral de la política”. A la vez que sigue siendo más bajo que el mínimo
correspondiente a la variable “tecnocratismo”, el cual se sitúa en el mismo puntaje que el percentil 50
de “anti-intervencionismo”.
A partir de todo esto, podemos sostener que la variable “anti-intervencionismo” no tiende
simplemente a puntuar más bajo que las otras dos, trasladando la misma distribución de puntajes a un
punto inferior de nuestra escala. Antes bien, ella presenta una lógica diversa a la de las otras dos
variables que, como tal, obtura la posibilidad de pensar una relación lineal entre las tres, con las
consecuencias ya señaladas para la dimensión “despolitización”. El cuadro 3 muestra justamente esto,
al dar cuenta de la correlación más que marcada entre “ideología moral de la política” y
“tecnocratismo”, por un lado, mientras que, por el otro, ambas presentan una baja correlación con
“anti-intervencionismo”. Es la complejidad subyacente a esta relación, lo que ella nos dice acerca de
cómo se conforma la constelación de los principios de visión y de división subjetivos de los agentes
encuestados acerca de las cuestiones aquí abordadas, lo que se nos presenta como el interrogante a
ser estudiado en este trabajo.
En este marco, y por más que resultase esperable a partir de la hipótesis subyacente a la
construcción del tipo ideal de “despolitización”, no deja de ser destacable la fuerte correlación entre
“ideología moral de la política” y “tecnocratismo”, marcando así una de las características de dicha
constelación. Por la cual vemos como dos rasgos que cabe considerar como propios de la cultura
política neoliberal se encuentran, en la población encuestada, fuertemente vinculados entre sí. De
esta manera, la percepción de que las decisiones políticas han de quedar en manos de los expertos y
su conocimiento técnico se presenta íntimamente ligado a la condena de la disputa política como una
instancia corruptora de la armonía social (y, por supuesto, el rechazo a una con el cuestionamiento a
la otra). Pues si tal conocimiento es el único (en el sentido de un “discurso único”) que puede
diagnosticar nuestros problemas y brindarnos la “receta” para su solución, entonces ¿cuál es el
sentido de esas disputas políticas y, en definitiva, de la actividad política como tal (como no sea la
corrupción en el más coloquial sentido del término)?
Y viceversa: si se condena el conflicto entre fines, aquello que weberianamente podemos
concebir como la lucha entre diversos dioses de los valores en el marco de un politeísmo valorativo,
como una instancia que atenta contra el orden social, entonces no queda más que apostar por la
posibilidad de acotar (cuando no anular) tal ámbito de disputas a manos de un punto de vista común a
todos. Suerte de nuevo monoteísmo que cuando no responde directamente a imperativos morales
(más o menos religiosos), lo hace a imperativos epistémicos.11 ¿A qué otra cosa, sino, llamamos
“discurso único”?
En términos weberianos podemos decir que estamos ante una afinidad entre el saber técnico,
que desencanta el mundo, y el rechazo de la política como una instancia de lucha entre dioses de los
valores, que puede contribuir a sacarnos de la “fría noche polar”. Una afinidad, en última instancia,
entre la apuesta por la burocracia como fuente de soluciones y la condena de la discusión
parlamentaria. Vínculo que, aun cuando surge con la política de masas (como la referencia weberiana
lo indica), es la cultura neoliberal la que en la actualidad hace de éste una de sus banderas, y al cual
nosotros detectamos como uno de los rasgos de la constelación aquí estudiada.
Sin embargo, como hemos visto, el “anti-intervencionismo” que podría considerarse como propio
de una percepción neoliberal de la política, bajo la figura de un “Estado mínimo”, presenta una baja
asociación con las otras dos variables, en la población encuestada. Esto podría llevarnos a prestarle
una menor atención para enfocarnos, en cambio, en aquellos rasgos de la constelación que se
comportaron de la manera esperada. Pero aquí en cambio consideramos que no se trata de dejar de
lado en nuestra investigación una variable que pareciera “no funcionar”, sino de indagar una lógica
compleja, aquella de la cultura política y su “despolitización”. En definitiva, nos preguntamos ¿qué
nos dice tal comportamiento acerca de cómo se estructura el modo de producción de juicios políticos
de la población encuestada?

El lugar y la modalidad de la intervención política


A partir de los análisis que hemos planteado, cabe sostener que estos principios de visión y de
división subjetivos aun cuando generan una percepción “despolitizante” tanto en términos de
“tecnocratismo” como de una “ideología moral de la política”, tienden a tomar posturas de acuerdo
con la intervención política, en su carácter de pública, en diversos asuntos de la vida social. Esto es lo
que queda gráficamente plasmado en el siguiente esquema de dispersión, realizado sobre la base
total de nuestra encuesta de 700 casos (véase gráfico 2). En el cual, las dos variables antes
mencionadas ocupan los ejes, mientras que el posicionamiento acerca del “anti-intervencionismo” fue
divido en dos grupos, tomando como línea de corte el valor de su mediana (esto es, no el punto
matemático central que se situaría en un puntaje de 3, sino aquél que corta la distribución
efectivamente obtenida por la mitad de los casos). Así, los círculos representan aquellos agentes cuya
puntuación en “anti-intervencionismo” los posiciona por debajo de la línea del 50%, esto es, como la
mitad de puntuadores “más bajos”; mientras que los cuadrados dan cuenta del resto de los casos,
aquellos situados en el 50% de puntuaciones “más altas”.
El gráfico de dispersión evidencia la estrecha asociación entre “tecnocratismo” e “ideología
moral de la política”, ya planteada a través del coeficiente r de Pearson (cuadro 3), y aquí visualizado
en la nube de pendiente positiva generada por la dispersión de puntos. Sin embargo, aquí nos
interesa sobre todo remarcar la superposición entre cuadrados y círculos que allí se plasma, la cual si
bien presente en el conjunto del gráfico se torna especialmente marcada a medida que se avanza
hacia los puntuadores más altos en las dos variables que conforman los ejes (es decir, hacia la parte
superior derecha del gráfico). Así, se torna aprehensible cómo agentes que tomaron posiciones
idénticas o muy cercanas en esas dos variables, toman posiciones opuestas acerca del “anti-
intervencionismo”. Esto es lo que nos obliga a adentrarnos en el espesor de los principios de visión y
de división de la cultura política aquí estudiada, en definitiva, ¿cómo puede haber un acuerdo con la
presencia e intervención de la política (especialmente a través de la presencia del Estado), gesto
marcadamente contrario a la cultura neoliberal, a la vez que se acuerda con tal cultura en los otros
ejes de su percepción de la política?
En este marco, sólo cabe sostener que tales agentes –especialmente representados por los
“círculos” en la parte superior derecha del gráfico 2– no ven como necesaria una menor intervención
de la política, contrastando así con los postulados neoliberales, pero sí que sea otro el modo en que
esa intervención se concreta, uno más cercano a los postulados neoliberales. Nos topamos así con una
complejidad y espesor de la cultura política estudiada, cuyos matices corremos el riesgo de perder de
vista en una concepción lineal de los diversos elementos que conforman la constelación de sus
principios de visión y de división. Antes bien, es justamente accediendo a ese espesor que podemos
aprehender ahora la diferencia de estatus entre nuestras variables (ausente en nuestra presentación
inicial de las mismas). En efecto, la argumentación aquí desarrollada nos lleva a dar cuenta de cómo
“anti-intervencionismo” alude al lugar mismo que se le da a la política en su carácter de instancia
pública. A su activa presencia o a la limitación de la misma en la vida social. En este sentido, nuestro
trabajo muestra una marcada tendencia a apreciar positivamente dicha intervención. Nuestras otras
dos variables, en cambio, no aluden estrictamente a esa cuestión sino más bien a la modalidad con
que esa intervención se concreta.

Gráfico 2: Esquema de dispersión (n = 700)

Sobre esta base podemos volver a la pregunta que nos hiciéramos al inicio de este trabajo,
acerca del retorno de la política luego de una etapa en que predominó el neoliberalismo, no sólo en el
plano económicos sino también en el de la cultura política. El trabajo aquí realizado nos permite
sostener que hay sectores de la población encuestada que rechazan de plano todos los ejes que
componen nuestro tipo ideal de “despolitización”. Pero también, y más interesante aún, que incluso
entre aquellos que toman una posición “tecnocrática” e “ideológicamente moralizante de la política”
pueden encontrarse agentes que no escapan a este clima de retorno de la política, que no pueden
alienarse de un horizonte de época en el cual la intervención política, en tanto que pública, ha
cobrado una centralidad y un apoyo que pareciera ser hoy difícilmente cuestionable.
En este sentido, podemos detectar sectores de dicha población que se muestran acordes a tal
intervención y, a su vez, a que la misma sea claramente “política”, esto es, no reducida a la
implementación de las recetas producidas por un saber técnico especializado, ni carente de conflicto
con su potencial “desordenamiento” de la armonía social. Sectores éstos que serían los más
esperables desde una captación lineal de la cultura política. Sin embargo, nos encontramos también
con sectores de la población que se muestran acordes a esa intervención pero, a la vez, perciben que
ésta se debe dar en una modalidad doblemente “purificada”: en primer lugar, sin contaminaciones
ideológicas que corrompan la toma de decisiones, las cuales tendrían que ser el producto de un puro
saber técnico, cuya mirada transparente no debería verse opacada por valoraciones parciales. En
segundo lugar, sin esa contaminación moral que proviene de la propia política (o bien de la “mala” o
“vieja” política) y su carácter corruptor tanto de la moral individual, en la figura más habitualmente
asociada a la palabra “corrupción” por el sentido común contemporáneo, como de la moral colectiva,
cuyo armónico orden se vería dañado y echado a perder por la conflictividad proveniente de la
política. De esta manera, la orientación “despolitizante” de estos principios de visión y de división no
es sencillamente trasladable al rechazo de la intervención política, con su carácter público. Antes
bien, y aunque a nuestros principios de visión y de división esto parezca paradójico, se trata de una
percepción que aprecia favorablemente una intervención política despolitizada.

Bibliografía
ADORNO, Th. W. et al. La personalidad autoritaria. Buenos Aires: Editorial Proyección, 1965.
BARANGER, D. Construcción y análisis de datos. Posadas: Unam, 2009.
BOURDIEU, P. (director). La miseria del mundo. Buenos Aires: FCE, 2000.
PLOT, M. “¿Permanencia de lo estético-político? Coexistencia y conflicto de regímenes políticos en Lefort,
Rancière y Merleau-Ponty”, en: GAMBAROTTA, E., BOROVINSKY, T. y PLOT, M. (comps.). Estética,
política, dialéctica: el debate contemporáneo. Buenos Aires: Prometeo (en prensa).
RINESI, E. y VOMMARO, G., “Notas sobre la democracia, la representación y algunos problemas conexos”,
en: RINESI, et al. (editores). Las lentes de Víctor Hugo. Buenos Aires: Prometeo, 2007.’WEBER, M. “La
política como vocación”, en: Ciencia y política, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1991.
WEBER, M. “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada”, en: Obras selectas. Buenos Aires:
Distal, 2003.

1
Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina.

2
Al respecto puede consultarse Rinesi, E. y Vommaro, G., (2007) “Notas sobre la democracia, la representación y algunos
problemas conexos”, en Rinesi et al. (editores), Las lentes de Víctor Hugo, Buenos Aires: Prometeo.

3
Es decir que no nos concentraremos en lo que con Bourdieu podríamos llamar el opus operatum, la descripción, más o menos
densa, de esas posturas políticas, sino que buscamos a partir de ellas aprehender el modus operandi que las genera, la lógica de
producción de sentido o, mejor aún, los principios de visión y de división allí involucrados. Cabe a su vez señalar que este
trabajo indaga una sola de las dimensiones a ser estudiadas, quedando pendiente por el momento el estudio de cómo las
condiciones estructurales objetivas (y no sólo los sentidos subjetivos) impactan en tales posturas políticas.

4
Semejante encuesta y, por tanto, el presente trabajo, se inscriben en el Proyecto de Investigación Plurianual del Conicet
titulado: “Problemas de la democracia argentina en el período de la post-convertibilidad. Transformaciones socio-económicas y
reconfiguraciones ideológicas”, cuyo director es el Dr. Ezequiel Ipar. El corte etario en la población encuestada se debe a que
también se indagó acerca de las trayectorias laborales, para lo cual resultaba necesario que los encuestados tuviesen un cierto
recorrido en su haber. Se espera poder poner en relación este tipo de material con la cuestiones aquí abordadas en próximos
trabajos.

5
Adorno, Th. W. et al., (1965), La personalidad autoritaria, Buenos Aires: Editorial Proyección. Sobre la escala de Likert puede
consultarse: Baranger, D., (2009), Construcción y análisis de datos, Posadas: UnaM; entre otros

6
En nuestro caso, se le ofrecía al encuestado cinco posibles posturas frente al enunciado en cuestión: “muy de acuerdo”, “de
acuerdo”, “ni de acuerdo, ni en desacuerdo”, “en desacuerdo” y “muy en desacuerdo”, a lo cual se agregaba el habitual “no
sabe/no contesta”.

7
Bourdieu, P. (director), (2000), La miseria del mundo, Buenos Aires: FCE, p. 162.

8
El procedimiento metodológico por el que se construye esta variable –así como las otras dos que vamos a estudiar– es el propio
de una escala de Likert, es decir, cada variable está compuesta, en nuestro caso, por tres enunciados como los que hemos
citado. A su vez, a cada una de las cinco posturas posibles ante un enunciado se le asigna un puntaje de 1 a 5, siendo 5 el de la
postura más cercana a nuestro tipo ideal y 1 el de la más lejana (consignándose con un valor de 0 a los “no sabe/no contesta”).
Así, el valor de la variable (V) se obtiene de la sumatoria de las posturas (p) que un encuestado adopta ante cada uno de los tres
enunciados que la conforman, dividiendo ese valor por el total de respuestas válidas (rv) dadas a los enunciados de esa variable
(es decir, excluyendo a los “no sabe/no contesta”). Es decir, Por lo que el valor de la variable tendrá también
un rango de entre 1 y 5 puntos.

9
Cf. Weber, M., (1991), “La política como vocación”, en Ciencia y política, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina; y
Weber, M., (2003), “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada”, en Obras selectas, Buenos Aires: Distal.

10
Así como las variables surgen de una sumatoria entre los enunciados, esta dimensión (D) es elaborada a través de un
procedimiento análogo, realizándose la sumatoria del valor que un agente encuestado ha obtenido en nuestras tres variables (V)
y dividiendo el resultado por tres. Es decir, Por lo que aquí también el valor obtenido variará de 1 a 5 puntos.

11
Para un desarrollo de lo que cabe entender como el “régimen epistemológico-político” véase Plot, M., (en prensa),
“¿Permanencia de lo estético-político? Coexistencia y conflicto de regímenes políticos en Lefort, Rancière y Merleau-Ponty”, en
Gambarotta, E., Borovinsky, T. y Plot, M. (comps.), Estética, política, dialéctica: el debate contemporáneo, Buenos Aires:
Prometeo.
Um teclado à mão e uma ideologia na cabeça

Jair Pinheiro12

In Salomonic Judgments I argue that rational-choice theory yields indeterminate prescriptions and predictions in more cases than most social
scientists and decisions makers would like to think.
(Elster, Jon, The Cement of society: a study of social order, Cambridge University Press, 1989)

It’s appalling that at this date we are still struggling with how to conceptualize and measure democracy. I find the continuing debates about what
we mean by democracy – I mean this and he means that – depressing.
(Dahl, 2007, p. 145)

Este artigo apresenta duas interpretações distintas da Revolução Bolivariana: uma crítica e outra favorável, à luz do
que aqui se considera o denominador comum dos conceitos liberais de democracia e, ao final, procura apontar os limites
da crítica e alguns desafios a serem enfrentados pelos que a apoiam.
Muito se tem escrito sobre democracia. Há um evidente contraste entre a necessidade que os estudiosos filiados à
corrente institucionalista sentem de voltar ao tema recorrentemente e o consenso em torno dos elementos centrais do
conceito; este contraste, por sua vez, gera certo desconforto – ilustrado pelas epígrafes – na medida em que consolidadas
as instituições democráticas e estabelecido o conceito que, supostamente, as designa adequadamente, a ciência política
não teria mais porque dedicar tanto tempo e energia ao tema. Entretanto, dedica.
O grande número de transições de formas de Estado ditatoriais para formas democráticas, ambas variantes de um
mesmo tipo de Estado (o capitalista), e o novo fenômeno na América Latina de implosão de regimes formalmente
democráticos (casos da Argentina, Bolívia, Equador e Venezuela) geraram nos estudiosos institucionalistas a necessidade
de revisitar o tema que esperavam estar resolvido.
Entre os muitos motivos para este retorno recorrente ao tema, pode-se destacar o que Machado (2006) denominou
mal-estar da democracia na América Latina e criminalização das utopias, ou seja, frustração porque neste subcontinente
a democracia fez o oposto do que prometia: ampla participação popular e bem-estar social. A temperatura desse mal-estar
tem variado invariavelmente – se me permitem o trocadilho – segundo o ritmo das crises econômicas e o vigor da
concertação entre as classes dominantes.
Este breve artigo se constitui de quatro seções. Na primeira, tratarei de expor as linhas gerais do conceito de
democracia, ou melhor, o denominador comum dos vários conceitos existentes no campo liberal, uma vez que a literatura
sobre o tema é vasta e tomar este conceito como objeto exige um trabalho com escopo diferente. Na segunda, apresento
um breve exame de uma interpretação liberal da experiência da Venezuela sob o governo Chávez como um “desvio” em
relação ao modelo definido na primeira; na terceira, outra interpretação da mesma experiência, que a considera uma
“alternativa” àquele modelo; por fim, à guisa de conclusão, destaco o contraste entre o desvio e a alternativa, em que
procuro demonstrar o limite da primeira interpretação e perscrutar alguns desafios da segunda.
Uma última observação a título introdutório: como há vasta literatura venezuelana sobre a história recente,
inclusive, como fruto do impacto da Revolução Bolivariana sobre o mainstream acadêmico, limito-me, aqui, a uma
pequena seleção da literatura na qual se pode encontrar uma versão típica da interpretação que decidi denominar
“desvio”; por outro lado, é parca a produção acadêmica de acordo com o que denominei “alternativa”, mas pródiga a
produção fora da academia. Também, aqui, limitei-me a alguns exemplos típicos.

Democracia: instituições e atores


Os vários conceitos liberais de democracia consistem em diferentes combinações de instituições e atores, nas quais a
cultura política exerce um duplo papel de legitimação e fonte de valores. Tais conceitos elegem como parâmetros de
avaliação do “grau de democracia” de um dado regime as noções de competição, rotatividade no governo, accountability,
eficiência administrativa e garantia de direitos individuais. Estes parâmetros de avaliação não deixam dúvidas quanto à
importância das instituições, pois todos os demais elementos do conceito estão relacionados com elas como seus efeitos.
A premissa básica da estrutura organizacional dessas instituições é um tipo de racionalidade que exclui toda
consideração de conteúdo material (econômico ou cultural), numa palavra, a racionalidade formal que configura
(...) o formalismo abstrato da lógica jurídica e a necessidade de cumprir postulados materiais por meio do direito, pois o formalismo jurídico
específico, ao fazer funcionar o aparato jurídico como uma máquina tecnicamente racional, concede ao interessado individual no direito o máximo
relativo de margem para sua liberdade de ação e, particularmente, para o cálculo racional das consequências e possibilidades jurídicas de suas
ações referentes a fins (Weber, 1999, p. 101).

Este formalismo é o denominador comum que garante unidade funcional e de princípios entre as instituições
políticas e as administrativas. As instituições políticas, na medida em que têm como função precípua a seleção de líderes,
tomam por referência o formalismo jurídico como princípio de ação num duplo sentido: 1) como regras procedimentais de
seleção interna (parlamento) e externa (voto) de líderes dedicados à atividade de controle do poder político e 2) como
parâmetro de formatação de programas de ação (políticas de Estado), notadamente a dotação orçamentária (Weber,
1993).
As instituições administrativas, como órgãos executivos, adotam o formalismo no sentido funcional de definição
técnica de competências, atribuição de funções e responsabilização do funcionário. Estes aspectos, tomados em seu
conjunto, garantem a eficiência superior da administração burocrática, quando comparada com qualquer forma
administrativa precedente, como forma de democratização negativa na medida em que trata a todos com impessoalidade,
o que é complementado pela democratização positiva das instituições propriamente políticas, nas quais os indivíduos
tomam parte ativamente.
A unidade desses dois tipos de instituição, na visão de Weber, está baseada no fato de que
Tomar posição, ser apaixonado – ira et studium – é o elemento do político e, acima de tudo, o elemento do líder político. Sua conduta está sujeita a
um princípio de responsabilidade muito diferente e, na verdade, exatamente contrário ao princípio do servidor público. A honra deste está em sua
capacidade de executar conscienciosamente a ordem das autoridades superiores, exatamente como se a ordem concordasse com sua convicção
pessoal. Isso é válido até mesmo se a ordem lhe parece errada e se, apesar dos protestos do servidor civil, a autoridade insiste nela. Sem essa
disciplina moral e essa omissão voluntária, no sentido mais elevado, todo o aparato cairia aos pedaços (1982, p. 116-117).

A natureza (democrática ou não) e as características das instituições são concebidas em estreita relação com o grau
de autonomia (liberdade) e segurança (jurídica) que conferem ao indivíduo investido dos direitos de cidadania (o ator, por
excelência, da política), notadamente os civis e os políticos. A premissa geral é que a democracia é uma forma de
dominação legal.
Na década de 1950, Dahl formula um conceito de poliarquia “(...) como regimes relativamente (mas
incompletamente) democratizados, ou, em outros termos, as poliarquias são regimes que foram substancialmente
popularizados e liberalizados, isto é, fortemente inclusivos e amplamente abertos à contestação13 pública.” (1997, p. 31).
Todas aquelas características indicadas no início desta seção são consideradas pelo autor efeitos da popularização e
liberalização e, por isso, parâmetro de avaliação do grau de aproximação de um regime ao modelo poliárquico.
Na década de 1980, Bobbio reúne alguns de seus escritos sobre o tema num volume que, segundo ele, “(...)
apresenta sinteticamente as transformações da democracia sob a forma de ‘promessas não cumpridas’ ou de contraste
entre a democracia ideal tal como concebida por seus pais fundadores e a democracia real em que, com maior ou menor
participação, devemos viver cotidianamente” (1992, p. 10). Em seu exame dessas transformações o autor conclui
sinteticamente que a democracia consiste na tríade regras-atores-comportamentos, inescapável, no sentido de que
As regras dos jogos são tipicamente regras constitutivas (...). E são igualmente constitutivas muitas das regras do jogo político: o comportamento
eleitoral não existe fora das leis que instituem e regulam as eleições. (...). Nesse sentido, regras do jogo, atores e movimentos são solidários entre
si, pois atores e movimentos devem sua existência às regras (p. 69).

No contexto europeu pós-68 e, italiano, de contestação extrainstitucional do regime, ele conclui desafiante: “Este
discurso pode agradar ou não, mas é o único discurso realista que uma nova esquerda, se ainda existe, pode fazer” (p.
69). O desafio consiste na suposição de que qualquer alternativa será autoritária, o que está longe de ser verdade, como
procuro demonstrar na última seção. De qualquer forma, limitei-me aqui a expor o que considero o denominador comum
da visão liberal de democracia representativa.14

O desvio
Com este subtítulo me refiro a uma corrente interpretativa crítica da Revolução Bolivariana e, no seu interior, da
experiência de conselhos comunais. Apesar de certa diversidade de abordagem teórica, esta corrente interpretativa prima
por avaliar tal processo político, e o que dele deriva, como um desvio (portador de risco autoritário, assinale-se) em
relação ao modelo institucional brevemente descrito anteriormente.
Dois conceitos constituem a chave dessa interpretação: o de populismo e o de polarização. O segundo, entendido
como
(...) una compleja dinámica donde el acercamiento a uno de los polos, implica tanto el alejamiento como un rechazo activo del outro. Según Lozada
(...) habría siete elementos15 que caracterizan psicológicamente el proceso de polarización social que ha estado presente en la actualidad en
algunos países andinos, y particularmente en Venezuela (Maya, 2011, p. 10).

Algumas páginas à frente, na mesma coletânea, Lozada sintetiza o conceito em três pontos:
1. Un estrechamiento del campo perceptivo: el esquema dicotómico ‘nosotros-ellos’ se impone a todos los ámbitos de la existencia (…); 2. La
asignación de una fuerte carga emocional a todos los objetos siguiendo el esquema dicotómico y simplificado: las cosas se aceptan o se rechazan
totalmente, sin matices; 3. El involuncramiento personal en todo lo que ocurre (...)”16 (2011, p. 24. Grifos no original).

Arenas e Calcaño17 cuidam de vincular este conceito de polarização social ao de populismo e, este, a Chávez. Dizem
eles:
Una [sic] de los rasgos en los que coinciden los que han acuñado el término ‘neopopulismo’ es el carácter de outsider de los líderes que a la luz de
los desgastes de las instituciones políticas, surgidas en el marco de los Estados desarrollistas, irrumpieron a finales de los ochenta desde los
márgenes de sus respectivos sistemas políticos con la promesa de la salvación de los excluidos. Chávez Frías cumple meridianamente este
requisito. Venido de las filas castrenses, su trayectoria hasta el día que intentó derrocar el gobierno de Carlos Andrés Pérez en febrero de 1992
está exenta de todo vínculo con los partidos tradicionales (2006, p. 139-140).

Os elementos de classificação de Chávez como neopopulista permitem também aproximar seu governo do conceito
de democracia delegativa, caracterizada como aquela
cuyos rasgos más importantes son los siguientes: quien gana las elecciones está autorizado a gobernar como crea conveniente, sólo limitado por
la realidad o el término de su mandato de acuerdo a la Constitución; el Presidente es considerado como la encarnación de la nación y el definidor
y el custodio de sus interese… (p. 146).

Uma vez identificado o governo Chávez (ou a Revolução Bolivariana que, no contexto venezuelano, se equivalem)
com o conceito de democracia delegativa (O’Donnell, 2011), a democracia participativa protagônica consagrada na
Constitución de La República Bolivariana de Venezuela (CRBV) passa a ser interpretada como mecanismo de delegação
de poder ao presidente, ainda que com diferentes matizes, conforme o autor.
Com base no debate sobre uma tipologia dos regimes, Jiménez afirma que
A partir del referendo revocatorio presidencial de Agosto de 2004, se inicia en el país la práctica de elecciones autoritarias semicompetitivas,
cuyos resultados son protestados por algo más que la mitad del universo de electores inscritos. La imposición de tales elecciones plebiscitarias se
inscribe por consiguiente, dentro de una marcada tendencia hacia la construcción de un autoritarismo electoral, que ha servido de base firme
para la estructuración de una genuina democracia plebiscitaria (2009, p. 216. Itálicos no original).

Para Njaim, “No se trata, por supuesto, de que en la Constitución esté consagrada de una manera burda la
democracia directa y su complemento caudillesco, pero sí es un principio que insidiosamente la penetra a toda ella.”
(2007, p. 78). Feito o diagnóstico, o autor apresenta uma explicação não menos negativa:
Una explicación del fenómeno es que lo suscite la intención de hacer pasar la manipulación como participación. Otra más sutil es la fuerza del
resentimiento de los intelectuales contra la mediocridad de los políticos profesionales. Frente a ella se imagina la existencia de un acervo de ideas
brillantes que estos impiden que se manifiesten y que el florecimiento de las Asambleas permitiría rescatar. Al final resulta que las ideas brillantes
son escasas o inexistentes frente a la multitud real de las que son pintorescas, disparatadas e igualmente mediocres o frente al silencio y
perplejidad de la masa que busca orientaciones que no encuentra dentro de sí misma. La exaltación de las Asambleas y organismos de base
demuestra, así, ser, paradójicamente un sueño o ilusión democrática de élites descaminadas (p. 85).

López Maya (2011) apresenta uma crítica que, em certa medida, pode ser considerada uma variante do
constitucionalismo liberal no qual está assentado o argumento de Njaim, mas com acento na complementaridade da
democracia representativa pela participativa, dividindo a experiência de democracia participativa da Revolução
Bolivariana em dois períodos.
El régimen participativo y protagónico, que cristaliza en 1999 con la CRBV, no fue una propuesta improvisada o temeraria hecha por un
movimiento electoral, como era movimiento bolivariano en las elecciones de 1998. Fue el fruto de la convergencia de muchas ideas y luchas que
se desarrollaban mucho antes, a lo largo de varias décadas. Casi desde que se instaurara el régimen democrático en el país, a fines de 1958,
comenzó el debate sobre la necesidad de mejorar la representación para acercar las decisiones políticas y de gestión pública a los ciudadanos(as)
(2011, p. 111).

Assim, talvez por se basear menos no normativismo abstrato, ou procurar combiná-lo com o exame da experiência de
lutas populares do período, que tinha a participação como a principal reivindicação política, a análise de López Maya se
aproxima da de alguns analistas brasileiros (Avritzer [org.], 2004) sobre participação política.
Para López Maya, no
(...) primer gobierno del presidente Chávez, donde La concepción participativa predominante buscó como finalidad abrir los espacios del Estado a
la participación de los ciudadanos(as), con un doble propósito. Que, por un lado, sirviera de instrumento para inculcar el autodesarrollo, la
corresponsabilidad y la solidaridad de un venezolano(a) que aspiraba a una ciudadanía plena, y por otra parte, contribuyera a la resolución de los
álgidos problemas derivados de las graves deficiencias de la gestión pública de un Petroestado en decadencia, corrupto e ineficiente (p. 112).

Contudo, ainda segundo a autora, essa complementaridade é abandonada num segundo momento que
(...) comienza a desarrollarse desde fines de 2005 y se hace franco en el segundo gobierno de Chávez. Bajo la propuesta de radicalizar la
revolución, se propone un régimen de ‘Socialismo del siglo XXI’. Este nuevo proyecto de Estado, a diferencia del que se estableció en 1999
abandona los principios liberales de la representación, como son la independencia y división de poderes, el pluralismo y la alternancia, que
conviven en la CRBV con los mecanismos participativos, para imponer un nuevo Estado comunal” centralizado política y administrativamente,
donde la concepción participativa de los ciudadanos(as) se subsume en organizaciones colectivas cuasi-estatales, que deciden en asambleas y que
en todo son orientadas y dependientes del Ejecutivo Nacional (p. 113).

Essa identificação negativa entre os mecanismos de democracia participativa e autoritarismo é levada ao paroxismo
por Balza (2009) que, após breve exame das exposições de motivos das leis que regulam a “democracia participativa y
protagónica” e rápidas (e insuficientes, assinale-se) alusões às experiências de coletivização realizadas por Stalin e Mao
Zedong e as declarações de Chávez e de outras autoridades simpáticas a tais experiências, conclui que
En este sistema las autoridades de las comunidades, comunas y ciudades no podrían tomar decisiones que difirieran de los planes de la autoridad
central, limitándose severamente la posibilidad de participación individual. Por ello se reconoce la inevitabilidad de construir un hombre nuevo,
imponiendo sobre los individuos los valores que conforman la ‘ética socialista bolivariana’ (2006, p. 128).

Enfim, uma interpretação que abstrai todos os componentes que particularizam cada experiência, inclusive como
cada uma trata a demanda popular de participação, e, ao fazê-lo, estabelece uma filiação direta entre diferentes
experiências históricas, tendo como fio condutor a ideia de autoritarismo. No final dessa linha está a Revolução
Bolivariana.
Nesta seção, procurarei demonstrar que essas interpretações sofrem de um vício comum a toda variante do
pensamento liberal, partem da ideia de democracia como um arranjo institucional garantidor dos direitos individuais, de
um indivíduo a priori, cuja figuração jurídica é a base da teoria da sociedade que pressupõem, ou seja, uma teoria sócio-
ideológica18, no sentido jurídico da palavra, um sistema categorial – de normas, crenças e valores – estruturado por uma
ideia-força: liberdade e igualdade.

A alternativa
Nesta seção apresento uma breve análise, alternativa à exposta acima, da democracia participativa y protagónica, no
interior do processo político mais geral, procurando demonstrar que desde sua origem, essa experiência se constitui
como um campo de luta política e, porque nela se insere uma tradição de democracia participativa como de democracia
conselhista, neste campo também se joga o destino do tipo de Estado e do regime. Um exame dessa experiência, ainda
que breve, exige fixar um ponto de partida e, para não voltar muito na história, parto do surgimento do chavismo.
Chávez surge como ator político relevante na cena política venezuelana em 4 de fevereiro de 1992, quando lidera um
levante militar19 que tinha por objetivo depor o presidente Carlos Andrés Pérez e refundar a república através de um
processo de reconstitucionalização do país, daí porque, em 1998, o partido pelo qual Chávez concorre à presidência
recebe o nome de MVR – Movimiento Quinta República, visando a identificar-se como um movimento de refundação da
república, demarcando o fim da Quarta República, como passa a ser chamado o regime que durou de 1958 a 1998, fruto
de um acordo denominado Pacto Punto Fijo.20
A implosão deste pacto foi provocada pela revolta popular denominada caracazo, violentas manifestações de rua, de
27 de fevereiro a 1º de março de 1989, como reação ao pacote de ajuste neoliberal anunciado pelo então presidente
Carlos Andrés Pérez. No intervalo entre 1989 (caracazo) e 1998 (primeira eleição de Chávez à presidência), o país passa
por uma profunda crise político-institucional, que López Maya (2002) denomina “El sacudón, o cuando la gente salió a la
calle y ya no regresó”21, caracterizada pela forte pressão popular contra os governos de Pérez e de Caldera. A autora
atribui este sacudón ao
(...) proceso de deslegitimación de las organizaciones sindicales y gremiales ocurrido desde finales de los ochenta, con el consiguiente proceso de
desinstitucionalización del sistema de partidos. El vacío dejado por el debilitamiento de estas instituciones de representación y mediación ha
impulsado la aparición de actores de emergencia, algunos existentes pero de bajo perfil en las décadas anteriores, otros nuevos, otros que en el
pasado habían estado sujetos a las directrices y recursos de los partidos del sistema político (p. 20).

Em sua pesquisa sobre os protestos deste período, López Maya detectou quatro tipos de discurso através dos quais
os manifestantes procuravam projetar suas demandas favoravelmente: 1) o discurso do direito, segundo o qual “Pueden
aludir a sus derechos como ciudadanos de un país democrático, o a sus derechos como trabajadores que han servido al
país por muchos años, o a sus derechos como ciudadanos venezolanos, o simplemente como seres humanos” (p. 149); 2)
do Estado rico que “dispone de considerables recursos materiales y tiene por tanto la capacidad de dar respuesta a las
demandas populares” (p. 151); 3) “Un tercer discurso, no compartido con igual fuerza por todos los actores, sino
especialmente importante para dos, los vecinos y los buhoneros, fue el de descentralización y/o participación
democrática” (p. 151); 4) “Otro discurso común a varios actores fue proyectar la demanda como carente de cualquier
carácter político. (…) es decir, no condicionadas por intereses políticos o de partidos” (p. 151).
A estes discursos de projeção das próprias demandas, corresponderam os de identificação do adversário como
incumplidor de sus compromisos, mentiroso consecuente, constante violador de la ley y de los derechos constitucionales y humanos. (…) Otro
atributo compartido con unanimidad por estos actores fue el de comportamiento corrupto, que algunos asociaron con los conceptos de
insensibilidad social frente a los intereses de los pobres, de autoritarismo e injusticia (p. 152).

Assinala a autora que “para muchos buhoneros, vecinos, pensionados, jubilados, por ejemplo, la contraimagen que
utilizaban era la del presidente Chávez y su gobierno”, recurso não “utilizado por participantes de las protestas
estudiantiles universitarias, como tampoco apareció en la codificación de las declaraciones de los dirigentes de los
trabajadores tribunalicios, aunque sí en entrevistas de participantes de estas protestas” (p. 153).
É este descontentamento profundo e generalizado com o regime que se vê contemplado pela proposta do MVR de
refundação da república22 e seu corolário, a adoção da democracia participativa y protagónica. Até 2006, este instituto
constitucional não estava regulamentado, embora houvesse uma rica e variada experiência de organizações populares
que, antes, já havia conquistado a inclusão do princípio da participação popular na proposta de reforma do Estado da
Copre, e, com Chávez, o aprofundamento do princípio na Constitución Bolivariana.
Romero (2009) interpreta a adoção da democracia participativa como uma acentuada mudança na cultura política
venezuelana, que consiste na exigência de participação daqueles segmentos excluídos do modelo partidário configurado
pelo Pacto Punto Fijo, assinalando que seu aprofundamento foi uma estratégia de Chávez para enfrentar as seguidas
tentativas da Coordinadora Democrática (CD) de desestabilização do seu governo. Através do PBR – Proyecto Bolivariano
Relanzado23 – que tinha como elementos centrais as políticas sociais denominadas Misiones e a mobilização popular pelos
Círculos Bolivarianos (CB), Chávez logra o apoio popular ao seu governo.
As experiências de mobilização deste processo de enfrentamento político se mesclaram com várias outras
experiências de organização popular preexistente. É este conjunto diversificado que está na base de construção dos
conselhos comunais, dos quais cito dois exemplos. Araujo examina a experiência da comunidade Nuevo Horizonte,
parroquia Sucre, del Municipio Bolivariano Libertador, Caracas, durante el período de enero a julio de 2009, onde,
segundo a autora
Se construyó con un enfoque estratégico, partiendo de cinco componentes esenciales orientados a facilitar el conocimiento de la situación de la
comunidad y la construcción colectiva de soluciones sustentables para resolver la problemática económica, social, política y cultural de la
comunidad, a saber: 1) la historia local, 2) la definición del área geográfica de la comunidad, 3) el diagnóstico participativo comunitario, 4) el plan
de transformación integral del asentamiento urbano popular y 5) el reglamento de normas y formas de convivencia ciudadana (2011, p. 62).

Também com base na experiência de participação popular desencadeada pelo processo de regularização da posse da
terra urbana, o Comité de Tierra Urbana conclui:
Debemos invertir la relación de planificación: el pueblo debe ser sujeto planificador, debemos hacer un sistema planificación ascendente, donde
desde las comunidades empecemos a decidir cuáles son las obras, proyectos, planes, las transformaciones necesarias de la ciudad. El pueblo, las
comunidades, deber ser los sujetos da la planificación, de las decisiones sobre la ciudad (2009, p. 41).

Em sua avaliação do processo político desencadeado pela Revolução Bolivariana, o Colectivo Poliética afirma que
La construcción del poder popular se convierte en la tarea central que condiciona el desarrollo de todas las demás tareas. Su concreción está en
la construcción de los Consejos Comunales, de las Comunas Socialistas y la definitiva incorporación de los trabajadores a la lucha por el
socialismo y la consolidación de otros sectores sociales como la juventud, las mujeres, los campesinos, los intelectuales, los pueblos indígenas,
entre otros (2009, p. 60).

Desde já, um contraste que emerge dessas citações, que também constatei durante o trabalho de campo24 nas
viagens que fiz à Venezuela, é que os agentes da participação falam de si mesmos como sujeitos, como não se sentiam
antes da experiência, enquanto os analistas liberais os consideram manipulados.
Este contraste entre a representação que os sujeitos da participação têm de si mesmos e a que deles fazem os
analistas liberais não pode ser considerado uma mera ignorância, embora também o seja. O tratamento teórico deste
contraste requer um exame das premissas de ambas as representações, mesmo porque, enquanto tais, elas se equivalem.
Este exame será realizado na última seção deste artigo.

O contraste
Na segunda seção expus a visão dos críticos da Revolução Bolivariana, que a veem como um desvio autoritário do
rumo “natural” de desenvolvimento das democracias institucionais, o que contrasta com a visão dos que apoiam a
Revolução como alternativa a um sistema que, segundo a percepção desses setores, usurpou a soberania popular.
As interpretações que consideram a Revolução Bolivariana um desvio autoritário apresentam algumas críticas, entre
as quais, destaco, para efeito do contraste visado: 1) projeto pessoal de poder; 2) estímulo à polarização social; 3),
autoritarismo competitivo, ou seja, mantém um sistema semicompetitivo sob controle do governo e 4) promoção da
centralização das decisões, redundando no oposto do preconizado, a participação popular. Passo agora ao exame de cada
uma dessas críticas.
A primeira: projeto pessoal. Embora com forte apelo na luta ideológica, é uma acusação tola e, teoricamente, uma
crítica inepta, pois a tomá-la a sério, teríamos de admitir a hipótese de que um líder pode governar apenas baseado no
seu carisma, o que evidentemente é insustentável. Ora, desde Maquiavel se sabe que para ser príncipe é preciso querer
sê-lo, mas tal vontade é absolutamente impotente se não se apoia em um projeto político que atenda em grau elevado os
interesses de forças sociais capazes de dar-lhe sustentação.
Uma análise detalhada das forças nas quais se apoiou originalmente a Revolução Bolivariana exigiria um trabalho
com escopo diferente do que adoto aqui, mesmo porque elas variaram nesse período, mas, para efeito de ilustração, sem
esgotar a matéria, pode-se citar pelo menos duas forças sociais que a tem apoiado desde o início, embora os motivos
tenham variado desde então. A primeira, as forças armadas, de cujas fileiras emerge o MRB200 – Movimiento
Revolucionario Bolivariano – que deflagra o processo; categoria que atuou como força social capaz de reorganizar o
Estado, vocalizando uma demanda popular de mudança do sistema político. Por certo esse apoio não foi homogêneo,
demonstra-o cabalmente o golpe fracassado de 11 de abril de 2002; mas as mudanças (Buzetto, 2011) introduzidas nas
forças armadas25 desde então tem garantido seu alinhamento à Revolução.
A segunda força social, as camadas populares, embora fragmentadas, inicialmente apoiam a Revolução porque, como
já mencionado, o chavismo confere efetividade à sua demanda de mudança do sistema político, em seguida, porque o
governo adota um conjunto de políticas sociais com forte impacto nas condições de vida dessas camadas,
consubstanciadas nas campanhas denominadas misiones, conferindo efeito prático ao antigo lema “sembrar el petroleo”.
Na história venezuelana, este lema é a versão propagandística da promessa nunca cumprida pelos governos anteriores,
desde a década de 1940, de socializar a riqueza do petróleo.
D’Elia e Cabezas observam que antes das misiones
Venezuela entra el año de 1998 con problemas críticos en la situación económica de los hogares y con amplios déficits estructurales en la
protección, bienestar y seguridad social de la población. Para ese año la pobreza afectaba al 40% de la población, la inflación se encontraba en un
20% anual y el desempleo se estimaba en 15%. Estas cifras aumentaron dramáticamente para el año 2003. Por otra parte el 70% de la población
no asistía a controles de salud ni estaba cubierta por sistemas de protección financiera para cubrir atención; la mayoría de los adolescentes y
jóvenes de ambos sexos desertaban del sistema educativo, el sector informal absorbía más del 50% de los/las trabajadores/as, la falta de viviendas
adecuadas afectaba a cerca del 60% de los hogares y aproximadamente el 80% de la población no contaba con la seguridad de medios de vida
para la vejez (2008, p. 1).

O impacto das misiones é amplamente reconhecido


A fines comparativos, los hogares en condición de pobreza para el 1er semestre de 2003 fueron de 2.985.332 (50,0%), de este total 1.386.957
(25,1%) correspondieron a hogares en pobreza extrema, del total declarado de 5.528.902 hogares. En el 1º semestre del 2011, de 6.787.394
hogares con declaración de ingreso, 1.859.521 (27,4%) eran hogares en situación de pobreza y 492.115 (7,3%) en pobreza extrema. Esto indica
que la pobreza comprendida entre el 1er semestre del 2003 y el 1er semestre 2011 disminuyó 26,6 puntos porcentuales. Asimismo la pobreza
extrema disminuyó 17,8 puntos porcentuales.26

Contudo, este reconhecimento não impede que a forma de gestão das misiones seja qualificada pelos opositores
como autoritária, por ser uma estrutura paralela aos órgãos de Estado dedicados à formulação e execução de políticas
públicas. A esta crítica se encontra a mesma resposta entre representantes do governo, intelectuais que apoiam o regime
e militantes engajados no processo revolucionário: a criação de órgãos e mecanismos para prestação de serviços sob
controle popular está ancorado na Constituição, conforme estabelece o “Artículo 184 – La ley creará mecanismos abiertos
y flexibles para que los Estados y los Municipios descentralicen y transfieran a las comunidades y grupos vecinales
organizados los servicios que éstos gestionen previa demostración de su capacidad por prestarlos...”
A segunda crítica: estímulo à polarização. Como já assinalado anteriormente, a crítica de estímulo à polarização
social reduz o processo histórico-social a processos psíquicos, desprezando para efeito de análise a polarização material
existente na sociedade, do que dá conta os dados acima citados. Mais: para essa polarização e a percepção de injustiça,
que a acompanha, mais importante que a desigualdade são suas causas, que alguns veem como “(...) rastros de la
herencia de violencia política presente a lo largo de nuestra historia o analizan las causas socioestructurales del conflito y
los límites del sistema democrático venezolano, destacando el rol que la riqueza derivada del petróleo jugó en su
desarrollo y sus crisis” (Lozada, p. 24), todas elas ancoradas na propriedade privada dos meios de produção, é necessário
acrescentar, mesmo contrariamente à abordagem da autora, pois não se conhece na história herança de violência política
que não seja dos proprietários dos meios de produção contra os não proprietários.
Entretanto, depois de apontar causas materiais para a polarização social, Lozada busca solução para o problema na
psicologia social: “Es tiempo de articular estas explicaciones y su vinculación con elementos subjetivos de la vida social
en democracia. Es tiempo de articularlas con los componentes simbólicos e imaginarios de la psicología colectiva desde
una temporalidad que defina la intencionalidad de la mirada y la acción de futuro” (p. 37).
Não se trata de desprezar o papel da subjetividade e do imaginário no processo histórico, mas deslocar o foco da
abstração27 para a concretude do projeto para o país, como sustenta Damiani:
El proyecto bolivariano tiene legitimidad a través de una expansión simbólica que apela a valores socialistas, que deben ampliamente compartirse,
en un nuevo imaginario social.
La institución escolar es condición para relanzar, en el terreno cultural y simbólico, el objetivo de una igualdad entre venezolanos que no significa
uniformidad sino garantía de la expresión real de la diversidad e identidad individual y grupal presente en Venezuela.
En primero lugar, hay que luchar contra una política pública de educación que atribuye a la instrucción la función de ser un ‘Recurso individual’
que juega en el libre mercado de las distintas oportunidades personales y sociales (2009, p. 103).

O projeto a que se refere o autor consiste em “(...) nuevas formas de propiedad, como la propiedad social. Se está
democratizando el crédito. Hay una distribución más equitativa de la renta petrolera a través de las Misiones, núcleos
principales de la revolución. Se están fundando instituciones en el ámbito comercial para luchar, controlar la
especulación, el lucro, acaparamiento (Indepabis, Mercal, PDVAL etc.)” (p. 100). Enfim, segundo essa visão, superar a
polarização significa construir relações de produção e distribuição socializadas, o que dá sustentação à “garantía de la
expresión real de la diversidad e identidad individual y grupal presente en Venezuela” porque, neste projeto, os indivíduos
já não concorrem entre si, situação em que o sucesso de alguns é necessariamente o fracasso de muitos outros, mas
concorrem para que todos se desenvolvam em suas capacidades e, com isto, para o bem comum.
A terceira crítica: autoritarismo competitivo. O que o método ideológico, no sentido em que emprego essa expressão,
deixa escapar, é que a democracia liberal representativa é denominada burguesa não por uma disposição dos seus críticos
de pregar-lhe um rótulo de classe e, assim, denunciar como partidário o que deveria ser universal. Ao contrário, é porque
sua forma político-institucional mantém com os interesses (econômicos, políticos e ideológicos) burgueses uma relação
necessária, de modo que o seu desenvolvimento promove as condições para a subordinação (quando não, a exclusão) dos
interesses de todas as demais classes, categorias e camadas sociais aos interesses da burguesia.
Não se trata de uma relação metafísica, de identidade entre formas abstratas, mas de uma pressuposição
materialmente necessária entre a ideologia jurídica formalmente igualitária28, base das instituições políticas burguesas, e
a forma econômica burguesa assentada na propriedade privada mobiliária, o que permite sua circulação sob a forma
jurídica de títulos de propriedade através das operações de compra e venda. Para a economia funcionar como etos
competitivo ela precisa daquela ideologia institucionalizada, de modo que os indivíduos possam se defrontar no mercado
como proprietários. Para o sistema funcionar é preciso que toda propriedade seja diluída na forma monetária, o
equivalente geral e, por isso mesmo, instrumento básico de toda competição (seja no mercado eleitoral, imobiliário, ou
qualquer outro que se queira) numa formação social capitalista; assim, transformada em mercado competitivo, a
democracia representativa, temida no século XIX, no presente passa a ser receita contra as lutas populares.
Embora historicamente o sufrágio universal tenha sido conquistado pelas lutas populares contra a resistência
burguesa e a recomendação dos autores liberais (Losurdo, 2004), a burguesia logrou neutralizá-lo. Entre o final do século
XIX e início do seguinte, “(...) a maioria dos Estados ocidentais havia se resignado ao inevitável: a política democrática
não podia mais ser protelada. Daí em diante, o problema foi manipulá-la” (Hobsbawm, 2007, p. 128). Após expor as
muitas e diversas formas de manipulação postas em prática em diferentes países, o autor conclui que “Os governantes,
quando realmente queriam dizer o que pensavam, deviam fazê-lo na obscuridade dos corredores do poder, nos clubes, nas
reuniões sociais particulares...”, enfim, “a era da democratização, portanto, veio a ser a era da hipocrisia pública, ou
antes, da duplicidade...” (p. 130), pois a dependência do voto popular já não permite um debate aberto sobre o que
realmente está em jogo numa eleição.
Na segunda metade do século XX, essa tendência à hipocrisia pública e duplicidade se consolida e se sofistica como
efeito: a) do elevado grau de competitividade alcançado pela democracia representativa e a importância do marketing
político para a competição; b) da extensão alcançada pelos direitos políticos, além do sufrágio das classes populares, e c)
do amplo consenso social estabelecido em torno dos direitos sociais. As alternativas “b” e “c”, conjugadas, tornaram o
Estado o principal (quando não, o único possível) destinatário das demandas de todos os atores políticos relevantes.
O efeito dessa conjugação de competição e ampliação de direitos, para um Estado que tem a acumulação por
referência, é “A incongruência, (...), entre os motivos mobilizados com a intenção de formar o consenso político, e as
funções, ou necessidades funcionais que ocasionam essas políticas”, de maneira que qualquer governo à frente dessa
estrutura estatal terá de realizar “operações de seleção divergentes de um sistema político, que ao mesmo tempo exerce
funções de classe e as desmente” (Offe, 1984, p. 167).
Como argumentei em outro lugar, o processo eleitoral têm três fases durante as quais se mobiliza motivos para o
consenso político. À primeira fase corresponde à luta partidária e intrapartidária pela constituição da chapa concorrente,
o que envolve alianças, promessas de cargos públicos e benesses a correligionários, cálculo de riscos eleitorais por parte
dos candidatos etc.; à segunda, a competição entre os candidatos e seus respectivos grupos dirigentes pelo apoio das
frações de classe dominantes; e, à terceira, a competição pelo voto, que é caracterizada pelo que podemos denominar
“gerenciamento da imagem” (Thompson, 1995) do candidato e do grupo dirigente que o apoia e acompanha, destacando,
suprimindo e/ou dosando aspectos de si conforme expectativa da audiência, previamente captada em pesquisa dirigida
(Pinheiro, 2003, p. 17). Em consequência, o processo eleitoral se desenvolve em dois níveis distintos (as duas primeiras
fases constituem o nível petit comité e, a terceira, o da contestação pública) com motivos que não se comunicam
publicamente. Enfim, a institucionalização do voto popular se fez acompanhar de medidas neutralizadoras do seu
potencial revolucionário, temido no século XIX.
Desse modo, a afirmação de Weber, citada, de que a democracia parlamentar “concede ao interessado individual no
direito o máximo relativo de margem para sua liberdade de ação” refere-se à liberdade de mercado aplicada à política,
que outra coisa não é se não liberdade para competir. Portanto, o direito de competir no mercado para a satisfação dos
seus interesses econômicos e, na política, para influir diretamente ou por meio de representantes, nos negócios públicos,
ou seja, para definir as condições institucionais da competição econômica. Como as análises liberais partem de uma
premissa ideológica, elas acabam por idealizar o conjunto: ou supõem uma competição em terreno plano onde todos
partem da mesma condição de poder político e econômico e, ao final de cada certame, os competidores voltam ao mesmo
ponto de partida, sucedendo-se um certame por outro ad infinitum, ou, de modo menos idílico, admitem diferenças de
poder, mas supõem que as regras institucionais criam uma esfera de competição onde tais diferenças não operam ou seus
efeitos são diluídos.
Para continuar com a metáfora do terreno, facilmente correlacionada com as condições políticas e econômicas de
uma formação social capitalista, o terreno da competição é acidentado. Alguns poucos partem do alto da montanha,
constituído de propriedades e posições institucionais, enquanto muitos outros partem do vale, onde a propriedade é
mínima (quando existe) e a instituição se faz sentir mais como peso do que como oportunidade. Ao final de cada certame,
os que partem do alto da montanha acumulam mais vantagens (propriedades e domínio de posições institucionais) que
reforçam sua capacidade de competir no certame seguinte.
O resultado é o que se pode denominar o paradoxo de Dahl: quanto mais competitivas são as democracias
representativas contemporâneas, menos interesses sociais elas representam, embora possam alcançar um amplo
consenso em torno dos motivos alegados em processos eleitorais.29 É neste hiato entre baixa representação (sem ilusão de
que possa ser alta, pelos motivos expostos acima) e amplo consenso ideológico que se deve buscar a explicação para os
sintomas sociais mórbidos da convivência entre democracias formais e elevado índice de violência social, fenômeno muito
comum na América Latina.30
Indiferentes a este hiato e à vinculação deste com os sintomas sociais mórbidos, assim como ao caráter de classe do
sistema político competitivo, Levitsky e Way definem os regimes surgidos na América no período pós-guerra fria como
regimes híbridos: “Tais regimes são competitivos na medida em que os partidos opositores usam as instituições
democráticas para competir pelo poder, mas eles não são democráticos porque o campo está fortemente inclinado em
favor do poder incumbente. De fato, a competição é real, mas injusta”, (2010, p. 5). Do ponto de vista da perspectiva aqui
adotada, esta abordagem apresenta dois problemas: 1) toma, como parâmetro de análise, condições ideais de competição
que não existem em parte alguma, nem é concebível que possa existir se os recursos (econômico, político e institucionais)
de poder são estrutural e desigualmente distribuídos e, 2) tem foco na mudança de regimes ditatoriais para democracias
representativas, não destas para democracia conselhista, que para o autor não existe, como é o caso da Venezuela.
Na Constitución Bolivariana de la República de Venezuela a democracia conselhista, denominada democracia
participativa protagônica, foi concebida como alternativa ao modelo competitivo acusado pelas classes populares de não
acolher suas demandas, percepção sedimentada em duas décadas de repúdio ao sistema.
A quarta crítica: centralização das decisões. A crítica de que as autoridades locais não podem tomar medidas que
difiram dos planos das autoridades centrais é uma falsa questão, ou uma questão de má consciência, pois em qualquer
sociedade – sob pena de não poder assim ser considerada – há mecanismos de sanção que “enquadram” os poderes locais
às coordenadas do plano central, o que, numa formação social capitalista, se realiza por meio de um complexo arranjo
institucional (variável entre as formações sociais) que combina distribuição de competências, autonomia e subordinação
das esferas subnacionais, além da sanção do mercado, que opera como um poder centralizado, porque controlado por
grandes oligopólios.
A democracia participativa protagônica preconiza uma relação transparente entre esfera local e central, através de
um planejamento público que articula as comunas e os órgãos centrais de governo com base no conhecimento amplo e
público das necessidades de cada comuna e da capacidade produtiva de cada unidade de produção. Tal conhecimento
deve ser auferido através de ampla participação dos membros das comunas, em nível local, e de um sistema
informacional que permita às esferas local e central operarem com base em informações recíprocas e comuns. Por certo,
a situação real hoje está muito distante da preconizada pela legislação do Estado comunal, mas alcançar esta meta e,
sobretudo, descobrir os meios e as formas institucionais para tanto através da experiência, é o grande desafio da
Revolução Bolivariana.

À guisa de conclusão
O contraste entre as duas seções anteriores permite o deslocamento do eixo de análise da alternativa (A)
democracia/autoritarismo para a (B) democracia representativa/democracia conselhista (Martorano, 2013); aliás, é uma
falha teórico-metodológica assumir a alternativa A sem examinar os fundamentos do segundo termo da B, considerado a
priori autoritário, ou submetê-los ao escrutínio (uma espécie de check-list) dos critérios do primeiro termo da alternativa
A, pois tal perspectiva tem resultado certo e inevitável: qualquer alternativa à democracia representativa é autoritária,
pois a lógica binária determina que o outro polo é necessariamente negativo. Certamente, àqueles deslocados da posição
de poder qualquer alternativa se lhes afigura autoritária.
A inevitabilidade desse resultado é devida ao fato de que, com o teclado à mão e a ideologia jurídica na cabeça, como
fonte das categorias de análise, afirmação como a de Bobbio de que “(...) atores e movimentos devem sua existência às
regras” (1992, p. 69) ganha foros de verdade incontestável, como se “atores e movimentos” não sofressem outras
determinações além das jurídicas. Entretanto, uma simples pergunta nunca feita nas análises liberais põe a nu a relação
de dominação subjacente às categorias jurídicas que regulam a competição: qual o conteúdo da relação jurídica? A
pretensão subjetiva de direito, certamente responderia um analista liberal. Resposta parcialmente correta, mas
completamente equivocada quando se ignora ou despreza as determinações das condições de possibilidade de realização
dessa pretensão subjetiva.
Marx oferece uma resposta que integra dialeticamente a pretensão subjetiva e suas condições de possibilidade,
quando afirma que na troca
(...) cada um apenas mediante um ato de vontade comum a ambos, se aproprie da mercadoria alheia enquanto aliena
a própria. Eles devem, portanto, reconhecer-se reciprocamente como proprietários privados. Essa relação jurídica, cuja
forma é o contrato, desenvolvida legalmente ou não, é uma relação de vontade, em que se reflete a situação econômica. O
conteúdo dessa relação jurídica ou de vontade é dado por meio da relação econômica mesma. As pessoas aqui só existem,
reciprocamente, como representantes de mercadorias e, por isso, como possuidores de mercadorias. Veremos no curso do
desenvolvimento, em geral, que os personagens econômicos encarnados pelas pessoas nada mais são que as
personificações das relações econômicas, como portadores das quais elas se defrontam (1983, p. 79-80).
Três aspectos emergem dessa formulação: 1) relação econômica como conteúdo objetivo da relação jurídica; 2)
indivíduos como personificação de categorias econômicas; 3) e indivíduo como vontade livre-racional, ou seja, a categoria
indivíduo está em operação sob dois registros distintos. Sob o primeiro, o indivíduo opera condicionado pela categoria
econômica que personifica; sob o segundo, condicionado pela categoria econômica que personifica, ele busca livremente
a melhor oportunidade para sua mercadoria. No caso da mercadoria força de trabalho, como ela não tem valor de uso
para o trabalhador, que não pode separá-la de si mesmo na medida em que é uma qualidade subjetiva sua, vendê-la (ainda
que livremente) implica submeter-se ao seu comprador (o capitalista), ou seja, entre esses dois personagens há uma
heteronomia material (econômica) subjacente à liberdade jurídica; heteronomia que domina a institucionalização de todo
mercado competitivo, tanto o de mercadorias como o de votos, porque ela é o conteúdo objetivo do direito formal
abstrato.
É esta contradição que o método ideológico não pode captar. Como nas análises orientadas por este método, tudo
gira em torno do indivíduo abstrato, o sujeito de direito, livre vontade racional, competindo com outros iguais, o máximo
de liberdade é a máxima competição. Qualquer restrição à competição implica restrição à liberdade e, pior, uma forma
democrática (conselhista) que substitui a competição pela cooperação não pode receber outro adjetivo se não autoritária.
É este mercado competitivo de voto que vem perdendo espaço (e, em consequência, os que dele se beneficiam) com
a institucionalização da democracia participativa protagônica, cujo conteúdo é o protagonismo popular nos processos
decisórios dos negócios do Estado. Enfim, outra concepção de democracia.
Para maior clareza do contraste, exponho a seguir, resumidamente, a arquitetura do Estado comunal, cuja criação
segue o ritmo e os descompassos das lutas de classes (Pinheiro, 2014) no período; todavia já há uma legislação que lhe dá
forma institucional, além de estar em curso um intenso trabalho organizativo com vistas à criação dos órgãos do poder
popular, definido pela Ley Orgánica del Poder Popular em seu artigo 2 como “El Poder Popular es el ejercicio pleno de la
soberanía por parte del pueblo en lo político, económico, social, cultural, ambiental, internacional, y en todo ámbito del
desenvolvimiento y desarrollo de la sociedad, a través de sus diversas y disímiles formas de organización, que edifican el
Estado comunal”.
Esta definição está em conformidade com o artigo 5 da Constituição, que estabelece que “La soberanía reside
intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente,
mediante el sufragio, por los órganos que ejerce el poder público. Los órganos del estado emanan de la soberanía popular
y a ella están sometidos.”
A célula básica do Estado comunal são os conselhos comunais31, como estabelece o artigo segundo da Ley Orgánica
de Los Consejos Comunales, como instância acima, estão as comunas, que reúnem além dos conselhos comunais, todas as
demais organizações sociais existentes no território sob sua jurisdição, conforme o artigo quinto da Ley Orgánica de las
Comunas. Os conselhos comunais e as comunas estão integrados a um sistema de planejamento descentralizado e
participativo regidos pela Ley Orgánica del sistema Económico Comunal e pela Ley Orgánica de Planificación Pública y
Popular.
Com vistas a dar efetividade a essa arquitetura, o Consejo Federal de Gobierno formulou o “Planes de Desarrollo
Estadal 2013-2016, lineamientos para formulación Abril 2.013”, cuja forma pode ser resumida no seguinte:
En su artículo segundo, la Ley Orgánica de los Consejos Estadales de Planificación y Coordinación de Políticas Públicas, establece con total
precisión la participación protagónica del pueblo en todos los momentos de formulación del Plan de Desarrollo Estadal: ‘El CEPLACOPP es el
órgano encargado del diseño del Plan de Desarrollo Estadal y los demás planes estadales, en concordancia con los lineamientos generales
formulados en el Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación, los planes municipales de desarrollo, los planes de desarrollo comunal y
aquellos emanados del órgano rector del Sistema Nacional de Planificación, siendo indispensable la participación ciudadana y protagónica del
pueblo en su formulación, ejecución, seguimiento, evaluación y control’…
De acuerdo al artículo 8 de la referida Ley, los CEPLACOPP deben estar integrados por:

1) el gobernador o gobernadora, quien lo presidirá;


2) los alcaldes o alcaldesas de los municipios que formen parte del estado;
3) los directores o directoras estadales de los ministerios del Poder Popular que tengan asiento en el estado;
4) una representación de la Asamblea Nacional, elegida por y entre los diputados y diputadas nacionales electos y
electas en la circunscripción del estado, equivalente a un tercio del total de los mismos, elegidos y elegidas conforme a lo
que establezca el Reglamento Interior y de Debates;
5) una representación del Consejo Legislativo Estadal equivalente a un tercio de los miembros del mismo, escogidos
y escogidas conforme a lo que establezca el Reglamento Interior y de Debates;
6) los presidentes o presidentas de los concejos municipales que formen parte del estado;
7) tres consejeros o consejeras de cada Consejo Local de Planificación Pública existente en el estado, escogidos o
escogidas mediante la siguiente composición:
a. un consejero o consejera entre las y los integrantes de los consejos comunales, elegido o elegida por la
representación de éstos en el Consejo Local de Planificación Pública;
b. un consejero o consejera entre las y los integrantes de los consejos de planificación de las comunas, elegido o
elegida por la representación de éstos en el Consejo Local de Planificación Pública;
c. un consejero o consejera entre los y las integrantes de los parlamentos comunales elegido o elegida por la
representación de éstos en el Consejo Local de Planificación Pública;
8) un o una representante de los movimientos y organizaciones sociales de: campesinos y campesinas, trabajadores y
trabajadoras, juventud, intelectuales, deportistas, mujeres, cultores y cultoras;
9) un o una representante de las comunidades y pueblos indígenas en los estados donde lo hubiere, elegido o elegida
conforme a los usos y costumbres según lo establecido en la ley correspondiente.
Es competencia del Pleno del CEPLACOPP la discusión, aprobación o modificación del Plan de Desarrollo Estadal. (Art. 10) y el pleno se
considerará instalado con la asistencia de la mitad más uno de los miembros de Consejo. Será necesaria la presencia del Presidente o Presidenta o
de quien le sustituya, de acuerdo con la constitución de cada estado. (Art. 12). Finalmente, para la toma de decisiones debe contarse con el voto
favorable de la mayoría simple, siempre que se respete el quórum de instalación (Art. 13, p. 29-30).
El Plan debe surgir de un proceso de discusión y análisis colectivo, en el que estén incorporados las y los actores públicos que hagan vida en el
territorio a planificar, asimismo, las vocerías del Poder Popular, que no sólo enriquezcan este análisis, sino que a su vez garanticen la
incorporación de la expresión, visión y voluntad popular en todas las fases y productos que emanen del plan. En función de esto, la Gobernación
tiene la responsabilidad de conformar un equipo de planificación del desarrollo estadal que incorpore (p. 31).

Com essa exposição busquei apenas oferecer ao leitor um esboço da forma institucional da democracia participativa
protagônica, assinalando-se que se trata de criar as instituições de uma forma democrática estabelecida na Constituição
venezuelana, aspecto de extrema importância que acaba obscurecido pela abordagem abertamente opositora da imprensa
brasileira e pelos limites das análises liberais, predominantes na academia. Aqui também reside a explicação para a
contradição, mencionada anteriormente, entre a representação que os atores engajados na democracia participativa
protagônica têm de si mesmos, como sujeitos, e a representação que os analistas liberais fazem deles, como manipulados.
Entretanto, embora não seja meu objetivo apresentar um exame dos problemas e dificuldades políticos enfrentados
pela criação de tais instituições, é preciso assinalar que o trabalho de campo indicou a existência de problemas tais como:
a) apatia de setores populares desorganizados e/ou onde predominam formas muito precárias de sobrevivência; b)
movimento sindical aliado às organizações empresariais; c) boicote das alcadías (prefeituras) e gobernadorías (governos
estaduais) não alinhados ao chavismo; d) composição política heterogênea do PSUV – Partido Socialista Unificado de
Venezuela; e) financiamento estadunidense a opositores do chavismo, com a promoção de tumultos aleatórios; além da
maior das dificuldades, f) a guerra econômica movida pela burguesia contra o governo (Rodríguez, 2014), o que inclui:
paro, sabotagem, desabastecimento, desinversão, contrabando, fuga de capital etc.
Para finalizar, não há dúvida de que, devido ao desgaste provocado por esses problemas, o regime já não goza do
mesmo apoio popular da época da promulgação da Constituição, aprovada com 85% do voto popular em plebiscito
realizado em 1999, como indicou o resultado da eleição presidencial de 2013. Como o processo está em curso e não
dispomos de instrumentos científicos para predizer o futuro, o que pode ficar assentado aqui é que a Venezuela não vive
um dilema entre democracia e autoritarismo, mas um conflito político entre democracia representativa e democracia
conselhista e, por certo, se as classes populares, que podem praticar esta segunda alternativa e serem beneficiadas por
ela, não assumirem sua defesa, aquele país entrará em um período de contrarrevolução com consequências dramáticas.

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12
Professor do Depto. de Ciências Políticas e Econômicas da Unesp/Marília e pesquisador do Neils – Núcleo de Estudos de Ideologias e Lutas Sociais e do
grupo CPMT – Cultura e Política do Mundo do Trabalho.

13
Há nesta página uma longa nota da qual extraio algumas observações úteis aos meus argumentos: “O problema terminológico é formidável (...). Alguns
leitores resistirão ao termo poliarquia como alternativa para a democracia, mas é importante manter a distinção entre democracia como um sistema ideal
e os arranjos institucionais que devem ser considerados como uma espécie de aproximação imperfeita de um ideal (...). O uso que faço do termo
‘contestação’, em ‘contestação pública’ está bem dentro do uso normal (ainda que inusual) da língua inglesa: em inglês, contestação significa contestar, o
que significa fazer de algo o objeto de disputa, discussão ou litígio, e seus sinônimos mais próximos são disputar, desafiar e competir”. Note-se que a
atribuição do adjetivo “ideal” ao substantivo “democracia”, por Dahl, indica que não insulto os analistas liberais nem forço a letra ao afirmar que partem
de uma premissa ideológica, eles apenas não exploram criticamente seu ponto de partida e, aliás, proíbem a seus pares na academia fazê-lo. Além disso,
não deve escapar ao leitor a pretensão de conceber a democracia como ausência de um centro decisivo de poder através de um neologismo formado pelo
prefixo que significa vários e, um sufixo, que significa poder.

14
A respeito dos vários modelos de democracia, veja-se Held (2006).

15
Os quais não incluo aqui para evitar longas citações.

16
Embora a crítica a esta abordagem seja feita na conclusão deste artigo, pode-se avançar, desde já, a observação de que tais estados emocionais apenas
mostram a superfície do fenômeno detectado em todos os processos políticos polarizados, portanto, insuficientes para explicar um processo determinado
ou, pior, redutor dos processos históricos a processos psíquicos.

17
A coletânea é constituída de artigos dos dois autores, mas, infelizmente, a edição não permite identificar a autoria de cada um, por isso será sempre
referida pelo nome dos dois autores, inclusive na bibliografia.

18
É muito comum o uso do termo ideologia como insulto para referir-se ao pensamento que se quer desqualificar; sendo o de quem se pronuncia, por
oposição, realista. Nenhum uso do termo é mais equívoco que este, pois supõe que o real seja acessível através do dado, sem mediação de um sistema de
representação. Toda tentativa de definição conceitual rigorosa preserva um componente de engano e esbarra na polissemia do termo; aqui, restrinjo-me
ao sentido indicado. Para uma reflexão que articula as diversas dimensões do termo, remeto o leitor ao meu artigo “Para uma sociologia marxista do
direito”, em Lutas Sociais, n. 28.

19
O levante foi organizado pelo MBR200 – Movimiento Revolucionario Bolivariano; o número 200 se refere ao bicentenário de nascimento de Simon
Bolívar, herói da guerra de independência nacional.

20
O Pacto de Punto Fijo selou a transição da ditadura de Perez Jimenez com vistas a inviabilizar a capitalização política da insurreição cívico militar de 23
de Janeiro de 1958 pela esquerda. Articulado pela oligarquia criolla venezuelana e apoiado por autoridades estadounidenses, obteve o controle do Estado
venezuelano com a implantação da democracia bipartidária da Acción Democrática (AD) e da Democracia-Cristã Comité de Organización Política Electoral
Independiente (Copei). Evitou-se, assim, as reformas demandadas por boa parte da sociedade que se levantou no pacto-cívico militar contra a ditadura.

21
A autora informa que, de outubro de 1989 a setembro de 1999, houve 7.092 protestos na Venezuela.

22
“Para responder a las exigencias de cambio emergentes de un entorno cada vez más conflictivo, el gobierno de Jaime Lusinchi (1984 -1988) creó,
mediante Decreto Presidencial 403 del 17 de diciembre de 1984, la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado” (Cuñarro, 2004, p. 6). Na verdade,
o MVR radicalizou a proposta elaborada por esta comissão (Copre), considerada ampla e avançada pela autora.

23
“En este sentido, el Proyecto Bolivariano, tiene dos momentos claves en su definición: 1) en una etapa inicial, cuya temporalidad hay que ubicar en los
primeros intentos de conformación de lo que será el denominado MBR-200, entre 1982 hasta el intento de golpe de estado de 1992 y 2) la formulación
definitiva y no siempre lineal de lo que hemos dado en denominar el Proyecto Bolivariano Relanzado (PBR)” (Romero, 2009, p. 103).

24
Comunidades e empresas que visitei no trabalho de campo: Consejo Comunal de Cajauro, Caracas; Aldea Universitaria Cinco Heroes de Canaima,
município de Nagua Nagua, estado Carabobo; Inveval – Indústria Venezolana de Válvulas, município Los Teques; Alucasa – Indústria de Laminados de
Alumínio, estado Carabodo; ProQueso Indústria de Lacteos (EPS – Empresa de Propriedade Social), estado Carabobo; Frapom – Frente Revolucionario
Artístico Patria o Muerte, Valencia, estado Carabobo; Comuna Uniendo Pueblos, Barrio San José de la ciudad de Coro, estado Falcón; Organización Social
de Mujeres de la Parroquia Guzmán Guillermo del município Miranda, estado Falcón; Unidad Integral Agroecológica Socialista (Unias) José Leonardo
Chirinos, estado Falcón; Vtelca – Venezolana de Telecomunicaciones, cidade de Punto Fijo, Estado Falcón; Calderys Indústria de Refratário e Alcasa
Indústria da Alumínio, ambas em Ciudad Guayana, estado Bolívar; Fundacomunal, Caracas. Além disso, mantive vários outros contatos, incluindo
estudantes e professores da UBV – Universidad Bolivariana de Venezuela; UBT – Universidad Bolivariana de los Trabajadores e Unefm – Universidad
Nacional Experimental Francisco de Miranda.

25
“Cuando la clase trabajadora de este país, y los militares que nos juntamos a la clase trabajadora con distintas herramientas, nosotros tenemos
herramientas para la defensa y la clase trabajadora tiene las herramientas para producción, comprendamos que a través de la conciencia, de ese salto
cualitativo de la conciencia a través de la educación y del trabajo liberador logremos entonces dar un salto cualitativo, evidentemente que la transición del
capitalismo al socialismo será mucho más fácil. Ahora ¿cuánto tiempo eso durará? ¿quince años? ¿veinte años? ¿treinta años? (…). Nosotros tenemos que
ir dilucidando el cómo hacer que los medios de producción que están en manos del Estado se conviertan en propiedad social y una vez que se conviertan
en propiedad social eso va directamente a la Comuna”. Entrevista que me concedeu o Coronel Menry Fernandez, viceministro do Trabalho, por ocasião da
Cátedra Livre Hugo Chávez, realizada em 21/7/2014 na UBV – Universidade Bolivariana da Venezuela, Caracas.

26
República Bolivariana de Venezuela: Síntesis Estadística de Pobreza e Indicadores de Desigualdad 1er semestre 1997 – 1er semestre 2011, in: INE
<http://www.ine.gov.ve/documentos/Boletines_Electronicos/Estadisticas_Sociales_y_Ambientales/Sintesis_Pobreza_e_Indicadores/pdf/2011Semestre1.pdf>,
p. 5.

27
Entendo por abstração o tratamento exclusivamente lógico-formal e/ou psicodinâmico dos valores, abstraído seu enraizamento em relações sociais que
atribuem diferentes lugares nas relações sociais de produção; tratamento que dá lugar à ilusão de que a herança de violência que acompanha tais
relações pode ser alterada pela simples mudança de registro dos valores.

28
Não é ocioso assinalar que não existe um céu das ideologias, elas existem materializadas em instituições, nos seus rituais materiais (Althusser, 2006), na
obrigatoriedade de observância dos seus estatutos etc.

29
Portanto, quanto mais competitivas e democráticas, menos representativas são. Não é um acaso que o Occupy Wall Street e os Indignados, os
movimentos sociais de maior repercussão internacional após a crise de 2008, tenha denunciado o que entendem ser a captura da democracia pelo capital
financeiro, tendo o primeiro adotado o lema “Somos os 99%” contra o 1% beneficiado pelo sistema político. Além disso, convém distinguir consenso e
representação, pois um regime pode alcançar elevado consenso, sobretudo, em período de prosperidade econômica ou de conflito externo, caso em quer a
representação se apoia apenas no nível ideológico, desaparecendo tão logo as condições que a sustentavam desapareça também.

30
São escassos os estudos que correlacionam violência social e instituições políticas, por isso o grau epidêmico de violência que se observa no México e na
Colômbia e, em menor escala, nas periferias de todos os países latino-americanos, é desprezado pela ciência política.

31
Em 29/3/2015 a Fundacomunal contava 44.474 conselhos comunais reunidos em 1.031 comunas em todo o país, com seus projetos de desenvolvimento
local, pois é exigência legal a formulação de projeto de desenvolvimento para registrar os conselhos e as comunas.
Derechos (diez tesis)

Sebastián Torres1

Preliminar
Nuestra experiencia, por demás compleja, repleta de viejos y nuevos entusiasmos y de viejas y
nuevas indignaciones, no nos ha librado de avanzar sin prudencia sobre aquellas instituciones
democráticas cuyas formas portan también la violencia y la marginación, en la fibra más viva de
nuestras tragedias sociales. La violencia y la exclusión institucional acompañan el desarrollo histórico
de nuestros Estados en distintos órdenes y niveles, el colonialismo y la república oligárquica no nos
permiten pensar, como quieren los teóricos del buen Estado, en desviaciones regionales de una forma
que, en su correcto funcionamiento, contendría la respuesta a todos los problemas de la política.
Pensar procesos e instituciones actuales no puede solo tratarse de un repliegue hacia una
singularidad histórica que ha cambiado su curso. No basta citar hoy “Latinoamérica”, enunciar con
énfasis su proceso político de “recuperación del Estado” y “ampliación de derechos” como
contrafácticos de las tantas anunciadas actas de defunción de uno y otro, del discurso moderno de la
soberanía en su más variada gramática institucional.
La cuestión en la que me voy a detener, la cuestión de los derechos, cuestión central del discurso
de la modernidad y de la modernización, nos permite construir una narrativa en la que Latinoamérica
se habla a sí misma y al mundo, en ese movimiento en el que la experimentación histórica hace
posible ampliar el marco de inteligibilidad de nuestro lenguaje de la política. No nos proponemos un
relevamiento de cuáles y cuántos derechos han sido reconocidos y garantizados, cuáles y cuántos
integran las agendas públicas y sociales en los diferentes Estados de la región. Por supuesto esta no
es una cuestión menor, si consideramos que parte de las agendas han avanzado sobre derechos
clásicamente considerados liberales llevados adelante por gobiernos populares o populistas –según el
lenguaje de defensores y detractores–; que en la agenda encontramos a los derechos ambientales,
antes signo distintivo de la nueva social-democracia y hoy estrechamente ligados a los derechos
sociales sostenidos por movimientos populares con una clara referencia a la cuestión colonial; que el
derecho a la libertad de expresión, uno de los derechos modernos por definición que hoy encuentra su
ampliación en el derecho a la comunicación, es utilizado para negar éste último como defensa liberal
de los monopolios financieros de los grandes medios. Y los ejemplos podrían seguir (sobre alguno
volveremos), pero bastan estas menciones para volver a la cuestión de los derechos que nos interesa,
que como decíamos, no trata la idea de ampliación de derechos como un relevamiento exhaustivo de
nuevos derechos que antes no existían o del cumplimiento o no de derechos ya consagrados en la
letra de nuestras constituciones y códigos, sino que intentará pensar si es posible considerar una
novedosa transformación en nuestra comprensión y práctica de los derechos.
La importancia que ha cobrado el discurso de los derechos, como índice de conflictos y
enunciación de un “nosotros” inclusivo, nos permite avanzar sobre aquellas tensiones que
caracterizaron a este discurso, y que fueron reducidas: por un lado, al abismo entre los derechos
humanos fundados en una moral universalista y los derechos fundamentales reconocidos en un orden
jurídico particular atribuibles sólo a los miembros de ese orden (Arendt); y, por otro lado, a las
abstracciones de su enunciación universalista como encubrimiento de los diferentes mecanismos de
exclusión y explotación inscriptos en la propia constitución real de la sociedad civil (Marx).2
Mencionamos estas dos críticas, la de Marx y Arendt, porque son las que en sus rasgos fundamentales
se replican en las diferentes variantes de las críticas contemporáneas3, así como también, son el
punto de partida del desafío para una repolitización de los derechos (por ejemplo, en Lefort o
Balibar).4 En términos históricos, la resolución de estas tensiones en términos de la mediación que
ofreció el Estado de Bienestar, entre los derechos-libertades de la sociedad civil mercantilizada y los
derechos-garantías productos de la soberanía moderna, se vio completamente desestabilizada por el
neo-liberalismo, corroyendo los dos extremos de la ecuación: radicalizando la fragmentación de la
sociedad civil y la destrucción del Estado garante. Habría que interrogarse si la distinción
fundamental para pensar la dinámica de los derechos (así como tantas otras ecuaciones de la política
moderna), Sociedad civil - Estado todavía da cuenta de la escena política y social en donde se
despliegan las nuevas relaciones de poder y los mecanismos de dominación y exclusión; si permite dar
cuenta de ese tercer poder desterritorializado del capital global y sus diferentes mecanismos de
territorialización post-colonial, desde la guerra a la desestabilización económico y jurídica. Si
efectivamente el esquema Sociedad civil - Estado, a partir del cual se formularon las diferentes
teorías e impulsado las luchas por los derechos, se ha alterado5, ya no podemos suponer, entre otras
cosas: que la sociedad civil posee un natural potencial democrático y emancipador, lo que tampoco
significa que posea una identidad absoluta con la lógica del capital global6; y que el Estado es una
neutral tutela jurídica más o menos universal, lo que tampoco significa que sea por definición un
dispositivo de represión y normalización al servicio del capital. Nuestra experiencia política ha
trazado un campo de nuevas particiones.
En algunos casos, aparecen nuevos lenguajes para tratar de dar cuenta de las consiguientes
novedades, en otros casos, son más antiguos lenguajes los que aparecen para resignificar nuevos
desafíos. Con los derechos se trata claramente del segundo caso, aunque la determinación concreta
que sigue a la expresión “el derecho a…” pueda enunciar una novedad. Así, la idea de “ampliación de
derechos” puede interpretarse como una sumatoria de nuevos predicados de distinto orden que, sin
embargo, no modifica ese núcleo duro que es el sustantivo “derecho”, o bien, podemos imaginar que
la misma idea de ampliación altera nuestra representación de lo que entendemos son los derechos,
como también lo altera un lenguaje en el que permanentemente se truecan las temporalidades
políticas, como sucede cuando hablamos de restitución de derechos o reconocimiento de derechos.
Plantearse esta cuestión no es menos urgente que lo que sucede con otros viejos conceptos de la
política, como son los de Estado o pueblo y las diferentes puestas en juego de su predicación y
sustantivación, abriendo las posibilidades más allá de sus usos convencionales. Porque es necesario
abordar el Estado, para pensar qué significa esto de la “recuperación del Estado”, más allá de la
lógica predicativa (Estado de Bienestar, democrático, post-dictatorial, neoliberal, burocrático etc.).
Porque es necesario abordar la idea de pueblo en su interesante y provocadora fuerza sustantivadora
y las dificultades de una predicación que alcance otras dimensiones que la nacional (argentino,
aymara etc.) conjuntamente con la proporcionalmente inversa potencia predicativa del adjetivo
“popular”. No quiero introducir aquí los viejos problemas de la gramática política y menos aún
reducirlos a las nuevas perspectivas post giro lingüístico. Sólo insistir en la necesidad de repensar la
cuestión de los derechos y aventurarnos en la posibilidad y la oportunidad, abierta por el momento
latinoamericano, de ir más allá del hegemónico lugar que sigue ocupando el lenguaje jurídico en este
fundamental espacio de la política.

Latinoamérica y los derechos


La relación entre el Estado y los derechos no está resuelta en el concepto “Estado de derecho”.
Efectivamente, Estado de Derecho fue el sintagma que impuso un sentido definido a la institución
política posterior a las dictaduras y el terrorismo de Estado, convirtiéndose en casi sinónimo de
democracia, marcando también los límites de las posibilidades abiertas en un proceso de
democratización a partir de la movilización social y el fortalecimiento de las instituciones. En lo que
nos interesa aquí, esas posibilidades abiertas para pensar los derechos terminaron homologándose al
poder del derecho, mediación jurídico-constitucional, ideológicamente neutral en su concepción de la
ley, cuya legitimidad pretendía imponerse por la sola razón de su verdad, en el marco de una sociedad
devastada por el terrorismo de Estado. En esta reducción de los polémicos nombres de la política al
de Estado de derecho, también el de república se vio quirúrgicamente reducido a la ascética ideología
del gobierno de la ley como única verdad y justicia, aunque por más paradójico que parezca, este
último término fue pronunciado en voz cada vez más baja, hasta casi abandonar la escena pública.
Será por estos motivos que la intromisión –para los cientistas, espuria– de la memoria junto a los
términos de verdad y justicia pudo trastocar permanentemente todo un escenario político y social,
otorgándoles en ese pronunciamiento conjunto una carnadura que la política democrática comenzaba
a perder.
La fragilidad del Estado, cuya autoridad generaba una permanente contradicción con el discurso
de la maximización de una democracia de las libertades individuales, a la vez que lentamente se
acentuaba su notoria retirada del espacio mismo de la conflictividad social, hizo posible el reingreso
casi inmediato del discurso neoliberal en el que las leyes y la pragmática del mercado se harían cargo
de ajustar permanentemente aquello que el Estado no había podido lograr. O podía, al precio de
reavivar el conjunto de los fantasmas de la lucha social directamente asociados a la deriva armada.
Estado y conflicto social debían ser distanciados, radicalmente separados, hasta convertirlos en
términos antagónicos. Algo que la misma tradición de izquierda también podía, de manera diversa,
aceptar. Así, comienza la vertiginosa destrucción neoliberal del Estado, pocos años antes asociada a la
destrucción del lazo social con las armas del Estado terrorista. Ahora como despolitización absoluta
de la sociedad frente a la que el neutral Estado de derecho no ofreció resistencia alguna: pérdida
democrática, clausura de los derechos en el Estado de derecho.
La denominada “recuperación del Estado” en Latinoamérica no es sólo la inversión de la
operación neo-liberal de reducción del Estado (reducción a poder de policía y por tanto permanencia
de los mecanismos represivos). El Estado se recupera como “Estado de los derechos” y como
“Derecho a tener Estado”. Pero en esta recuperación, y a pesar de los discursos edificantes de un
estatismo de siglos pasados, asumir su historia institucional y social, enfrentar la disolución del sujeto
sustantivo de la política en la trama conflictualista, implica asumir que ni el Estado en cuanto tal, ni la
sociedad civil en cuanto tal, son los sujetos de la historia. Porque no son los únicos poderes existentes,
ni los únicos productores de subjetividad política y de legitimidad social, porque su soberanía se
disputa en el terreno abierto de los poderes económicos e ideológicos que los atraviesan, haciendo de
sus legitimidades un terreno tan frágil como polémico, en la medida en que el espacio de la política ya
no está dado, sino que debe construirse y reconstruirse permanentemente.
El Estado, como espacio de poder institucionalizado ocupa una parte, nunca el todo. ¿Cómo
construir un todos sobre lo común? ¿Cómo reconstruir una fuerza representativa que está inscripta en
su sentido? La institución política de lo social, que es siempre una división determinada (que es
siempre una serie de divisiones más vasta y compleja, que va más allá de la pluralidad de intereses)
obliga a que el “todos” del Estado sea una posición activa frente a la división que encarna, y por ello
que debe politizar, sacarla de la lógica de los conflictos de intereses particulares y de la metafísica de
los procesos impersonales para ponerla en la escena de lo común, sabiendo siempre que en la escena
de lo común ya no es su natural representante. El Estado postsoberano enfrenta una disputa histórica
como espacio de institucionalización de lo común y apuesta a su duración, no en la eternidad del
apriorismo jurídico, sino en el reforzamiento de la temporalidad de las luchas. Duración no es ya
conservación, sino producción permanente de poder, es decir, de un lenguaje de lo social que pueda
transitar ese complejo dualismo que es el de la palabra que pueda enunciar la sensibilidad del cuerpo
social, sus desgarraduras, y los conceptos que enuncien lo universalizable, el principio de igualdad sin
el cual toda institución corre el riesgo de corroerse permanentemente por las coyunturas más
inéditas. Lo que puede un Estado ya no se resuelve en la lógica de la legitimidad constitucional, sino
en la tensión existente entre el Estado de los derechos y el derecho a tener Estado. Legitimidad y
hegemonía pueden ser términos contrarios, pero no contradictorios, en la medida en que tienen por
objeto la institución política de lo social, disputada por el lenguaje neoliberal de la disolución de lo
social, exteriorización inmediata y espontanea del deseo, el interés y la creencia como expresión
autentica de la existencia libre.
Para pensar los últimos treinta años de nuestra política, Rinesi ha utilizado la expresión “De la
democracia a la democratización”7, considerado que los últimos diez años de democratización se
caracterizan por ser el “tiempo de los derechos”. Porque es la cuestión de los derechos y no ya
centralmente la de la libertad la que se ha instalado en este momento de la política. Esto no significa
que se ha dejado de lado la libertad (por caso, el primero de los derechos modernos) o que podamos
imaginar que nuestras libertades ya han sido conquistadas, sino que lo que antes enunciábamos como
demandas de libertad individual en clave de no interferencia del Estado, ahora se han ampliado y por
ello alterado en su sentido político, al ser pensadas en términos de derechos que el Estado reconoce,
garantiza y promueve. Y esto puede comprenderse en dos dinámicas diversas. Para explicarlas
quisiera recurrir a dos casos argentinos: la modificación de la Ley de Matrimonio Civil (ley 26.618),
conocida como ley de matrimonio igualitario y la “ley de servicios de comunicación audiovisual” (Ley
26.522), conocida como la ley de medios.
La primera, que podría ser considerada una reivindicación liberal de una minoría, que afirma que
el Estado no debería intervenir en las relaciones privadas normando la relación matrimonial a partir
de la excusión de las opciones sexuales que no sean hetero, pasó a ser una demanda por la
intervención del Estado para el reconocimiento universal del derecho al matrimonio, excluyendo por
ello, las identidades sexo-genéricas de los contrayentes. El pasaje de las libertades de unos al derecho
de todos permite politizar la paradoja, planteada por el discurso liberal-estratégico de la Iglesia
conservadora, donde esas libertades no tienen por qué demandar al Estado su reconocimiento (estoy
tomando, claro está, su discurso liberal, sin mencionar ese otro discurso, ultraconservador, que llamo
a una “cruzada contra el mal”). Pero resulta que ese argumento de la libertad por fuera del Estado
hacía posible dos cosas: una, que se impusiera el modelo heteronormativo de una corporación, la
Iglesia; y dos, que entendida así, esa libertad privada resulta privativa de toda una serie de derechos
civiles, que requieren el reconocimiento del Estado, como la cuestión de la adopción, la decisión
familiar en casos de enfermedad, la herencia, entre tantos otros. La diferencia de conceptualización
entre libertad individual y derecho igualitario es la que existe entre mundo privado y relación social,
entre poder corporativo y derecho común, entre estar libre de y vasta red interdependiente de poder
hacer. Por ello, creo que se equivocan quienes interpretan la ley de matrimonio igualitario como la
cara liberal del neo-populismo (sea para denunciar su históricamente impugnada inautenticidad, sea
para explicar su carácter de neo). Estamos en condiciones de pensar que la democracia popular
asume la dimensión emancipatoria de los derechos, cuyos contenidos provienen de múltiples
tradiciones, pero cuya nueva dinámica política opera en el empoderamiento simultáneo del Estado y
los movimientos sociales a través de la transición –por supuesto nunca resuelta absolutamente– de las
luchas particulares en derecho común. El Estado aquí es más que “mediación”, es el tercer poder de
una relación –siempre desigual, en diferentes sentidos– entre los poderes sociales y los poderes
corporativos. Por otro lado, no hay de antemano un a priori antropológico que permita establecer qué
demanda puede convertirse en derecho. Ni tampoco un a priori político que permita capitalizar la
creación de un derecho como un bien que va más allá de la satisfacción de un interés particular. Es
cada coyuntura (y coyuntura no es inmediatez temporal, sino ocasión histórica) la que define en qué
lucha se constituye un “todos” que efectúa la necesaria idea de una sociedad que ha ganado más
derechos.
El segundo caso, que es un caso donde el pasaje al orden de la ley está lejos de poder nombrarse
como una batalla ganada, nos permite otra consideración: hace posible el pasaje de la idea de
“libertad de expresión”, como libertad individual frente a las interferencias externas, a la lógica de los
derechos, como “derecho a la comunicación”, derecho común que, como en el caso anterior, también
introduce la idea de igualdad, pues la libertad de expresión se potencia con la “igualdad de
expresión”. Lo interesante de este derecho es que no hay un sujeto social de demanda que lo
anteceda, por lo menos no en términos de subjetividades identitarias (ni identidades fuertes, ni
transitorias), recreando un todos y también un algunos; el “todos los ciudadanos” frente al “algunos”
de la corporación mediática. Todos y algunos que no existían en el espacio público previamente a la
instalación del conflicto frente a los medios de comunicación como conflicto político por los derechos.
De esta manera, difícilmente puede prosperar la argumentación liberal de la interferencia estatal en
las libertades individuales de expresión, como tampoco la argumentación de la izquierda antipopulista
que presenta una lucha entre dos poderes particulares, uno que se ha apoderado del Estado y el otro
que representa la dinámica misma de las libertades (de expresión y de mercado) propias de la
sociedad civil. Claro que la cuestión del poder se coloca en el centro de la politicidad del conflicto y
esto no es una novedad; sí lo es que la antipolítica no pueda recurrir sin más al término “derechos”
para oponerlo al de poder. La dinámica de poderes que se ponen en juego en la idea de derecho
común permite avanzar sobre su pobre reducción a una lucha entre dos poderes-intereses
particulares. Se trata de pensar nuevas formas de legitimidad que ya no se sostienen a partir de la
distinción axiomática entre poder de hecho y de derecho. Lo que Rinesi ha denominado el “momento
jacobino” de los estados latinoamericanos, para señalar que el proceso de democratización no sólo ni
necesariamente comprende un movimiento de abajo hacia arriba, sino también y de manera
necesaria, un movimiento de arriba hacia abajo, creo que encuentra en los derechos una clave de
comprensión fundamental.
Después de dos siglos de una intensa crítica a la idea de derechos del hombre y de una
apropiación liberal del discurso de los derechos como derechos individualísimos frente a cualquier
instancia colectiva o institucional, la cuestión de los derechos articula el lenguaje emancipatorio del
momento latinoamericano: lugar de encuentro, siempre conflictivo, entre los movimientos sociales y
el Estado, porque los movimientos sociales presentan sus luchas en términos de derechos y los
Estados responden, recrean y proponen el cumplimiento de viejos y nuevos derechos demandando un
activo apoyo social como única fuente de su poder, no solo de derecho sino principalmente de hecho.
El interesante lenguaje de la “restitución” de derechos establece una nueva temporalidad, no
reinstala una idea de derecho natural pre-político al que el Estado otorga realidad civil, ni se reduce a
la recuperación de derechos históricos perdidos. Restituir es reconocer derechos donde hay
relaciones de dominación y opresión, de exclusión e injusticia, transformarlos en índice de la
desigualdad, como también restituir una dinámica de constitución de poderes colectivos, comunes.
La lógica neo-republicana anglosajona, que mantiene la oposición entre derechos y deberes como
patrón de subjetivación política entre una ciudadanía pasiva y activa, no logra responder al problema
liberal y neo-liberal de la meritocracia social. La lógica de la democracia radical, que mantiene la
oposición entre sujeto político e institución, invisibiliza toda lucha en el momento mismo en que
encuentra en las instituciones estatales una manera de expandirse hacia el derecho común. Ninguna
de estas filosofías de lo político, que en la década de los noventa ofrecieron nuevas vías para
responder a la crisis (y un conjunto de problemas que sin duda debemos seguir discutiendo) han
podido pensar la potencialidad política de los derechos para una democracia popular. A nosotros nos
queda también por pensar de qué manera la construcción de hegemonía, pensada en términos de los
“nuevos populismos democráticos”, se liga con la cuestión de los derechos. Aunque pueda parecer
paradójico para nuestras tradiciones del lenguaje político, conceptos que históricamente han
devenidos antagónicos hoy nos compulsan a pensarlos en una conjunción, no exenta de conflictos:
realismo político y democracia8, hegemonía y derechos9, son algunas de las composiciones que
debemos pensar.
Es con este diagnóstico, si cabe llamarlo así, que consideramos puede hacerse más comprensible
lo que finalmente hemos decidido denominar “diez tesis sobre los derechos”, con la intensión ya
señalada anteriormente de intervenir en la hegemonía teórica que sobre este caro asunto para
nuestras democracias todavía posee el discurso jurídico-político.

Diez tesis sobre los derechos


1 − Los “derechos”, como reza la Declaración de 1789, 1948 y sucesivas declaraciones, no
pueden ser homologados ni a la “Moral” ni al “Derecho”, ni al pasaje de la una al otro, ni a la
democracia como su dispositivo de traducción cultural. La politicidad de los derechos no se reduce ni
se consuma en su inclusión en un sistema positivo de normas ni en el ethos social. Su actualidad se
encuentra en la reconfiguración permanente de actores sociales y estatales. La permanente
resignificación de lo que implica pertenecer a una comunidad política puede ser expresado en “el
derecho a tener Estado”, derecho fundamental a partir del cual se articula, por fuera de cualquier
antropología universalista, una política de “ampliación de derechos”.
2 − Los derechos, declarados y nombrados en luchas históricas, son una pluralidad. La
pluralidad es constitutiva de su propia trama material y simbólica; por lo tanto, son irreductibles a su
representación en un sistema, como a su traductibilidad completa en un marco legal. No sólo por el
contenido indeterminado de justicia que expresan, sino sobre todo porque no existe un equivalente
general de todos los derechos (como el derecho a la vida o a la libertad) que permita una aritmética
jurídica. En el discurso de los derechos “fundamentales”, la persona individual reducida a sus
garantías mínimas es protegida de la máxima violencia al precio de abandonar todo imaginario de una
vida en común. En otros términos, los derechos son un conjunto plural y, por ello, sus relaciones son
necesariamente conflictivas o menos que compositivas, en la medida en que representan esa trama
que expone el poder social en sus diversas experiencias colectivas y fundamentales antagonismos.
3 − Los derechos son una relación: no son propiedades (Locke), ni identidades históricas
(Burke). Considerados cada uno en particular, siempre hacen referencia a otro con el que nos
relacionamos. Considerados como pluralidad, cada derecho se liga con otro como los hilos de una
trama cuyo tejido no tiene centro ni periferia. Cada derecho, al anudarse con uno y otro, afecta y es
afectado en su composición y sentido: trazan relaciones, no exentas de desacuerdos y opacidades.
Pero mientras más derechos se liguen entre sí, más potencia social y poder institucional tendrá su
declaración, práctica y eficacia.
(Solo por vía negativa se puede afirmar que los derechos son subjetivos; en la medida en que -
como sostiene Lefort - su esencia es declararse, negar un derecho a cualquiera es un acto que
contradice la idea misma de los derechos. En tal sentido, todos los derechos son, propiamente,
“derechos sociales”, cuyo orden y conexión depende de la política de su enunciación, de su
reconocimiento y de su práctica. Es así que, el “derecho a tener Estado” no es sólo derecho de
posesión o pertenencia, sino enunciación desde un lugar inmanente al conjunto de las relaciones
sociales, de institución política de lo social).
4 − Los derechos son universalizables. No son “universales”, predicados autoevidentes o
creencias morales fuera de cualquier tiempo y lugar (un “fuera de tiempo y lugar” que no deja de
llamarse Occidente). Son universalizables porque siempre es una parte la que, con su declaración,
expone un conflicto, determina una división y demanda a la comunidad pronunciarse sobre ella. Ese
pronunciamiento es el reconocimiento de un derecho común a partir de la politización de un conflicto,
llevado desde el desacuerdo entre partes a la institución de un bien común. La pregunta no es, por
ello, qué derecho es o no universal, sino qué conflicto es asunto común, qué derecho es reconocido
dentro de la trama de relaciones que llamamos sociedad política. Ampliación de derechos, por ello, no
significa sólo incorporar más derechos e incorporar más individuos al goce de los bienes que estos
expresan, es también, reconocer en los derechos la potencia extensiva de una idea de sociedad.
5 − El sujeto de los derechos no es ni una persona moral ni una persona jurídica (aunque no las
excluye), sino un sujeto de enunciación, que se declara a la vez parte y todo. Una enunciación que no
debe, por sí misma ni en un sentido originario, adoptar un lenguaje jurídico. Esa parte puede ser un
sector de la sociedad, un movimiento o el mismo Estado. En cada caso, las dinámicas políticas son
diversas, porque cuando la demanda se dirige “de abajo hacia arriba” - como diría Rinesi - el Estado
tiende a aparecer como unidad y principio de garantía; pero cuando la demanda va de “arriba hacia
abajo”, el Estado interpela a la sociedad, declara su fuente de legitimidad y toma posición. El Estado
no sólo es parte de un todo histórico-social, es parte porque es partición de sí mismo, de su presunta
unidad soberana. Tomando posición se repliega sobre sí exponiéndose también como división: división
institucionalizada de poderes, pero también división en términos de desacuerdos políticos y
estructurales. En resumen, su lugar de enunciación de derechos lo expone en su conflictividad
constitutiva.
6 − Los derechos no son irrepresentables, sino una singular manera de la representación. Que
los derechos estén dentro del orden de la representación, no significa que representen propiedades
naturales o que el sujeto de los derechos sea un resultante de la representación soberana. En los
derechos, representación se dice de la construcción de un “todos” simbólico en donde se cruzan de
manera polémica la lógica de la soberanía y la lógica del reconocimiento, la dinámica de la invención
y la pragmática de la legitimidad, la lucha antagónica y la composición de lo común. Estas lógicas no
definen operaciones propias de dos esferas, una a la Sociedad civil y la otra al Estado, porque una y
otra (si la distinción todavía cabe) están atravesada por todas ellas.
7 − La conflictividad inherente a los derechos no enuncia sólo ni primariamente la situación de
su pluralidad como simple diferencia. Los derechos son índices de relaciones de dominación, de
opresión, de exclusión, y en su enunciación pueden ser concebidas como conflictos políticos, esto es,
no en una relación desigual entre particulares (ni falta moral ni contractual) sino entre partes; son el
índice de una partición del orden de lo social y del orden de lo institucional. Anuncian, en otros
términos, un principio de lo común como sintaxis de su universalización. Tendemos a pensar en los
derechos cuando no los tenemos -nos recuerda Rinesi10-: pero son más que la expresión de un daño,
porque pensar en los derechos es ya expresar un daño, un desacuerdo social, enunciar un conflicto,
demandar su reconocimiento social e institucional, recreando una idea de sociedad y de justicia. Los
derechos politizan las formas políticas incluso antes de adquirir una forma jurídico-institucional.
8 − Los derechos positivizados expresan una relación de poder y un exceso que le es inmanente.
La “ley” no es lo contrario del poder ni su mascarada. Más allá de la retórica del gobierno de la ley, el
conservadurismo ve los derechos como privilegios y el liberalismo los ve como un mérito: politizar los
derechos es encontrar en ellos la práctica afirmativa de un conjunto indeterminado de relaciones de
lo común y la invención institucional de sus posibilidades. Los derechos crean Estado democrático en
la medida en que recrean un todo social que es su principio de representación y legitimación.
9 − La temporalidad de los derechos es política. Su temporalidad no tiene que ver ni con un
proceso lineal acumulativo, propio de la historia constitucional, ni con los cortes supuestos en la no
retroactividad de la aplicación de la ley, momento fundacional del antes y el después de la ley: si el
reconocimiento de derechos puede enunciarse como “restitución” es porque su trama está constituida
por la memoria colectiva, la experiencia histórica y las diferentes luchas en cuyo legado se apoyan y
recrean, por más que éstas no se hayan enunciado históricamente en términos de derechos. Es la
institución de la historia como campo de batalla político y la justicia como el horizonte que atraviesa
en diagonal al presente.
10 − El lenguaje de los derechos permite reinscribir en una gramática emancipadora al Estado,
la soberanía, el pueblo, los movimientos sociales, las instituciones políticas y culturales, la economía,
el “nosotros”, la memoria, la justicia, los daños irreparables, la democracia. Esta gramática
emancipatoria no es un aparato de traducción donde toda política, todo conflicto, puede ser siempre
retraducido en una declaración de derechos. La analítica de los derechos esconde las opacidades de
la historia, los mestizajes de las tradiciones, la textura de las identidades sociales, las piruetas de la
memoria, los dramas colectivos. En la descomposición de todo enunciado de derechos existe una
poética de los derechos.
Hay que evitar afirmarse en la adhesión a una demanda de derechos como vocabulario
políticamente correcto, como pacificación de la conflictividad social, como reconciliación con el drama
de la historia. También hay que evitar la crítica perspicaz de la psicología vulgar que cree poder
traducir los derechos a la plana cartografía de los intereses. En la experiencia latinoamericana los
derechos son una narrativa que articula, comunica, disiente, en un relato donde arcaísmos,
modernidades y postmodernidades exponen la potencia del anacronismo, recreando un lenguaje que
pueda enfrentarse a la absolutización despolitizadora de un presente devenido eternidad.

1
Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina.

2
Marx, C., La cuestión judía, Planeta-Agostini, Barcelona 1994. Arendt, H., La decadencia de la Nación-Estado y el final de los
derechos del hombre”, cap. IX de Los orígenes del totalitarismo, Planeta-Agostini, Barcelona, 1994 (v. I).Marx, C., La cuestión
judía, Planeta-Agostini, Barcelona 1994.

3
Ver, por ejemplo, Gauchet, M., “Los derechos del hombre no son una política” (1980) y “Cuando los derechos del hombre
devienen una política” (2000), en La democracia contra sí misma, Homo Sapiens, Rosario, 2004 y Zizek, S., “Against Human
Rights”, en New Left Review, 34, julio-agosto 2005.

4
Lefort, C., “Derechos del hombre y política”, en La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires 1990. E. Balibar sigue
la temática en varios escritos, no todos dedicados exclusivamente a la cuestión de los derechos, aunque ha condensado algunas
consideraciones en “Is a Philosophy of Human Civic Rights Possible? New Reflections on Equaliberty”, The South Atlantic
Quarterly, 103.2/3 (2004).

5
Tomamos aquí como esquema el conocido trabajo de Cohen, J. L., Arato, A. Sociedad civil y teoría política, Fondo de Cultura
Económica, México 2000.

6
Si, por una parte, puede considerarse que el lenguaje del capital financiero global coincide cada vez más con la ratio
comunicacional de los mass-media, trazando un nuevo mapa de producción ideológica, no es menos cierto que el modelo de
reproducción capitalista especulativo cada vez se aleja más de las lógicas del trabajo y el mundo de la vida.

7
Rinesi, E., “De la democracia a la democratización”, en Debates y Combates, n. 5, año 2013.

8
Aquí sería interesante recomenzar por los textos de Lechner, N., “El realismo político: una cuestión de tiempo” y Landi, O., “El
discurso sobre lo posible. La democracia y el realismo político” presentes en A.A.V.V., ¿Qué es el realismo en política?,
Catálogos, Santiago de Chile, 1984.

9
Una vía posible si volvemos a Laclau y retornamos Hegemonía y estrategia socialista (Fondo de Cultura Económica, Buenos
Aires, 2004), donde gran parte de los ejemplos históricos a los que recurre están ligados a la construcción hegemónica del
lenguaje de los derechos, y en particular a partir del último apartado sobre “la revolución democrática”.

10
Rinesi, Eduardo, op. cit.
Ciclo repressivo: origem do neototalitarismo?

André Rocha1

Por volta de 2010, mesmo após a crise financeira de 2008 nos EUA e a crise da dívida dos
Estados na Europa, que mergulharam o capitalismo avançado na recessão, a economia dos BRICs
continuava a crescer e muitos imaginavam que assim poderiam se reativar as economias Avançadas e
abrir um novo bloco histórico de “globalização” à maneira de um federalismo econômico, político e
diplomático.
Contudo, esta expectativa começou a titubear em 2013, esmoreceu em 2014 e já não existe mais
após o desaquecimento da China, a “quase quebra” da bolsa de Shangai no início de 2016 e a
constatação da depressão econômica que tomou conta dos outros membros dos BRICs. Muito embora
mesmo o FMI e as autoridades do BCE já digam publicamente que a crise iniciada em 2008 não será
superada com a política monetária tradicional sem uma nova rodada de política fiscal keynesiana para
fortalecer a demanda agregada, os governos ainda estão longe de coordenar as ações de reconstrução
do Welfare State nos níveis nacional e internacional.
Desta maneira, a economia mundial ainda permanece estancada naquela que é a maior crise
econômica desde 1929. O estudo do presente à luz dos períodos históricos nos permite verificar
certas tendências sociais e políticas comuns à década de 1930. As tendências periódicas talvez sejam
constitutivas de blocos históricos em que a reprodução do capital se encontra em fase de contração
após uma grande crise financeira.
Com efeito, após a crise de 1929, os processos sociais e políticos que se desenvolveram em
concomitância com a crise econômica são conhecidos. A Europa ainda era o centro econômico,
político e diplomático da geopolítica mundial. A Itália e a Alemanha que estavam em vias de
desenvolvimento e cujo parque industrial ainda carecia dos investimentos estrangeiros provindos da
Inglaterra e da França sucumbiram mais drasticamente à depressão após a crise financeira e se
transformaram nos regimes totalitários fascista e nazista que acabariam por lançar a Europa na
Segunda Guerra Mundial. As medidas de protecionismo econômico para combater a crise e a política
nacionalista agressiva para conter insatisfações internas e aliciar a população também foram
tendências determinantes na guinada totalitária da URSS que Stalin operou ao combater a crise
econômica e se preparar para a guerra.
Após a crise de 2009, tendências semelhantes se sucederam de forma vertiginosa. Para além da
guerra cambial que tomou conta do comércio internacional e da ausência de políticas fiscais
inclusivas estruturais, as guerras civis artificialmente implantadas no norte da África e no Oriente
Médio se propagaram para a Europa através dos atentados terroristas e da crise dos refugiados. O
medo e o ressentimento de diversas camadas sociais associados ao desemprego estrutural que varia
entre 10% e 30% da PEA (sem nenhuma perspectiva futura para além da “flexibilização”) forneceram
bases sociais para a reconstrução de partidos de extrema direita com programas totalitários na
Grécia, na Áustria, na Escandinávia e, mais recentemente, na própria Alemanha. Na Ucrânia, um
partido neonazista aparelha o Estado. Na Rússia e na Turquia, o combate à crise econômica e a
concentração de esforços para a guerra impulsionam a tendência à centralização estatal sob a forma
do “crony capitalism” acentuando a supressão dos grupos rivais e das dissidências internas. Nos EUA
um candidato como Donald Trump, vendendo anúncios de guerra e sonhando com o
reestabelecimento do grande império planetário (como Mussolini sonhara fazer com a Itália
renovando o velho ideal do Império Romano), lidera as pesquisas de intenção de voto para as eleições
presidenciais de 2016. Na China, a promessa de abertura política à democracia parece ainda bem
distante. De acordo com as notícias das agências internacionais, nos últimos anos Xi Jiping utilizou o
combate à corrupção para eliminar dissidências internas e concentrar poder no interior do
Kuomintang.
Agora a América Latina também experimenta o impacto da recessão e o surgimento de estratos
sociais e políticos protototalitários. Estes setores de classe média urbana, capitaneados pelas velhas
baronias colonizadas, passaram a aliciar contingentes oriundos da classe trabalhadora diante do
pavor ao desemprego que resultou da desaceleração e paralisação gradual de diversos setores da
produção, da diminuição da arrecadação fiscal e também de uma redução brutal do preço das
commodities, capítulo ainda por se estudar na história da guerra cambial entre EUA e China. A
propaganda política construída pelas grandes mídias é clara e ostensiva: a culpa pela crise econômica
deve ser lançada nas costas dos governantes do antigo ciclo progressista, a saber, Chaves, Kirchner,
Evo, Correa, Lula.
Além disso, como notou Horacio Gonzales, o discurso humilhante dos barões da mídia tem como
núcleo a logomarca da corrupção, que é deslocada e condensada na imagem das lideranças políticas
progressistas. Esta condensação do imaginário político tem muitos propósitos: atiçar ódio nas
camadas populares, justificar violências contra as lideranças e os partidos políticos do ciclo
progressista, escamotear os problemas estruturais de corrupção política que remontam aos lobbies e
financiamentos privados, escamotear a corrupção dos próprios proprietários dos meios de
comunicação de massa que desde as ditaduras recebem privilégios em troca da propaganda política
prestada sob a forma de aparência de imprensa isenta.
Trata-se de tentativa forçada de realinhamento eleitoral para programas conservadores que só
poderiam ser impostos após a destruição das lideranças progressistas e o esvaziamento dos partidos.
Certas estruturas arcaicas e assaz partidarizadas do Poder Judiciário são utilizadas para dar ares de
“fato” à condenação prévia e sumária de todas as lideranças progressistas. No Paraguai, um conluio
com ares de legalidade derrubou Fernando Lugo de forma espantosamente veloz.
No Brasil, uma certa “teoria do domínio do fato” foi utilizada por juristas para construir a tese de
que o PT seria uma “organização criminosa” que teria instalado a corrupção no Brasil. Com esta
“teoria” conseguiram a proeza de condenar lideranças políticas sem prova. Juízes de primeira
instância se sentiram encorajados para prender suspeitos preventivamente e, numa situação de
tortura psicológica, arrancar “delações premiadas” que só têm valor para redução de penas quando
dirigidas a lideranças do PT. Longe de investigar a história da corrupção nas últimas décadas e
apontar seus alicerces estruturais no sistema político, estes juristas parecem não se preocupar em
contribuir efetivamente para a erradicação da corrupção: em vez de fazer justiça, não fazem senão
seguir certos interesses políticos, utilizando a imagem de imparcialidade da justiça para escamotear
suas ações assaz parciais em favor de certos grupos políticos.
Os golpes e a violência contra as lideranças progressistas na América Latina parecem ter como
propósito principal a reposição do ciclo de políticas neoliberais que vingou no continente na década
de 1990 e a destruição sistemática de toda e qualquer forma de oposição política viável. À redução
brutal do preço das commodities acentuada em 2015 somar-se-ia a redução brutal do preço do
trabalho, isto é, a destruição completa dos direitos trabalhistas produzidos no continente durante o
século XX e a imposição da chamada “flexibilização”. No curto prazo, estas medidas beneficiariam o
“corte de custos” das exportadoras e também das filiais de multinacionais interessadas na exploração
da mão de obra barata. No médio e longo prazo, as medidas solapariam a demanda agregada, os
mercados internos, os parques industriais nacionais e, assim, afastariam por décadas o ideal cepalino
de desenvolvimento das forças internas para superar a dependência e emancipar as sociedades latino-
americanas.
A mobilização do passivo social, cultural e político que ficou historicamente sedimentado nas
sociedades latino-americanas que passaram pelos ciclos das ditaduras civis-militares, no entanto,
ainda é contida por uma negação determinada que se encontra na experiência sedimentada através
de práticas, afetos e ideias durante os ciclos progressistas. Não se faz tábula rasa do passado e a
história não permite a reposição de ciclos passados senão sob o fundamento de novas bases.
Estas tendências contraditórias dividem o continente na atual conjuntura e a eventual vitória do
campo regressivo só será possível através do terror. Por outras palavras, a história não se repete e
não é possível que Macri retorne aos tempos de Menem ou Videla, nem tampouco que os golpistas
brasileiros retornem ao tempo de FHC ou que os militares se disponham a manter um regime
repressivo apenas para impor à força a agenda neoliberal. Para vencer as forças progressistas, os
golpistas precisarão instalar algo muito pior: regimes civis neototalitários dando ares de legalidade ao
controle pelo terror de Estado. Antes de voltar à análise da conjuntura, façamos um breve excurso
para precisar o sentido do conceito de totalitarismo.

O conceito de totalitarismo segundo Hanna Arendt


Em As origens do totalitarismo, Hanna Arendt analisa as formas do totalitarismo à direita e à
esquerda. As duas grandes experiências analisadas por ela são o nazismo, no comando da Alemanha,
à direita, e o bolchevismo, no comando da URSS, à esquerda.
Nestas duas experiências, o totalitarismo não se resumiu à forma de um Estado, pois se originou
antes como formação social, isto é, processo de transformação das relações sociais por meio da
propaganda e do terror. O sentido do processo é uma rígida hierarquização quase militar da
sociedade que se impõe destruindo as liberdades dos indivíduos pela propaganda, pela intimidação,
pelas ameaças, pelos assassinatos políticos e pelo terror propriamente dito. O totalitarismo no século
XX existiu sob a forma de movimento e sob a forma do governo.
Sob a forma de movimento, pôde originar-se no interior de regimes democráticos e simular
temporariamente o respeito pela constituição democrática. Os fascistas na Itália e os nazistas na
Alemanha organizaram-se inicialmente sob a forma de movimentos sociais e, em seguida, se
organizaram sob a forma de partidos políticos no interior de regimes democráticos.
Uma vez no governo, no entanto, o movimento totalitário não é absorvido pelo Estado, isto é, não
deixa de ser movimento: ao contrário, a mobilização de “militantes” se amplia pelo processo de
transformação das relações sociais no sentido de erguer uma rígida cadeia hierarquizada de mando e
obediência que tenha no seu núcleo as decisões da cúpula do movimento.
Na URSS, segundo Hanna Arendt, o governo precedeu o movimento, pois este nasceu depois da
morte de Lenin, quando Stalin assumiu o controle da polícia secreta (KGB) e logrou submeter o
exército vermelho ao seu controle.
Contudo, onde o governo totalitário não é preparado por um movimento totalitário, como foi o
caso da Rússia em contraposição à Alemanha nazista, o movimento tem que ser organizado depois e
as condições para o seu crescimento têm de ser artificialmente criadas de modo a possibilitar a
lealdade total que é a base psicológica do domínio total.2
Como movimento e como governo, o totalitarismo opera o processo de transformação das
relações sociais conformando a sociedade em estratos que constituem os pilares da hierarquização
social. Os estratos são os seguintes3:
•a cúpula: uma sociedade política que ocupa o Estado-Maior e opera segundo as regras do
“segredo de Estado” dando direção à sociedade e à economia;
•as formações de elite: serviços secretos, polícias secretas, exércitos nacionais subordinados às
políticas secretas; órgãos de imprensa e propaganda sob o comando da cúpula política e da
polícia secreta;
•os simpatizantes: a “massa”, isto é, os indivíduos das classes médias atomizados no
individualismo dos centros urbanos e moldados pela indústria cultural; a “elite cultural”, isto é,
os indivíduos eruditos que esperam glorificações e bonificações ao prestar serviços de
doutrinação ideológica ou propaganda política; a “ralé”, isto é, o lumpesinato destruído pelo
desemprego e pela miséria.
Desta maneira, o tecido social pouco a pouco se transforma num corpo sob o comando da cúpula:
a sociedade política na cúpula fornece as ordens para as formações de elite que ficam responsáveis
por sua conservação juntos aos “simpatizantes” através da propaganda veiculada pelos pseudojornais
e através do terror como forma de chantagem e ameaça contra contestações e dissidências.
Assim como os movimentos totalitários podem existir no interior de regimes democráticos
fingindo respeito às leis, os governos totalitários podem operar com constituições formalmente
republicanas. Os nazistas nunca aboliram a Constituição de Weimar durante o seu governo e os
bolcheviques já sob o comando de Stalin, em 1936, promulgaram uma nova constituição
aparentemente republicana.
Daí por diante, a constituição stalinista de 1936 teve exatamente o mesmo papel que a
Constituição de Weimar sob o regime nazista: completamente ignorada, nunca foi abolida.4
O regime pode formalmente conter a divisão dos três poderes se, com efeito, os magistrados do
executivo, do legislativo e do judiciário já tiverem sido forçados a se alinhar com as diretivas da
cúpula e não puderem sequer esboçar qualquer decisão contrária sem sofrer as ameaças e atentados
da polícia secreta sob o comando da cúpula.
A formação social não se conforma como numa hierarquia de tipo militar senão no interior das
formações de elite e, mesmo assim, o serviço de contraespionagem interna tende a descentralizar os
órgãos para mantê-los sob controle.5 A formação social totalitária, cuja base é a “massa”, conserva-se
apenas à medida que os indivíduos se conservam social e culturalmente isolados como indivíduos da
“massa”. Para isto, a propaganda pela cultura de massa reforça a homogeneização cultural ao passo
que os assassinatos seletivos e terror praticado pelas formações de elite asseguram o domínio
totalitário.
As ditaduras de Hitler e Stalin mostram claramente o fato de que o isolamento dos indivíduos
atomizados não apenas constitui a base para o domínio totalitário, mas é levado a efeito de modo a
atingir o próprio topo da estrutura. Stalin fuzilou quase todos os que podiam dizer que pertenciam à
clique governante, trocou e retrocou os membros do Politburo sempre que uma clique estava a ponto
de consolidar-se. Hitler destruiu esses círculos na Alemanha nazista com métodos menos drásticos – o
único expurgo sangrento foi dirigido contra o círculo de Rohm, que era firmemente unido pela
homossexualidade de seus membros: evitou a formação de cliques através de constantes
transferências de poder e de autoridade, além de frequentes mudanças dos elementos íntimos que
privavam do seu círculo imediato, de modo que toda a antiga solidariedade entre os que haviam
chegado com ele ao poder desapareceu rapidamente.6
Pouco importa, neste campo de análise, distinguir se a ideologia oficial e as propagandas
veiculadas pela cúpula dirigente apelam para símbolos da direita ou da esquerda, pois os traços
estruturais são os mesmos independentemente do conteúdo da propaganda. De fato, o importante é
compreender que o totalitarismo se forma na medida em que uma sociedade política detém o controle
dos aparatos de Estado e opera como uma cúpula reorganizando em torno de si numa ordem
rigidamente hierarquizada todos os outros setores da sociedade pela mediação das formações de
elites. Nesse sentido, uma crítica radical das estruturas corporativas da sociedade brasileira atingiria
setores da direita e da esquerda. No médio e longo prazo, o fortalecimento da democracia implicará
processos de desincorporação à direita e à esquerda. No curto prazo, contudo, o problema que
ameaça a democracia é a utilização ideológica do combate à corrupção por partidos de direita que
pretendem obter o monopólio do poder através da destruição os partidos de esquerda.
As tendências protototalitárias na conjuntura atual
Sob a propaganda do combate à corrupção as lideranças políticas dos ciclos progressistas latino-
americanos estão sendo sistematicamente destruídas. Os órgãos através dos quais os ataques têm
sido realizados estão se transformando gradualmente em formações de elites operando de maneira
totalitária no interior das democracias. Aqui, eu me concentrarei apenas no caso do Brasil para poder
descrever minuciosamente a experiência do processo em curso.
Por um lado, os jornalistas empregados nos meios de comunicação de massa operam como se
estivessem prestando o serviço de fornecer informações apuradas com isenção para os cidadãos, mas
no fundo todos sabem que as formações de elite destes jornalistas constroem discursos parciais
visando criar um clima de legitimação para a perseguição política (afinal, o tal político do PT é um
“ladrão” e, assim, pode ser preso pela polícia política) e também realizando um marketing político
extemporâneo, isto é, promovendo a destruição midiática de lideranças do PT que poderiam se
candidatar em eleições futuras. Quando alguns cobram imparcialidade ou apenas lhes perguntam por
que silenciam diante de denúncias contra políticos tucanos, os jornalistas em geral respondem que
são isentos. A hipocrisia reina e a imparcialidade é apenas uma máscara para dar ares de jornalismo à
propaganda política contra aquilo que FHC cunhou de “lulo-petismo”.
Quanto a certos membros da polícia federal, do MP e certos juízes de primeira instância, não é
absurdo, mas forçoso dizer que operam exatamente como as agentes estatais nazistas sob a República
de Weimar que atacavam os comunistas como se estivessem agindo de acordo com as leis
republicanas da constituição. Claro que eles são apenas “alguns” e não representam todos os quadros
do judiciário, mas com os holofotes da grande imprensa aqueles “alguns” que operam desta maneira
têm sido alçados à condição de “heróis nacionais” justamente na medida em que conseguem
direcionar as investigações para fornecer “provas” contra petistas e simultaneamente ocultar
“provas” contra tucanos. Estes “alguns” fizeram uso ostensivo da ribalta midiática e seus diversos
pronunciamentos são quase confissões. Os historiadores futuros não terão dificuldades em recolher
provas para compreender como agiam e se justificavam os operadores das formações de elite.
No Brasil, estas formações de elite trabalham há anos para “produzir provas” à “teoria do
domínio de fato” e permitir, assim, a destruição completa do PT e a cassação dos direitos políticos de
Lula, Dilma e diversas outras lideranças trabalhistas. Não faz muito, as lideranças empresariais da
Odebrecht, cansadas das imposições e violências perpetradas por um juiz de primeira instância que
queria lhes extorquir uma “delação premiada” que tivesse Lula ou Dilma no centro, resolveram
oferecer uma delação premiada para o público brasileiro: a lista da Odebrecht. Nela constam nomes
de lideranças de praticamente todos os partidos políticos, mas curiosamente não constam os nomes
de Lula e Dilma. A lista da Odebrecht fornece como “delação premiada” o mapa do lobby e da
corrupção no Brasil. Mas ela foi simplesmente abafada pela grande mídia, sempre ocupada demais
com a destruição do governo Dilma e do PT.
O problema da corrupção no Brasil é estrutural devido ao financiamento privado das campanhas
e todos sabem que para resolver o Brasil precisa de uma reforma política. Embora o STF tenha já
decidido proibir o financiamento privado das campanhas, a Câmara sob o comando dos lobistas e
Cunha aprovou o contrário e deixou a situação suspensa. E todos sabemos que há ao menos um
ministro do STF no Brasil que deseja resolutamente tanto anular a decisão da corte quanto utilizar a
teoria do “domínio do fato” para destruir o PT, cassar direitos políticos de suas lideranças e,
simultaneamente, contribuir para uma catarse midiática que produziria a ilusão de fim da corrupção
no Brasil quando, em verdade, ocorreria apenas o fim do breve período de investigações livres (pela
PF e pelo MP) e publicização não censurada dos fatos pela imprensa. Por outras palavras: a
democracia seria sequestrada e o regime se transformaria numa cleptocracia.
Ninguém sabe quais tendências se tornarão hegemônicas na contradição que caracteriza a
conjuntura no Brasil e na América Latina. Pode ser que as lideranças progressistas consigam
aglutinar mais forças democráticas capazes de resistir a estas ameaças. Entretanto, não podemos
deixar de constatar que certos grupos políticos e certos órgãos de imprensa já operam como
formações de elite, sob o comando de cúpulas, no interior das democracias latino-americanas.
E como esquecer que o projeto piloto do neoliberalismo foi implantado primeiramente na
América Latina e, mais precisamente, pela ditadura do genocida Pinochet? Foi a partir desta
experiência iniciada em 1974 e “bem-sucedida” graças aos genocídios políticos cometidos pelos
agentes de Pinochet que alguns anos depois, na década de 1980, Thatcher aprofundou o experimento
na Grã-Bretanha e Reagan nos EUA. Por que os genocídios de Pinochet nunca foram julgados?
Naquele tempo de Guerra Fria tudo se passava como se a destruição dos partidos políticos de
esquerda e o genocídio das lideranças políticas e militantes fosse legitimo “expurgo” da “ameaça
comunista” aos olhos das classes médias. Tudo se passava como se a privatização violenta das
indústrias de base do parque nacional e a destruição sistemática dos direitos econômicos e políticos
dos trabalhadores fosse uma vitória sobre o “terror comunista” e uma “modernização” rumo ao
mundo do capitalismo democrático desenvolvido.
Ora, quem nos garante que as intervenções recentes na América Latina não preparam o terreno
para novos projetos-piloto de aprofundamento do experimento neoliberal? E se assim for o
totalitarismo renascerá com força dobrada sob a forma de um neototalitarismo. Se pensarmos com a
periodização de Streeck, a análise das tendências desta contradição entre democracia e
neoliberalismo nos levará a compreender que onde não houver neototalitarismo após o triunfo
neoliberal não haverá também democracia tal como ela foi construída e vivida no século XX, mas
regimes aristocráticos ou oligárquicos pseudodemocráticos em que todos os partidos políticos não
poderão disputar senão o privilégio de servir como lobistas para os oligarcas. Na história do Brasil,
este foi o sistema “constitucional” que vigorou durante a República Velha. Se for vitorioso, o projeto
tucano de derrubar o governo Dilma, cassar os direitos políticos de Lula e intimidar todas as outras
lideranças trabalhistas, destruir o PT e exterminar os movimentos sociais que lhe dão sustentação,
não sabemos ao certo o que acontecerá com o Brasil. Mas na melhor das hipóteses, após o expurgo do
PT e dos outros partidos de esquerda, o Brasil terá um “novo” e “moderno” sistema político
“republicano” nos moldes da República Velha.

Referências bibliográficas
ARENDT, Hanna. Origens do totalitarismo. Tradução de Roberto Raposo. São Paulo: Companhia das Letras,
1989.
HARVEY, David. A brief history of neoliberalism. UK, Oxford University Press, 2007.
STREECK, Wolfgang. The crises of democratic capitalism, in: New Left Review, 71. Sept-Oct 2011, p. 5-29.

1
Universidade de São Paulo (USP), Brasil.

2
Arendt, Hanna. Origens. Companhia das Letras, p. 373.

3
Ib., p. 462.

4
Ib., p. 445.

5
Sobre isto, ver as análises sobre as medidas de Himmler e Stálin nas p. 456 e 457.

6
Arendt, op. cit., p. 457.
PARTE II
Democracia e Cultura
Los intelectuales y los gobiernos populares de América Latina

Horacio González7

Quisiera plantear aquí algunas dudas en relación a un viejo tema. En este último período de
procesos políticos intrincados y de gran complejidad en Brasil, Argentina, Bolivia, Venezuela, ¿cuánto
hemos influido los intelectuales en las diversas posiciones y despliegues políticos de los políticos que
apoyamos, con los cuales conversamos, con los cuales muchas veces nos reunimos, de los cuales
fuimos o somos funcionarios, hacia los cuales hicimos u omitimos hacer algunas críticas? Y se me
ocurrió repasar muy rápidamente un conjunto de opiniones que he leído y escuchado en los últimos
tiempos, y en este momento sólo se me ocurre evocar, en nombre de algunas de las figuras centrales
de la vida intelectual latinoamericana, que se han acercado a gobiernos que a todos nos interesan,
que todos defendemos y que son de difícil definición.
En primer lugar, quería hablar de las intervenciones de Ernesto Laclau en Argentina (me tocan
de cerca, tuve una amistad con él). Lo mismo haría respecto a dos o tres casos… (y perdonen que
llame “casos” a los temas intelectuales; creo más bien que, más que “intelectuales”, hay ciertos
núcleos de temas a los que llamamos “cuestiones intelectuales”). Cuando Laclau venía a la Argentina
–vivía en Londres–, los periodistas le preguntaban “¿qué le dijo la presidenta?”, una pregunta que
podía traducirse así: “¿qué parte de su ardua teoría de los enunciados retóricos fue conversada con la
primera magistrada del país?” Efectivamente, esa conversación no existía y no podía existir, porque la
presidenta del país no habla el mismo lenguaje que hablan las teorías de Laclau. De manera que, en
las entrevistas donde manifestaba un fervoroso apoyo al gobierno, no podía aparecer su refinada
armazón intelectual (es un gran retórico Laclau), ni el conjunto de entrecruzamientos, articulaciones,
sedimentaciones, o sea, toda la interrogación (a mi juicio muy profunda) que hizo del pensamiento de
Derrida, de Gramsci, de Husserl (sobre todo de Husserl, lo cual muchas veces pasa desapercibido).
Mi pregunta no va a ser pavorosa, pero se halla problemática en este punto: ¿cuál es la escucha
real de nuestros presidentes populares a intelectuales que son portadores de una palabra teórica de
fuertes exigencias? En el caso de Laclau, esas exigencias estaban relacionadas a una lengua, no
inventada por él (si es que alguien acaso inventa alguna lengua, no lo sé), que incluía palabras como
sedimentación (que había obtenido de Husserl), encarnación (él aclaraba que no la tomaba del
cristianismo; era el otro nombre que le dio a la hegemonía, que debía encarnarse), y su idea del
contingencialismo, que se adecuaba vagamente a lo que el partido de gobierno en Argentina concibe
como la forma de irrumpir en un momento de la historia. La sedimentación en Laclau es la
contingencia que se ha ido acumulando y acumulando; y esa acumulación debe ser despertada,
evocada, convocada, llamada; y ese llamado tiene algo de religioso también. Los últimos grandes
esfuerzos de Laclau pasaron por analizar, con todo su aparato crítico, la obra de Meister Eckhart (yo,
personalmente, creo que es uno de sus mejores trabajos), actualizando sus tesis sobre las lógicas
encadenadas. El lenguaje de las lógicas equivalenciales no era el que más me gustaba; pero Laclau
extraía cosas interesantes de los textos sobre la nada, sobre la negación, sobre el vacío de Meister
Eckhart. Bueno: su lenguaje se transformaba en un lenguaje periodístico cuando tenía que explicar la
urgencia del apoyo al gobierno, las amenazas que se cernían sobre él (viejos recuerdos de sus idiomas
leninistas: las amenazas que nos acechan). Y en general, todo el periodismo de la oposición (que es un
periodismo de derecha, a veces de ultraderecha, o de ultraderecha liberal, si algo así pudiera
concebirse; habrá que explicarlo mejor, pero es así) se burlaba de alguien intrincadísimo, y hasta
oscuro en su epistemología, y facilitador de una comprensión banal en su comportamiento frente al
público. Y cuando se le preguntaba “¿qué le dijo la presidenta?”, ahí aparecía, si se me permite la
ironía, un significante vacío: él casi no hablaba con la presidenta, ni es conjeturable suponer que a la
presidenta le interesase ese nivel de la teoría.
Entonces, si bien no creo que haya que pedirles a los políticos que apoyamos que se interesen
por el nivel al que llegan las teorías políticas, es pertinente la idea de cuánto influyen en este
momento político de Latinoamérica (en los países que mencioné, por lo menos) las trayectorias de un
puñado de intelectuales con obras reconocidas y fuertemente castigadas por las oposiciones de
derecha a esos gobiernos. El caso de Laclau es muy significativo, porque me parece que buscó, como
intelectual de eso que en algún momento en Argentina se llamó la izquierda nacional, influir sobre el
curso de los acontecimientos. Me da la impresión de que esto no fue así. Y sin embargo, ese espacio,
esa forma que tiene el terreno histórico, el intelectual que influye sobre el presidente, o para decirlo
de otra manera, la larga tradición del consejero político, presente en todos los sistemas políticos y en
los grandes textos de la política, me parece que se realizaba de una forma indirecta, y hasta
fastidiosa. Porque son estos, nuestros gobiernos, gobiernos que no quieren privarse de algo que no
atinan a definir muy bien, que es la vida intelectual. Pero en eso no hacen más que acompañar lo que
nosotros tampoco atinamos a hacer muy bien, que es definir la vida intelectual.
Otro caso (ya que incurro en la deficiencia de llamar “casos” a lo que son situaciones de índole
más bien trágica). Escuché varias veces a Marco Aurelio García definir las posiciones políticas del
gobierno de Brasil frente a otros gobiernos con circunstancias similares, frente a sus enemigos, sus
adversarios, el mundo periodístico, los medios de comunicación, como que en Brasil hay una crítica
efectiva a lo que se ha llamado la invención de las tradiciones. Ese concepto ha nacido para ser
criticado; es una crítica a la idea de origen, a la idea de esencia, a la idea de un ser inmutable que
permanecería dispuesto a que cada interrogante que se le dirija en cada momento histórico aún
diferente, dé las mismas respuestas adecuadas a modo de reorientación de toda la materia histórica.
En ese sentido, me parece que plantea un problema que, así como lo formula (se lo escuché decir
personalmente, no sé si lo escribió en algún lugar), incide muy fundamentalmente en cómo se trata la
cuestión de la tradiciones en Argentina. En Argentina no hay en la vida intelectual cercana al
gobierno una crítica vinculada al concepto de invención de tradiciones. Es decir, si bien nadie es tan
ingenuo como para creer que haya un registro talmúdico y de infinita perseverancia en su identidad
de cualquier proceso histórico, la Argentina efectivamente tiene un sistema conmemorativo, una
metafórica historicista, y una apelación a un mundo legendario más fuerte que Brasil. Hay un logos
legendi – se me ocurre decirlo así. Si el término no existe, discúlpenme los que saben latín. Es un
conocimiento a través de una gran leyenda histórica, que el periodismo de la oposición enseguida
captó, a un alto costo para el lenguaje usual, que es el aniquilamiento de la palabra “relato”. Esta sí
es una gran palabra, y su aniquilamiento tiene un efecto muy crudo sobre los cimientos del idioma. Si
el relato no tiene auto-reconocimiento, el ser hablante siente una disminución del tejido de conceptos
que definen su conciencia de hablante. De modo que la palabra relato el gobierno la dejó de usar, y
fue un logro de la oposición haberla anulado, como sinónimo de impostura.
Este tema nos lleva a una cuestión también fundamental: los cambios que las biografías políticas
producen constantemente en el hilo de una historia. Este hilo es un hilo que necesariamente tiene
reataduras permanentes; y el punto en el que vuelve a atarse un proceso anterior, ya no es el mismo
hilo, de modo que hay una temporalidad lineal que ninguna vida política efectivamente tiene. Un
fuerte y decisivo argumento en contra del gobierno argentino fue el que los medios de comunicación
le dirigieron bajo la hipótesis o la sospecha de que los gobernantes habían inventado sus biografías
para sostener sus políticas de derechos humanos (ocasionalmente salen un conjunto de temas
vinculados al pasado biográfico de los gobernantes de Argentina, donde no habrían tenido ninguna
preocupación por las cuestiones que ahora sí les preocupan). Este es un grandioso tema. En realidad,
sería muy fácil decir que la lógica de los cambios tiene que percibir la lógica de un sujeto o de una
conciencia –como queramos llamarlo. La lógica de un discurso es la comprensión de sus propios
cambios, de modo que no habría nada sorprendente en el hecho de que una clase política dispuesta a
encarar una torsión en sus biografías, apelara a las cuantiosas teorías que están a nuestra disposición
respecto al momento del rasguido de las cosas, al momento de una iluminación, de una aparición
excepcional –el momento de esa excepcionalidad que se ha llamado de muchas maneras, sin duda por
la influencia de lecturas bien conocidas. Al respecto, se han escrito libros en Argentina, disputando
con la tesis de la impostura. Frente a la impostura, hay vidas que se rehacen en su propia
excepcionalidad, en su forma adventicia de comprender, súbitamente, aquello que antes no era
necesario que comprendieran con tanta profundidad.
En ese sentido, hay un debate que no ha sido acallado, y que tiene que ver con conceptos
aledaños, como la corrupción; el impostor es también próximo al corrupto, uno de los conceptos más
indefinibles de la vida política: la palabra corrupción es la corporación lingüística de la nueva
derecha. Nunca lo supimos definir bien nosotros, porque somos muy refinados, y las lecciones de
Maquiavelo son para otros (y no son para nosotros, que lo admiramos literariamente y no de otra
manera). Entonces, el concepto de corrupción tiene tantos planos de significación como los conceptos
portadores de la máxima ambigüedad. Se trata de actos individuales de sustracción del tesoro
público, se trata de corporaciones internas a las corporaciones, se trata de bandas organizadas dentro
del Estado, se trata de policías, de narcotraficantes y del Estado, se trata del propio modo de
producción capitalista (que se podría substituir con un sinónimo: modo de producción corrupto). De
manera que la palabra dice todo, desde el punto de vista de la vulnerabilidad moral de una nación, y
no dice nada desde el punto de vista de la argumentación política. Desde ese punto de vista, es un
concepto político perfecto: dice todo desde el punto de vista de una gran coacción moral, y no dice
nada respecto a cómo se definen los procesos políticos. Entonces, es otro atajo persistente por el cual
las nuevas derechas (por llamarlas genéricamente así, aunque sin duda todos estos términos merecen
mejores definiciones) han tenido una vida intelectual activísima, que no se llamó de esa manera. Los
intelectuales a veces aceptamos que se nos llame de esa manera, no sin fastidio y no sin tratar de
corregir a nuestro interlocutor, aunque sin saber a donde llevarlo (¿decirle que somos apenas
visitantes de este mundo intelectual, profesores que alguna vez han escrito algo?); de alguna manera,
huimos de una palabra a la cual no servimos enteramente, porque también tenemos dudas respecto al
tipo de canal de escucha que hay con los gobiernos que apoyamos… En cambio, la vida intelectual que
no se declara como tal ha tenido enormes éxitos en Latinoamérica.
Quiero mencionar ahora… pero no voy a poner la palabra “caso”, porque en este tema sonaría
absolutamente inconveniente: me voy a referir a Marilena (Marilena: no sos un “caso”, sos un
“tema”). Cierta vez la escuché desarrollar una objeción hacia lo que llamó la teoría de la información.
Me parece que es una cuestión que abre un horizonte fundamental de los debates de los gobiernos
populares; y si lo quieren ser verdaderamente, no puede no haber una consideración sobre lo que se
puede llamar “teoría de la información”, o se puede llamar “sociedad del conocimiento”, o se puede
llamar “soporte informático”: todos los nombres que rodean un objeto que no es fácil de definir (para
mí, ningún objeto es fácil de definir, aunque sí es fácil ver las resonancias que tienen esos objetos).
Esto se relaciona con el modo en que nuestros gobiernos se tornaron desarrollistas. ¿Los apoyamos
igual? creo que sí; por muchas razones que sería odioso explicar (porque es odioso explicarse a uno
mismo apoyando algo que no lo convence enteramente; pero no creo que nuestra vida haya sido de
otra manera en ningún otro momento, siempre ha sido así). Entonces, los próximos períodos
históricos que nos toquen vivir con gobiernos populares han de ser examinados a la luz de la
inconveniencia de cierto lenguaje de los técnicos de estos gobiernos, los economistas de estos
gobiernos, las personas que sostienen lenguajes que pertenecen a mundos más categoriales, digamos,
con énfasis enunciativos más delimitados y con articulaciones más precisas.
Interpreto apenas lo que le escuché decir a Marilena, aunque creo entender los alcances que
tiene este tema, y aprovecho para dirigirle la misma pregunta: ¿cuál es la escucha del PT? Ante la
eventualidad de una intervención en la ley de medios de comunicación, como ocurrió en Argentina,
por ejemplo. Esa intervención se hizo sobre la base de la presencia afirmativa y fuertemente valorada
y apreciada de la teoría de la información, es decir, de un conjunto de formulaciones que de algún
modo sostienen un mundo ideológico que nos constituye permanentemente, el mundo ideológico que
supone que la historia se hace de modo acumulativo, sumando un conjunto de átomos que se
relacionan sólo exteriormente (contra eso se hizo también la teoría de Laclau), y en ese sentido, todo
es teoría de la información (una operación de hígado –es un ejemplo de Marilena– es teoría de la
información, encuadernar un libro, también). Eso supone una enorme pérdida en las preguntas
fundamentales de la vida histórica y social y sobre la idea de justicia, porque se pierde la pregunta
sobre el significado del pensamiento, el significado de la cultura, sus irrupciones, sus interrupciones,
sus excepcionalidades; es decir, se pierde el rango que tienen las humanidades (rango difícil de
definir frente a la física o la química, que hoy realizan la más fuerte intervención en el campo de las
ciencias humanas de la que se tenga memoria, por lo menos en el siglo XX).
Uno diría que eso no tendría por qué ser tema de conversación con los líderes sociales y políticos
de los partidos populares, ni debería interesarnos objetar, ni más ni menos, lo que se denominan las
redes sociales –otra forma de llamar lo que antes llamábamos simplemente “sociedad”, o simplemente
“red”: estos dos conceptos, al asociarse, no se asocian en nombre de lo que Laclau llamó lo
contingente de la vida histórica o de lo social, es decir, ese punto en el que nunca se completaba o se
cerraba. Por eso, llamo la atención sobre el hecho de que la tesis de la sedimentación de Laclau cruza
de una manera un poco traviesa, curiosa, la idea de que hay que criticar las tradiciones, porque son,
finalmente, necesidades ideológicas de cada momento histórico, donde se sitúa tal o cual poder que
precisa inventar su pasado. Es decir: esto es, al mismo tiempo, inverídico y legítimo; tal sería la
definición política del movimiento de inventar tradiciones: inverídico, pero políticamente legítimo –es
la legitimidad corrupta de la política. Entonces, ideas como “soporte informático” y demás, lo que
hacen es trasladar un conjunto de metáforas de campos muy diversos, en una suerte de síntesis muy
apresurada de todos los conocimientos que dejan a la vida política muy desguarnecida respecto a su
autoridad para crear su propio lenguaje. Ni la teoría informática ni las llamadas “TICS” tienen su
propio lenguaje, les es cómodo moverse en el mundo de las siglas; pero tienen formidables metáforas
(“navegar”, por ejemplo, es una metáfora formidable). Metáforas que han sido tomadas de los más
antiguos y emocionados oficios de la humanidad y de las artesanías que han fundado las grandes
industrias. Así, la revolución técnica vuelve al lenguaje artesanal y, al mismo tiempo, pone bajo la
noción de quiebra a la idea misma de industria.
Por eso, nuestros gobiernos desarrollistas tomaron apresuradamente lo primero que tenían a
mano (algunos dicen que Lula tomó un poco de Vargas, un poquito de Kubitschek, y hasta otro poco
de Fernando Henrique Cardoso –he leído un artículo de André Singer en ese sentido, haciéndose esas
preguntas). En Argentina fue más fácil decir que se tomaba todo de un movimiento cuyo nombre ya
estaba establecido (y ese nombre es el peronismo) y, al mismo tiempo, se dilapidaba todo (porque eso
estábamos todos autorizados para hacerlo). No ha ocurrido ni una cosa ni la otra; no se ha tomado
todo (y eso fue bueno), y el movimiento de dilapidación o despilfarro de una herencia –despilfarro, en
el sentido de anunciar una nueva etapa con nuevos nombres– fue apenas iniciada en forma tímida y
clausurada demasiado rápidamente. De todos estos diálogos posibles (y creo que hubieran sido muy
interesantes) de las corrientes intelectuales latinoamericanas con los gobiernos que apoyamos, muy
pocos pudieron darse en toda su plenitud; y sin embargo, fue el máximo momento en que la clase
intelectual (si es que vale ese nombre) fue aceptada, a veces a regañadientes, pero sin que se
constituyera un espacio designado con un nombre adecuado para la expresión, que forma parte de
una larguísima ilusión: la ilusión que anida en la pregunta del periodista equívoco cada vez que
pregunta “¿y qué le dijo la presidenta?” (Laclau se quedaba mudo cada vez que le preguntaban eso).
La posibilidad de ese diálogo yo no la creo perdida, a condición también de que redefinamos la
categoría de vida intelectual.
Un caso que parece acercarse a esa posibilidad es el de Álvaro García Linera. Entre las
biografías intelectuales que estoy señalando, me parece que García Linera, siendo vice-presidente, es
el que más se acerca a una ilusoria, o más que ilusoria (voy a ser casi elogioso), lindando con lo
emotivamente espléndido de una fusión entre el intelectual y el gobernante. Cuando aparece Evo, él
tiene una rara cualidad: pone su discurso al servicio del de Evo, un discurso que no es fácilmente
incorporable a nuestras tradiciones discursivas, ni de Brasil ni de Argentina. Hay algo interesante en
Evo. Y en el hecho de que Bolivia, el país donde más ingresaron los estudios culturales de matriz
anglosajona, es el país donde el tema esencialista de los pueblos originarios tiene más fuerza. Esa es
una rara situación de la que surge el intelectual García Linera; su libro, La potencia plebeya, quiere
esclarecer un tema de importancia vital para Bolivia: el de la constitución de un nuevo nombre para la
nación que es muchas naciones, un Estado plurinacional. Es lo que García Linera llama la tensión
constitutiva básica, un Estado que es muchas naciones (cuando en la historia tenemos frecuentemente
el caso contrario, el de una nación que contiene varios Estados). Entonces, el Estado plurinacional
tiene tensiones creativas (no tiene contradicciones dialécticas, eso ha sido abandonado); la idea que
preside sus elaboraciones es la de potencia, y sus ejemplos son la construcción de una carretera en
una selva, que suscita la protesta de los pueblos originarios. Como son originarios ¿qué hacer con esa
protesta? Bueno, se desencializa la protesta, se llama a un referéndum, y se acusa a los pueblos
originarios de estar sosteniendo sus demandas ecológicas en los intereses de las empresas madereras
de la zona (miren la complejidad que tiene el uso de los conceptos en Bolivia).
García Linera escribió un libro para mostrar esa complejidad, y al mismo tiempo se dio el lujo de
corregir a otro gran intelectual latinoamericano, que hizo algo parecido a lo que hicimos todos
nosotros, pero lo hizo antes: José Aricó, que se acercó nada menos que a Alfonsín; y vaya si se acercó:
escribió discursos de Alfonsín; los mejores discursos de Alfonsín los escribió Aricó, con otros, o bien,
inspiró a otros para que los escriban, estando presente su idea latinoamericanista, por un lado, y su
idea de pensar una crítica al Marx que había criticado a Bolívar –tema que ya aparecía como
clausurado en la tradición latinoamericanista. Si de algo se puede jactar la tradición
latinoamericanista es de haber inventado tradiciones; inventó el europeísmo en el cual el mismo Marx
habría recaído al condenar a Bolívar, no sólo por cobarde y por mal general, sino por querer hacer
una revolución con el Estado y sin la sociedad. Aricó levanta esa condena; y esa condena queda de
hecho apartada hasta que García Linera la vuelve a “subir a la red”, por decirlo así. Es curioso que en
pleno bolivarianismo –invented tradition, eso sería el bolivarianismo– García Linera vuelva a decir que
Marx tenía razón en ese juicio duro de carácter teórico sobre Bolívar, que consistía en decir que
Bolívar actuaba sobre un vacío histórico. Aricó devolvía ese concepto a Marx, diciendo que Marx
había pensado inadecuadamente América Latina como un vacío histórico. Bueno, a Aricó lo pongo
también en la larga lista de estos casos de quienes apoyaron gobiernos populares y fueron más o
menos escuchados; en algunos casos, esa voz se percibió en la inflexión de los discursos de los
presidentes, que insinuaban un acercamiento a lo popular y, al mismo tiempo, reconocían la vida
intelectual con ese nombre –lo cual introduce un gran problema, pues ese nombre incorpora un halo
de sospecha permanente, que no hay que tratar de sacarse de encima. Como ya dije, los otros
intelectuales, que no se dicen tales (los directores de diarios, de las grandes corporaciones, los
intelectuales de la televisión, los columnistas, los divulgadores, que son miles de personas en todo el
mundo) hablan el lenguaje intelectual de la globalización, es decir, de la teoría de la información o de
la sociedad del conocimiento que no supimos adecuadamente refutar, porque nuestros políticos
amigos hablan ese lenguaje.
Creo que revisé las ideas de las personas que me interesan en América Latina. Creo que falta
decir algo sobre los generales venezolanos. Es un caso curioso, porque también ahí está involucrado
un problema de lectura. No sólo relativo al modo en que leemos nosotros; yo considero que leo mal,
apresurado, pero mi leer mal ya es el de quien busca desesperadamente algo que no encuentra. Hay
un leer mejor, un leer más afirmado en técnicas de lectura, y hay un leer de los climas que se respiran
de las conversaciones con los que realmente leyeron.
Había un viejo libro de consejos al príncipe, escrito por un tal Lord Chesterfield, que se leyó
mucho en décadas pasadas: se llamaba “Consejos a mi hijo” (era un Lord que quería que su hijo fuera
un príncipe). Uno de los consejos era extraordinario, decía: “nunca te luzcas ante tus inferiores; te
odiarán para siempre”. Y la otra es una frase que le escuché aquí mismo a Darcy Ribeiro (sería otro
caso para examinar), una frase que está en Lord Chesterfield: “Hijo, no debes leer libros, debes leer
hombres”. Es una frase tremenda, ni siquiera es una frase populista; una frase que aniquila los libros,
a no ser que se avise luego que un libro es un hombre (en ese caso, sería una frase adecuada). Pero es
el hombre de mando el que lee hombres; el jefe, lee hombres y no lee libros. Bueno, ese es uno de los
libros fundamentales de la educación del peronismo, de la educación sentimental del peronismo. La
persona que le da el nombre a ese vastísimo movimiento de la Argentina se educó con ese libro
cuando era muy joven; y después leyó los libros militares, que dicen lo mismo que los libros
cortesanos (porque las luchas cortesanas tienen el mismo modelo alegórico del campo de batalla).
Entonces decía: la cuestión de cómo leer. Muchos lo hemos escuchado hablar a Chávez, que había
hecho una gran creación, su lengua era una lengua perteneciente a las grandes creaciones (criticable
por partes). Es que había leído y escuchado leer. Para leer es mejor estar preso que estar en una
universidad (aunque a veces las dos cosas se parezcan). La lectura en la cárcel es una lectura muy
preciosa; de ahí han salido grandes libros, sobre la cárcel y sobre el tiempo, sobre el espacio y sobre
la muerte (Graciliano Ramos, por ejemplo, en Brasil). Bueno, Chávez fue un lector de libros. Yo le
escuché explicar a Gramsci (alumnos de quinto año de Ciencia Política no lo explicaban tan bien como
Chávez). El defecto era explicar; yo no creo que haya que explicar nada: hay que usar técnicas de
aproximación indirecta, o para decirlo como Lord Chesterfield, “hijo, no le expliques nada a nadie,
porque te pueden odiar” (ese Lord Chesterfield era tremendo). Una vez me contó un general
venezolano, amigo de Chávez (el embajador de Venezuela en Argentina), que el presidente Andrés
Pérez, debido a una intranquilidad entre la oficialidad joven en la escuela militar de Caracas, decidió
cambiar los planes de estudio, y llamó a un experto de la UNESCO. Y este experto, que había leído a
Gramsci, puso a Gramsci en los planes de estudio militares de Venezuela. El militar estudia, lee,
subraya, memoriza. Chávez era un gran memorizador: páginas de Gramsci enteras, cartas de Bolívar,
boleros (sobre todo los del cantor que le gustaba, Alí Primera). Todo hacía un magma indiferenciado,
de donde salía algo que no terminó de cuajar. Diría que, a pesar del esfuerzo de muchas personas, el
arquetipo del general gramsciano (que no existe en ningún otro lugar, más que en Venezuela)
tampoco cuajó como un modelo de “general intelectual”. Hubo otros en Latinoamérica, e incluso en
Brasil, como el Mariscal Rondon –alguien a quien Darcy Ribeiro citaba mucho–, un personaje
socrático, cuestionable políticamente, pero no en su socratismo de la vida militar; es decir, la justicia
sería dejar que otro haga justicia contra mí mismo, y no tener que equivocarme yo al creer que hago
justicia y dañar la vida de un hombre; así hizo su expedición a Rondonia el Mariscal Rondon.
En fin, no veo muchas más biografías intelectuales contemporáneas que se hayan planteado este
dilema, y en las circunstancias tan riesgosas en las que vivimos, ya que se trata de gobiernos frente a
los que tenemos innumerables críticas. Entre otras, no haber tomado adecuadamente la definición de
lo que debe ser llamado corrupción; si hay algo que hay que llamar corrupción, y en ese caso, cómo lo
tratamos (el caso Petrobras en Argentina tiene equivalentes de todo tipo). Hechos que cuestionan la
matriz desarrollista de nuestros gobiernos no han encontrado de nuestra parte intervenciones
mayores, ya sea porque revestíamos el papel de funcionarios, ya sea porque en la red en la que
funcionábamos habían interlocuciones y reciprocidades que es necesario mantener (no es grato
aparecer siempre como el que rasga un tejido que es muy laborioso construir…). De todas formas,
queda un tiempo, es posible recuperar terreno, es posible aprender de los errores cometidos (que no
fueron pocos, y hay que enunciarlos). Para ello hay que construir nuevos nudos intelectuales:
escribiendo, desde luego, dando clases, desde luego, pero leyendo… no digo “leyendo hombres y
mujeres”, pero sí leyendo un poco las biografías (qué hicimos en cada momento de la historia).
Y digo, para finalizar, una última cosita: me llamó la atención en la publicidad del PT, algo que
sería contrario en cuanto a la proposición de la razón biográfica de lo que pasó en Argentina (donde a
la presidenta le achacan ser en realidad una empresaria disfrazada de política emancipatoria; por lo
tanto, haber engañado, lo cual en política, si hay una mentira de por medio, es grave). En Brasil, la
foto que le tomó la policía a la presidenta en un interrogatorio fue parte de la campaña electoral. Por
un lado lo apruebo, y por otro, tengo una objeción que tiene que ver con la crítica a la teoría de la
información. En las condiciones de riesgo que vivió el PT, que es el mismo riesgo en que viven las
fuerzas populares en nuestros países, es cierto que todos estamos en riesgo, y todos estamos en
condiciones de agradecer al PT ese esfuerzo final que hicieron sus militantes en un momento muy
desfavorable; por lo tanto, me parece que esa publicidad con el slogan “corazón valiente” también
contribuyó a recrear el mundo militante –eso que tenemos que hacer–, sin la militancia sacrificial y sin
recurrir a códices de viejas militancias que tenemos que superar). Pero me resulta un poco incómodo
el hecho de que el modo de resaltar el compromiso con la insurgencia de los años 70 sea a través de
la industria cultural; con lo cual, volvería a hacer una crítica a la industria cultural y a la sociedad de
la información. En medio del agradecimiento al PT por haber triunfado.

7
Universidad de Buenos Aires (UBA) e Universidad Nacional de Rosario (UNR), Argentina.
Filosofía y democracia en América Latina

Diego Tatian1

El motivo “filosofía y democracia en América Latina” propone pensar dos palabras en conjunción,
y hacerlo a partir de una inscripción precisa: Latinoamérica –de la que se desprende de manera tácita
el presente; vale decir: filosofía y democracia aquí y ahora. Pero este “aquí y ahora” encierra una
larga historia; la historia que esas antiguas palabras comportan y que es la historia de un litigio. Ese
litigio tiene por emblema la muerte de Sócrates −el “suicidado por la democracia”, se podría decir−,
episodio que establece el comienzo mismo de la filosofía política y el motivo central de su
interrogación originaria − ¿cuál es la Ciudad en la que el filósofo no tiene por destino la cicuta?−, y
de su tarea –pensar una sociedad en la que el filósofo pueda vivir como filósofo. Esa sociedad no será
para los Antiguos la democracia, pues “filosofía” y “democracia” designan dos bíoi, dos formas de vida
inconciliables e incompatibles: la vida sensible en la que se hallan capturados los más –hoi polloì−, y
la forma de vida conducida por el pensamiento. Tal vez por ello desde entonces la desconfianza hacia
ese régimen que llamamos democracia −considerado despótico por la gran filosofía, de Platón a Kant
− ha tenido muy pocas excepciones entre los filósofos.
Pero en la formulación que ahora se trata de pensar la conjunción “y” no sugiere un litigio sino
una composición o una alianza posible en virtud de la cual la filosofía se deja motivar por la cuestión
democrática y la reconoce no sólo como objeto de pensamiento sino también como una tarea, en tanto
que la democracia −no reducida a un procedimiento sino extendida a una cultura− se sustrae a su
determinación como pura guerra de intereses sujetos a una forma, y se abre de manera “explícita y
lúcida” a la vida de las ideas, a la experiencia y a la novedad. Más breve: hay un contenido
democrático de la filosofía y un contenido filosófico de la democracia por desentrañar y entre los que
establecer un vínculo, que no cancela la diferencia.2 Esto no equivale tanto a la afirmación de una
filosofía latinoamericana de la democracia como a un reconocimiento de la filosofía en tanto potencia
política en la actual aventura democrática latinoamericana.
Concebir a la filosofía como potencia democrática no implica su conversión en ideología, ni
adjudicarle ninguna función apologética, ni tampoco el deber de proporcionar “máximas” a los
Estados (a la manera propuesta por Kant en el artículo secreto de la paz perpetua, que dice: “Las
máximas de los filósofos sobre las condiciones de posibilidad de la paz pública deberán ser tenidas en
cuenta y estudiadas por los Estados apercibidos para la guerra”), sino más bien activar una antigua
capacidad suya de afectar y ser afectada por la vida humana que transcurre, y atribuirle también,
aunque en un sentido distinto que sería necesario precisar, el “cuidado del mundo” propio de la
política, conforme la compleja acepción arendtiana de esta expresión.
Como quiera que sea, la alianza entre filosofía y democracia no es para nada obvia en su
posibilidad ni en su modo de darse; en este caso se sustrae a la perspectiva según la cual democracia
sería un objeto entre otros de una rama de la filosofía −es decir se sustrae a la filosofía política−, y
revela más bien que hay políticas de la filosofía que asumir y explicitar.
Pensar el enunciado “filosofía y democracia en América latina” se inscribe por tanto
necesariamente en una disputa por el sentido de la democracia en los pueblos latinoamericanos y una
disputa por la palabra filosofía en la comunidad de los filósofos. Esa disputa quedará aquí sin indagar
en modo suficiente y será dada por tácita, aunque no sin explicitar que el concepto de filosofía
considerado en lo sucesivo es más extenso que el de filosofía académica (a la que incluye); no se
reduce a una manera profesional de practicarla (sin ser incompatible con ella), y desborda a la
Universidad y a la investigación especializada en las que encuentra sus modos prioritarios de darse.
Una interrogación por la filosofía como bien común, por el deseo de filosofía de los no filósofos y por
el potencial transformador (y no solo conservador) de las ideas provenientes de la cantera filosófica
(en suma, por la filosofía como bien de uso, por su circulación “analfabeta”), presupone, en otros
términos, que no es propiedad de los filósofos ni está reservada exclusivamente a ellos, al igual que la
historia no es exclusiva propiedad de los historiadores, y que personas sin instrucción se dejan de
hecho inspirar por la filosofía o la historia para pensar, para ejercer el juicio, para militar, para vivir.
A su vez, el interés de la filosofía por la no filosofía y los distintos modos de afectación mutua
quisiera no ser confundido con ninguna pretensión pedagogista, ni con la cuestión atinente a la
“divulgación”, ni involucrarse en la querella entre filósofos públicos que optan por los medios masivos
de comunicación para la circulación de sus ideas y filósofos profesionales que se atienen a la
comunicación entre pares en publicaciones para especialistas –discusión acaso tan vieja como la
filosofía misma pero no por ello necesariamente fecunda.
Quisiera en cambio demorarme en la noción de democracia y proponer seis breves ideas en torno
a su concepto.
Uno. En la disputa por la ley, poder y libertad dejan de ser términos antagónicos −como los
dueños del poder hacen creer desde hace mucho a quienes se hallan despojados de él− para ser uno
condición de la otra y producir por composición la virtù política mayor: una duración democrática
sostenida por el deseo colectivo de reforma que desencadena la novedad.
Irrenunciable dimensión “salvaje” de la democracia, excedencia irreductible a cualquier
procedimiento, fondo anómico del que emerge el deseo de (otra) ley. Democracia concebida así como
manifestación, incremento, apertura, composición imprevista de diferencias, y nunca como bloqueo
del deseo por la forma –que más bien promueve su extensión y su colectivización. Régimen en el que
la constitución, las leyes y los procedimientos son instituciones forjadas por la vida popular, por las
luchas sociales y la experiencia colectiva que de este modo es siempre autoinstitución. La noción de
democracia que se trata de acuñar aquí nunca presupone la desconfianza de la potencia común, la
inhibición por el miedo, ni la despolitización del cuerpo colectivo para su control.
La excedencia democrática lo es respecto de la república. O de otro modo: excedencia del poder
constituyente respecto del poder constituido; excedencia del derecho en relación a la ley; excedencia
de la vida por relación a la forma. El fondo del que las instituciones provienen es alternativamente
instituyente y destituyente –y a veces lo es simultáneamente. Otra manera de designar esta dicotomía
o esta inadecuación es con términos más antiguos y más clásicos en la filosofía política: virtú y
fortuna. La fortuna a la vez amenaza y protege; constituye y destituye.
Todo ello equivale a decir que la política excede al Estado –el Estado no puede abarcar la
política, ni el poder constituido desactivar el poder constituyente, ni la ley bloquear el deseo o la
irrupción de derechos no previstos por ella. En términos de Negri: el poder constituyente siempre
rehúye la integración completa al sistema constitucional: “El poder constituyente es una fuerza que
irrumpe, interrumpe y desquicia”. No puede ser fundado, es plural y multidireccional, indeterminado.
Existe pues una inadecuación entre las instituciones y el origen del que las instituciones provienen (la
potencia instituyente). Esa “inadecuación” establece la temporalidad política –en sentido cronológico
y kairológico.
Pensar el poder instituyente como “desutopía” (pensarlo creativo, no teleológico, sin arché y sin
telos exteriores a la potencia misma; anárquico) redunda en una emancipación del “principio de
esperanza”.
Inscripto en esa inexorable inadecuación, en la actual experiencia latinoamericana el Estado se
desmitifica –tanto en sentido negativo como positivo− y se presenta como un trabajo, como una
indeterminación irreductible al Principio de Policía y como una disputa.
La cuestión democrática en Latinoamérica tiene su inscripción en el entre de política y Estado;
en el entre de la institución y la potencia instituyente; del deseo y la ley. El Estado se determina como
contrapoder instituido cuando es el emergente de los movimientos sociales y la vitalidad popular.
Dos. Para prosperar, la idea democrática así concebida deberá desmarcarse del idealismo que
postula por principio del pensamiento una representación de cómo los ciudadanos deberían ser
(racionales, virtuosos, solidarios, austeros, justos), y en cambio tomar en cuenta el poder de las
pasiones sobre la vida humana. Despojada de este legado maquiaveliano, la democracia sería
impotente y frágil, vulnerable en lo más hondo y destinada a ser una pura impotencia conservadora.
Sólo el poder es el límite del poder. Ello no significa decir que los individuos y las sociedades se hallan
condenados a las pasiones tal y como irrumpen inmediatamente, ni que el realismo democrático sea
convertible con la fuerza colectiva. Al contrario, esta perspectiva procura una idea no sacrificial de
república. En ella, el consenso no es pensado como anulación de las diferencias, ni la institución como
supresión del conflicto, ni la libertad es el diezmo a pagar por la obtención de seguridad. Diferencia y
consenso, conflicto e institución, libertad y seguridad permanecen términos inescindibles, abiertos a
un trabajo del pensamiento y de las prácticas sociales.
Esta manera de pensar busca por tanto no contraponer las nociones de república (conjunto de
instituciones que confieren una forma a la vida social) y democracia (palabra que designa el mundo de
los deseos, pasiones y anhelos de los sectores populares), sino que muestra más bien su implicancia
mutua. En la actual discusión argentina se suele recurrir a la palabra república, al contrario, como
palabra de orden y bloqueo de toda transformación social. Es necesario disputar ese término,
recordar una proveniencia antigua que no separa la república de los litigios sociales y rescatarla de la
acepción vacía que la reduce al solo imperio de la ley.
Tres. Democracia como construcción de un poder popular y a la vez la irrupción del otro.
Hospitalidad de lo minoritario y de lo raro. Posibilidad de tomar la palabra y de recuperar de la
alienación la potencia política y social que permite imaginar y realizar transformaciones: creación
retórica, jurídica, económica, simbólica y social de condiciones que permiten la reunión de los
cuerpos con lo que los cuerpos pueden –es decir de las inteligencias con su potencia de imaginar y de
pensar.
Cuatro. Hay en las democracias y en las sociedades algo que no es instituyente ni destituyente,
algo que es impropio. Se trata de un término que busca entrar en constelación con otros que en el
pensamiento contemporáneo comienzan con un prefijo negativo, como lo “impersonal” −que emplea
Simone Weil en su texto sobre La persona y lo sagrado−, lo “inhumano” −desarrollado por el último
Lyotard en un libro de ensayos y conferencias que se llama precisamente así−, o la categoría de “no-
sujeto de la política”, en la que trabaja el filósofo español Alberto Moreiras por relación al
“pensamiento post-hegemónico”.3
“Lo impropio” procura nombrar algo que acompaña la aventura humana de lo que no
disponemos. El pensamiento, el lenguaje, la memoria, en su núcleo involuntario están atravesados de
impropiedades que los despoja de su carácter instrumental y disipa toda ilusión de dominio.
Lo impropio no es algo con lo que se pueda hacer algo; sólo es pasible de una lucidez que se
obtiene en el arte, la política, la filosofía, o se revela en personajes de la literatura como el Bartleby
de Melville, o Jacob von Gunten de Robert Walzer. Impropio es lo común, lo que no es propiedad de
nadie (que no equivale a decir que es propiedad de todos) y no podría ser objeto de apropiación,
individual ni colectiva. Pero eso común no es algo que esté ya ahí, autoevidente y al alcance de todos.
Es lo que resulta de una tarea, de una experiencia, a veces de una vida entera; es siempre un
descubrimiento, un hallazgo de lo que no se compone. Entiendo lo común no como una transparencia
sino como una opacidad cuya revelación requiere la mediación de un trabajo. Ese fondo inapropiable,
impropio, es lo que hace posible la comunidad −y si se quiere permite resignificar el comunismo−
como construcción de la diferencia y como deseo de otros. Comunidad no se define tanto por lo que es
propio de un colectivo humano, que conformaría así una homogeneidad, una anterioridad sustancial,
una identidad, sino precisamente por una indeterminación y un no saber. La política se abre hacia
declaraciones de igualdades y de libertades nuevas precisamente gracias a esa indeterminación; ese
es el presupuesto de la frase “no sabemos lo que puede un pueblo”.
Lo impropio no es algo como una meta a lograr, ni encierra un carácter propositivo de ningún
tipo, más bien pretende considerar una dimensión de la experiencia humana, tomar en cuenta para –
negativamente− evitar las instancias sacrificiales que se producen si no se lo hace. Los desastres del
llamado comunismo real no son completamente ajenos a una supresión de ese registro.
En sus últimos textos Lyotard invocaba una resistencia y una atención a la deuda que toda alma
contrajo con la indeterminación de la que nació, es decir, con el otro inhumano (no en sentido
religioso sino anterior al lenguaje y a toda interpretación y dominio de sí). El trabajo de la filosofía, de
la escritura, del arte, se orienta −como “resistencia”− a testimoniar y preservar esta inhumanidad
(algo “privado de habla, incapaz de mantenerse erguido, vacilante sobre los objetos de su interés,
inepto para el cálculo de sus beneficios, insensible a la razón común...”) y plantear un “conflicto de las
inhumanidades”. Si lo propio del hombre es estar habitado por lo inhumano −que en rigor no es algo
“propio” sino más bien im-propio, in-fans, carencia de habla−, la violación de los derechos del hombre
(la deshumanización social, económica, antropotécnica, biopolítica...) lo es tanto respecto de la
humanidad del hombre como de lo inhumano que hay en él.
Los derechos inhumanos, derechos de lo inhumano (estrictamente “derechos del Otro” –lo Otro
absoluto, inapropiable, constitutivo), desconocidos o destruidos por las derivas revolucionarias tanto
como en las sociedades de la administración total, abren aquí un interrogante y una dimensión
singular en las luchas por defensa de los derechos humanos cuya urgencia es creciente, en proporción
al carácter creciente del “estado de excepción” que establece las condiciones para su violación
irrestricta.4
Pascal Quignard es un escritor que escruta lo inapropiable que yace en el fondo del tiempo y en
el fondo de los seres; algo impropio (aunque Quignard no usa la palabra) depositado en las cosas y en
las vidas que las asedia, las vulnera y por eso de algún modo las salva. Como él mismo escribe, se
trata en su trabajo de “una caza de lo perdido que conmueve el fondo del hombre”, de “la fiera que
preexiste al hombre” y lo descentra de cualquier lugar de soberanía. Eso que los seres humanos
cargan a su pesar y sin lo que no serían seres humanos.
No es posible hacer política desde el no sujeto ni desde lo inhumano ni desde lo impropio. Pero
es necesario que la política como contienda por la hegemonía considere en sus prácticas lo no
subjetivo en la vida colectiva y lo impropio [lo transindividual] en los seres humanos.
Cinco. Mantener abierta la cuestión democrática es no sólo dotar de vida a los procedimientos
−es decir subsumir en ellos los conflictos−, sino también cuidar y defender la interrogación por ideas
y existencias renuentes a toda dicotomía: sea en el modo de una batalla cultural o de una contienda
política en cualquiera de sus maneras de darse. Una coexistencia de lo inequivalente y la complejidad
de un general Intellect multidimensional promueven una lucidez de las controversias que es necesario
librar y el enfrentamiento con los poderes que es preciso emprender. Preservar la democracia como
“pluralidad irrepresentable” no es únicamente precaverse de peligrosas clausuras, sino también dotar
al trabajo de la decisión política de una red más eficaz que cualquier trinchera. Al igual que los
orgánicos −por supuesto que debido a diferentes razones− los intelectuales inorgánicos resultan
fundamentales en los procesos de transformación social, en los raros tiempos en los que una sociedad
se asume como fuerza productiva de nuevas libertades en torno a nuevas igualdades. Opino que esa
fuerza, nunca exenta de paradoja, debería además evitar cualquier tentación de identidad.
Seis. La palabra democracia equivale a la decisión común de mantener abierta la pregunta que
interroga por lo que los cuerpos y las inteligencias pueden −ser y hacer−, y de establecer una
institucionalidad hospitalaria con la fuerza de actuar, pensar y producir significado con la que cuentan
los seres humanos –que son los seres humanos. Una institucionalidad, al mismo tiempo, que no se
desentienda de lo impropio, del límite del sujeto que establece su heteronomía relativa y abre paso a
su tragicidad. En este sentido, democracia es una forma de sociedad que activa declaraciones de
igualdad, y un régimen político que concreta esas declaraciones en instituciones sensibles a la
novedad humana. Para ello es necesario construir las condiciones de irrupción conjunta de un poder
popular y un intelecto general no sacrificiales, capaces hacer prosperar conquistas y de apropiarse de
ellas; capaces de sostener una fuerza productiva de instituciones con las que proteger esas
conquistas.
La pregunta por la transición de la actual experiencia democrática latinoamericana no podrá
reivindicar ninguna garantía de futuro, ni una condena al éxito, ni estamos como sociedad exentos de
una restauración conservadora que desande todo o parte de lo andado. La respuesta a esa pregunta
decisiva no es evidente, reclama un trabajo y una responsabilidad: dependerá de la capacidad de
desentrañar el sentido a la experiencia acumulada y reimprimirle una orientación emancipatoria;
dependerá de la transmisión que las generaciones sean capaces de prodigarse; dependerá de la
capacidad de producir las rupturas que permitan la continuidad; dependerá de tomar recaudos para
no permitir que la historia de lo que el actual proceso latinoamericano ha significado la escriban los
otros. Dependerá, en suma, de seguir explorando −sin sucumbir a la repetición, sin sucumbir al
sacrificio de lo que no tiene palabra− la encrucijada de invención y memoria en la que la potencia
transformadora de estos años encuentra su propio secreto.
Dicho esto, es posible definir un conjunto de tareas −no sólo endógenas a sus propias rutinas−
que la filosofía emprende con las cosas y los dramas sociales en medio de los que se halla incursa.
Mantener abierta la cuestión democrática es una de ellas, vale decir: proporcionar un lenguaje, una
memoria y una inventiva a la ininterrumpida autoinstitución de la Ciudad, a la producción inmanente
de instituciones que extienden y realizan una potencia colectiva compleja, abierta y nunca igual a sí
misma; acuñar una filosofía de los derechos5 −y no solo ni tanto una filosofía del derecho− a la vez
que crear las condiciones de un “derecho a la filosofía” (en el que tanto insistiera Derrida y que
involucra aspectos institucionales y políticas públicas concretas) a partir de una política de la filosofía
que la concibe como bien común. Ese conjunto de tareas a las que quisiera brevemente referirme −y
que escojo ahora sin detrimento de otras− conciernen al lenguaje, a la igualdad y a lo común: las tres
revelan una vinculación profunda pues cada una de ellas remite a las otras.
Un primer cometido de crítica filosófica tendrá por objeto lo que Marilena Chaui llama el
“discurso competente”6, y la ideología meritocrática que entre los autores neoconservadores ha tenido
una recurrente explicitación en la “metáfora del campo de carreras”, según la cual el Estado debe
garantizar la igualdad de condiciones en todos los competidores −una misma línea de largada para
todos, supresión de cualquier privilegio o ventaja etc.−, en tanto que las diferencias que se produzcan
en el curso de la carrera se deberán a cuestiones de sacrificio, inteligencia, talento, esfuerzo, en fin,
mérito, y es justo que quienes alcancen antes el punto de llegada obtengan ventajas sobre el resto7. El
pensamiento conservador a la base de la comprensión neoliberal que define a la democracia en
términos de mercado, tiene su concepto cardinal en la idea de competencia, en la doble acepción de
este término: la que representa la vida común como una carrera en la que se trata de aventajar a los
demás; y la que delega las decisiones y el uso de la palabra en general en quienes son “competentes”
para decidir y para hablar en virtud de su formación, su preparación, o por haber adquirido
“competencias” para la ocupación de los lugares de poder.
Contra la primera de estas acepciones, que representa la existencia con otros como una carrera
y la vida colectiva bajo el imperio del mercado y de la mercancía, la cultura democrática por construir
puede hacer suya la idea con la que Marx definía el comunismo en la Crítica al programa de Gotha:
“de cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad”, casi irrepresentable desde el
interior de la trama de vínculos sociales determinados por la ideología de la competencia y el mérito.
Es necesario desentrañar el vínculo preciso −y paradójico− que el capitalismo contemporáneo
traza entre la llamada “sociedad del conocimiento” (conforme la cual el conocimiento, convertido en
una mercancía entre otras, se determina como una fuerza productiva de capital y el principal activo
de las empresas), el discurso competente, la cultura de masas y la ideología de la comunicación total.
La regla de interdicción que rige la ruta acotada del saber y el uso de la lengua es formulada por
Marilena Chaui del siguiente modo: “no cualquiera puede decir cualquier cosa a cualquier otro en
cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia”.8
La experiencia latinoamericana como laboratorio democrático verifica una irrupción de
movimientos sociales que confronta y en cierto modo desactiva el “discurso competente”, la retórica
de la competencia explicitada en la “sociedad del conocimiento”, donde el pensamiento y las ideas se
hallan “fuera de lugar”; la ideología en que se sustenta es un progresismo tecnocrático conforme el
cual nada −nada nuevo− podría o debería suceder; un progresismo, pues, inmune a los riesgos y las
implicancias emancipatorias de un saber instituyente que pudiera “hacer un hueco” en el
conocimiento instituido.
El discurso competente −la delegación de las decisiones políticas en “especialistas” y, en
términos generales, la subordinación de la política a la economía− presupone un saber alienado de la
vida colectiva, y su captura como propiedad privada e instrumento de dominación. Se trata de la
destrucción misma del lacónico axioma spinozista de Ética II que constata la evidencia de que “el
hombre piensa” (homo cogitat) y el desplazamiento del principio que afirma la comunidad del
pensamiento, el pensamiento como lugar común, por el principio opuesto que afirma la incompetencia
de los muchos y la competencia especializada de unos pocos. Es este uno de los núcleos de la
despolitización neoliberal.
En segundo lugar, lo que ocupa el centro del actual litigio político e intelectual en Latinoamérica
es la cuestión de la igualdad (cuyo significado no es solo económico sino también filosófico, jurídico,
sexual, simbólico y social). La cuestión de la igualdad es hoy, como en el pasado, convertible con la
cuestión democrática.
Mantener abierta la cuestión democrática significa reconocer (o “declarar”, según el verbo cuya
pertinencia política nos han enseñado Badiou y Rancière) la radical igualdad de los seres humanos.
Esto significa: cualquiera es capaz de pensar, de emanciparse, de sentir el exceso no funcional de la
lengua, de practicar la escritura literaria, de recuperar la libertad sexual de toda confiscación o
condena de silencio. Cualquiera es capaz de practicar la filosofía. El pronombre indefinido
“cualquiera”, relevado por Rancière en toda su potencia emancipadora, establece una apertura
indeterminada que se sustrae a la alternativa todos/algunos, o muchos/pocos. Igualdad significa
asimismo que cualquiera es sujeto capaz de imaginar −entre otras muchas cosas− particiones de la
riqueza diferentes a las inmediatamente dadas, y actuar para su puesta en obra; en este sentido, lo
otro de la representación del individuo como mero objeto merecedor de una redistribución más
conveniente decidida en otra parte y sin su intervención. Igualdad no es en primer lugar una más
justa redistribución de bienes sino un reconocimiento más intenso y más extenso de las personas
como fuerzas productivas de pensamiento (palabra con la que incluyo aquí las acciones políticas)
acerca de lo justo, y acerca de muchas otras cosas.
Inagotable y siempre colmada de novedades, igualdad es una palabra que resiste al
sentimentalismo de la buena conciencia, y se desmarca de la función despolitizadora que cumple en el
actual capitalismo tecnomediático la noción de “solidaridad”. En efecto, solidaridad jamás produce
igualdad; parte de la desigualdad, a la que considera natural, para no afectarla en ningún momento,
para incrementarla y perpetuarla. Las “campañas solidarias” de empresas mediáticas, hipermercados
o tarjetas de crédito han usurpado la palabra de la tradición noble a la que pertenecía para
estropearla y volverla inutilizable. En el uso que hoy la inviste, “solidaridad” es una función más del
Capital −como la caritas lo era de la ideología clerical−, al igual que el léxico de la “responsabilidad
social” empresaria, presuntamente promotora de un capitalismo humanitario. Contra la ideología de
la solidaridad −que lleva implícita la visión moral de los hechos colectivos−, un pensamiento de la
igualdad resiste el estropicio de la política y de la pregunta por la vida justa. Un pensamiento de la
igualdad y una práctica de sus implícitos opta por otros términos: la articulación, la composición, o el
“encuentro aleatorio” del que hablaba Althusser en sus extraños escritos de los años ochenta.
La institución de la igualdad comienza por una declaración que desmantela los ordenes
jerárquicos autolegitimados como naturaleza de las cosas; en ese sentido, estrictamente toda igualdad
es an-árquica y deja vacío el lugar del poder –a partir de entonces apenas un lugar de tránsito,
ocupado siempre de manera alternada y provisional. Igualdad es ante todo irrupción de un régimen
de signos que sustrae la vida visible de la jerarquía, la dominación, el desdén, el desconocimiento, la
indiferencia o el destino en tanto efectos de la desigualdad.
Iguales no quiere decir lo mismo. La igualdad se opone al privilegio, no a la excepción; a la
desigualdad, no a la diferencia; a la indiferencia, no a la inconmensurabilidad; a la pura identidad
cuantitativa que torna equivalentes e intercambiables a los seres, no a las singularidades
irrepresentables –en el doble sentido del término. Es el alma de la democracia en tanto juego libre de
singularidades irreductibles, abiertas a −y capaces de− componerse en insólitas comunidades de
diferentes (de “sin comunidad”), conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad en
expansión −alternativa a la trascendencia del Poder−, definida como ininterrumpida institución de
sus propias formas, y por tanto afirmativamente –lo que según entiendo quiere decir que no requiere
de la impotencia de otros para su ejercicio e incremento sino, por el contrario, más se extiende cuanto
más común. Así concebida, en tanto teoría y práctica de una igualdad libertaria, quizá democracia sea
el equivalente de un “comunismo de los singulares” −según la expresión, acuñada y dejada sin
explicitar, por el último Sartre− que multiplica las formas de vida y libera las identidades (y las
diferencias) autopercibidas de los cuerpos y las almas.
La igualdad, en efecto, permite que haya otros. La igualdad es el reino de los raros.
La comunidad del pensamiento (y, si nos fuera permitido acuñar este término, el “comunismo del
conocimiento”), sin embargo, nada tiene que ver con una transparencia de los significados culturales,
ni con la impugnación resentida de todo lo que no puede ser entendido por todos, y por todos de la
misma manera. Esa ilusión de transparencia no sólo es imposible, es además indicio de una pulsión
anti-intelectual reaccionaria muy antigua que bloquea la experimentación con la lengua, la vitalidad
de las formas y la invención de nuevas prácticas.
La cuestión democrática no abreva en lo público sino en lo común. No es suficiente −aunque sí
necesaria− la vigencia del estado de derecho (que estrictamente debiera llamarse vigencia de la ley)
para su actualidad; más bien está en obra cuando se crean las condiciones materiales para la
irrupción de nuevos derechos no previstos por la ley; cuando se activan acciones comunes y nociones
comunes que no son nunca dadas sino siempre una construcción, una tarea, una investigación. Lo
común −que es una composición inmanente− no equivale a ni se identifica con la opinión pública, que
es una “formación” cuya causa suele ser externa, trascendente y privada.
Lo común no aspira a un mundo de la comunicación total. Diríamos que más bien,
paradójicamente, se juega en la defensa de la plurilingua, en la generación de muchas “lenguas
menores”, en la capacidad de resistir la imposición de una lengua única −o binaria−, que busca
prosperar mediante la reducción de los significados sociales a una mínima expresión de pensamiento
e imaginación –más simple: que busca prosperar mediante la reducción del habla al formato de los
media (no solamente en la política, también en el arte, en la filosofía, en la universidad). Evitar la
imposición de una lengua única es preservar el lugar de lenguajes extraños, no comunicativos, ni
argumentativos, en la conversación latinoamericana de los seres humanos respecto de sí mismos.
La indisciplina de las lenguas aloja asimismo la pregunta por el lugar de la poesía en esa
conversación. En épocas de particular intensidad política pareciera que los escritores pierden un
cierto protagonismo (el protagonismo que tuvieron por ejemplo en los años 90), y en cambio ese
protagonismo es adoptado por los llamados intelectuales. Pero más allá de una “batalla cultural” por
construir hegemonía y un “combate” por el sentido, es posible −y a mi entender necesario− relevar la
existencia y a la vez afirmar la necesidad de una poética de la lengua pública (silencios, disrupciones,
irrupciones, intrusiones gráficas que resisten la pronunciación y conmueven así la naturalización del
sometimiento de género que reproduce la lengua; sentidos que son revelados por fuera del argumento
y del concepto, gestualidades colectivas irreductibles a un desciframiento inmediato). Algo que no se
reduce a una función puramente comunicativa, ni a una pragmática y ni siquiera a una semántica.
Creo que allí debemos inscribir los sedimentos de experiencia común que expresan frases como “que
se vayan todos”, “aparición con vida”, “nunca más” o “no matar”.
Cuando hablamos de una poética en el centro de la lengua política −en la que tanto ha insistido
Horacio González−, debemos advertir que es casi siempre involuntaria, e irrumpe a máxima distancia
de cualquier idealismo, es decir se piensa en una perspectiva de realismo sin más, que toma sus
recaudos tanto frente al idealismo como frente al cinismo. El cinismo no es un correctivo del
idealismo político sino su complemento, su igual. Una potencia maquiaveliana (no maquiavélica) de
pensar lo público y de intervenir en su ámbito equidista del moralismo y del cinismo. Esa potencia
deberá ser también potencia −pero potencia desmilitarizada− de la lengua.
El carácter comunitario o comunista del pensamiento es un derecho natural que permanece
incólume en un régimen democrático – más aún, es el principio mismo de la democracia. Pero ello no
equivale a afirmar una facticidad de ningún tipo. Lo que es común no es algo ya dado sino siempre
una conquista del saber, del pensamiento, del arte y de la política; un trabajo, un anhelo, una
opacidad; el objeto de una interrogación y de un deseo. Lo que está siempre ya dado es más bien la
“opinión pública” –que Marx llamaba ideología y, antes, Spinoza llamó superstición: es decir, una
elaboración del miedo que lo perpetúa y perpetúa el estado de cosas que lo genera.
La no casual evocación de estos tres nombres −Maquiavelo, Spinoza, Marx− que dotan de una
interlocución filosófica fecunda a la “invención democrática” latinoamericana, remite a tres grandes
tareas con las que se hallan asociados cada uno de ellos: la creación de una unidad donde antes no la
había −el Príncipe capaz de precipitarla será necesariamente colectivo−; la desalienación de la
potencia común para su extensión indeterminada e imprevisible −pues en rigor no sabemos lo que
puede un cuerpo colectivo cuando recobra y ejerce su capacidad de afectar y ser afectado−; y la
crítica del capitalismo, que lo revela como un puro efecto histórico despojado de universalidad y de
necesidad.
Provenientes de la tradición realista, Maquiavelo, Spinoza, Marx son los nombres antiguos
−seguramente no los únicos− en los que la singular aventura política en Latinoamérica puede hallar
aún inspiración filosófica −pues también aquí la filosofía sigue viva por haber dejado pasar el
momento de su realización− para practicar y así acuñar un concepto de democracia no reducido a
una pura universalidad abstracta sino motivado por una concreta producción de nuevas igualdades y
de libertades desconocidas, no exenta de la responsabilidad de en enfrentar viejos poderes y
acendrados intereses.
Pero no se trata de una “aplicación” inmediata de Maquiavelo, Spinoza o Marx que considera sus
filosofías como preconstituidas, concluidas y disponibles, ni de un anacronismo ingenuo que invoca
sus ideas sin más como si el mundo no fuera otro, sino de un trabajo en ellos que revela su fecundidad
para pensar lo que entrega el tiempo y desentrañar el sentido de sus conflictos, para entrar en la
opacidad de lo que está más vivo, para acuñar un “realismo con rostro humano” −según la expresión
de Norberto Bobbio− capaz de extender la duratio democrática, y para sostener una conversación
sobre todas las cosas orientada por un anhelo de emancipación.

1
Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina.

2
Hacia 1966, en la primera frase de la Dialéctica negativa, Adorno constataba: “La filosofía, que antaño pareció superada, sigue
2
Hacia 1966, en la primera frase de la Dialéctica negativa, Adorno constataba: “La filosofía, que antaño pareció superada, sigue
viva porque se dejó pasar el momento de su realización” (Taurus, Madrid, 1975, p. 11). La no-realización de la filosofía −por
efecto de un desvanecimiento histórico de la “cultura de la Revolución”− preserva su lugar como negatividad y dislocamiento
en relación a lo dado −una diferencia que no restituye trascendencia alguna− cuya instancia especulativa, irreductible a las
ciencias sociales, contribuye a impedir la clausura de la vida civil y a mantener abierta la cuestión democrática.

3
Lo impropio dialoga con lo que Alberto Moreiras llama “posthegemonía”. Según él “la teoría de la hegemonía no coincide con
el campo de lo político porque hay un límite a la invención política que debe también tenerse en cuenta, y ese límite queda fuera
de los procesos de subjetivación... Llamo a la reflexión sobre ese límite posthegemonía. La reflexión posthegemónica no es por
lo pronto una objeción, en mi versión, a la teoría de Laclau, sino sólo un suplemento crítico a ella. .. hay política más allá de la
subjetivación, hay política más allá, o más acá, del sujeto de lo político”. De modo que “todo proceso de subjetivación –continúa–
debe ser interrogado por aquello que omite, y que corresponde al rumor del no sujeto, al proceso sin sujeto ni fin que garantiza
siempre de antemano la presencia de un demos no santificado por su propio principio, y en su asunción principial convertido en
algo ya otro que demos: cabalmente, en agente de hegemonía, o de voluntad hegemónica”. (Ver Línea de sombra. El no sujeto
de la política, Palinodia, Santiago de Chile, 2006).

4
Jean-François Lyotard, Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Manantial, Buenos Aires, 1998.

5
Para un análisis de la democracia en términos de derechos a partir de Spinoza, véanse los trabajos de Cecilia Addo Férez,
“Pensar políticamente a Spinoza, para América Latina”, en AAVV. Spinoza e as Américas, v. 1, p. 43-56; Sebastián Torres,
“Spinoza y el momento maquiaveliano latinoamericano”, en Ibid., p. 15-30; y Francisco Guimaraens, “Spinoza y la institución de
los derechos y de la democracia”, en Cecilia Abdo Ferez, Rodrigo Ottonello y Alejandro Cantisani, La bifurcación entre pecado y
delito. Crimen, justicia y filosofía política de la modernidad temprana, Gorla, Buenos Aires, 2013, p. 175-187.

6
Marilena Chaui, Cultura e democracia. O discurso competente e outras falas, Cortez Editora, San Pablo, 2006, p. 15-26.

7
Helmut Dubiel, ¿Qué es neoconservadurismo?, Anthropos, Barcelona, 1993, p. 77-78.

8
Marilena Chaui, op. cit., p. 153.
La dialéctica, el posestructuralismo y América Latina

Mariana de Gainza1

El punto de vista de la historia universal –dijo una vez Hegel– consiste en la totalidad de los
puntos de vista.2 Y esta sentencia puede ser considerada como emblema de las grandes filosofías
totalizadoras que, en términos generales, descansan sobre la tendencia (más o menos implícita) a
presuponer la existencia de un curso histórico global y único. Una “unidad de destino” que sometería
a todas las sociedades humanas, en la diversidad de sus circunstancias, a dilemas y desafíos idénticos,
los cuales a su vez demandarían similares respuestas y soluciones. Por supuesto, diversos
movimientos contrarios a esto que rápidamente puede denominarse una “filosofía de la historia” se
multiplicaron con el correr del tiempo. Y sin embargo, más allá de la extensión ganada por las
valoraciones de una conciencia pública capaz de asociar cierta corrección política a grados más o
menos razonables de relativismo, y más allá de la generalización efectiva de la crítica filosófica a los
falsos universalismos, nunca deja de revelarse actual la tendencia a la universalización de ciertas
experiencias que, siendo circunscriptas y limitadas, son no obstante percibidas o reivindicadas como
si coincidieran, en su mismo “ser”, con la esencia y la existencia de la única y objetiva Razón
Histórica.
Las diversas críticas que dicha posición recibió a lo largo del tiempo fueron tentativas de hacer
justicia teórica a lo menospreciado por dicha compulsión soberanista de la razón. A su vez, entre tales
críticas, las más incisivas coinciden al comprender que la “buena voluntad” de sumar, agregar o
integrar una serie de visiones diversas del mundo, no constituye una respuesta adecuada frente a los
desafíos que plantea el universalismo abstracto. Se trata, más bien, de tratar de concebir cada
situación en lo que tiene de irreductible y de pensar, asimismo, la estructura de las relaciones que
explican tanto las vicisitudes que afectan a cada particularidad como la coexistencia de lo que
necesariamente vive desencontrado (pues no existe, a decir verdad, el tiempo mítico de la
coincidencia). La estructura problemática de esas relaciones fue señalada o indicada de maneras muy
distintas. Y empiezo por considerar, entonces, dos ejemplos teóricos que ilustran modos estratégicos
de desajustar o desestabilizar las pretensiones eurocéntricas (que sostienen subrepticiamente la
convicción de que existiría una posición –central o autocentrada− desde la cual sería posible producir
la caracterización adecuada de toda circunstancia; y que muchas veces el pensamiento filosófico,
social, político, reproduce a pesar de sí mismo).
El primer ejemplo sería la hipótesis interpretativa de la filósofa estadounidense Susan Buck-
Morss acerca de la elaboración de la dialéctica del amo y del esclavo, la famosa metáfora hegeliana
sobre la lucha por el reconocimiento y el proceso de conquista de la libertad, en la Fenomenología del
Espíritu3. La hipótesis (cuya potencia puede virtualmente desacomodar todo el campo de los eruditos
estudios hegelianos) es que la metáfora fue inspirada por la Revolución Haitiana, la revolución de
independencia contra el colonialismo francés llevada a cabo por los haitianos entre 1791 y 1805, y de
cuyos pormenores Hegel se enteraba a través del periódico “Minerva”. De esta manera, a través de la
tesis que sostiene que una revolución republicana realizada por negros esclavos es el acontecimiento
histórico que constituye el no declarado modelo para concebir todo proceso de emancipación
subjetiva (o el proceso de emancipación subjetiva en general), la teoría registra la protesta
subrepticia de la historia real contra las coordenadas filosóficas que la idealizan, pero también altera
los ejes geográficos que distribuyen continentalmente la actividad y la pasividad, lo provocador y lo
reactivo.
Un segundo ejemplo (en cierto sentido, homólogo al primero) puede ser la tesis del antropólogo
brasileño Eduardo Viveiros de Castro sobre las relaciones entre el pensamiento “salvaje” amerindio y
la teoría antropológica europea que se dedicó a estudiarlo: “todas las teorías antropológicas no
triviales son versiones de las prácticas de conocimiento indígenas”, o sea, modificaciones inmanentes
del propio pensamiento de los colectivos sobre los cuales teorizan4. Aquí, la idea de que la
antropología es un modo de pensar que piensa otros modos de pensar (el pensamiento de los otros) de
tal suerte que debe ser concebida como estando estructuralmente determinada por ellos, produce un
similar extrañamiento respecto a los ordenamientos clásicos: convierte al “objeto” de estudio en el
verdadero sujeto de una praxis intelectual entre cuyos efectos se cuenta la propia teoría
antropológica, que repite en otro nivel la capacidad imaginativa de los pueblos que estudia. Lévi-
Strauss es, entonces, es el responsable de una “antropología de la inmanencia” que, al entender a
esta disciplina como “mito de las mitologías”, produce una verdadera horizontalización de las culturas
heterogéneas5 (que podemos asimismo conectar con la igualación ontológica que supone el famoso
axioma de la Ética spinoziana: “el hombre piensa”). Y también es Lévi-Strauss quien, al traducir el
pensamiento amerindio, inaugura la filosofía posestructuralista6, es decir, la perspectiva
contemporánea que se esfuerza por hacer verdadera justicia a las diferencias escamoteadas por la
racionalidad clásica en su conjunto.
En los dos ejemplos mencionados, entonces, la teoría no deja de tener en cuenta un hecho
histórico irrecusable: que la conquista y la colonización han puesto en relación asimétrica a
poblaciones irreductiblemente distintas. Y ese saber acerca de una asimetría y una heterogeneidad de
base habilita las libertades teóricas que se requieren para producir el “descentramiento” de la
filosofía de la historia y de la antropología, en cuanto matrices tradicionales de comprensión de los
avatares en juego en un “encuentro” que obviamente no puede ser considerado como una simple
“sumatoria de diferencias”. En los dos ejemplos se percibe, además del trabajo conceptual, una
motivación polémica que se expresa en determinado uso de los énfasis. Ese matiz enfático puede ser a
su vez proseguido, exagerando el ímpetu afirmativo, para producir a partir de él una especie de
respuesta “paródica” a Hegel, que diría: “América Latina (subcontinente sin filosofía –que en su
particularidad incorpora también a los descendientes de un ‘continente sin historia’7) aporta las reales
experiencias que la gran teoría europea piensa”. Cierto tipo de “afirmación latinoamericanista”
estaría en juego, entonces, en una respuesta “irreverente” de este tipo, que actuaría sobre los
términos de una distribución de capacidades activas (es decir, de capacidades de producción histórica
y de producción intelectual) entre grandes bloques continentales. La (no por absurda menos
influyente) suposición de que la “vanguardia de la historia” se encontraría en un centro cuyos
movimientos serían replicados, reproducidos o reflejados por periferias más o menos prolijas en su
destinación repetidora, vendría entonces a ser contestada por una redistribución que tomaría como
gran organismo al mundo, con su cuerpo en una región y su mente en otra: “nosotros vivimos,
sentimos, amamos, luchamos; ustedes teorizan sobre eso”.
¿No hubo algo parecido a esto también en el que podríamos llamar el “momento spinoziano”
argentino, un momento simbólicamente condensado en las jornadas de diciembre de 2001, que pudo
llegar a ser leído (“a libro abierto”, como decía Althusser) como una especie de capítulo fáctico de la
filosofía política contemporánea? ¿Otra convergencia intercontinental legible nuevamente como
distribución de tareas y articulación final de energías prácticas y teóricas?
El modo caricatural de presentar estas disyuntivas pretende por supuesto indicar no que algo tan
rústico haya sido abiertamente sostenido, sino más bien que una tal tendencia de la interpretación
puede ser destilada como un componente (cierta afirmación) presente en articulaciones de ideas más
complejas. Esa distribución latente (el caso argentino confirmando la verdad de la filosofía política
franco/italiana) no era, además, la única que se podía encontrar como una posibilidad interna provista
por aquella configuración compleja de experiencias y lecturas. También se volvía disponible otra
famosa distribución, que dividía dicotómicamente a la sociedad y al Estado, caracterizada a la
primera como unívocamente creativa e innovadora y al segundo como unívocamente represivo. Más
allá del hecho de que aquel momento coyuntural efectivamente mostrase a una sociedad movilizada,
produciendo verdaderas experimentaciones –frente a un Estado que realmente había sido reducido a
la función restrictiva de guardián de la reproducción neoliberal, el problema que señalamos tiene que
ver con que esa circunstancia empírica pareció encontrar un modelo de “sanción eterna”, remitiendo
a cierta “esencia de las cosas” ontológicamente fundada. Se trata, en verdad, de un spinozismo
disponible como ideología de la revuelta, que se actualiza cada vez que se inician ciclos de
manifestaciones y que, ciertamente, nos reenvía a una interpretación particular de esta filosofía (la
del autonomismo italiano). Nos reenvía a dicha perspectiva, sin ser susceptible de ser identificada sin
más con ella; pues, en verdad, hay tantas versiones de ese spinozismo latente como grupos o
colectivos que se sienten interpelados por esa ideología de la resistencia global cuando, en medio de
sus luchas, buscan el modo de imaginarlas y expresarlas. Son ciertos trazos que muchas de esas
versiones contienen los que tienden a estabilizar a ese spinozismo como ideología. Cuando esa
estabilización se produce, la filosofía de Spinoza, a pesar de ser una perspectiva que hace de la
tensión conceptual su propio nervio interno, pasa a ser “aplicada” como si admitiese, por ejemplo, esa
consideración excluyente de ciertos espacios de manifestación de pulsiones sociales duales. Y así
como existe una ideología spinozista contemporánea que tiende a transformar lo que es una compleja
ontología en una psicología de la afirmación del yo, compatible con aquellos manuales de autoayuda
que venden técnicas para “sentir y experimentar que somos felices” incluso en situaciones de extremo
padecimiento subjetivo8, podemos hablar también de una ideología spinozista que transforma una
compleja mirada sobre lo político en la afirmación de que “sólo sentimos y experimentamos que
somos libres” cuando estamos en la calle en medio de una multitud (de toda y cualquier multitud),
enfrentando al Estado (a todo y cualquier Estado).
Por el contrario, la coyuntura política de hoy parece exigir el esfuerzo de sostener las tensiones:
“multitud y pueblo”, “diseminación y articulación”, “resistencia e integración”, “destitución e
institución”, “autonomía y hegemonía”, son términos que resuenan de manera particularmente
sugestiva en Latinoamérica, cuando lo vertiginoso de las circunstancias produce la sensación de que
lo mencionado por cada uno de esos polos antitéticos coexiste con el resto en su divergencia
irreductible. Por lo cual, la actualidad latinoamericana nos demanda un máximo de consecuencia en
cuanto a lo que toda tensión conceptual exige: no ceder a la tentación de transformar en excluyentes
términos que sólo en su referencia recíproca son significativos.9 Pero resulta que esa necesidad de
permanecer en la tensión, de no dicotomizar, de no concebir como excluyente lo que debe ser
simultáneamente pensado, sigue aún hoy ligada a un nombre antiguo y a una gran formulación
filosófica moderna. O sea, seguimos expresándonos en términos dialécticos, invocando y buscando
cierta dialéctica.
No solamente el cambio de las coyunturas exige al pensamiento político y filosófico que haga de
la “crisis” (teórica) un resorte interno de su propia actividad o movimiento –y en este caso, la
posibilidad de percibir las tensiones (contradicciones o conflictos) de la realidad sólo pertenece al
pensamiento dispuesto a entrar en crisis, es decir, al pensamiento que acepta el componente “crítico”
como elemento de su propia constitución. Además de esa solicitación por las coyunturas, la capacidad
de mantener las tensiones también pertenece a la propia dinámica reflexiva; y se relaciona sobre todo
con la autorización interna que un pensamiento debe darse para poder hacer del diálogo con la
otredad “teórica” un juego y un desafío perpetuos, para permitir que choquen, colisionen y se
estimulen recíprocamente modos de pensar que la distribución de las tradiciones preferiría mantener
a distancia. Dialéctica e inmanencia, entonces. Y América Latina.
Repasemos brevemente cuáles fueron los puntos centrales de la crítica realizada a la dialéctica
desde diversas posiciones filosóficas contemporáneas:
Se la acusó de traicionar las esperanzas depositadas en su capacidad de hacer justicia a las
diferencias (esto es, en su capacidad para pensarlas, comprenderlas, y dar un cauce de expresión a la
legitimidad de sus razones), al acabar manifestando siempre, como su verdadera esencia, una
vocación homogeneizadora y jerarquizante. No sólo en virtud de su movimiento general (tendiente a
reducir la diversidad infinita de la praxis humana a los requisitos de un único principio explicativo,
válido para toda y cualquier realidad), sino también por su inconsecuencia en relación a la
negatividad que primero había sabido jerarquizar. Así, si el reconocimiento de la conflictividad (en su
figura más incisiva: la contradicción) entre las particularidades y entre éstas y toda pretensión de
universalidad había sido la gran virtud filosófica de la dialéctica (la que le valió el aprecio de Marx y,
en general, del conjunto de los marxismos del siglo XIX y de buena parte del XX), tal reconocimiento –
se dijo– se hallaba más bien orientado por cierta astucia tendiente a favorecer la resolución del
conflicto en una instancia superadora. Dicha vocación armonicista pudo manifestarse, entonces,
gracias al triunfo de la abstracción (pese a que la dialéctica ambicionó justamente lo contrario: llegar
a concebir la riqueza de lo más concreto), gracias a al privilegio de lo discursivo por sobre lo real,
gracias al funcionamiento de los mecanismos típicos de la contradicción hegeliana: la oposición, la
identidad de los contrarios, la mediación, la negación de la negación.
Si consideramos con más detalle el contenido de esta crítica, queda inmediatamente de
manifiesto la imbricación entre los aspectos lógico-metodológicos y las incumbencias ético-políticas
del pensamiento dialéctico, siendo éstas, ciertamente, aquellas que movilizan los rechazos de buena
parte del pensamiento filosófico desde los años 60. La lógica de la contradicción, en efecto –dicen sus
críticos–, reduce la complejidad problemática de lo que enfrenta al esquematizar en una oposición
simple la multiplicidad de las fuerzas, dinámicas, reivindicaciones, motivos y problemas que están en
juego en cada circunstancia. Gracias a esa simplificación, el conflicto puede ser concebido según una
lógica polarizadora que subsume todo aquello que se expresa (y sólo eventualmente se confronta) en
una dinámica de reacciones especulares, por lo cual, lo distorsiona y lo desnaturaliza, y lo vuelve –en
definitiva– preso o cautivo de su otro. Pero la dialéctica no sólo torna pensables los conflictos reales
identificándolos con las operaciones de abstracción imaginativa del pensamiento, sino que al hacerlo
transforma a las fuerzas enfrentadas en los argumentos en conflicto de una controversia discursiva
(ya que contra-decir es, precisamente, decir contra otro decir). Tratamiento discursivo de los
conflictos que exige, entonces, que la legitimidad de las razones adversas sea establecida por la
mediación (el punto de vista que evalúa y juzga) que decide sobre sus consistencias recíprocas. Una
mediación cuyo peso estratégico no sólo pasa por el hecho de que resuelve lo que está en juego en
ese “entre dos”, sino también porque realiza el rodeo totalizador en virtud del cual resultan
ponderadas las tensiones presentes en determinada actualidad en su conjunto; de tal forma que se
puede decir que la dialéctica efectivamente jerarquiza: permite juzgar sobre lo principal y lo
secundario, lo esencial y lo inherencia, lo necesario y lo contingente, gracias a la movilización de un
determinado conflicto central que permite organizar la perspectiva general como distancias o
cercanías en relación a ese centro. Finalmente, si la dialéctica sólo aborda los conflictos en cuanto
procura, más que su comprensión, su resolución, esto es así porque tiende a suponer que todo
conflicto es el resultado de una quiebra circunstancial y transitoria de un orden social originario. Las
diferencias reales son, en el fondo, visualizadas como corruptoras o disolutorias (como pura
negatividad), de modo que lo que se espera es que ocurra la intervención que pueda reconducirlas
hacia un plano superior que garantice el “retorno al orden”. El imperativo o la finalidad de que los
conflictos sean resueltos, es, por lo tanto, la verdadera causa que pone a trabajar la negatividad al
servicio del “restablecimiento” de la Identidad (del cuerpo social, de los valores etc.). Por eso, la
negación de la negación es el operador lógico fundamental (al servicio de la Aufhebung), el
mecanismo que permite la neutralización de lo que puede haber de crítico en la recusación del estado
de cosas existente, al disolverlo en su congruencia final con aquello que se le opone.
Y sin embargo, frente a esta serie de falencias, más que simplemente abandonar la dialéctica, la
crítica contemporánea podría relativizarla, desabsolutizarla, someterla a la prueba finita de su
fecundidad cada vez que se lo desee o se lo requiera, dejando atrás sus antiguas pretensiones de ser
un programa, un método, o la clave única para el tratamiento de todas las cosas. Podría, más bien, ser
remitida a una multiplicidad de modos de pensar que tienen entre sí cierta afinidad estilística, en
cuanto insisten en la necesidad de comportarse con el lenguaje filosófico como si él pudiera
multiplicarse una y otra vez en pliegues que, como un tanteo del mundo tal como lo vivimos, buscan
maneras de pensarlo mejor, de insistir ante los obstáculos, de proseguir con la argumentación. Por
eso, no es la “naturaleza” o la “realidad” (sea o no capitalista) la que es dialéctica. La “realidad” de la
dialéctica pasa, en todo caso, por habilitar un modo de pensar las confrontaciones entre los hombres
considerando en particular ciertas facetas cruzadas por la dimensión discursiva de la vida social.
En ese sentido, la incumbencia ético-política del modo de proceder dialéctico salta a la vista, y es
la crítica posestructuralista tal como la describimos la que permite a la posición dialéctica contestar:
¿es realmente pensable la política sin el conjunto de las operaciones imaginarias que la crítica señala
como la imposibilidad de la dialéctica de salir de la abstracción –a pesar de su intención de elaborar
un pensamiento concreto? Es decir: ¿puede pensarse una política efectiva que prescinda de los modos
básicos en que la imaginación humana procede (la abstracción, la simplificación) para sólo tener en
cuenta la absoluta complejidad y los matices infinitos de lo real? ¿Qué política sería esa que
presupondría la abarcarbilidad de la irreductible riqueza de todas las cosas: una política humana o
una política divina? ¿Puede ser pensada una política que evite por completo las dicotomías –sean
pedagógicas o de barricada –, las polarizaciones y el juego especular de las pasiones? Si no es la
indiferencia la que reina, ¿puede esperarse que la imaginación especular –considerada como
necesaria, sí, en la lucha hegeliana por el reconocimiento, pero también en el psicoanálisis lacaniano,
en la concepción spinozista de la imaginación y en la teoría de la ideología althusseriana –sea
erradicada, para fundar una política transparente libre de proyecciones imaginarias? ¿Puede
eliminarse asimismo el aspecto idealizador, que implica que los conflictos reales no sean vivibles
políticamente sino a través del discurso, como argumentos –más o menos mistificadores –de una
batalla de palabras e imágenes? La mezcla de la argumentación con la pasión en la procura de ocupar
la posición más incisiva, la inversión de los puntos de vista, la revelación de la manera en que se
espejan los adversarios, la pregunta repuesta una y otra vez sobre la posibilidad de salir de esa
encrucijada, ¿no son los vicios “demasiado humanos” de la dialéctica? ¿Puede haber política sin la
articulación de discursos o de relatos que expresan y también distorsionan una confrontación social
real? ¿Existe verdaderamente alguna política que se quiera transformadora para la vida de muchos en
sociedades complejas como las contemporáneas sin mediación institucional, sin jerarquización de
prioridades, sin la intervención de la decisión estatal, y sin un momento utópico que cultive la
esperanza y comprometa la promesa de que los problemas urgentes pueden y deben ser resueltos?
Y sin embargo, y para finalizar, sólo puede ser interesante hoy un pensamiento dialéctico que
incluya un contra-movimiento interno que trabaje contra esos efectos inmanentes a su lógica que la
crítica contemporánea correctamente señala. Una contra-dialéctica, entonces, que enfrente la
interpelación permanente que trata de homogeneizar las fuerzas y el sentido de los conflictos con la
constatación de la heterogeneidad radical de los actores sociales, en cuanto a sus historias y sus
experiencias, sus intereses, perspectivas y valores; y de esta manera reconozca la apertura incesante
de los procesos de construcción de las identidades y de las hegemonías políticas, sin desconocer las
complejidades de las relaciones sociales de dominación en las cuales esos procesos se realizan. A la
vez, esta dialéctica sería aquella capaz de percibir los desplazamientos, inversiones y cambios de
orden que explican que, en cierta coyuntura, lo supuestamente secundario pueda revelarse como
fuente privilegiada de conflictividad y lo que fue considerado inesencial pueda manifestar su urgencia
social. Finalmente, la tendencia a la resolución dialéctica sería confrontada con la irresolubilidad
constitutiva de la conflictividad social, puesto que siempre y más allá de su resolución puntual los
conflictos persisten, en virtud de cierta potencia de repetición inherente a la constitución escindida
de toda sociedad. Pero en este aspecto crucial, la particularidad de nuestra situación latinoamericana
revela con más vehemencia su diferencia, y no sólo por lo irresuelto de nuestros dramas sociales.
También, porque somos ajenos a la racionalización absoluta de la vida –que tan bien describió Weber–
expresada en el Estado como máquina burocrática dueña de los mecanismos interiorizados de toda
sujeción. ¿No serán, acaso, la fragilidad, la debilidad, la “imperfección”, tantas veces señaladas como
fallas institucionales congénitas de las sociedades latinoamericanas las que resultan propicias para
una experimentación democrática inédita? Una fragilidad interna que tiene su correlato externo en la
ausencia de vocación imperialista (lo cual contribuye a una noción ampliada de democracia sobre la
que Latinoamérica tiene mucho para decir, y que no ha sido en general considerada ni por los teóricos
de la democracia ni por los autodenominados demócratas). Este dispositivo crítico habilitado por la
confluencia de los tres términos que hemos considerado en este trabajo (dialéctica,
posesestructuralismo y América Latina) no estaría actuando, en definitiva, a favor de la instauración
de una Identidad (con mayúscula), sino que permitiría concebir una noción negativa o crítica de
“identidad”, gracias a la cual las nociones de cooperación, comunicación, reconocimiento o
entendimiento mutuo podrían ser expropiadas del imaginario del orden y de la armonía, para ser
articuladas según cierta noción de “paz” (spinozista) que abiertamente se sostiene sobre la
conflictividad productiva de la existencia común.

1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
Cf. Hegel, G. W. F. Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, Alianza, 1999, p. 46.

3
Cf. Buck-Morss, S., Hegel y Haití, Buenos Aires, Norma, 2005.

4
Viveiros de Castro, E., Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural, Buenos Aires, Katz Editores, 2010, p. 17.

5
“La diferencia entre la ‘cultura’ (o ‘teoría’) del antropólogo y la ‘cultura’ (o ‘práctica’) del nativo no es considerada como
poseedora de ningún privilegio ontológico o epistemológico sobre las diferencias ‘internas’ a cada una de esas culturas”, dice
Viveiros.

6
“Lo que se llama posestructuralismo es esencialmente la afirmación de una ontología de las multiplicidades planas, en que las
nociones de continuidad y de homogeneidad no tienen nada más en común. Una ontología de la transversalidad, es decir, de la
continuidad entre heterogéneos”, de tal manera que queda de manifiesto su esencial afinidad con la mitología estructural, “una
experiencia de simetrización antropológica, una operación de desenglobamiento jerárquico de las diferencias entre todos los
términos analíticos”. Cf. Viveiros de Castro, “Claude Lévi-Strauss, fundador del posestructuralismo”, disponible en:
<http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtual/publicaciones/revis-
antrop/2008_n6/pdf/a04v6n6.pdf>.
7
“Lo que entendemos como África es lo segregado y carente de historia, o sea lo que se halla envuelto todavía en formas
sumamente primitivas, que hemos analizado como un peldaño previo antes de incursionar en la historia universal”, Hegel,
Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1980, p. 194.

8
Sobre esto, ver Ipar, E., “¿Existe en el mundo contemporáneo una dimensión ideológica del spinozismo?”, en D. Tatián (org.),
Spinoza. Quinto Coloquio, Córdoba, Brujas, 2009, p. 337-352.

9
Y no ceder tampoco a la tentación de distribuir los términos de tales pares conceptuales entre dos ámbitos excluyentes de
manifestación (la sociedad –espacio de la multitud, la diseminación y la diferencia, la resistencia, la insurrección y la autonomía;
y el Estado– como ámbito de expresión de la identidad de un pueblo, espacio de articulaciones, integraciones, instituciones y
hegemonías).
Las configuraciones ideológicas como
enigmas y desafíos para la democracia

Ezequiel Ipar1

El trabajo que presentamos forma parte de una investigación grupal más amplia sobre problemas
y desafíos de las democracias latinoamericanas contemporáneas. Este proyecto intenta articular
investigaciones teóricas en filosofía política con estudios empíricos enfocados a problemas de
sociología política y sociología de la cultura que abordan la cuestión democrática. Lo que vamos a
presentar en esta oportunidad son los ejes conceptuales de un estudio cuantitativo que se realizó en
la Ciudad de Buenos Aires a comienzos del año 2013 a través de una encuesta que pretendía medir
disposiciones ideológicas hacia diferentes dimensiones de la democracia. Junto con esta presentación
del estudio cuantitativo vamos a intentar interpretar, en un primer análisis general, cuáles son
algunas de las principales configuraciones ideológicas de la política contemporánea y cómo éstas
inciden en los desafíos de las democracias contemporáneas tanto a nivel regional como global.

a) Algunos contextos y motivos de la indagación sobre las ideologías


En la actualidad el concepto de ideología cae en una paradoja interesante. Por un lado, la
ambigüedad de lo que hoy puede ser denominado como “ideológico” facilita un uso extendido y
popular del término, que comienza abiertamente en la polémica política (un presidente llama
ideológicos a los proyectos de Ley que vuelcan la política hacia posiciones extremas, mientras sus
adversarios lo atacan por adherir a viejas ideologías)2, pasa por las disputas y las justificaciones
habituales de la vida práctica (“debemos conducirnos con pragmatismo y evitar caer en meras
ideologías”) y culmina en las controversias de la pequeña epistemología cotidiana (“lo que Ud. afirma
no tiene ningún sentido, no es más que pura ideología”). Pero, por otro lado, el segundo elemento que
le da forma a la paradoja no es menos actual. Junto con el creciente valor de uso de la palabra
ideología, su concepto padece ya una larga crisis en el mundo académico, al punto que se ha
transformado en un instrumento precario o, por qué no reconocerlo, en una antigüedad teórica del
presente. Como es bien sabido, esta inactualidad del concepto de ideología depende
fundamentalmente del trabajo parasitario que este concepto necesariamente realiza al interior de las
grandes “ilusiones de la modernidad” (libertad, igualdad, solidaridad, reflexividad etc.).
Por regla general, cuando se habla de discusiones ideológicas se trata siempre de disputas,
controversias y polémicas que se han desplazado más allá del uso racional del discurso (que se
supone ordenado por la presencia de un horizonte normativo compartido que organiza el trabajo del
“mejor argumento” y la búsqueda colaborativa del consenso), pero que permanecen más acá de la
experiencia de una diferencia absoluta entre los lenguajes que le dan forma a esas disputas,
controversias y polémicas (de otro modo, esta diferencia absoluta implicaría que la palabra ideología
no podría ser dicha, dada la ausencia de cualquier lengua compartida que la pudiera contener). De
allí que no sea para nada sorprendente que en un contexto en el que las diferencias sociales, políticas
y culturales acentúan su carácter contradictorio la palabra ideología vuelva a ocupar un papel clave
en las manifestaciones públicas.
Ahora bien, para dejar atrás el mal infinito que acosa a la discusión teórica sobre lo ideológico
cuando se pretende resolver la culpa irresoluble que genera la “posición” de los estudios sobre las
“disposiciones” ideológicas–, es que en la actualidad del uso de esta palabra se inscriben y se
entrecruzan viejos problemas que supieron ser problemas centrales de las ciencias sociales: los
conflictos de clase (como persistente escisión interna de las sociedades capitalistas), los efectos de las
crecientes desigualdades (absolutas y relativas), el aumento “irracional” para el grado de desarrollo
de las fuerzas productivas de la miseria y la marginalidad, las prácticas neo-coloniales (culturales,
pero también jurídicas y financieras), las patologías subjetivas asociadas a la radicalización de
patrones de individuación egocéntricos, así como la persistencia de formas de violencia estructural
que impiden la formación autónoma de las convicciones y del protagonismo político de los individuos
en las democracias contemporáneas. De allí que se pueda situar esta “reaparición” –modificada y
sobredeterminada– del concepto de ideología en una doble clave temporal, en torno a dos
emergencias históricas.
En el corto plazo, en lo más próximo que señala la intensidad de una coyuntura, lo que se
expresa en la reaparición de los “debates ideológicos” es el resquebrajamiento –que no habría que
confundir con la supresión– de la fantasía que sostenía la creencia en una sociedad post-ideológica.
Para ponerle un nombre lo llamaremos: el retorno de lo real, en el amplio sentido en el que el
psicoanálisis permite hablar de un retorno de conflictos y violencias sumergidas que hacen síntoma y
“reaparecen” sobre una superficie cultural que se construye a partir de su represión. Lo que se
resquebrajó en esta coyuntura precisa es el núcleo duro de la ilusión ideológica que auguraba el
advenimiento de una sociedad transparente, emancipada y autoregulada, que dependía de la
expansión y reproducción global de un “nuevo capitalismo”. Este nuevo capitalismo, que aparecía en
la feliz imagen de Bill Gates como un capitalismo “libre de fricciones”, se diferenciaba de todos los
anteriores por no cargar sobre sus espaldas los costos de la acumulación: conflicto de clase,
dominación cultural, imperialismo político, la destrucción de la naturaleza etc. Un nuevo capitalismo
tecnológico sin costo, sin gasto, sin barreras y sin conflictos –este era el razonamiento– ya no
necesitaba del velo ideológico que recubría las formas de la violencia del viejo capitalismo. La fantasía
ideológica del friction-free capitalism3 implicaba también, y no podía ser de otra manera, la
pretensión de una fiction-free society, un capitalismo en el que la ilusión perdía cualquier distancia
con la realidad, mimetizándose en la imagen transparente que reflejaba un mundo social post-
ideológico. Cuando esta imagen reconciliada de un capitalismo de pura visibilidad y puros flujos
desjerarquizados chocó con fragmentos “reales” de un capitalismo global que la desmentían (el
atentado a las torres Gemelas, crisis financiera, guerras neo-coloniales etc.), el nervio vital de la
imagen autopoiética post-moderna se quebró e hizo que la experiencia trágica de la separación entre
esas imágenes del mundo y lo real de los conflictos y formas de la violencia contemporáneas
estableciera algo así como el fin del fin de las ideologías.4
La segunda emergencia histórica de la cuestión de la ideología está vinculada a un proceso más
profundo de las sociedades capitalistas contemporáneas. Planteada en términos esquemáticos, esta
otra clave temporal se refiere en realidad a la articulación diferencial de al menos tres
temporalidades que han recobrado una nueva actualidad a partir de la intensificación de sus
contradicciones: por un lado, (a) la duración de las pretensiones de justicia que cobraron validez en
las distintas “modernidades” y establecieron horizontes de racionalidad práctica que continúan
vigentes; luego, (b) el ritmo y las fluctuaciones de las transformaciones en las estructuras económicas
y político-institucionales que generaron las nuevas formas del “capitalismo desorganizado”5;
finalmente, (c) las variaciones y combinaciones de los diferentes discursos que producen efectos
ideológicos a través de la constitución de identidades colectivas y formas elementales del
reconocimiento intersubjetivo. Cuando se aceleran las diferencias relativas y se intensifican las
tensiones entre los primeros dos niveles, el tercer nivel, el nivel ideológico, se transforma en un
prisma, a la vez opaco y expresivo, de la complejidad de esa totalidad social. Si su función consiste en
articular los niveles (a) y (b), interpretando en contextos concretos el significado de las pretensiones
de justicia6 y dándole sentido al caótico proceso de reestructuración de las posiciones subjetivas del
capitalismo contemporáneo, es precisamente cuando esa mediación de la reproducción social se
vuelve potencialmente imposible, por las tensiones entre los extremos que tiene que articular, cuando
el estatuto de lo ideológico adquiere un valor estratégico para el análisis social.
Sabemos que en la historia del concepto de ideología las pretensiones de justicia que cobraron
validez fueron aquellas que quedaron enmarcadas por una idea enfática de igualdad, que fue
acompañada por una serie de hipótesis sobre el desarrollo de las estructuras económicas y político-
institucionales que se inscribían fácilmente dentro de ese marco. De allí que nos acostumbráramos a
que las ideologías, la crítica de las ideologías y la crítica de la críticas de las ideologías giraran en
torno a las promesas de la igualdad, en un contexto en el que la igualación de las condiciones sociales
aparecía –a la manera de Tocqueville– como algo que estaba inscripto en la facticidad del desarrollo
histórico, con independencia de cualquier valoración subjetiva sobre ese proceso. Tanto para sus
defensores (que utilizan el concepto de ideología para demostrar que los discursos sobre la igualdad
“todavía no han sido realizados verdaderamente”) como para sus detractores (que cuestionan la
centralidad que adquiere en la modernidad el principio igualitario y lo denuncian como un principio
normativo que desvitaliza y normaliza las diferencias humanas) el arquetipo de esta pretensión de
igualdad que hace funcionar al concepto de ideología es la forma jurídica de la igualdad. No tiene
nada de extraño, entonces, que todo lo que “aparece” ligado a y por esta forma (la libertad del sujeto,
el reconocimiento recíproco, las expectativas racionales de los comportamientos, la pacificación de
las interacciones, la estabilidad de las estructuras de integración social) se transforme en el eje del
debate sobre la actualidad o la inactualidad del concepto de ideología.
Desde la perspectiva que ofrecía la estabilización de las sociedades del primer mundo en la pos-
guerra (junto con la estabilización de las del “otro mundo” bajo el principio igualitario del “socialismo
real” y con muchas salvedades– las del tercer mundo con sus diferentes estados “desarrollistas” y/o
“descolonizados”), la igualdad social que se había conseguido aparecía para las posiciones críticas
como deformada, dañada, o históricamente insuficiente en relación a las potencialidades objetivas,
pero se la interpretaba al mismo tiempo como un principio que reflejaba una aspiración normativa
justificable y un proceso (parcialmente) real de la estructura social. El rechazo a la crítica de la
ideología sólo implicaba en este aspecto una valoración contrapuesta del mismo diagnóstico, una
radicalidad desplazada y un esfuerzo desesperado por abrir el horizonte político-cultural más allá del
horizonte normativo que se había instituido en torno al principio de igualdad. Pero este rechazo
presuponía una misma hipótesis sobre los procesos de igualación de las condiciones sociales.
Sin dudas, este contexto teórico en las ciencias sociales y la filosofía estaba inspirado en el
crecimiento acelerado de las economías de pos-guerra, en la legitimación política de las funciones
reguladoras del Estado para prevenir las crisis cíclicas del capitalismo y en la estabilización de los
conflictos de clase que producían las políticas del Estado de bienestar. Estos eran los procesos
estructurales frente a los cuales se tomaban distintas posiciones ético-políticas y se realizaban, en
reiteradas oportunidades, diagnósticos que anunciaban el “fin de las ideologías”. Por eso, cada vez
que la representación de este cuadro histórico reconciliado se rompe, se generan las condiciones para
que el problema de las desigualdades sociales vuelva a incitar los desafíos teóricos de las ciencias
sociales y la filosofía a partir del concepto de ideología. Bajo este aspecto, lo que en realidad crea las
condiciones históricas para la “supervivencia” de la cuestión de la ideología son situaciones y
geografías sociales en las cuales el principio igualitario no es considerado como una mera expresión
necesaria de las tendencias evolutivas de la facticidad social, ni como una orientación normativa
unívoca firmemente inscripta en los procesos de modernización cultural, sino, más bien, cuando
queda expuesto como una aspiración o una pretensión de justicia que entra sistemáticamente en
contradicción con las principales tendencias de desarrollo de la estructura social.

b) Las dimensiones de las ideologías en la democracia


Podemos dar un paso más y analizar ahora que modos de interrogar estas emergencias de la
cuestión ideológica pueden resultar fecundos para pensar las complejidades de la escena política
contemporánea. De hecho, si reconocemos que los discursos públicos apelan crecientemente al
término “ideología” y que “aparecen” espontáneamente en las interpretaciones de los fenómenos
políticos actuales las connotaciones semánticas del concepto de ideología, podemos afirmar que
tenemos buenas razones para creer que esta emergencia de la discusión ideológica expresa una clara
intensificación de las tres problemáticas que nosotros hemos analizado hasta aquí: el problema de las
formas de violencia que “traspasan” las máscaras culturales apaciguadoras de la posmodernidad, el
problema de las diferentes injusticias social contemporáneas y el problema de la neutralización de la
participación política. Lo interesante del concepto de ideología es que permite articular estos tres
problemas como momentos de un concepto amplio y exigente de institucionalidad y sociabilidad
democrática. Puede diagnosticarse así una triple fisura que se da tanto al nivel del “sistema
democrático” como del “mundo de la vida democrática”. Sobre el fondo de un concepto positivo de
democracia pensamos que podían ser reconstruidas tres dimensiones, asociados a esas tres fisuras en
el concepto que generan las nuevas problemáticas de la violencia, las injusticias sociales y la
tendencias hacia la despolitización. Para poder analizar entonces el alcance y el sentido de estas
emergencias históricas de lo ideológico y estos desafíos de las democracias contemporáneas
construimos las dimensiones: autoritarismo, des-solidarización y normalización, para dar cuenta,
respectivamente, del problema de la violencia, las injusticias sociales y las tendencias a la
despolitización. A continuación ofrecemos una definición esquemática de estos conceptos y el modo
en el que fueron instrumentados para la investigación empírica cuantitativa.7
1 − Autoritarismo. Reúne el horizonte semántico y normativo del clásico problema de las
libertades al interior de la constitución política de una sociedad. Entendidos en un sentido amplio y en
distintos niveles de aplicación, los principios que quedan dañados por el autoritarismo serían: la
autonomía individual, apertura/tolerancia frente a la diversidad de las formas de vida. Esto implica
también: capacidad de crítica frente a las formas ideológicas de autoridad (las convenciones, las
normas y las instituciones) que reproducen o enmascaran la violencia social estructural.
Ejemplos de enunciados en la encuesta y su resultado:8
A veces, para resolver algunos crímenes horrendos, es necesario que la policía actúe más allá de los procedimientos
ordinarios. (Resultado: Muy de Acuerdo = 8%; De Acuerdo = 39%).
Para educar a los niños en este mundo tan cambiante, la familia y los valores religiosos se han vuelto fundamentales.
(Resultado: Muy de Acuerdo = 9%; De Acuerdo = 43%).

2 − Des-solidarización. En esta dimensión de lo que se trata fundamentalmente es de la relación


que establecen los distintos individuos y grupos sociales con los diversos componentes de las
pretensiones de justicia social, tanto en el plano de la justicia en la redistribución de bienes y
recursos, como la justicia en el reconocimiento del status legítimo de las diferentes identidades
culturales. Entendidos en un sentido amplio y en distintos niveles de aplicación, los principios que
quedan dañados en este caso son: la solidaridad y el reconocimiento legítimo de las identidades
sociales en términos de igualdad.
Ejemplos de enunciados en la encuesta y su resultado:
El Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos, porque con eso se fomenta la
vagancia. (Resultado: Muy de Acuerdo = 15,5%; De Acuerdo = 31,5%).
Las prácticas comerciales de los chinos son muy sospechosas. Por cuestiones de salubridad habría que hacerles más
controles que a los argentinos. (Resultado: Muy de Acuerdo = 8,6%; De Acuerdo = 34,4%).

3 − Normalización. Por último, nos interesó analizar las tendencias hacia la despolitización de la
ciudadanía. En este último caso de lo que se trataba era dar cuenta de la relación (abierta o cerrada)
que los individuos y los grupos sociales establecían con la Política, y con todo lo que ella tiene de
“gasto”, puesta en juego de diferencias y de conflictos. En esta dimensión los principios que dañan las
ideologías normalizadoras son: la participación política activa y apertura frente a la experiencia de
fragilidad y creatividad en las instituciones.
Ejemplos de enunciados en la encuesta y su resultado:
La economía de un país es tan compleja que debería ser administrada por expertos que dejen de lado las ideologías
políticas. (Resultado: Muy de Acuerdo = 9,4%; De Acuerdo = 46,5%).
Los conflictos y las discusiones que promueven los partidos políticos arruinan la paz y la estabilidad social. (Resultado:
Muy de Acuerdo = 9,6%; De Acuerdo = 49,4%).
Una vez establecidas estas dimensiones en las que consideramos que se puede analizar la eficacia de diversas
ideologías contemporáneas que inciden sobre el sistema y el mundo de la vida democrático, el siguiente paso de este
análisis consiste en atribuirles un valor y una denominación a cada una de las posiciones que surgen de la división
interna de las mismas. Para simplificar este análisis vamos a presentar un cuadro que contiene un espacio de atributos
en el cual cada una de las dimensiones queda dividida en sólo dos categorías y vamos a utilizar una nominación que se
basa en distintas tradiciones de estudios políticos y culturales. De este modo, la dimensión autoritarismo quedará
dividida entre los puntuadores altos de la escala que contiene los enunciados de esta dimensión (puntuaciones mayores
a 3, para una escala que va del 1 al 5), que nosotros llamaremos “autoritarios” y los puntuadores bajos (entre 1 y 3),
que llamaremos “liberales”. Del mismo modo quedará dividida la dimensión des-solidarización entre posiciones que
−usando una denominación tradicional para referirse a las posiciones sobre la justicia social− denominaremos como
“izquierda” y “derecha”. Por último, la dimensión normalización permitirá distinguir en este análisis ente aquellos que
muestran una disposición de “apertura a la política”, frente aquellos que se muestran “cerrados a la política”.

Analizando en conjunto estas tres dimensiones obtenemos un primer mapa de las estructuras
ideológicas y los trazos políticos-culturales que las componen, pudiendo de ese modo elaborar
mejores hipótesis sobre el alcance y el sentido de algunos de los principales desafíos de las
democracias contemporáneas. De nuestro trabajo cuantitativo surgieron los siguientes resultados:
ABIERTOS A LA POLÍTICA CERRADOS A LA POLÍTICA TOTAL

IZQUIERDA 21,6% 10,5% 32,1%


LIBERALES
DERECHA 1,4% 6,5% 7,9%

IZQUIERDA 3,7% 11,5% 15,2%


AUTORITARIOS
DERECHA 5,3% 39,4% 44,7%

TOTAL 32% 67,9% 100%


Fuente: Encuesta de Opiniones de la Sociedad Contemporánea, 2013.

c) Las ideologías como enigmas y desafíos de las democracias contemporáneas


Considerando las precauciones metodológicas que debemos tener al momento de analizar datos
cuantitativos para un estudio sobre la eficacia de las ideologías, existen sin embargo buenas razones
para utilizar esta estrategia de investigación que van más allá de la posibilidad de generalizar una
determinada observación de un fenómeno. Evidentemente, debemos ser muy cuidadosos y
permanecer atentos a los límites que ofrecen estos materiales. Para mencionar sólo la primera
dificultad, de una larga lista de restricciones y problemas metodológicos, debemos tener presente que
el recurso a un formulario de encuesta necesariamente cierra el horizonte de lo que se puede
registrar de las expresiones subjetivas, circunscribe excesivamente lo que se puede comprender de
las huellas de las ideologías en las prácticas sociales e impide una aproximación a ciertas
problemáticas regionales o particulares. Existen también dificultades epistemológicas y teóricas que
surgen al momento de “atribuirle” una determinada ideología a un determinado individuo, que por
regla general tiende a construir su identidad con diferentes grados de resistencia, oposición o
simplemente variación de las interpelaciones que le plantean las “ideologías dominantes” que se
registran en estos análisis. Pero el error fundamental consiste, sin dudas, en tomar estos datos como
una instancia última de resolución de controversias teóricas y epistemológicas, cayendo de ese modo
en el falso dilema que se le plantea a los estudios sobre ideologías contemporáneas. Fácilmente se cae
así en la restricción positivista, que prohibe interpretar todo aquello que no se puede “operacionalizar
y medir”, o en el tabú hermenéutico, que desiste a priori del trabajo de crítica y análisis metódico de
la eficacia social de los discursos. En la lectura de los resultados del material cuantitativo que
acabamos de presentar debemos superar este falso dilema, sabiendo que se trata siempre de trazos
político-culturales, marcas sedimentadas de los discursos y relaciones entre posiciones diferenciales
que deben ser interpretadas. Por eso, en vez de leerlos como “datos empíricos” que resuelven una
controversia entre hipótesis rivales, debemos leerlos como materiales que constituyen un enigma, que
le dan forma y expresan (en muchos casos de modo indirecto) desafíos actuales de nuestras
democracias.
Una vez establecida esta advertencia metodológica, el primer trazo político-cultural que tenemos
que resaltar es el eje, relativamente esperable, que une los dos extremos que quedan configurados al
cruzar las tres dimensiones: autoritarismo, des-solidarización y normalización. Así, en el extremo de
quienes quedan enmarcados en este espacio de tres atributos en las categorías
derecha/autoritario/cerrado a la política aparece un porcentaje importante y consolidado de la
muestra (casi el 40%), en el que podemos reconocer un trazo político-cultural de la actualidad de una
ciudad que ha elegido en los últimos 8 años gobiernos de derecha. El otro extremo que completa este
eje, compuesto por quienes han respondido en las categorías de izquierda/liberales/abiertos a la
política, también tiene una relevancia importante dentro del total (es el segundo valor agrupado, con
el 21,6%). Entre ambas “posiciones esperables”, es decir, entre ambos puntos de articulación entre
las tres dimensiones que podíamos esperar encontrar teóricamente (porque responden a tradiciones
político-culturales y a tipologías de preferencias subjetivas reconocibles), se organiza buena parte de
la distribución de las disposiciones ideológicas. Tenemos así un primer eje de interpretación que
responde a modos de politización relativamente tradicionales de la política moderna (eje que
desmiente, por cierto, la supuesta anomalía política latinoamericana), que vincula en una relación de
oposición a un polo que valora al mismo tiempo la autonomía individual, la solidaridad y la
participación política, enfrentado a otro polo que se muestra más reacio a la expansión de las
libertades, que no prioriza los problemas de las injusticias sociales y que tiene una posición reactiva
frente a la política. Este eje opera también como una especie de vector de politización, pudiendo
pensarse estos puntos extremos como articulaciones que funcionan como puntos de partida o
referencias para los desplazamientos políticos.
El segundo trazo político-cultural que tenemos que destacar es algo que se ha sedimentado en el
lenguaje y el discurso público y aparece en el valor muy significativo que adquirió la posición reactiva
frente a la política (67,9%). Si bien es cierto que las preguntas del cuestionario enfatizaban los
aspectos en los cuales la política supone un gasto (de tiempo, recursos etc.), la existencia de
conflictos y la experiencia de la fragilidad de las instituciones y las normas, todas estas situaciones
reales en la historia de las democracias pueden ser vividas de maneras muy distintas (con mayor
apertura, comprensión, distancia u oposición). En el caso que nosotros hemos analizado aparece una
disposición de cierta intolerancia hacia los aspectos ásperos y conflictivos de la política democrática
que está a su vez compuesta de muy variadas posiciones en las otras dimensiones. Evidentemente, un
porcentaje importante de quienes manifiestan este rechazo se ubican también en posiciones de
derecha y autoritarias. Pero existen luego valores mucho más difíciles de interpretar que van desde
aquellos que, muy próximos a esta última posición, son autoritarios y de izquierda (combinación que
podría explicar la inclinación contraria a la política democrática), a la posición de aquellos que siendo
defensores de la autonomía individual y de una moralidad atenta a las demandas de justicia social, sin
embargo también se distancian o viven como intolerables ciertos aspectos de esa política democrática
que debería promover sus pretensiones de justicia y sus convicciones frente a la autoridad (10,5%). El
significado de esta relación de los ciudadanos con las complejidades del espacio público
específicamente político muestra, sin dudas, uno de los grandes enigmas para la interpretación de la
política contemporánea.
Un tercer elemento que tenemos que resaltar se refiere a una vieja problemática de la crítica de
las ideologías y del análisis político, esto es, la combinación o la articulación entre posiciones de
izquierda (Justicia Social) y posiciones autoritarias (Anti-liberales). Si bien es una problemática
conocida, no deja de ser revelador el hecho de que las posiciones de derecha tiendan a distribuirse de
modo más homogéneo en lo que respecta a la relación con la autoridad y la política, mientras que son
aquellas posiciones que pretenden luchar contra las distintas problemáticas de las injusticias sociales
las que están distribuidas de modo más heterogéneo (15,2% son de izquierda y autoritarios, 22% son
de izquierda y cerrados a la política), agregándose así una mayor complejidad para que el análisis
ideológico no debería desconocer.
Estas relaciones, con sus puntos de articulación y sus combinaciones enigmáticas, no dejan de
representar múltiples desafíos para la democracia. En primer lugar, obviamente, la significativa
diseminación de la resistencia que encontramos a la experiencia de lo que sucede en la vida política
de las instituciones y las esferas de participación democráticas. Es una paradoja que debemos poder
interpretar (y que las políticas emancipadoras deberían ser capaces de desarmar) la que nos muestra
que una porción muy importante de la pretensión de justicia social se choca contra impedimentos
institucionales, distorsiones simbólicas, obstáculos culturales o distintos déficits del sistema político
que terminan funcionando como causas de la separación entre esas pretensiones de justicia y el
proyecto democrático. Esta separación entre la política democrática y la ciudadanía por abajo, es
luego aprovechada y potenciada desde arriba por la presión que ejercen sobre las instituciones
democráticas las restricciones y los imperativos del sistema económico en la fase actual del
capitalismo neoliberal. De este modo, desde abajo y desde arriba se juntan fuerzas que tienen un
sentido ideológico contradictorio, pero que inciden en la misma dirección sobre las instituciones y el
mundo de la vida democrático. Evidentemente, en el rechazo vivido por la ciudadanía a los aspectos
difíciles de la política no aparece sólo un gran enigma hermenéutico de la política de nuestro tiempo,
sino un desafío práctico de primer orden que enfrentan las democracias contemporáneas.
Los desafíos que genera este mapa de las ideologías afectan tanto a los espacios políticos de
deliberación y participación (cuando la política queda deslegitimada frente a la ciudadanía, es muy
difícil trazar luego demarcaciones o zonas de “pureza” que puedan escapara a esa estigmatización,
siendo por lo general otros espacios y otras lógicas las que se proponen como superación de los
“gastos” y los conflictos de la política en general), a la esfera de los derechos adquiridos y deseados
que deben encontrar mecanismos institucionales de expresión y aplicación, y a la potencia de la
propia democracia para encarar las nuevas cuestiones sociales. Con este mapa de fondo, sin dudas el
mayor desafío continúa siendo el desafío hermenéutico por comprender el sentido actual de la pulsión
democrática, su difícil articulación con el pasado, con el mundo de las luchas sociales y con el mundo,
raro y difícil, de la sociabilidad igualitaria, libre y abierta a la constitución en común.
1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
En el mundo político contemporáneo, ser acusado de sostener una posición “ideológica” significa ser acusado de llevar las
propias posiciones políticas hasta el extremo, de intervenir en la arena política a partir de “pretensiones maximalistas” que
terminan transgrediendo un conjunto de significados que articulaban consensos de fondo en una determinada área de la vida
social o las instituciones del Estado. Por eso “ideológico” es un término del debate político que se usa para criticar las
perspectivas “utópicas” del otro, preparando así el terreno para “visiones” del futuro “prácticas”, “realistas”, que sólo se le
abren a todos aquellos que están dispuestos a “llegar a un acuerdo”, respetando las “definiciones fundamentales de una
sociedad”. En nuestra escena política contemporánea cuando se usa la palabra “ideología” lo que se busca es anular el
horizonte cultural que supone la pretensión “ideológico-utópica”, para reemplazarlo con la disposición presuntamente más
realista de lo “práctico-visionario”. El problema es que todo el debate sobre la ideología en la política gira en torno a la
creciente imposibilidad de estabilizar el terreno de las definiciones fundamentales de una sociedad, así como el significado de lo
práctico-visionario; lo que tenemos frente a nosotros ya no es un espacio social neutral levemente distorsionado por la
pretensión ideológica, sino la presuposición imaginaria que postula la existencia de ese espacio social neutral, que observamos
a través de las luchas, en las que cada uno acusa al otro de haberse alejado del terreno de lo práctico, de haberse olvidado de
las definiciones fundamentales o directamente de haberlas traicionado a partir de intereses políticos partisanos que sólo se
basan en motivaciones “ideológicas”. (Esta distinción entre lo ideológico-utópico y lo práctico-visionario puede encontrarse en
una interesante entrevista a Obama del New York Times: nytimes.com/video/opinion/100000003048414/obama-on-the-
world.html).

3
Bill Gates, The road ahead, New York, 1996, cap. 8.

4
Ver, Eduardo Grüner, El fin de las pequeñas historias, Paidos, Buenos Aires, 2002.

5
Ver, Claus Offe, Disorganized capitalism, Oxford, 1985.

6
La relación que existe entre el concepto de ideología y el concepto moderno de justicia no debería resultar un misterio para
nadie. Esta relación depende, por un lado, de la institución de un principio de igualdad entre los diferentes miembros de la
sociedad (de modo que no existan privilegios, rangos o jerarquías que vengan adheridas en la naturaleza de los seres) y, por el
otro, de la exigencia de justificación que tiene un orden social que ha perdido su vínculo orgánico con las imágenes del mundo
religiosas o metafísicas. Desde este punto de vista, las ideologías son una forma particular de resolver el viejo problema que se
les plantea a todas las sociedades que logran producir un excedente gracias a la división del trabajo y la aplicación del
desarrollo técnico: ¿cómo volver legítima una distribución desigual de la riqueza y el trabajo, siguiendo criterios de
diferenciación que ya no pueden depender del sistema de parentesco? En la modernidad el concepto de ideología se acopla al
concepto de justicia para resolver este problema según una doble articulación: a través del mercado y del derecho privado
(instituyendo el modelo de toda lógica equivalencial de los seres) y a través del discurso de la razón y del complejo científico-
tecnológico (como modelo de toda justificación capaz de superar o neutralizar la crítica y la oposición). Sin esas instituciones y
esas instancias de justificación el concepto de ideología, efectivamente, pierde fuerza, o, más bien, comienza a trabajar a través
de analogías que lo vuelven ambiguo o, paradójicamente, injusto como herramienta de crítica social. En un texto clásico
Habermas ofrece una explicación de ambos aspectos: “La institución del mercado, en el que los propietarios privados
intercambian mercancías, que incluye al mercado en el que personas privadas que carecen de propiedad intercambian como
única mercancía su fuerza de trabajo, promete la justicia de la equivalencia en las relaciones de intercambio.” Mientras que, en
el otro extremo, “las legitimaciones resquebrajadas son sustituidas por otras nuevas, que, por una parte, nacen de la crítica a la
dogmática de las interpretaciones tradicionales del mundo y pretenden por tanto tener un carácter científico, y que, por otra,
mantienen funciones legitimadoras, poniendo así a las relaciones de poder existentes a resguardo tanto del análisis como de la
conciencia pública. Sólo así surgen las ideologías en sentido estricto: sustituyen a las legitimaciones tradicionales del dominio al
presentarse con la pretensión de ciencia moderna y justificarse a partir de la crítica a las ideologías. Las ideologías son
coetáneas de la crítica ideológica. En este sentido no puede haber ideologías «preburguesas».” Habermas, J. Ciencia y técnica
como ideología, Tecnos, Madrid, 1986, p. 76 y 79 respectivamente.

7
El cuestionario, aplicado a una muestra de 701 casos en la Ciudad de Buenos Aires a comienzos del 2013, contaba con 52
enunciados destinados a medir disposiciones ideológicas. Para un desarrollo del análisis conceptual de las dimensiones de esta
investigación empírica, así como para una exposición de los particularidades metodológicas de la misma ver, Ipar, E. y
Catanzaro, G. (comps.): La subjetividad anti-democrática. Elementos para la crítica de las ideologías contemporáneas.
Resultados previos de este trabajo aparecieron en Ipar, E.; Chavez Molina, E. y Catanzaro, G. Dilemas de la democracia (y el
capitalismo) en la Argentina: transformaciones sociales y reconfiguraciones ideológicas. Realidad Economica; Año 2014, v. 285,
p. 33-56 (Parte I) y v. 286, p. 122-136 (Parte II).

8
Si bien por la lógica interna y la estrategia metodológica del estudio no deben hacerse lecturas de cada uno de los enunciados
tomados con independencia de los otros, vamos a ofrecer en el caso de los ejemplos el resultado que los mismos tuvieron en la
encuesta para que el lector pueda acceder a una primera aproximación de los resultados de cada una de las problemáticas.
Luego ofrecemos los datos en una interpretación que articula el conjunto de las dimensiones de este estudio.
Discriminaciones y democracia

Oriana Seccia1

Este gobierno busca destruir la identidad argentina y todo vestigio europeo, la idea es homogeneizarnos con la
Latinoamérica mestiza y amerindia, ser descendiente de italianos, españoles y demás está mal, de esa forma ya no nos
van a odiar el resto de los latinoamericanos.
Extraído de la sección de comentarios de lectores La Nación, 23 de octubre de 2014 (en torno a las reformas del código
procesal penal).

Introducción
“En Argentina no hay racismo porque a los negros y a los indios los mataron a todos”. No
importa quién dice esta frase, se dice. Y al decirse, si se quiere continuar con el ánimo argumentativo,
se le añade inmediatamente la comparación con otros países latinoamericanos −el Brasil racista, por
ejemplo−, para remarcar la excepcionalidad argentina, su dislocación espiritual respecto del resto de
Latinoamérica. Desde la literatura académica, en cambio, se señala el carácter mítico de esta
construcción de la identidad nacional. Importantes trabajos como el de Frigerio (cfr. Frigerio, 2006;
2009) se detienen en la construcción mítica de la identidad argentina como una nación “blanca y
europea”. En general la mayoría de los autores señalan dos momentos históricos diferenciales en esa
construcción identitaria nacional hegemónica: primero, el período de consolidación del Estado
Nacional, donde lo argentino se recortó sobre la otredad del indio (y según Frigerio, también,
negando a la presencia afrodescendiente), y un segundo momento, situado en los años de la
“revolución plebeya” del primer peronismo, donde se señala el nacimiento de la clase media como
identidad (Adamovsky, 2012; Garguin, 2009) que pretende representar a la nación toda, en tanto
nación blanca y europea. Con el desorden que el peronismo introdujo en las identidades sociales y en
lo que a cada uno le correspondía legítimamente en términos de retribución simbólica y de ingresos
apareció un nuevo “otro”: el cabecita negra (cfr. Ratier, 1972). Así, entre 1940 y 1950 se produce un
nuevo desarrollo en el sistema de categorizaciones raciales. Sin embargo, lo que es dado a observar
ahora más explícitamente que en períodos históricos previos, es que este sistema de categorizaciones
raciales se encuentra anudado, superpuesto con un sistema de categorizaciones de clase. Si antes del
peronismo primaba una dicotomización, una concepción dual del espacio social (basada en la
oposición pueblo/oligarquía), a partir del peronismo se introduce una cuña en los sectores
trabajadores, donde los “sectores medios” devienen “clase media” (Adamovsky, 2012). En este
sentido, el articulador de esta identidad de clase es racial: los blancos descendientes de europeos
localizados en el litoral se recortan, se distinguen sobre el trasfondo de hombres y mujeres de tez
oscura provenientes del interior del país.2
En este sentido, podemos considerar a Argentina como un país racista en su denegación de la
raza como factor de clasificación social, cuando es racista, precisamente, en el momento en que las
diferencias de clase se nombran como diferencias de color de piel. No es el objetivo de este trabajo
profundizar exclusivamente en la discriminación racista en la Argentina contemporánea, pero creo
que ha sido necesario este rodeo para adentrarnos al problema que me gustaría presentar esta tarde
ante ustedes. Quisiera, a partir de una exposición de los resultados de una encuesta que hemos
realizado con el equipo de investigación dirigido por Ezequiel Ipar (cfr. Ipar et al, 2014a; 2014b),
discutir sobre la relación entre democracia y discriminaciones. Discriminaciones en plural, decimos: y
aquí llegamos a uno de los tantos núcleos problemáticos que intentaremos pensar: ¿qué implica, por
ejemplo, el desplazamiento de la discriminación de clase a la discriminación racial que acabamos de
comentar al referirnos a la historia argentina? ¿Cómo se articulan entre sí? ¿Funcionan del mismo
modo? Repetimos, discriminaciones: hay más de una (por ejemplo, discriminación de clase, por
orientación sexual, por raza etc.) y –he aquí nuestra intuición– es necesario hablar de
discriminaciones porque la discriminacion en general siempre opera anudando varios ejes de
identificación.
Por último, antes de adentrarnos en el análisis de los resultados de algunos de los ítems de la
encuesta que les he mencionado, creemos que es importante intentar identificar los actos
discriminatorios cotidianos para no comprender a la democracia sólo en sus aspectos institucional-
burocráticos, sino también para enfatizar las tramas de afectos que luego son hegemonizados por
ciertos discursos; es importante, entonces, identificar estos actos para intentar cartografiar cómo
desde la consolidación de ciertas opiniones, por cierto no exentas de afectos, se van consolidando
horizontes de sentido que habilitan políticas que ponen en peligro a las actuales democracias
latinoamericanas en tanto entendamos por ellas un marco institucional que garantice una
multiplicidad agonística de opiniones donde la división “amigo-enemigo” no llegue a consolidarse en
una política sin resto, de aniquilación del enemigo.
Presentación y análisis de los resultados de la encuesta
Los resultados que presentaré a continuación se enmarcan en la encuesta realizada en el 2013
en la Ciudad de Buenos Aires por el grupo de investigación dirigido por Ezequiel Ipar.3 Esta encuesta,
pensada como un primer acercamiento desde una estrategia cuantitativa, fue diseñada para medir
valores, disposiciones y actitudes frente a la democracia. Es decir, intentaba cartografiar las
configuraciones subjetivas para ver qué disposiciones, favorables o desfavorables, se encuentran
presentes en los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires respecto a la democracia, conceptualizada
en términos agonísticos y como internamente contradictoria, y que, por ello, requiere un sujeto capaz
de lidiar con esa conflictividad4 (Mouffe, 2012). Por otra parte, la encuesta asimismo relevaba
información socio-demográfica de los encuestados.
Las tres grandes dimensiones de análisis de la encuesta eran: 1) autoritarismo5, 2) des-
solidarización6 y 3) normalización7, estando cada una de estas dimensiones compuestas por otras
variables. De este modo, la encuesta permitiría visibilizar subjetividades autoritarias, subjetividades
des-solidarias y subjetividades normalizadas (o no). Estos síntomas que deseábamos detectar los
construimos a partir de idealizaciones normativas débiles sobre los pre-requisitos esenciales de la
sociabilidad democrática que implican, por el contrario, la existencia de una subjetividad autónoma,
subjetividad solidaria, subjetividad política, junto con la disposición a reconocer y trabajar con la
contradicción parcial entre esas modalidades del sujeto. Así, nuestro enfoque intentó desmarcarse de
aproximaciones estrictamente psicologicistas sobre fenómenos como el autoritarismo para relevar en
la constitución de subjetividad la inscripción y la eficacia de diversas ideologías contemporáneas, lo
cual no implica, por cierto, que la dimensión afectiva involucrada en la constitución subjetiva sea
dejada de lado.
Hecha esta introducción general de la metodología empleada, expondré los resultados de las
mediciones que arrojaron algunos de los ítems de la encuesta, a partir de 701 casos válidos. Antes de
ello, sin embargo cabe hacer una importantísima aclaración: la encuesta no fue conceptualizada para
indagar y recolectar información sobre actitudes discriminatorias. Por lo tanto, los resultados de los
ítems aquí presentados son derivaciones indirectas que creemos que aportan como una aproximación
estadística inicial a estos temas, que serán profundizados en una segunda etapa que incluya
estrategias de aproximación cualitativa, sobre todo porque creemos, como justificaremos con
posterioridad, que para investigar sobre discriminaciones es crucial indagar sobre la autopercepción
del sujeto indagado. A pesar de estas limitaciones, creemos que estos resultados son útiles por otro
motivo: en general investigaciones sobre discriminaciones relevan casos o las opiniones de la persona
discriminada; por el contrario, los datos que presentaremos a continuación nos introducen en la
perspectiva de quienes discriminan, es decir, los victimarios.8
De los ítems de la encuesta, hemos seleccionado tres que nos resultan relevantes para el
problema de las discriminaciones, para centrarnos más específicamente en las disposiciones de
discriminación clasista y racista. Los ítems de la encuesta en cuestión son:
La policía tendría que hacer algo con los cartoneros que rompen la basura.
Para evitar el crecimiento de las villas miseria el Estado debería impedir por la fuerza que se
produzcan nuevos asentamientos.
El Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos porque
con eso se fomenta la vagancia.
Dado el carácter estructutado de la encuesta, a cada una de estas afirmaciones, los encuestados
podían responder si estaban “Muy de acuerdo”, “De acuerdo”, “Ni acuerdo ni en desacuerdo”, “En
desacuerdo”, “Muy en desacuerdo” y también estaba la opción “No sabe, no contesta o no entiende la
pregunta”.
Centremosnos, en un primer momento, en las respuestas obtenidas a partir del primer item:
Tal como sucede en términos generales, el gran número de casos suele acomodarse en torno a
las dos respuestas más moderadas de opinión (De acuerdo/En desacierdo), disminuyendo el número
total de los pronunciamientos enfáticos. Como vemos, 26% de las personas se muestran de acuerdo
con una intervención policial sobre los cartoneros9, mientras que el casi 38% de las personas se
oponen a ella. Si polarizamos la distribución sumando porcentajes de quienes se pronuncian “de
acuerdo” y “muy de acuerdo”, y hacemos lo mismo con quienes se pronuncian “en desacuerdo” y
“muy en desacuerdo”, encontramos un 30% que aprueba que la policía haga “algo” con los
cartoneros, mientras que el 54% se opone a esta indeterminada sanción policial sobre aquellos que
tienen que revolver la basura como fuente de trabajo. En lo referente a este ítem, podemos ver una
polarización entre ambas posiciones, donde en este caso la mayoria no avala un castigo policial a la
pobreza, aunque cabe destacar que un 30% no es un porcentaje para nada desestimable, sobre todo
cuando el uso de la violencia ante el “otro pobre” queda sugerido en el ítem.
Veamos, qué sucede con el siguiente ítem, “Para evitar el crecimiento de las villas miseria el
Estado debería impedir por la fuerza que se produzcan nuevos asentamientos.”:

Nuevamente puede notarse aquí, a nivel global, una disposición más favorable ante la no-
represión de las ocupaciones de tierras para vivienda por parte de los sectores de más bajos recursos.
Haciendo un trazo dicotómico y más fino, tenemos, por un lado, un 8,3%, o sea, casi un 10% que
muestra actitudes abiertamente autoritarias y violentas hacia los sectores de menos recursos,
mientras que un casi 30% (28%) se muestra de acuerdo con una intervención que en este ítem sí
expresa abiertamente el uso de la fuerza. Por otro lado, casi un 50% se opone a avalar una
intervencion estatal violenta para impedir el crecimiento de las villas miserias, estando cerca del 30%
(32,8%) en desacuerdo, y el 15% (15,4%) muy en desacuerdo. Más allá de que en términos
comparativos haya más gente que se oponga al uso de la fuerza contra los habitantes de las villas, no
es para nada desestimable que casi el 40% de las personas avale el uso explícito de la fuerza pública
contra los pobres. De hecho, la brecha que separa a ambas posiciones es tan sólo de un 10%
aproximadamente (11,9%). Ante la explícita mención de los villeros, el campo de aprobación de la
excpecionalidad legal crece, si lo comparamos con la pregunta anterior. Es posible que aquí,
aumentando los porcentajes de aprobación del castigo a la pobreza, se juegue inconscientemente algo
de la gran división biopolítica contemporánea, aquella que separa a la plebs −la plebe, el
lumpenproletariado− del populi, del pueblo. Como sugirió Foucault (1992), y luego Agamben (2001),
esta cuña al interior de las masas subalternas fue esencial para oponer entre sí a los “plebeyos
proletarizados” −los buenos pobres trabajadores− a los “plebeyos no proletarizados”, presentando a
éstos como “algo marginal, peligroso, inmoral, amenzante para toda la sociedad, la hez del pueblo, el
desecho, el ‘hampa’” (Foucault, 1992: 62).10 Tal vez la connotación trabajadora de los cartoneros del
item anterior influye en su defensa ante esa posible agresión policial a la que apunta el enunciado.
Pasemos, por último, a examinar cómo se dispersan las opiniones en torno al item “El Estado no
debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos porque con eso se fomenta
la vagancia:
En contraposición a lo observado en los dos casos anteriores, donde la distribución mayoritaria
se inclinaba hacia actitudes de rechazo ante expresiones de agresividad autoritaria, en este ítem
notamos que el 47%, es decir, casi la mitad de los encuestados rechaza la intervención estatal
asistencial hacia los sectores de menores recursos. Cabe notar que en este ítem estaba presupuesta la
asociación entre pobreza y vagancia, de donde puede suponerse, de la adherencia valorativa a este
ítem, también una justificación meritocrática del orden social. Desglosando los porcentajes, el 15,5%
de los encuestados estaba muy de acuerdo con esta afirmación, mientras que un poco más del 30%
(31,5) expresó estar de acuerdo. En el otro arco valorativo, el casi 20% (20,8) expresó su desacuerdo,
mientras que el 11,7% se posicionó radicalmente en desacuerdo con la afirmación. Resulta, por otra
parte, enigmático el 17% que no se posicionó ni de acuerdo ni en desacuerdo con la afirmación.
¿Cuáles podrán ser los motivos? ¿Un secreto tecnocratismo que impide opinar? ¿Un cierto rechazo a
la implicación tácita entre pobreza y vagancia? Preguntas que, aunadas a otros motivos, señalan la
necesidad de abordar estas cuestiones a partir de estrategias cualitativas que nos permitan
reconstruir los marcos interpretativos de los actores, luego de este acercamiento cuantitativo inicial.
Asimismo, ante los resultados de este ítem, nos surge otra pregunta, que intentaremos desplegar.
En los dos primeros ítems que hemos examinado (“La policía tendría que hacer algo con los
cartoneros que rompen la basura” y “Para evitar el crecimiento de las villas miseria el Estado debería
impedir por la fuerza que se produzcan nuevos asentamientos”) el uso de la violencia en cada uno de
ellos está explícita. Asimismo, los tintes autoritarios de ambas afirmaciones son relativamente
evidentes. Ahora bien, en términos de asumir una posición “políticamente correcta” ambos
enunciados deberían ser rechazados; son casi frases cuya desestimación podría ser parte de una clase
de Educación Cívica en los colegios secundarios –y no olvidemos, más allá de esto, los altos
porcentajes de adhesión que han obtenido. Ahora bien, no sucede lo mismo con el tercer ítem
analizado, “El Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos
porque con eso se fomenta la vagancia”. Lo que en nuestra investigación hemos denominado “des-
solidarización” efectivamente no parece estar entre los cánones de lo condenable por el pensamiento
político correcto. En este ítem entran en juego las justificaciones meritocráticas de las desigualdades
sociales, sosteniendo actitudes donde los éxitos y también los fracasos se individualizan (cfr. Beck,
1998), y donde las rupturas en la cooperación social son avaladas y, aún más, decibles en el plano
público sin romper ningún tipo de decoro, de acuerdo normativo subyacente, como sí sucede con los
dos primeros ítems, vinculados a nuestra dimensión “autoritarismo”. En este sentido, la expresión de
autoritarismo, al ser más detectable, requiere de una mayor reflexividad ideológica, de mayor
argumentación en pos a su defensa, mientras que, si relacionamos estas actitudes de des-
solidarización con la emergencia de una subjetividad neoliberal, podemos ver que estos efectos
ideológicos actúan en un plano mucho más inconsciente, sutil. Asimismo, pareciera que la ruptura de
mecanismos de solidaridad social es mucho más decible públicamente, aceptable que las expresiones
de autoritarismo o, más específicamente, de agresividad autoritaria.
En los resultados de ítems que hemos relevado, podemos notar que casi existe una polarización
que divide en dos partes al universo de los encuestados: los que tienen disposiciones favorables a la
democracia y los que tienen disposiciones que lesionan o pueden lesionar su ejercicio. Por otra parte,
estos tres ítems, a nivel explícito, señalan la presencia o ausencia de orientaciones hacia la
discriminación de las clases populares. Ahora bien, como sostuvimos siguiendo a autores como
Adamovsky, Garguin y Frigerio, en el caso argentino −pero no sólo en él− la discriminación por clase
se superpone con la discriminación racial: “los negros” son los pobres. Sin embargo, también cabría
preguntarse, en futuras investigaciones, si en el caso de otros colectivos étnico-raciales, como por
ejemplo el caso de las colectividades chinas en la Ciudad de Buenos Aires, podríamos ver casos de
discriminación racista, deslindados de la identidad de clase.11
Presentados estos datos que, como dijimos, no fueron pensados específicamente para indagar
respecto a disposiciones en torno diferentes discriminaciones, de todos modos, ante los resultados
que hemos expuesto podemos preguntarnos: ¿a quién se puede expresar agresividad de manera
legítima? ¿Cómo se construyen las barreras entre los cuerpos que importan y los que pueden ser
vilipendiados, violentados, olvidados? ¿Quiénes pueden reclamar su carta de ciudadanía integral
legítimamente? Y, además, ¿es necesario que para que ciertos sujetos puedan gozar de los beneficios
de una vida democrática plena –salud, trabajo, posibilidades de autorrealización personal, igualdad−
haya que negárselos a otros?12
En la historia argentina los modos de discriminación clasista/racista que circulan en nuestro
presente parecen heredar, ante esta pregunta, la respuesta afirmativa que se tramó, entre otros
discursos y prácticas no discursivas, en la narrativa dominante de la identidad argentina. Desde la
posición de enunciación dominante, aquella que se piensa a sí misma como el original de la
argentinidad, ese sujeto blanco, europeo, heterosexual, de clase media y porteño; desde esa posición,
los otros, esos ilegítimos usurpadores de su país, que no dejan de acercarlo a la barbarie, a lo negro, a
lo latinoamericano, tienen distintas caras. Según esta narrativa Argentina no es un país racista,
simplemente, porque en él no existe la multiplicidad racial: aquí los negros y los indígenas fueron
desaparecidos.13 A contrapelo, podríamos afirmar que la Argentina es un país racista en tres sentidos:
primero, en su denegación de la existencia de los negros –aquí nos referimos a la población
afrodescendiente−; segundo, en su negación de la existencia de los negros como argentinos –en este
punto nos referimos a lo que Frigerio denomina “los negros simbólicos” (Frigerio 2006; 2009). En la
narrativa dominante, si hay negros en Argentina, eso irrumpe de afuera.14 Por último, es racista en su
clasismo, dado que la discriminación por clase aparece racializada. En relación con este punto, la
clase vilipendiada, la clase pobre, no aparece en los discursos como tal, aparece vestida de negro.
Continuando esa opacidad propia de los fenómenos de origen económico que Marx (2012) hizo
célebre en su “fetichismo de la mercancía”, notamos en las discusiones con el equipo de investigación
que no disponemos en el lenguaje cotidiano de una palabra que designe algo así como “pobrefobia”.
Por el contario, el clasisimo se expresa en el lenguaje de la discriminación racial, cristalizado, por
ejemplo, en nuestros modos de referirnos al empleo formal e informal: uno puede “estar en blanco” o
“estar en negro”.
Para concluir, permítasenos plantear un problema: existen en la literatura académica distintos
modos de abordar las discriminaciones: como expresiones de autoritarismo, de intolerancia a la
diferencia, como manifestaciones de una ideología de derecha etc. etc. (cfr. Stenner, 2009). Sin
embargo, creemos que es fundamental, para estudiar estos temas, indagar en la autopercepción del
sujeto que discrimina, ya que nos preguntamos: ¿cuál es la identidad que el señalamiento de esa
alteridad está salvaguardando? ¿Qué lugar identitario se proteje y se hace habitable, cual propietario,
en esa localización del otro en un lugar otro? Cada acto de discriminación parece decir, como el títere
de la moneda del poema homónimo de Arturo Carrera: “¡Por suerte no soy yo!”, “¡Por suerte no soy
yo!”. Asimismo, sabemos que hay identidades estigmatizadas que no dan abrigo, que duele
identificarse con ellas, lo cual suma, desde un plano libinal, dificultades para construir una resistencia
a partir de una estrategia de reapropiación positiva de la identidad injuriada.15 También sabemos, de
todos modos, que esas reapropiaciones existen y que constituyen puntos de resistencia e incluso
movimientos sociales. Sin embargo, en Argentina, creemos que este racismo clasista es aún un
discurso poderoso ya que la identidad que asume, que se atribuye a sí mismo quien injuria, suele ser
la de la clase media, que es una identidad ampliamente deseada. De hecho, estudios realizados en el
2013 indican que casi el 80% se autopercibe como perteneciente a la clase media.16 Por estas razones,
reiteramos, creemos que para proseguir la indagación respecto a estos temas, una aproximación
cualitativa sería fundamental.

Conclusiones
Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario. (...) Desde este ángulo de agonía la
muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Osvaldo Lamborghini – “El niño proletario”

Hemos intentado, a partir de la presentación de algunos datos de la encuesta realizada el año


2013 en la Ciudad de Buenos Aires, trazar un mapa de las disposiciones subjetivas en torno al
clasismo que, a partir de aportes bibliográficos y nuestra propia experiencia cotidiana, sabemos que
se entrelazan profundamente con aristas de discriminación racial.
Ahora hemos de considerar, para finalizar, cuáles son las consecuencias que estas disposiciones,
opiniones y afectos conllevan para la construcción de un ethos democrático.
A fines del año 2014, el Congreso argentino aprobó el nuevo Código Procesal Penal, que
reemplazó el sistema inquisitivo por uno acusatorio, y que contiene entre sus artículos polémicos una
iniciativa que habilita la deportación de extranjeros. El controvertido artículo 35 establecía, en su
redacción original, que uno de los casos en los que podrá suspenderse el juicio a prueba es cuando un
extranjero haya sido sorprendido en flagrancia de un delito, cuya pena no sea superior a los 3 años de
prisión. La nueva redacción aprobada establece que en esa situación, el imputado podrá solicitar la
suspensión del juicio, pero deberá hacerlo por escrito y establecer un acuerdo con la firma de su
defensor y del fiscal. De ser aceptado, se le prohibirá el ingreso al país por un plazo de entre 5 y 15
años. De este modo, más allá de las modificaciones introducidas, se establece la posibilidad de la
expulsión de extranjeros.17 Así, vemos legalizarse un tratamiento diferencial a los extranjeros, que
lesiona el goce de iguales derechos democráticos. Esta legalización de la xenofobia, esta legitimación
de la discriminación es el punto cúlmine de una serie de microfascismos (Deleuze y Guattari, 2010)
que quedan avalados −y probablemente con vías a profundizarse− una vez que se han convertido en
legales. Así, esta corriente discriminatoria subterránea se abre nuevas posibilidades de agresión
legítima cuando encuentra eco en las autoridades. Cabe recordar, en la antesala de este debate
parlamentario, las declaraciones del Secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni: “Estamos
infectados de delincuentes extranjeros”. Lamentable, predecible, retorna la metáfora de la infección,
de la enfermedad, del mal que viene desde afuera a violentar de la interioridad prístina de “lo
argentino”. Esta corriente discriminatoria ya no tan subterránea –que a su vez la hemos visto
expresada en los porcentajes elevados de adhesión a actitudes discriminatorias en los ítems que
hemos relevado−, también hace máquina, se empasta con un proceso en curso de criminalización de
la pobreza.
De este modo, se trazan segmentaciones sobre los cuerpos, segmentaciones sobre el territorio;
fronteras: ¿qué diferencia a un turista de un inmigrante? ¿Lo prolongado de su estadía? ¿Pero cuánto
es mucho tiempo? ¿Un inglés que se queda 6 meses en Argentina es un inmigrante? ¿Un boliviano que
se queda 6 meses en Argentina es un turista?
Las discriminaciones se asientan sobre una lógica clasificatoria, donde el otro pobre es un otro
negro, donde se entrelazan distintas dimensiones identitarias que después decantan en un estereotipo
que es castigble, agredible, donde se solidifican todos los males, preparando el camino para su
depuración. Son estas pequeñas interacciones cotidianas, estas lógicas clasificatorias de los cuerpos
los que son una amenaza para un ethos y un ejercicio democrático plural, agonista pero no violento,
donde el reconocimiento de la diferencia no vaya en detrimento de la igualdad.
¿Cómo hacer, entonces, para tratar el tema sin restituirlo simbólicamente y sin reducir su
complejidad? Como sostuvimos, parte de esta trama discriminatoria está fundada en un relato de la
identidad nacional donde, paradójicamente, “los argentinos descendemos de los barcos” (Garguin,
2009). Sin embargo, remarcando el carácter diaspórico de toda identidad, habría tal vez otro modo de
relacionar nuestra identidad con las migraciones, con los barcos, ya que, como nos dice Foucault
(1984) abriendo nuestra imaginación política, “el barco es un pedazo flotante de espacio, un lugar sin
lugar, que vive por él mismo, que está cerrado sobre sí y que al mismo tiempo está librado al infinito
del mar y que, de puerto en puerto, de orilla en orilla, de casa de tolerancia en casa de tolerancia, va
hasta las colonias a buscar lo más precioso que ellas encierran en sus jardines. … el barco ha sido
para nuestra civilización, desde el siglo XVI hasta nuestros días, a la vez no solamente el instrumento
más grande de desarrollo económico, sino la más grande reserva de imaginación. El navío es la
heterotopía por excelencia. En las civilizaciones sin barcos, los sueños se agotan, el espionaje
reemplaza allí la aventura y la policía a los corsarios.”

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etnográficos. Buenos Aires: Antropofagia, 2009.

1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
Como sostiene Garguin: “La identidad de clase media sólo alcanzó, tardíamente, un grado de cristalización considerable
cuando fue articulada por los discursos fuertemente racistas y racializantes que acompañaron la emergencia y consolidación del
peronismo” (Garguin, 2009, p. 62).

3
Para una exposición detallada de la metodología empleada, remito a los dos artículos colectivos publicados en la revista
Realidad Económica (cfr. Ipar et al., 2014a; 2014b).

4
Ya que la disposición democrática requiere de una profunda tolerancia, reconocimiento y disposición al trabajo con la
contradicción.

5
Según lo comprendemos, la subjetividad autoritaria implica, evidentemente, una negación de lo que consideramos que podría
ser una “subjetividad autónoma”, que a su vez posee una serie de requisitos que la hacen posible: una relación reflexiva con los
propios deseos, una relación reflexiva con las leyes vigentes y los procesos de legitimación de las mismas, tolerancia de la
libertad individual del otro, respeto de los derechos de los otros etc.

6
En el mismo sentido, una subjetividad des-solidarizada es una subjetividad que no cumple los requisitos de una “subjetividad
solidaria”: relaciones de afinidad elementales con los otros miembros de la sociedad, reconocimiento de la igualdad de las
diferentes identidades, y una valoración positiva de la justicia social (redistribución de recursos, bienes, derechos sobre las
instituciones, oportunidades etc.)

7
Una subjetividad normalizada sería una subjetividad que no resiste las tensiones, diferencias y divisiones (morales, culturales,
emocionales etc.) de la vida en común propias de una “subjetividad política” (que asume la indeterminación y la fractura de lo
social, y apuesta a la “construcción y la lucha hegemónica” como medio privilegiado de la acción social).

8
A riesgo de ser reiterativa, cabe destacar, de todos modos, las insuficiencias de esta aproximación para analizar
discriminaciones: primero, como dijimos, porque la encuesta no fue diseñada para relevar esta problemática y, segundo porque,
al ser una encuesta, a pesar de que quienes responden pueden ser aquellos que discriminan, no contamos con sus propias
palabras para tal acto de discriminación; palabras que serían absolutamente importantes para recuperar el marco interpretativo
del sujeto discriminador y también los términos nativos en los cuales la discriminación se expresa.

9
Recolectores informales de basura que en general recogen cartón para luego venderlo para ser reciclado.

10
En esa famosa entrevista, ante la pregunta de un “mao”,“¿la contradicción principal en el seno de las masas está entre los
prisioneros y los obreros?“, Foucault responde: “No (...), está entre la plebe no proletarizada y los proletarios ... Una de las
contradicciones importantes, en la que la burguesía ha visto, durante mucho tiempo ... uno de los medios de protección; para
ella el peligro principal contra el que debía precaverse, lo que había que evitar a toda costa era la sedición ... Y la burguesía
reconocía en la plebe no proletarizada, en los plebeyos que rechazaban el estatuto de proletarios o los que estaban excluidos de
él, la punta de lanza de la insurrección popular. Se proporcionó por consiguiente un determinado número de procedimientos
para separar la plebe proletarizada de la plebe no proletarizada“ (Foucault, 1992, p. 63, las cursivas son mías).

11
Con los datos obtenidos de la encuesta no puede comenzar a responderse adecuadamente a esta pregunta. Sin embargo, ante
el ítem: “Las prácticas comerciales de los chinos son muy sospechosas. Por cuestiones de salubridad habría que hacerles más
controles que a los argentinos”, las respuestas se mostraron inclinadas hacia la adhesión al enunciado: el 42,9% lo compartió
(8,6% muy de acuerdo, 34,4% de acuerdo), mientras que el 36,5% se mostró en desacuerdo (27,4% en desacuerdo, 9,1% muy en
desacuerdo). Nuevamente, aquí vemos la balanza inclinada hacia el agravio moral (Honneth, 2010) de las identidades
minoritarias.

12
Por supuesto, hay otros “otros“ sobre los que aquí no nos hemos detenido, como aquellos que son discriminados por
orientación sexual, por ejemplo. En este trabajo no pretendemos opacar, al detenernos en la discriminación racial y clasista, las
demás formas de discriminación y las violencias que conllevan; simplemente estamos trabajando con la información que hemos
podido recuperar indirectamente a partir de la encuesta, y ella nos remite sólo a las dimensiones discriminatorias tratadas, lo
cual no excluye sino que impone la producción de instrumentos de investigación orientados al abordaje de estas formas de
discriminación específicas en fututos trabajos.

13
Por supuesto, desde los estudios en ciencias sociales que se abocan a este tema, esta pretendida desaparición del otro es
abordada como la parte mítica de la construcción identitaria nacional. Especialmente Frigerio (cfr. Frigerio, 2006; 2009) se
dedica a demostrar la persistencia de la población afrodescendiente en la cultura, y los modos de desaparecerla a través de
diversas estrategias de blanqueamiento e invisibilización, mientras que Quijada (2004), por ejemplo, afirma que, más que
exterminadas, las poblaciones aborígenes pasaron por procesos de reclasificación, sin por ello obviar el genocidio al que estos
grupos étnicos fueron sometidos por parte del Estado Nacional argentino en su “gesta heroica”.

14
Sobre este punto, véanse los trabajos etnográficos de Guano (2004) y Tevik (2009).

15
Hecho que, por otra parte, no impidió que haya habido reapropiaciones que inviertieran esa carga injuriosa desde una
transvaloración, como ha sucedido históricamente con el término “descamisados” o “cabecitas negras”, o “puto” y “torta” (o con
el término “queer” en el contexto angloparlante).

16
Dato relevado por una encuesta dirigida por Aejandro Grimson desde el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Unsam en
2013. Al respecto, véase el artículo periodístico “Casi el 80% cree que es de clase media”, disponible online en:
<http://tiempo.infonews.com/nota/88333/casi-el-80-cree-que-es-de-clase-media>.

17
Véase, entre otros artículos periodísticos, “Es ley el nuevo Código Procesal Penal” del 4/12/2014, diponible online en:
<http://www.telam.com.ar/notas/201412/87698-diputados-codigo-procesal-penal.html>. También puede accederse al nuevo
Código Procesal Penal de la Nación en: <http://www.infojus.gob.ar/docs-f/codigo/Codigo_Procesal_Penal_de_la_Nacion.pdf>.
La justificación ideológica de la desigualdad en la cultura del
neoliberalismo

Agustín Lucas Prestifilippo1, Lucía Wegelin2 e Eugenio Garriga3

En los diagnósticos actuales sobre los desafíos políticos de las democracias latinoamericanas
suelen aparecer análisis que indagan lo que ha dejado el neoliberalismo en la región desde un
enfoque socio-económico. Partiendo de la pregunta sobre lo que queda del neoliberalismo en nuestro
presente, se lo entiende prioritariamente como una intensificación de algunas determinaciones
esenciales de la acumulación capitalista. Por eso se suelen estudiar los cambios que se han producido
en la estructura productiva o, también, en las modificaciones entre, y al interior de las clases sociales.
Lo que se conoce como reformas neo-liberales o “revolución conservadora” posee características
globales, que pueden ser encontradas en la mayoría de los países que forman parte de la actual
economía capitalista globalizada, y condiciones específicas de implementación y desarrollo que son
propias de la experiencia histórica de cada país. Se pueden destacar las siguientes transformaciones
distintivas del neo-liberalismo (Honneth, 2009):
1. Debilitamiento (o destrucción) de las actividades coordinadoras, promotoras y niveladoras del Estado-nación, en tal
grado que su capacidad para garantizar la organización y reproducción estable de las sociedades capitalistas pierde
completamente la centralidad que tenía en el período de pós-guerra.
2. Asociado a la pérdida de centralidad del Estado se puede constatar un proceso −destacado por las investigaciones
especializadas en la globalización− de creciente preponderancia de las empresas globales y los flujos financieros
internacionales. Esta preponderancia de agentes no estatales transnacionales ha sido caracterizada por diversos
autores como generadora de un ‘capitalismo flexible’ (Sennet, 2000) o ‘capitalismo desorganizado’ (Lash Y Urry, 1987).
3. La desregulación a nivel global de los mercados de bienes y servicios permitió que la maximización de la rentabilidad
empresarial se estableciera como principal criterio organizador de las empresas productivas, conformando así un
‘capitalismo de shareholders’ que suprime ‘el valor que las empresas tienen para otros grupos interesados: los
trabajadores, la región, los bancos, el Estado, los proveedores, los clientes y los usuarios finales’ (Höppner, 2003).

Sin embargo, una revisión de la inscripción histórica de la forma de acumulación neoliberal


permite reconocer que, como se observa por ejemplo en el caso argentino, esa implementación no
pudo ser posible sin una clara transformación de las instituciones y los espacios políticos de las
sociedades democráticas. Con ellos aparecieron nuevas formas de justificar el modo de
funcionamiento de la estructura económica. Por ejemplo, otro de los elementos que caracterizan a
este “nuevo capitalismo” es que éste transforma el sentido de los recursos motivacionales que utiliza
para movilizar a la fuerza de trabajo. El “nuevo capitalismo” o “capitalismo de redes” ya no recurre a
la promesa de una carrera estable, con oportunidades de ascenso y un entorno protector, sino que
parte de una “orientación por proyectos”, donde pasan a ser valorizadas las personas que se muestren
flexibles, creativas, esforzadas y que cuenten con competencias para actuar en redes de trabajo de
duración muy limitada en el tiempo, en contextos y con compañeros laborales que cambian
periódicamente (Boltanski y Chiapello, 2002). Esta nueva forma de organización del trabajo promueve
la “auto-motivación”, sin ofrecer los estímulos materiales y las garantías externas que ofrecía la
situación socio-ocupacional del período de pos-guerra.
En Argentina la “revolución conservadora” que ha privilegiado el poder del capital financiero a
escala global y sus criterios para organizar el régimen de acumulación, llegó de la mano de una
desregulación del marco normativo de las relaciones laborales, de una deslegitimación de la moneda
nacional y de una concentración económica y extranjerización de la cúpula empresarial. Pero estos
procesos no hubieran sido posibles sin la convalidación legislativa de estas reformas en el parlamento
y su promoción explícita de parte de varios agentes comunicacionales. La introducción de los
contratos temporarios y con menos cargas sociales, la disminución de las compensaciones por
accidentes de trabajo, la desregulación de los tiempos y las modalidades de la jornada de trabajo, la
reducción del monto de las indemnizaciones por despido y de los aportes patronales a la seguridad
social no fueron sino resultado de iniciativas legislativas que apuntaron en la dirección de ampliar la
libertad de las empresas en la utilización de la fuerza de trabajo y la reducción de sus costos
laborales. En pocas palabras, esas transformaciones no hubiesen podido producirse sin discursos que
las legitimen en las esferas públicas.
Esta trabazón permite reconocer la necesidad de incorporar en los diagnósticos actuales,
interrogantes sobre las relaciones entre las instituciones políticas del régimen democrático y los
desplazamientos internos de las predisposiciones y actitudes sociales que han valorado las
transformaciones neoliberales.
En vista de esta necesidad quisiéramos analizar aquí si es posible considerar las persistencias
actuales del neoliberalismo también como una cultura, que si bien encuentra su diferencia
obstaculizando y oponiéndose a la profundización de la cultura democrática, no deja de hacer uso de
un aparato de legitimación que exige ser analizado al interior de las instituciones del Estado y la
esfera pública democrática. Si así fuera, una investigación que se interesase por esta dimensión
debería indagar una subjetividad ideal pre-estructurada, configurada a partir de una serie de valores
culturales que le dan forma al neoliberalismo como interpelación ideológica. Formulado a modo de
pregunta: ¿Cómo se compone la estructura normativa del discurso que procura la adhesión y la
inscripción de la subjetividad en la ideología neoliberal? En esta ocasión daremos un primer paso en
responder a esta pregunta a partir del análisis de la inscripción de los distintos modos de justificación
de la ética económica del neoliberalismo en los sujetos y sus prácticas.

Justificación de la desigualdad social


En este trabajo nos ocuparemos de presentar algunos resultados que se desprenden del análisis
de los datos de una encuesta probabilística realizada a comienzos de 2013 en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires y que abarcó un total de 700 casos.4 Si bien la encuesta fue diseñada con objetivos de
investigación de largo alcance, en esta ocasión desearíamos abordar este material a partir de una
pregunta bien precisa: ¿de qué manera se inscriben en los encuestados las actitudes y valoraciones
que configuran al neoliberalismo como ideología?
Evidentemente, ya en la pregunta se esconde una hipótesis que intentaremos desarrollar a lo
largo de esta exposición, a saber: la idea de que es posible reconstruir una serie de valores acerca de
la economía de mercado que pretenden ser reconocidos como legítimos por parte de la opinión
pública. Esto implica la suposición de que en nuestra actualidad existe una ética económica
propiamente neoliberal, capaz de justificar las injusticias sociales a partir de una serie de imágenes
particulares que ese discurso es capaz de construir sobre el bien común.
La determinación de su existencia no puede ser zanjada en este trabajo de manera conclusiva.
Sin embargo, consideramos que existen indicios elocuentes que permiten reconocer su presencia en
las actuales predisposiciones ideológicas de la población argentina. La cuestión que pretendemos
indagar aquí son las modalidades de esa presencia. Esa presencia no será interpretada como una
adhesión consciente a un conjunto de creencias y valores neoliberales. Como sostiene Zizek con
respecto al liberalismo en sentido amplio: “es una doctrina (desarrollada de Locke a Hayek)
materializada en rituales y aparatos (prensa libre, elecciones, mercados etc.) y activa en la (auto)
experiencia “espontánea” de los sujetos como “individuos libres”. Nos detendremos entonces en el
modo en el que esa doctrina se vuelve activa en la experiencia de los sujetos.
Observemos los porcentajes de las respuestas al ítem 73 de nuestra encuesta que versa: “El
Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos porque se
fomenta la vagancia”. En este enunciado intentamos incluir una apelación directa a cuestiones de
justicia (aquello que el Estado “debería o no debería” hacer), así como la referencia a un bien común
que reaparece y se repite en las discusiones públicas del discurso neoliberal (la “responsabilidad y la
laboriosidad” de todos los miembros de la sociedad, con absoluta independencia de su condición
social, como Bien Común que quedaría malogrado o interferido por las políticas de bienestar del
Estado). En el dato crudo lo que reconocemos es que se da un 48,7% que aprueba el enunciado,
contra un 33,7% que se declara en desacuerdo. ¿Qué significan estos datos? ¿Cómo interpretar esa
mayoría?

Como puede observarse, este enunciado está compuesto por aspectos que son centrales para
nuestra pregunta. El mismo responde a una serie de problemáticas que tocan de lleno a los dramas
sociales aparejados desde fines de la década del setenta en América Latina luego de la
implementación de las reformas políticas y económicas neoliberales.
Por un lado, figura la institución del Estado que implementa políticas de seguridad social. En
este sentido podríamos pensar que el ítem interroga acerca del rol que los encuestados le otorgan en
relación con la justicia distributiva. De hecho, el enunciado se refiere específicamente a la actitud del
Estado en relación a la población más vulnerable que ampliaría sus derechos con esas políticas.
En este caso, la asistencia estatal a sectores sociales vulnerables no se rechaza “porque sí”. Por
el contrario, hay una razón explícita que permite adherir al enunciado: porque al hacerlo, el Estado
fomenta la vagancia. En la Argentina, el término coloquial “vago” connota una serie de sentidos
difíciles de resumir. Entendámoslo aquí como una actitud contraria al esfuerzo que supone el trabajo.
En este contexto, la palabra “vago” está enlazada semánticamente con los términos “irresponsable”,
“improductivo” e “inútil”, y remite al que hace un uso dispendioso, errático e irracional del tiempo. De
allí que “vago” se diga de aquel que contraría y se opone al mérito individual que justifica una
posición exitosa en la estructura social. A su vez, por medio de la adhesión a esta ideología se
responsabiliza a los individuos por su posición marginal en el mercado de trabajo o en el sistema de
las retribuciones sociales, justificándose así el rechazo de la intervención estatal en la distribución de
la riqueza socialmente producida.
Al mismo núcleo problemático apuntan otros tres enunciados de la encuesta con los que
construimos la variable “Justificación de la desigualdad social”. Ella condensa la idea de que el Estado
no debe intervenir en pos de una mayor igualdad distributiva porque es el mercado el gran igualador
y las desigualdades por él producidas serían, por lo tanto, justas.

Como a lo largo de la encuesta, aquí también, lo que resulta llamativo a la interpretación son las
razones específicas que justifican un posicionamiento ideológico. Aunque en las respuestas a la
variable se observa un 27,2% que adhieren intensamente a los enunciados que, con diferentes
estrategias retóricas, justifican la desigualdad social, no encontramos una diferencia significativa con
el 24,5% que rechaza toda justificación de la distribución desigual de la riqueza. Es decir que los
encuestados se distribuyen equitativamente entre las respuestas. Probablemente las experiencias de
los últimos años en lo que refiere a procesos de ampliación de derechos, orientadas a generar mayor
igualdad en la distribución de la riqueza, obstaculicen la colonización de las actitudes y
predisposiciones sociales de los encuestados por parte de esta modalidad discursiva del
neoliberalismo que supone la oposición a toda política redistributiva de la renta.
De todas formas, como puede observarse en el primer cuadro exhibido (sobre el ítem 73), el
análisis de las respuestas a los ítems particulares que componen esta variable demuestra que esa
aparente simetría en los encuestados en relación a la justificación de la desigualdad esconde
profundas diferencias que permiten determinar con mayor precisión cómo funciona efectivamente
esta ideología. Por un lado, frente a un enunciado que interroga sobre la redistribución de la riqueza
en favor de los trabajadores, las respuestas sí se polarizan. Ante el ítem “No conviene reclamar tanto
por mejores salarios o condiciones laborales. Acá hay que trabajar más y hablar menos”, las
respuestas se distribuyen entre un 40,9% en contra del enunciado y un 41,0% a favor del mismo. Ese
41% valora efectivamente el derecho de los trabajadores a reclamar por el mejoramiento de sus
condiciones salariales. Es decir, reconoce la importancia histórica de la lucha sindical obrera.
Por otro lado se observa una amplia mayoría que se declara en contra de las políticas de
redistribución de la riqueza como sucede en el ítem 73 referido a los planes sociales. Comparándolo
con la valoración positiva de las luchas salariales, podemos decir que el lazo social se fortalece entre
trabajadores incluidos formalmente en el mercado laboral pero supone al mismo tiempo una exclusión
de un otro (“el vago”) en la posibilidad de la redistribución.
Dentro de la variable “Justificación de la desigualdad social” hemos incluido un ítem que refiere
a la carga impositiva como medio de redistribución de la riqueza. Frente al enunciado “En la
actualidad el esfuerzo personal se ve desmotivado por los altos impuestos que aplica el gobierno a los
sectores más productivos”, se observa una amplia mayoría de un 49,8% a favor y un 25,6% en contra.
En este caso, volvemos a observar la apreciación neoliberal de la idea de que el Estado no debe
intervenir frente a las problemáticas sociales que el mercado autorregulado resuelve con su principio
de justicia. El mismo supone la atribución de los triunfos o fracasos en el mercado laboral a
condiciones personales como la vagancia o el esfuerzo. Por lo tanto podemos reconocer que aquella
homogeneidad en las respuestas a la variable “Justificación de la desigualdad social” esconde
posicionamientos ideológicos opuestos a la redistribución.

Sentidos de la meritocracia
Existe un consenso extendido en los estudios sociológicos sobre el capitalismo contemporáneo a
propósito de una creciente tendencia a individualizar la atribución de triunfos y fracasos en las
biografías laborales y en los destinos personales. Las precarizaciones y las reducciones salariales en
los ámbitos de trabajo producidas durante los años del neoliberalismo no podrían haber sido
aceptadas sin la difusión de la concepción de que, en la vida laboral, la supervivencia y el éxito se
deben solo al esfuerzo propio. Evidentemente esta idea se contrapone a la interpretación fundada en
la imagen de que el mercado se configura en base a una responsabilidad mutua respecto de las
vicisitudes laborales, de manera que es preciso que las instituciones estatales regulen sus
fluctuaciones y desequilibrios con políticas de seguridad social.
Hemos denominado a esta interpretación privatista de las desigualdades sociales que genera el
mercado laboral “Meritocracia”. La ideología meritocrática ha operado en contextos políticos y
económicos completamente diversos en la historia social de la Argentina. Por lo tanto, es posible
entender de distintas maneras qué significa adoptar una actitud meritocrática frente a los fenómenos
sociales. Sin embargo, en el contexto de un estudio de las tendencias ideológicas que justifican las
políticas económicas que estructuran el régimen de acumulación neoliberal, el sentido que cobra el
ideologema meritocrático se limita a un campo bien preciso: a la individualización de la atribución de
responsabilidades en las biografías laborales.
En la actualidad, la ideología meritocrática responde a dos interpretaciones históricas. Una
tendencia justifica la desigual distribución de la riqueza y de estatus en base al esfuerzo individual.
Para ello, presupone una hipotética situación inicial de igualdad de oportunidades en el acceso al
sistema educativo y, consecuentemente, al mercado laboral. De hecho, las promesas de movilidad
social contenidas en la noción de mérito que proliferaban en el modelo de Estado de Bienestar
introducían una diferencia con los criterios estructurales pre-modernos de distribución de la riqueza y
de estatus.
A diferencia de esta interpretación del mérito asociada a un mejor aprovechamiento de las
posibilidades supuestamente igualitarias que ofrecería el sistema educativo y el mercado laboral
durante lo que Luc Boltansky llamó “segundo espíritu del capitalismo”, el neoliberalismo introdujo
una nueva manera de valorar el mérito. Éste se orienta directamente a entender las trayectorias
laborales diferenciadas en base al mérito individual para el éxito, produciendo la imagen del mercado
laboral como un ámbito de competencia en el que cada individuo lucha por la maximización del
provecho propio. ´
En otros momentos de la historia del capitalismo en América Latina, y en Argentina en particular,
el funcionamiento de las instituciones estatales se encontraban nutridas por una ética económica
cooperativa y social del mercado capitalista. En ese entoonces, la ideología meritocrática ponía en
ejecución efectivamente la presunción de igualdad de base como fondo sobre el que era posible
proyectar el sentido legítimo de las desigualdades sociales. Sin embargo, luego del despliegue de las
políticas neoliberales, las raíces igualitarias de esa ideología, parafraseando a Max Weber, de alguna
manera se secaron. No obstante, al hacerlo, revelaron con cinismo la crudeza de la interpretación
neoliberal de los mercados.
A la hora de legitimar las políticas neoliberales que transformaron la estructura productiva y el
mercado laboral circularon discursos que recuperaron la idea de una meritocracia pero valorando, no
tanto el esfuerzo y la formación educativa, sino ciertas cualidades innatas de las personas como la
adaptabilidad, el conexionismo o el carisma. A esta nueva justificación del neoliberalismo la hemos
llamado “Ideología de la flexibilización de la vida” y construimos una variable compuesta por tres
ítems de la encuesta general.

En los resultados observamos que el 37,8% de los encuestados responde muy en desacuerdo con
los ítems que componen la ideología de la flexibilización de la vida, mientras que sólo un 13,1%
puntúa muy alto. Podemos decir entonces que dentro de los componentes de la ideología neoliberal, la
cuestión de la flexibilidad no ha impregnado significativamente los modos en los que los sujetos se
representan a sí mismos en su relación con los cambios y desplazamientos de la economía de
mercado. Evidentemente esta ideología, que ha formado parte de los discursos de legitimación de las
reformas neoliberales durante los años noventa, no hegemoniza actualmente la cuestión meritocrática
entre los encuestados. Es probable que las discusiones políticas de los últimos diez años en torno a las
consecuencias sociales, económicas, culturales y políticas del régimen neoliberal haya morigerado la
fuerza de ese discurso, tan en avanzada durante los años noventa.
Sostener en base a estos resultados que la ideología neoliberal no sigue teniendo eficacia en las
valoraciones de la sociedad argentina sería una afirmación apresurada. La ideología de la flexibilidad
de la vida aparece como un discurso que ha sido producido por las altas esferas de las élites
económicas pero parecería que aún no se ha expandido significativamente por la estructura social.
Sin embargo, las reuniones concertadas por los think-tanks del neoliberalismo vernáculo son
cada vez más frecuentes en Argentina. Incluso se ha propuesto conformar redes entre esas
fundaciones a los fines de producir una incidencia activa en la esfera pública nacional (Bernal, 2014).
Algo de esta incidencia puede ser rastreada en sucesivas notas publicadas en el periódico La Nación,
en las que se insiste con la idea de que existe una nueva modalidad de organización laboral, en donde
los parámetros de éxito se han transformado. En el artículo “Personas con talento, empresas con
éxito” (Scarpinelli, 2014) se insiste con que los logros laborales ya no serían el resultado de una
carrera esforzada sino producto del talento innato de ciertas “personalidades destacadas”. Las
empresas transforman los modos de trabajo para contener y potenciar a esas personalidades,
dándoles un ámbito flexible para su realización. De esa manera se construye un modo de justificación
a la flexibilización del mercado laboral por medio de argumentos asociados a unas pocas empresas
multinacionales que presentan sus métodos como el paradigma a seguir.
Sin embargo, encontramos modalidades de la ideología neoliberal que no se asocian con esos
discursos sobre lo flexible, tan expandidos en las fundamentaciones de las leyes de precarización
laboral de los años 90 en la Argentina. Esas otras modalidades se han montado sobre
representaciones populares preexistentes, muchas veces resignificándolas. Por eso hemos armado
una variable que se concentra en el aspecto de la individualización de los triunfos y fracasos en el
mundo laboral sin reducirse a las especificidades de la ideología de la flexibilización de la vida.
Cuando se cruza esa variable, “meritocracia”, con el ítem más arriba citado que interroga sobre
si el Estado debe entregar planes sociales o no, nos topamos con los siguientes resultados.

El 66,9% de los encuestados que adhieren a la ideología meritocrática están de acuerdo con que
“El Estado no debería entregar planes de asistencia a los sectores de menores recursos porque se
fomenta la vagancia”. Por el contrario, el 48,6% de los encuestados que no se reconocen a sí mismos
en los enunciados que forman parte de la variable “meritocracia” no están de acuerdo con el ítem
referido a las políticas de asistencia del Estado para los sectores sociales más vulnerables.
La alta correlación que el cuadro muestra indica que esos dos núcleos ideológicos del
neoliberalismo (el rol del Estado en la conquista de la justicia social y los ideologemas meritocráticos)
funcionan asociadamente. Según la perspectiva de los encuestados que han puntuado muy alto en
ambas cuestiones, el Estado no debe producir políticas redistributivas porque son las cualidades
individuales las que colocan a los sujetos en el lugar de la estructura social que se merecen.

Tecnocratismo
Para finalizar nuestra exposición desearíamos indagar acerca de las formas de gobierno que sí
reconocen como válidas los sujetos que adhieren a lo que llamamos ideología neoliberal. Puesto que,
si es cierto que los encuestados que responden a esta ideología rechazan la intervención política del
Estado en los problemas de injusticia social, entonces queda abierta la cuestión acerca de cuál es la
intervención política que reconocen como legítima.
Después de la caída del muro de Berlín con la reunificación del mundo capitalista comenzó un
proceso de desideologización de la política asociado a los discursos del fin de los grandes relatos
emancipatorios y de las ideologías políticas en general. La política fue pensada como gestión y se
valoraba el saber técnico de los especialistas a la hora de tomar decisiones. Frente al saber
neutralmente valorativo de los técnicos, la política representaba el ámbito de la ineficacia, la mala
gestión de lo público, el malgasto irracional de los recursos. No sólo la economía era diseñada con
criterios técnicos supuestamente a-ideológicos sino que la valoración del saber técnico impregnó
todas las áreas de intervención estatal, y más allá de las instituciones políticas circuló por las arenas
de la discursividad social.
Es en ese último sentido que hemos construido una variable que pretende indagar los
remanentes de ese discurso en la actualidad. Hemos llamado a esa valoración del saber técnico
especialista para tomar decisiones en nombre de todos, “Tecnocratismo”. En los ítems que construyen
esta variable se expresa una concepción de la política muy específica que se sustenta en la idea de
que el neoliberalismo no supone una retirada del Estado sino una transformación de su concepto.

Nuevamente es en la indagación al interior de la variable que se revelan las contradicciones


entre las posiciones ideológicas y sus matices. Es decir, confirmamos nuevamente la ausencia de una
estructura homogénea en las cuestiones ideológicas. Mientras que la encuesta revelaría que la mitad
de la población no es tecnocrática, sólo un 20,1% está en contra de que “La economía de un país es
tan compleja que debería ser administrada por expertos que dejen de lado las ideologías políticas”.

De esta manera, consideramos que un estudio que pretenda sondear en la actualidad la


persistencia en los sujetos de lo que hemos denominado el neoliberalismo como cultura, o como ética
económica, requiere abordar estas cuestiones en conjunto. El pasaje por los problemas de la
justificación de la desigualdad social, por la ideología de la flexibilización de la vida, por la
meritocracia y por el tecnocratismo permite reconocer el modo en que la subjetividad neoliberal se
estructura. Aun cuando las respuestas de los encuestados a las distintas variables hayan sido
heterogéneas, en la composición de un índice global a partir de ellas, podemos observar un 60,4% que
puntúa alto en los ideologemas identificables con la ética neoliberal.
El seguimiento de las complejidades que componen las variables que configuran el índice de la
subjetividad neoliberal permite cuestionar la identificación de una vez y para siempre de esta mayoría
de los encuestados con el neoliberalismo. Esto mismo nos ha ido apareciendo como dificultad para la
nominación de las categorías de las variables. El funcionamiento heterogéneo y contradictorio de las
ideologías, las temporalidades diversas en base a las cuales ellas se componen, producen una
imposibilidad para identificar a los sujetos en un lugar fijo del mapa ideológico. Y, por lo tanto,
también se dificulta la posibilidad de deducir comportamientos políticos futuros asociados a los
posicionamientos ideológicos que reconocemos en estas categorías.
Darle un nombre a estos posicionamientos, como “No tecnocrático”, “Muy flexible”, o
“Antineoliberal”, es en sí mismo un acto de interpelación ideológica que construye identidades. Son
precisamente esas identidades las que hemos intentado deconstruir a lo largo de este trabajo,
mostrando las complejidades internas que componen las actuales actitudes, predisposiciones y
valoraciones en relación a la ética económica del neoliberalismo.

Bibliografía
BOLTANSKI, L. y CHIAPELLO, È. El nuevo espíritu del capitalismo. Madrid: Akal, 2002.
HONNETH, A. Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporánea. Buenos Aires: Fondo de
Cultura Económica, 2009.
HOPNNER, M. Wer beherrscht die Unternehmen? Shareholder Value, Managerherrschaft und
Mitbestimmung in Deutschland. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 2003.
LASH, S. y URRY, J. The end of organized capitalism. Oxford: Polity Press, 1987.
SENNET, R. La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo.
Barcelona: Anagrama, 2000.
ZIZEK, S. “The spectre of Ideology”, in: ZIZEK, S. (comp.) Mapping Ideology. Londres y Nueva York: Verso,
1994.
IPAR, E.; CHAVEZ MOLINA, E.; CATANZARO, G. “Dilemas de la democracia (y el capitalismo) en la
Argentina: transformaciones sociales y reconfiguraciones ideológicas. Parte I.”, in: Realidad
Economica, v. 285, p. 33-56, 2014.
_____; _____ y _____. “Dilemas de la democracia (y el capitalismo) en la Argentina: transformaciones sociales y
reconfiguraciones ideológicas. Parte II”, in: Realidad Economica, v. 286, p. 122-136, 2014.
BERNAL, F., “Auge neoliberal: ¡vienen por todo!”. Tiempo Argentino, Buenos Aires, 2014. Disponible en:
<http://www.infonews.com/2014/09/24/politica-163907-auge-neoliberal-vienen-por-todo.php>. Acceso
en: 5 Sep. 2014.
SCARPINELLI, L. “Personas con talento, empresas con éxito”. La Nación, Buenos Aires, 2014. Disponible en:
<http://www.lanacion.com.ar/1740447-personas-con-talento-empresas-con-éxito>. Acceso en: 2 Nov.
2014.

1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

3
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

4
La encuesta estaba compuesta por un segmento orientado a cuestiones de estructura social y movilidad y otro segmento,
compuesto por 48 enunciados, en los que se indagaba cuestiones ideológicas en relación con la democracia. Los primeros
resultados de esta encuesta pueden encontrarse en: (Ipar, Chávez Molina, Catanzaro, 2014a).
¿Transformar la esfera pública? Notas sobre la restricción a los
monopolios en la ley de medios (26.522)

Nicholas Rauschenberg1

Buscaremos analizar el caso argentino de la elaboración de la Ley de Servicios de Comunicación


Audiovisual (Ley n. 26.522, o “Ley de Medios”, como quedó popularmente conocida). La clave teórica
que utilizaremos es la noción de esfera pública de Jürgen Habermas. Nos interesa aquí pasar por los
cincuenta años de transformación de la teoría del sociólogo alemán y preguntarnos si esos cambios
teóricos no podrían corresponder a las transformaciones reales de las distintas esferas públicas
latinoamericanas, y especialmente la argentina. Una vez desarrollado el modelo teórico ingresamos
en el caso argentino para entender las transformaciones en juego con la gestación política de la nueva
ley de medios. Finalmente analizamos las partes del texto de la ley 26.522 donde se restringen los
monopolios.

El modelo de la esfera pública habermasiano: de la concentración hacia la democratización


El concepto de esfera pública en Habermas puede ser reducido, por así decirlo, cuatro etapas
pasados poco más de cincuenta años de trabajo teórico (1962-2014). Estas etapas están plasmadas en
tres libros teóricos y algunos escritos políticos recientes: Mudanza estructural en la esfera pública, de
1962; Teoría de la acción comunicativa, de 1981; Facticidad y Validez. Sobre el derecho y el Estado
democrático de derecho en términos de teoría del discurso, de 1991; Ay, Europa, de 2008; y En la
estera de la tecnocracia, de 2013. La primera no es más que un estudio histórico crítico, pero que
abre un camino fructífero a la Teoría Crítica al alejar la comunicación pública del modelo totalitario
de la industria cultural y de la cultura administrada con el que se enfrentaban Adorno y Horkheimer
en la Dialéctica de la Ilustración (2007). En 1962 Habermas buscaba analizar la transformación de la
esfera pública burguesa teniendo como su propio horizonte un contexto de democracia. Si en en los
siglos XVIII y XIX su alcance era muy restringido, a partir del siglo XX, con una considerable
ampliación de los medios de comunicación más allá de la prensa escrita, la esfera pública adquiere un
estatus de horizonte normativo de comunicación. Sin embargo ese horizonte se vería colonizado por
los intereses del mercado. Si en cierto sentido se podía pensar en una ampliación de la participación
ciudadana en la esfera pública, por otro, gran parte de esa expansión fue inducida de modo
manipulativo por los medios de comunicación de masa. La ambigüedad entre Öffentlichkeit [esfera
pública] y Publizität [publicidad] “sirve a la manipulación del público en la misma medida que a la
legitimación ante él” (Habermas, 1962, p. 270). Habermas se atiene al carácter no público de la
opinión pública encuanto opinión condicionada en razón de intereses privados. La esfera pública gira,
así, su principio en contra de sí misma reduciendo su eficacia crítica (ver Lubenov, 2012). Por lo tanto,
el “interés general” desaparece a medida que intereses privados lo adoptan para sí para
autorepresentarse a través de la publicidad. En 1962 la opinión pública aparecía en la teoría
habermasiana sometida a los intereses de las corporaciones mediáticas. El horizonte de la praxis
estaba de este modo obstruido.
Casi veinte años después, la segunda etapa de la esfera pública pasa a tener una posición de
mediación (y contención) entre sistema y mundo de la vida. Si, por un lado, en el mundo de la vida
prevalece la razón comunicativa y las normas sociales en sus distintos modos y alcances, por otro, la
esfera sistémica tiende a “deslingüistizarse”, lo que hace que el marco normativo de las interacciones
sociales se deteriore. Este enfrentamiento, por así decirlo, y la consecuente sobreposición del sistema
ante el mundo de la vida es conceptualizado por Habermas como “una colonización del mundo de la
vida” (Habermas, 1999, p. 280). En la Teoría de la acción comunicativa, Habermas no le atribuye la
preeminencia al imperativo sistémino, sino al mundo de la vida. A pesar de la transformación y de las
diferenciaciones fragmentarias del mundo de la vida en razón de su tensión dialéctica con el sistema,
es en el primero que se dan los procesos de legitimación social, y es allí que reside el potencial
emancipador de la razón comunicativa. La esfera pública pasaría a ser pensada, entonces, como una
estructura intermediaria entre, por un lado, el sistema político y administrativo y, por otro, el mundo
de la vida y la sociedad civil (ver Lubenov, 2013, p. 174). La esfera pública actúa como un “dique” que
resguarda legitimidad y autonomía en el mundo de la vida, pero no avanza contra el sistema, no
encuentra un modo teórico para justificar una inversión del flujo de poder, una posibilidad desde la
teoría del discurso para lograr un avance transformador de las lógicas imperativas del sistema desde
el mundo de la vida por medio de la esfera pública.
La tercera etapa se da con la publicación de Faktizität und Geltung, en 1991. Habermas buscará
invertir ese flujo que había quedado ausente en la Teoría de la acción comunicativa. En Facticidad y
Validez, Habermas (1998) lleva a un primer plano la noción de esfera pública dejando de lado
parcialmente la tensión dialéctica entre sistema y mundo de la vida. Ahora Habermas recurre al
principio del discurso y un modelo de institucionalización orientada por el paradigma procedimental
de democracia. Su objetivo es resolver el problema de cómo la formación discursiva de la “opinión y
de la voluntad” puede ser institucionalizada, es decir, cómo es posible “transformar el poder
comunicativo en poder administrativo” (Lubenov, 2010, p. 231). Es un modelo normativo que pasa del
diagnóstico o modelo teórico hacia una praxis teórica, es decir, se construye un modelo que justifica el
accionar colectivo del discurso y su legitimación en una estructura administrativa en la en una
democracia formal fiel al procedimentalismo. La concepción procedimental de democracia es una
concepción formal y sostenida por las exigencias normativas de ampliación de participación de los
individuos en los procesos de deliberación y decisión y en el fomento de una cultura política
democrática. La política deliberativa, según Habermas, “obtiene su fuerza legitimadora de la
estructura discursiva de una formación de la opinión y la voluntad que sólo puede cumplir su función
sociointegradora gracias a la expectativa de calidad racional de sus resultados” (Habermas, 1998, p.
381). Por lo tanto, es fundamental para Habermas proponer un modelo de democracia que sirva como
un modelo normativo para justificar el proceso de legitimación de la razón comunicativa, concebida
ahora como teoría del discurso.
Habermas busca fundamentar la democracia deliberativa en términos intersubjetivistas. La
reconstrucción racional hacia la teoría de la democracia con base en la teoría del discurso está
fundamentada en “los procedimientos y presupuestos comunicativos de la formación democrática de
la opinión y de la voluntad [que] funcionan como importante esclusa para la racionalización discursiva
de las decisiones de una administración y un gobierno ligados al derecho y a la ley. Racionalización
significa más que mera legitimación, pero menos que constitución del poder” (Habermas, 1998, p.
376). En la Teoría de la acción comunicativa Habermas tenía en cuenta, al contraponer sistema y
mundo de la vida, un modelo crítico descriptivo, y no la fundamentación de reglas formales para la
validación democrática del discurso. En el modelo liberal, que corresponde en la construcción
racional de la teoría de la democracia al sistema, predomina una instrumentalización de las reglas,
mientras que el mundo de la vida, en su aspecto autónomo, correspondería al modelo republicano un
exceso de autodeterminación comunitarista. Si la esfera pública era un espacio mediador construido
intersubjetivamente para “sitiar” los avances del sistema hacia el mundo de la vida, en el modelo
deliberativo la opinión pública será pensada para dirigir el uso del poder administrativo en una
determinada dirección. Para Habermas, la esfera pública política es “un sistema de comunicación
intermediador entre, por un lado, las deliberaciones y negociaciones en el centro del sistema político
y, por otro lado, las organizaciones y las conversaciones informales de la sociedad civil en los
márgenes del sistema político” (Habermas, 2009b, p. 159). Para Habermas, la deliberación funciona
como un filtro, es decir, “justifica la presunción de que la formación política de la voluntad extrae de
los turbios caudales de la comunicación política los elementos racionales de formación de la opinión”
(p. 159).
Sin embargo, el optimismo esbozado en 1991 en el contexto de la Alemania recién unificada
cedió lugar al pesimismo de la financerización de los mercados ya a comienzos del siglo XXI. En lo
que llamamos aquí el cuarto momento de la teorización de la esfera pública, encontramos un
pesimismo de cierto modo comparable al primer momento, pero con la ventaja de un diagnóstico
político más sofisticado. La Unión Europea, que otrora fue idealizada por el mismo Habermas (1996)
como una ampliación política de la modernidad (sociedad postnacional, moral postconvencional etc.),
se transformó en una potencial pesadilla gracias a la indeleble colonización del sistema financiero
sobre la política y el horizonte perverso del sobreendeudamiento de todos los países europeos (ver
Habermas 2014). La Unión Europea fue llevada a cabo apenas como unión monetaria, sin tener en
cuenta las contingencias económicas y político-soberanas de cada país. Fue una aplicación a rajatabla
del neoliberalismo más feroz donde sólo los países y corporaciones trasnacionales más fuertes pueden
tener ventajas. La consecuencia lamentada especialmente por Habermas aparece en un corto artículo
publicado en el periódico Süddeutsche Zeitung, el 17 de mayo de 2007. Habermas menciona una
“batalla de los ejecutivos financieros de Wall Street contra la prensa de Estados Unidos” (Habermas,
2009a, p. 130). Preocupado con la invasión financiera a los principales diarios “serios” de Alemania (o
“prensa de calidad”, como la llama Habermas), el autor alemáncuestiona que la lógica del lucro
impere sobre la honestidad de las informaciones. “Si la reorganización y el recorte de gastos en esta
área nuclear ponen en peligro los acostumbrados estándares periodísticos, entonces se dañará la
médula misma de la esfera pública política. Pues la comunicación pública pierde su vitalidad
discursiva cuando falta el aflujo de las informaciones que se obtienen mediante costosas
investigaciones y cuando falta la estimulación de los argumentos que se basan en el trabajo de
expertosque no sale precisamente del balde” (Habermas, 2009a, p. 133). Fiel a su modelo
normativista, Habermas sostiene, así, que “la formación democrática de la opinión y de la voluntad
tiene una dimensión epistémica, porque en ella está en juego la crítica de las afirmaciones y
evaluaciones falsas” (p. 133).
El modelo deliberativo de democracia en el que se apoya Habermas teóricamente le permite
especificar las condiciones por las que la esfera pública política puede producir una contribución
adecuada al proceso de legitimación social (jurídico, político etc.). Para que se realice ese ideal
normativo, Habermas debe presuponer, primero, una relativa independencia del sistema autoregulado
de medios de comunicación. En segundo lugar, habría que esperar un “tipo correcto” de
retroalimentación entre la sociedad civil y la comunicación basada en los medios de comunicación
(Habermas, 2009b, p. 172). Sin embargo, Habermas sabe que ese modelo normativo está lejos de
corresponderse con la realidad actual de Europa, aludiendo inclusiva a los grandes magnates y sus
imperios de la comunicación, como el británico Robert Murdoch que logró legitimar las reformas de
Margaret Thatcher y las campañas por la guerra de Irak de George W. Bush y Tony Blair. Otro ejemplo
es el italiano Silvio Berlusconi que “sacó partido de las oportunidades legales en tanto que propietario
de medios de comunicación para emplearlas en la autopromoción política y [en seguida], tras tomar
las riendas del gobierno, para actuar después sobre la legislación con el objetivo de consolidar tanto
su patrimonio personal como sus activos políticos” (p. 175). La colonización de los medios de
comunicación por los intereses político-económicos más mercantilistas se hará notar, por ejemplo, en
la personalización de la política. No ya un proyecto político partidario con fisuras y tomas de posición,
sino un lenguaje vaciado de contenido donde se busca convertir al espectador en mero consumidor, en
un ciudadano pasivo ante la despolitización de la política.
No obstante, Habermas no fue capaz aún de pensar la verdadera consecuencia de este
vaciamiento político de los medios desregulados e invadidos por el capital financiero. Antes que
cosificar homogéneamente la esfera pública, hecho insostenible si tenemos en cuenta la dialéctica
entre mundo de la vida y sistema, el nuevo fenómeno de esa creciente colonización financiera de la
esfera pública es una polarización entre dos bloques de ciudadanos. Por un lado, los medios
hegemónicos logran instalar su agenda liberal, sometiendo la política a una simplificación
individualista y anti-solidaria. Por otro, se abre un espacio heterogéneo para una esfera pública
contrahegemónica que busca aclarar los perversos engaños de los modos cosificados de comunicación
de los medios corporativos que dominan el mercado. La creciente polarización parece un síntoma
inevitable y muy indeseable –aunque entendible– a la luz de los preceptos normativos de la
democracia deliberativa. Habrá que preguntarse en qué medida están dispuestos los distintos mundos
de la vida a enfrentar y dejarse seducir por los sistemas cuyo poder de colonización parecen cada vez
más irresistibles.

Medios en América Latina: de la concentración a una democratización relativa


Pensando el contexto latinoamericano, es posible afirmar que la concentración empresarial de
medios de comunicación generó una verdadera perversión de una de las bases del pensamiento
liberal: la libertad de prensa. Antes de pensar la Ley de medios como una realización de esa libertad
posible –pero necesariamente tutelada por el Estado– repasemos rápidamente cómo fue la relación
entre medios y estado hasta ahora, y porqué esa relación, dada las intervenciones militares en casi
todos los gobiernos del continente, no conllevó a una democratización de la comunicación, entendida
ésta como un servicio de carácter público.
En un primer momento, los estados con gobiernos populistas, como Perón o Getúlio Vargas,
ampliaron la infraestructura material y jurídica para la comunicación pública con fuerte intervensión
estatal, especialmente radio y televisión, pese a que ya había una estructura de medios,
principalmente radial y gráfica, que les hacían una dura oposición (ver Busetto, 2007; Lichtmajer,
2013). Sin embargo, fueron los gobiernos militares que tomaron el poder a partir de los años 1950 y
1960 los que favorecieron que un núcleo de empresarios detuviera el control social de la información
(ver Castellani, 2009; Gualde, 2013; Mattos, 2002; Larangeira 2014; Rojas et al, 2010). Esos grupos
privados de medios de comunicación apoyaron activamente las políticas represivas legitimando el
discurso de la así llamada lucha antisubversiva (ver Biroli, 2009).
En un segundo momento, ya a partir de los años 1980, ya en un contexto conturbado de
transiciones al régimen democrático, las ideologías neoliberales que impregnaban los nuevos
gobiernos abogaban por una privatización mercantilista de la comunicación (Fonseca, 2011;). Los
gobiernos neoliberales privatizaron los medios públicos beneficiando a aquellos que ya habían tenido
amplias ventajas político-económicas cuando apoyaban los regímenes represivos (Califano, 2012). El
ejemplo más notorio de ese tandem fueron las reiteradas justificaciones que los medios concentrados
les brindaban a la población sobre el brutal endeudamiento: se impuso un pseudodiscurso
economicista para una nueva forma de saqueo económico. En Argentina, el grupo Clarín defendió el
modelo neoliberal hasta el estallido social de 19 de diciembre de 2001; La Red Globo en Brasil
sostiene todo tipo de discurso elitista y neoliberal, habiendo sido cómplices de las salvajes
privatizaciones del gobierno de Fernando Henrique Cardoso (ver Rocha, 2015); En Chile, el grupo
Mercurio no sólo apoyo la articulación del golpe a Salvador Allende, sino que fue protagonista en la
instalación del neoliberalismo más consolidado de Sudamérica (ver Sunkel y Geoffroy, 2001; Galindo
2014). Más allá de los comportamientos políticos de los medios, es decir, su claro posicionamiento en
relación a proyectos políticos neoliberales, llama la atención cómo los medios se transformaron en
empresas multifacéticas con distintos frentes de negocios, especialmente la dependencia del capital
financiero. Segun Ramonet (2013), un medio monopólico no es un negocio rentable por sí solo. La
pregunta es: quien los mantiene? Hay que destacar la dependencia de los medios concentrados, por
un lado, de gobiernos amigos que los financian y, por otro, el ingreso de los medios en el mercado
financiero, es decir, mercado de cotización de acciones, ya que las corporaciones mediáticas tienen
también otras modalidades de negocios como fondos de inversión, lobbysmo por determinadas
empresas multinacionales etc. (ver Moraes, 2013, p. 26-27). Los medios se transforman, por lo tanto,
en una plataforma de intereses de determinados sectores políticos y económicos. El poder
concentrado en las nuevas democracias deberá esperar hasta el comienzo de los años 2000 para ser
cuestionado políticamente.
En un tercer y último momento, aunque en clara tensión con el segundo, los procesos de
intensificación de las democracias latinoamericanas llevaron a que esa concentración de medios de
comunicación fuera cuestionada jurídica, social y políticamente. Al perder el control mayoritario de la
opinión pública política, los medios concentrados asumieron un rol político opositor, buscando
desestabilizar y someter a los gobiernos democráticos acusándolos de populistas y autoritarios
(Califano, 2009). Es cada vez más notable la interferencia del capital financiero en los medios así
llamados dominantes, los que se beneficiaron con los gobiernos autoritarios. Sin profundizar
demasiado este tema, podemos decir que la toma de posición de los medios monopólicos por la lógica
socio-económica de mercado ha acentuado la creciente polarización con los medios de comunicación
contrahegemónicos. En Brasil podemos hablar de una esfera pública contrahegemónica restringida en
internet, ya que el gobierno insiste en no enfrentar (o asumir una postura abierta de confrontación
con los medios dominantes, como la Globo o el SBT). En Argentina, al contrario, en los medios de
oposición y de apoyo al gobierno kirchnerista tienen mucho más claras su situación de confrontación.
En este país, los medios públicos desarrollaron ampliamente el debate crítico en relación a los medios
dominantes y sus intereses históricamente defendidos, como el Grupo Clarín que se benefición tanto
con la dictadura (Papel Prensa), como con el gobierno ultraneoliberal de Carlos Menem (Canal 13 y
Cable visión). En Venezuela el gobierno chavista, además de la militancia en las redes sociales, creó,
para equilibrar la virulencia de los medios opositores, el canal informativo Telesur. Sin embargo, sin
una ley de medios que regularice el sector ética y económicamente, la batalla diaria por la hegemonía
narrativa no dejará de tornarse cada vez más polarizada.

Historia y concepción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina


Aunque las transmisiones de radio empezaron en Argentina a partir de 1920, la primera Ley de
Radiodifusión de ese país, la ley número 14.241, es de 1953, menos de dos años después de la
primera transmisión televisiva en ocasión del día de la lealtad peronista en 1951. Ese marco
regulador posibilitó la estructuración de tres redes que compartirían el espacio radial y televisivo con
la red oficial (ver Borgarello et al., 2007). Esta ley, además, exigía normativamente la veracidad
informativa y la necesidad de contraste de fuentes: “Los noticiosos o informativos deben proceder de
fuentes fidedignas, que constituyan una garantía de responsabilidad, seriedad, exactitud e
imparcialidad. Las emisoras mencionarán al transmitir sus boletines la fuente originaria de las
noticias o informaciones que difundan, a fin de establecer su auténtica y real procedencia” (Art. 3º).
Si era claro el margen de intervención del estado en ese primer intento de regulación, sobre todo
teniendo en cuenta la particularidad del gobierno peronista, con el golpe de estado de 1955, la
intervención fue total. La violencia usada para borrar el peronismo condicionó toda la estructuración
de las redes creadas por el gobierno anterior, sometiéndola a los intereses del gobierno de facto.
Tiene inicio el control militar de las estaciones de radio y televisión con la designación de
interventores militares y civiles interesados exclusivamente en sus intereses personales sin ningún
conocimiento ni compromiso por el medio de comunicación. En pocos años las radios cayeron en
manos de empresas comerciales constituidas exclusivamente para producir programas ante la
incapacidad oficial al respecto. El negocio fue transferido a esos productores privados rápidamente
enriquecidos por las ventajas que se les brindaban (ver Horvath, 1986).
Después de esa aparente fragmentación económica pero no política, recién durante la última
dictadura cívico-militar (1976-1983) fue posible que un grupo de medios lograra centralizar poder y
organización suficientes para legitimar de algún modo el terrorismo de estado. En 1977, los tres
principales periódicos vinculados a la dictadura, La Razón, Clarín y La Nación, se habían asociado al
estado terrorista en el negocio de la fabricación de papel, desapropiando ilegalmente la empresa
Papel Prensa S.A. perteneciente la familia Graiver (ver Marino, 2010; Gualde, 2013). Para consolidar
esa nueva estructura de medios en pleno régimen militar se sanciona la Ley de Radiodifusión, 22.285.
Esta ley venía a vestir de legalidad una estrategia para la construcción de medios con un perfil
ideológico muy bien definido. Las concesiones de frecuencias de radio y televisión hechas a la medida
de lo intereses de los grupos económicos cercanos a la dictadura podrían a partir de ese momento ser
legalmente justificadas, aunque esa misma ley establecía algunas restricciones patrimoniales y
participación de capital extranjero. Después de algunos intentos fallidos durante el gobierno del
presidente Alfonsín en reformular la ley de radiodifusión, éste renunció seis meses antes que se
cumpliera su mandato por las presiones principalmente orquestadas por el ya fuerte Grupo Clarín.
Alfonsín le dejaba el gobierno a Carlos Menem, quien se eligiera con el apoyo abierto de ese grupo
empresario.
Siguiendo a rajatabla los postulados neoliberales, Menem llevó a cabo algunas modificaciones en
la Ley de Radiodifusión que le permitieron al Grupo Clarín expandir considerablemente su patrimonio
e influencia política y económica. Con la ley 23.696 (Ley de la reforma del Estado, de agosto de 1989,
que autorizava las privatizaciones) y la 24.124 (sancionada en agosto de 1992, era un tratado
económico con EEUU para el ingreso de inversiones) se anulaba el inciso e del artículo 45 de la Ley
de Radiodifusión de la dictadura que aún valía. Eso le permitía a un grupo económico ser propietario
de distintos medios: diarios, radio y televisión. La ley 24.124 ratificaba el Tratado firmado con EEUU
mediante el cual los capitales de aquel país quedaban habilitados para instalarse libremente en
Argentina, inclusive medios de comunicación. Durante el primer año del gobierno Menem, fueron
traspasados al sector privado los canales de televisión 11 y 13, y las estaciones de radio Belgrano y
Excelsior. Canal 13 fue adquirido por una empresa del Grupo Clarín: Artear S.A. (ver Schleifer y
Monasterio, 2007). El Canal 11 fue adquirido por el grupo Telefé, cuyo principal asociado es el grupo
Telefónica de España, que además entró en el mercado de telefonía. Las primeras medidas
económicas no fueron otras que la dolarización de la economía argentina, a la medida de los sectores
más conservadores y especuladores. El Grupo Clarín diversificó sus inversiones adquiriendo las AFJP
que le permitían especular en su propio favor. La información política pasó por una vergonsoza
farandulización. Ya al final de su mandato, Menem firmó el decreto 1005/99 a través del cual
terminan de sentarse las bases de la concentración en la propiedad de los medios y, al mismo tiempo,
se instituía legalmente la primacía de la lógica comercial y de ganancia, a través de la pauta
publicitaria, como motor del sistema. Ese decreto modificó, además, el artículo 43 de la Ley de
Radiodifusión de la dictadura (22.285) permitiendo otorgar hasta veinticuatro licencias a una misma
persona física o jurídica en distintas localizaciones y, en una misma localización, hasta una de
radiodifusión sonora, una de televisión y una de servicios complementarios. Clarin construía su
imperio de TV por cable.
La situación de concentración de medios en toda América Latina es alarmante: en cada país, “las
cuatro principales empresas en cada industria de la cultura y la información controlaban [a fines de la
década de 1990] en promedio del 77% al 82% de sus mercados” (Segura, 2014, p. 69). Después de la
debacle social, económica y política del 2001 y del fortalecimiento de los movimientos sociales,
diversas organizaciones civiles pasaron a criticar la concentración de medios y su falsa neutralidad.
Por un lado, con la debacle del 2001 quedó evidenciado que la política hecha a partir de los medios
concentrados entró en crisis; por otro, esos medios no pudieron más esconder los intereses privados
que representaban, en especial los fondos de inversión que salieron ganadores con el voraz
sobreendeudamiento de la Argentina. Con la asunción del presidente Nestor Kirchner en mayo de
2003 se dio inicio a una verdadera restructuración del sistema político, lo que incluyó la Corte
Suprema de Justicia de la Nación (CSJN). En ese mismo año, la renovada Corte Suprema emite un
fallo que favorecía a la Asociación Mutual Carlos Mujica en contra del Estado Nacional. Ese fallo
declaró que el artículo 45 de la entonces vigente ley de radiodifusión de la dictadura era
inconstitucional. La Asociación Mutual Carlos Mujica representaba en el juicio a la Radio Comunitaria
La Ranchada (FM 103,7, en Córdoba Capital2), que pretendía participar en concurso público para
regularizar su situación precaria y establecerse como medio “legal”. Esa radio funciona desde 1989,
pero era perseguida por las autoridades y muchas veces tenía que cerrar. Fue el Comfer que demandó
a la radio en la justicia, juicio iniciado en 1999. Ese fallo abría una posibilidad sin precedentes que
sólo dos años después encontró una ley para reglamentar las radios y medios comunitarios, la ley
26.053, votada por el congreso en agosto de 2005. Este proceso culminaría en 2009 con la aprobación
de la ley de medios.
Sin embargo, la construcción de la ley de medios necesitó más que un fallo y una ley. Hizo falta
un amplio cuestionamiento colectivo para legitimar en diversos sectores de la sociedad la urgente
necesidad de democratizar los medios de comunicación. Ya en 2004, la Coalición por una
Radiodifusión Democrática, formada por universidades nacionales, sindicatos, organismos de
derechos humanos, cooperadoras, radios comunitarias, entre otros actores sociales, publicaron los 21
puntos para una radiodifusión democrática, un punto para cada año de gobierno democrático que no
logró cambiar el marco jurídico válido desde la dictadura. A partir de éste documento es posible
afirmar que tiene inicio la Ley de medios. Los 21 puntos sostenían en términos generales que una
nueva ley de radiodifusión debe tener en cuenta que la comunicación es no sólo un derecho humano
básico, sino también fundamental para la democracia. “La Ley de Radiodifusión debe garantizar el
pluralismo informativo y cultural” (21 Puntos, 2004, p. 2). La comunicación social debe asumir la
responsabilidad ciudadana de su rol público, y permitir la pluralidad de voces. “Es intolerable que, en
plena democracia, continúen rigiendo normas que consagran la exclusión de importantes sectores a la
radiodifusión por el hecho de no ser ‘sociedades comerciales’” (p. 3). Los 21 puntos fueron formulados
en consonancia con la Declaración y Plan de Acción de Santiago de Unesco, de 1992, y la Declaración
de Principios de Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Entre otros puntos, podemos destacar el segundo, que sostiene que “la radiodifusión es una forma de
ejercicio del derecho a la información y la cultura y no un simple negocio comercial” (p. 6). El cuarto
punto declara que “nadie debe apropiarse de las frecuencias. Las frecuencias radioeléctricas
pertenecen a la comunidad, son patrimonio común de la humanidad, y están sujetas por su naturaleza
y principios a legislaciones nacionales así como a tratados internacionales” (p. 6). El siguiente,
entiende que “el Estado tiene el derecho y el deber de ejercer su rol soberano que garanticen la
diversidad cultural y pluralismo comunicacional” (p. 7). El sexto explicita que el Estado debe adoptar
medidas anti-monopólicas. El número 13 recomienda que deberán reservarse “al menos el 33% de
frecuencias, en todas las bandas, para entidades sin fines de lucro” (p. 8).
A partir del fallo en favor de la radio comunitaria La Ranchada y de la elaboración de los 21
puntos, observamos una transformación efectiva previa a la actual Ley de medios. Con la sanción de
la ley 26.053 en septiembre de 2005, las personas jurídicas sin fines de lucro pasaban a estar
habilitadas para acceder legalmente a la actividad radiodifusora. Las actividades de radiodifusión
dejaban entonces de estar restringidas a entidades e individuos cuya actividad fuese exclusivamente
comercial. La ley 26.053 sustituía todo el artículo 45 de la ley de radiodifusión de la dictadura, que
había sido mudado, recordemos, para permitir la concentración de medios con la ley 24.124. Esa
nueva ley no tocó, sin embargo, la ley 24.124, que permitía que una persona o empresa tuvieran más
de un medio. La ley 26.053 abría la posibilidad de legalizar las así llamadas “radios truchas” o
comunitarias, como vimos en el “caso La Ranchada” de Córdoba (ver Baranchuk, 2011, p. 19-20). En
2006 se le reconoce la titularidad a 126 radios comunitarias. También en a partir de ese marco
jurídico “se estableció la colocación de repetidoras del canal estatal en 18 ciudades del país” (p. 20).
En la apertura de las sesiones legislativas en marzo del 2009, la ya presidenta Cristina Fernández de
Kirchner anunció que enviaría al Congreso la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Dos
semanas después se anuncia públicamente en un acto en el Teatro Argentino de La Plata que el
proyecto de ley sería puesto en discusión en todo el país a través de los Foros Participativos de
Consulta Pública (ver Guzmán, 2012). En total se realizaron 24 foros principalmente en universidades
públicas donde se evaluaron distintas propuestas y modificaciones al proyecto inicial, en un total de
45 encuentros. El proceso de consulta pública permitió la asistencia de más de 12.000 personas de
todas las regiones del país. Fueron considerados para las modificaciones en torno de 1.200 aportes,
teniendo en cuenta también que se podía sugerir a través de internet (Baranchuk, 2011, p. 22). Por
fin, el 27 de agosto la presidenta anuncia el envío del proyecto al congreso, que fue prontamente
encaminado a las Comisiones de Comunicaciones e Informática, Presupuesto y Libertad de Expresión.
El proyecto fue votado primero en el Congreso el 17 de septiembre teniendo 147 votos a favor y 3 en
contra y, en seguida, en el Senado el 10 de octubre fue aprobado con 44 votos a favor y 24 en contra.

La ley y los obstáculos a la formación de monopolios


De modo rápido, haremos un repaso en los artículos de la Ley de Medios que buscan evitar la
formación o continuación de los monopolios comunicativos. El artículo 1 de la Ley 26.522 comienza
con un sofisticado concepto de comunicación democrática destacando la necesidad de desconcentrar
y diversificar los medios de comunicación: la presente ley busca desarrollar “mecanismos destinados
a la promoción, desconcentración y fomento de la competencia con fines de abaratamiento,
democratización y universalización del aprovechamiento de las nuevas tecnologías de la información y
la comunicación” (Ley de Medios, 2010, p. 10). El artículo 32 es que adjudica mediante concurso
público y permanente las licencias para los servicios que utilizan espectro radioeléctrico. Eso evita
que solamente unos pocos indicados por el gobierno de turno puedan aglomerar unas pocas licencias
y su correspondiente retransmisión en cadena. Según este artículo, “las licencias para servicios de
comunicación audiovisual abierta cuya área primaria de servicio supere los 50 kilómetros y que se
encuentren localizadas en poblaciones de más de quinientos mil habitantes, serán adjudicadas, previo
concurso, por el Poder Ejecutivo Nacional” (p. 36). Aunque no anule grandes alcances territoriales,
busca priorizar la regionalización en la distribución del contenido.
Tanto el artículo 41 como el artículo 45 son los más contestados por el monopolio Clarín. El
artículo 41 sostiene que las licencias son intransferibles una vez otorgadas por concurso. Eso significa
que no pueden ser vendidas o alquiladas según las “demandas del mercado”. Recordemos que fue de
este modo mercantilista que en Argentina el Grupo Clarín logró hacerse de muchas de sus licencias.
Con la nueva ley, la transferencia sin previa aprobación deriva en la caducidad de la licencia. El
artículo 45 es el que le pone límites a la multiplicidad de las licencias. Un mismo concesionario sólo
podrá tener una licencia de servicio de comunicación audiovisual sobre soporte satelital; hasta 10
señales sonoras, 10 de televisión abierta o cable (la ley 22.285 permitía que una persona sea dueña de
24) y hasta 24 licencias de radiodifusión por suscripción. A ningún operador se le permitirá que dé
servicios a más del 35 por ciento del total de la población del país o de los abonados, en el caso que
corresponda. Por otra parte, quien maneje un canal de televisión abierta no podrá ser dueño de una
empresa de distribución de TV por cable en la misma localidad, y viceversa. También se impide que
las compañías telefónicas brinden servicios de televisión por cable. Más voces de la sociedad civil. Se
reserva el 33% de las localizaciones radioeléctricas planificadas, en todas las bandas de radiodifusión
sonora y de televisión terrestres, en todas las áreas de cobertura, para las organizaciones sin fines de
lucro. Además, los pueblos originarios serán autorizados para la instalación y funcionamiento de
radios AM y FM y así como de señales de televisión abierta. El artículo 46 es muy oportuno, como
complemento al 45, en resaltar que no podrán acumularse licencias –directas o por satélites– con
otros servicios propios de distinta clase o naturaleza.
El artículo 48 advierte las concentraciones indebidas de licencias. Si los límites de licencias
establecidos en el artículo 45 llegan a configurar un monopolio en razón de la ausencia de otras
licencias que configurarían un 65%. Eso favorece la competencia y desarma una previa estructuración
monopólica, sobre todo en las regiones menos pobladas que no tendrían en total 24 licencias
concursadas. Los artículos 62 y 63 evitan que ciertas transmisiones en red burlen la necesidad de
regionalizar la programación de los medios licenciados. “La emisora adherida a una o más redes no
podrá cubrir con esas programaciones más del 30% de sus emisiones diarias” (Ley de Medios, 2010,
p. 47). Esta norma busca evitar que los medios locales retransmitan indefinidamente programas de
otros medios que ya tienen sus licencias. En este sentido, el artículo 65 establece los porcentajes para
los contenidos propios y retransmitidos, nacionales y extranjeros. Se establece que 70% del contenido
sonoro (radios) debe ser de producción nacional y que, por lo menos, 30% de la música emitida debe
ser nacional. El 50% de la programación debe ser de producción propia de cada medio en licencia. Un
20% debe tener finalidad educativa; el 30% de la programación debe ser exclusivamente local. Para
las licencias de canales de televisión, la producción debe ser por lo menos 60% nacional y un 30%
propia.
Por último, vale la pena hacer algunas consideraciones sobre la aplicación concreta de esta ley
en el contexto jurídico-político argentino concreto. La ley fue aprobada en 2009 y el artículo 161
establece que había un plazo de un año para la adecuación definitiva a la ley. Los conglomerados
mediáticos que excedían las licencias permitidas, además de regionalizar y descentralizar su
programación y distribución deberían deshacerse de ellas o solicitar a la AFSCA (Autoridad Federal
de Servicios de Comunicación Audiovisual) la transferencia de licencias mediante concurso. Sin
embargo, como era previsible, entró en escena el mecanismo jurídico de las “medidas cautelares”
emitidas por jueces amigos de los grupos económicos, especialmente del Grupo Clarín. La
constitucionalidad de la ley fue contestada por los abogados del Grupo Clarín y juez José Edmundo
Carbone que rechazó la validad de los artículos 41, 45 y 48 y 161. Lo que planteaban los abogados era
que las licencias deberían venderse, lo que ciertamente burlaría la ley, ya que se usarían testaferros
para seguir con la misma configuración de retransmisión y programas de siempre. El caso llegó hasta
la Corte Suprema de Justicia de la Nación y el 29 de octubre de 2013 esos artículos fueron
considerados constitucionales. Sin embargo, aunque hubo que esperar cuatro años, otros jueces
siguen trabando en la justicia la aplicación concreta de la ley de medios por distintos mecanismos
aparentemente jurídicos.
La aplicación sigue en litigio jurídico, pero las amplias discusiones públicas en torno a la ley
posibilitaron la legitimación discursiva de un nuevo sentido público de la comunicación social.
Además de los asumidos programas del gobierno que buscan criticar y desconstruir el relato
hegemónico neoliberal, muchos medios locales han adquirido licencias y corrido relativamente la
centralidad del eje discursivo de los monopolios. Aunque haya matices políticos en la diversidad de los
medios en un eje local-nacional, la resistencia de los medios hegemónicos logró consagrar una
polarización en la esfera pública política argentina. La diversidad de medios logró elevar el nivel del
debate político y cultural aunque con claras restricciones. La clave de la Ley de Medios es la
desconcentración no sólo patrimonial de los medios, sino también cultural: se privilegia la
regionalización y las adjudicaciones buscan corregir injusticias históricas de las cuales los medios
hegemónicos tienen su cuota de responsabilidad por invisibilizar la diversidad política y cultural. La
solución que propone Habermas, aunque como parcial, nos ayuda a entender esa dialéctica local-
global en la descentración discursiva que promueve la ley. Se trata de una “transnacionalización de
las esferas públicas nacionales existentes” (Habermas, 2009b, p. 182). Sin pensar la fisura derivada
en polarización inevitable, Habermas sostiene que con esa transnacionalización las fronteras de las
esferas públicas regionales se convertirían simultáneamente en portales de traducciones recíprocas”
(p. 182). La “prensa de calidad” amenazada económicamente por el mercado financiero se puede
fortalecer, por un lado, al tratar temas propiamente globales (nacionales, continentales etc) y, por
otro, informar acerca de los posicionamientos y controversias políticas que desencadenan los mismos
temas en los otras jurisdicciones. Lo que busca Habermas es una forma sofisticada de crítica: por un
lado, lo inmanente local trasciende a lo regional-global, y por otro, combinar lo inmanente global con
lo trascendente local. Ante la necesidad de asumir una esfera pública contrahegemónica, esa
dialéctica entre local y global sin partir necesariamente de un ideal fuerte universalista, puede ayudar
a cuestionar de modo inmanente las configuraciones político-jurídico-económicas de los grandes
medios hegemónicos.

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1
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina.

2
Ver película-documental La Cocina, de David Blaustein (2009), sobre todo el proceso de la Ley de medios.

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